En el jardín de las bestias (22 page)

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Authors: Larson Erik

Tags: #Intriga, #Bélico, #Biografía

BOOK: En el jardín de las bestias
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Cuando Hitler llegó al poder, Arvid se sintió obligado a desmontar su grupo dedicado a la planificación de la economía. El clima político se había vuelto letal. El y Mildred se retiraron al campo, donde Mildred pasaba el tiempo escribiendo y Arvid trabajaba como abogado para las líneas aéreas alemanas Lufthansa. Cuando bajó un poco el inicial espasmo de terror anticomunista, los Harnack volvieron a su apartamento en Berlín. Sorprendentemente, dada su procedencia, Arvid consiguió trabajo en el Ministerio de Economía y empezó un ascenso rápido que llevó a algunos de los amigos de Mildred en Estados Unidos a pensar que ella y Arvid «se habían vuelto nazis».
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Al principio Martha no sabía nada de la vida oculta de Arvid. Le gustaba mucho visitar el apartamento de la pareja, que era muy luminoso y acogedor, y pintado en reconfortantes tonos pastel: «color topo, azules suaves y verdes».
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Mildred llenaba grandes jarrones de cosmos color lavanda y los colocaba ante una pared de un color amarillo pálido. Martha y Mildred llegaron a verse la una a la otra como almas gemelas, ambas profundamente interesadas por la escritura. A finales de septiembre de 1933 las dos habían decidido escribir una columna sobre libros para un periódico de habla inglesa llamado
Berlin Topics
. El 25 de septiembre de 1933, en una carta a Thornton Wilder, Martha decía que aquel periódico era «una birria», pero también decía que esperaba que sirviera como catalizador «para construir una pequeña colonia entre el grupo de habla inglesa que hay aquí… Unir a la gente a la que le gustan los libros y los autores».
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Cuando los Harnack viajaban, Mildred enviaba postales a Martha en las cuales escribía poéticas observaciones del paisaje que tenía ante ella, y cálidas expresiones de afecto. En una de esas postales, Mildred escribió: «Martha, sabes que te quiero y que pienso en ti todo el tiempo».
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Le daba las gracias a Martha por leer y criticar algunos de sus escritos. «Demuestra el don que tienes», decía.

Y acababa con un suspiro tachado: «Oh, mi querida, mi querida… vida». La elipsis era suya.

Para Martha, aquellas tarjetas eran como pétalos que caían desde un lugar invisible. «Atesoraba aquellas postales y breves cartas con su prosa delicada, casi tremolante, de tan sensible. No había nada estudiado ni afectado en ellas. Sus sentimientos brotaban sencillamente de su corazón pleno y gozoso, y tenían que expresarse.»
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Mildred se convirtió en huésped habitual en las celebraciones de la embajada, y en noviembre se ganaba un dinero extra pasando a máquina el manuscrito del primer volumen de Dodd sobre el
Viejo Sur
. Martha, a su vez, se convirtió en invitada habitual en el nuevo salón que establecieron Mildred y Arvid, el equivalente en Berlín de los Friday Niters. Siempre organizadores, acumulaban una sociedad de leales amigos, escritores, editores, artistas, intelectuales, que se reunían en su apartamento varias veces al mes y celebraban cenas entre semana y tomaban el té el sábado por la tarde. Allí, observaba Martha en una carta a Wilder, conoció al escritor Ernst von Salomon, famoso por haber desempeñado un papel en 1922 en el asesinato del ministro de Exteriores de Weimar, Walter Rathenau. A ella le encantaba la atmósfera acogedora que siempre conseguía crear Mildred, a pesar de tener poco dinero. Había lámparas, velas y flores, y una bandeja de tostaditas, queso, paté de hígado y rodajas de tomate. No era un banquete, pero bastaba. Su anfitriona, le decía Martha a Wilder, era «ese tipo de persona que tiene el sentido común o el poco sentido de poner una vela detrás de un jarrón con ramas de sauce o de rododendro».
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La charla era brillante, aguda y atrevida. Demasiado atrevida a veces, al menos para la esposa de Salomon, cuya perspectiva se veía condicionada en parte por el hecho de que era judía. Se sentía horrorizada al ver lo despreocupadamente que los invitados llamaban a Himmler y Hitler «idiotas integrales» en su presencia, sin saber quién era ella, ni dónde se encontraban sus simpatías. Vio que un invitado le pasaba a otro un sobre amarillo y luego le guiñaba un ojo, como un tío que le da un caramelo prohibido a un sobrino. «Y allí estaba yo, sentada en el sofá»,
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decía, «sin poder respirar apenas».

Martha lo encontraba emocionante y gratificante, a pesar del sesgo antinazi del grupo. Ella defendía incondicionalmente la revolución nazi diciendo que era la mejor manera de salir del caos que había devorado Alemania desde la última guerra. Su participación en el salón reforzaba el sentido que tenía de ella misma como escritora e intelectual. Además de asistir a la
Stammtisch
de los corresponsales de Die Taverne, empezó a pasar mucho tiempo también en los grandes cafés de Berlín, los que todavía no habían sido plenamente «coordinados», como el Josty, en Potsdamer Platz, y el Romanisches en Kurfürstendamm. Este último, donde cabían hasta mil personas, en el pasado fue un refugio para gentes como Erich Maria Remarque, Joseph Roth y Billy Wilder, aunque ahora todos ellos estaban lejos de Berlín. Salía a cenar fuera muy a menudo, e iba a clubes nocturnos como Ciro y la terraza del Eden. Los documentos del embajador Dodd guardan silencio sobre este asunto, pero dada su frugalidad, él debía de pensar que Martha era una presencia inesperada y alarmantemente costosa en el libro de contabilidad familiar.

Martha esperaba ocupar un lugar en el panorama cultural berlinés por derecho propio, no sólo por su amistad con los Harnack, y quería que ese lugar fuese importante. Llevó a Salomon a una aburrida recepción en la embajada de Estados Unidos, esperando sin duda causar algo de revuelo. Y tuvo éxito. En una carta a Wilder hablaba exultante de la reacción de la multitud cuando apareció Salomon: «el asombro (hubo un pequeño respingo y muchos susurros tapándose la boca con las manos, en aquella reunión tan y tan formal)… ¡Ernst Salomon, cómplice en el crimen de Rathenau…!».
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Ella ansiaba la atención de los demás, y la consiguió. Salomon describía a los invitados reunidos en una fiesta de la embajada de Estados Unidos, posiblemente esa misma, como «la
jeunesse dorée
del capital, hombres jóvenes y guapos de modales perfectos… con sus atractivas sonrisas, o riendo alegremente con las salidas ingeniosas de Martha Dodd».
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Ella se iba volviendo más audaz. Sabía que había llegado el momento de empezar a dar sus propias fiestas.

* * *

Mientras tanto Diels, todavía en el extranjero y viviendo muy bien en un hotel chic de Carlsbad, empezó a tantear el terreno para ver cómo estaban los ánimos en Berlín, si era seguro ya para él volver, o en fin, si alguna vez sería seguro.

Capítulo 18

ADVERTENCIA DE UN AMIGO

Martha sentía cada vez una mayor confianza en su atractivo social, tanto es así que organizó su propio salón de tarde, tomando como modelo los tés y grupos de discusión nocturnos de su amiga Mildred Fish Harnack. También celebró una fiesta de cumpleaños. Ambos acontecimientos se desarrollaron de una forma marcadamente distinta a lo que ella había esperado.

Para seleccionar los invitados para su salón aprovechó sus propios contactos, así como los de Mildred. Invitó a varias docenas de poetas, escritores y editores con el objetivo aparente de reunirse con un editor norteamericano que estaba de visita. Martha esperaba «oír conversaciones divertidas, algún intercambio estimulante de puntos de vista, al menos una conversación en un plano algo superior del acostumbrado en una sociedad diplomática».
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Pero los invitados trajeron a un compañero inesperado.

En lugar de formar un grupo vivaz y vibrante, con ella en el centro, la multitud se disgregó, formando pequeños grupos aquí y allá. Un poeta se sentó en la biblioteca con varios invitados a su alrededor. Otros se reunieron apretadamente en torno al huésped de honor, exhibiendo lo que Martha describiría como «una patética ansiedad por saber lo que ocurría en Estados Unidos». Sus invitados judíos parecían especialmente a disgusto. La charla languidecía; el consumo de comida y alcohol iba en aumento. «Los demás invitados estaban de pie por ahí, bebiendo mucho y devorando bandejas de comida», escribió Martha. «Probablemente muchos de ellos eran pobres y estaban mal alimentados, y los demás estaban nerviosos y ansiosos por ocultarlo.»

En resumen, concluía Martha, «fue una tarde aburrida y al mismo tiempo tensa». El huésped al que nadie había invitado era el miedo, que se hizo presente en toda la reunión. La gente, decía, «estaba tan llena de frustración y sufrimiento… tensiones, espíritus rotos, valor condenado o trágico y odiosa cobardía, que juré que nunca volvería a reunir un grupo semejante en mi casa».

Se resignó a ayudar a los Harnack con sus veladas y tés habituales. Ellos tenían el don de reunir a amigos leales y cautivadores, y mantenerlos cerca. La idea de que algún día eso los mataría le habría parecido por aquel entonces a Martha completamente risible.

* * *

La lista de invitados para la fiesta de su cumpleaños,
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que se celebraría el 8 de octubre, su fecha de nacimiento real, incluía a una princesa, un príncipe, varios de sus amigos corresponsales y diversos oficiales de las SA y las SS, «jóvenes que golpeaban los talones, corteses hasta el absurdo».
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No está claro si asistió Boris Winogradov, aunque por aquel entonces Martha le veía «regularmente». Es posible e incluso probable que ella no le invitase, porque Estados Unidos todavía no había reconocido a la Unión Soviética.

Acudieron a la fiesta dos importantes dirigentes nazis. Uno de ellos era Putzi Hanfstaengl, el otro Hans Thomsen, un joven que servía de contacto entre el Ministerio de Asuntos Exteriores y la cancillería de Hitler. Nunca había mostrado el acaloramiento tan evidente en otros fanáticos nazis, y por tanto era bien considerado por los miembros del cuerpo diplomático y visitaba con frecuencia la casa de los Dodd. El padre de Martha hablaba con él a menudo en términos mucho más francos de lo que permitía el protocolo diplomático, confiando en que Thomsen transmitiese sus puntos de vista a los dirigentes nazis de mayor rango, incluso al propio Hitler. A veces Martha tenía la impresión de que Thomsen podía albergar reservas personales sobre Hitler. Ella y Dodd le llamaban «Tommy».

Hanfstaengl llegó tarde, como era su costumbre. Ansiaba llamar la atención, y debido a su inmensa altura y energía siempre lo conseguía, por muy llena que estuviese la sala. Se había enfrascado en una conversación con un invitado que entendía de música sobre los méritos de la
Sinfonía inacabada
de Schubert cuando Martha se dirigió al tocadiscos de la familia y puso un disco del himno nazi a Horst Wessel, el mismo que ella había oído cantar en Núremberg por las Tropas de Asalto en los desfiles.

A Hanfstaengl pareció gustarle aquella música. A Hans Thomsen estaba claro que no. Se levantó bruscamente, se dirigió hacia el tocadiscos y lo apagó.

Con sus modales más inocentes, Martha le preguntó por qué no le gustaba la música.

Thomsen la fulminó con la mirada, con rostro duro.

—No es el tipo de música que se debe interpretar en reuniones variopintas y de una manera frívola —la riñó—. No permitiré que ponga nuestro himno, que es muy significativo, en una reunión social.
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Martha se había quedado asombrada. Aquélla era su casa, su fiesta, y además era territorio americano. Podía hacer lo que le diera la gana.

Hanfstaengl miró a Thomsen con una mirada que Martha describió como «de gran diversión, teñida de desdén». Se encogió de hombros, se sentó al piano y empezó a tocar con su habitual y bullicioso ímpetu.

Más tarde, Hanfstaengl se llevó aparte a Martha.

—Sí —le dijo—, hay alguna gente como él entre nosotros. Gente que tiene puntos ciegos y que carece de humor… uno debe tener cuidado de no ofender sus sensibles almas.

Para Martha, sin embargo, el exabrupto de Thomsen tuvo un efecto duradero y de un poder sorprendente, porque erosionó, aunque sólo fuera ligeramente, su entusiasmo por la nueva Alemania, de la misma manera que una sola frase fea puede inclinar a un matrimonio hacia el declive.

«Acostumbrada toda mi vida al intercambio libre de puntos de vista», escribía ella, «la atmósfera de aquella velada me impresionó y me pareció una especie de violación de la decencia de las relaciones humanas».

Dodd también estaba aprendiendo con rapidez a evaluar las quisquillosas sensibilidades del momento. Ningún acontecimiento le transmitió una medida mejor de ello que un discurso que pronunció ante la sucursal en Berlín de la Cámara de Comercio Norteamericana el día de Colón, 12 de octubre de 1933. Su charla suscitó un gran enfado no sólo en Alemania, sino también en el Departamento de Estado, como supo Dodd, consternado, y entre los muchos norteamericanos que eran partidarios de evitar que la nación se entrometiera en los asuntos europeos.

Dodd creía que una parte importante de su misión era ejercer una tranquila presión hacia la moderación o, como escribió en una carta al abogado de Chicago, Leo Wormser, «continuar persuadiendo y rogando aquí a todo el mundo para que no sean sus peores enemigos».
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La invitación para dar aquella charla parecía presentar una oportunidad ideal.

Su plan era usar la historia para realizar una crítica telegráfica del régimen nazi pero de una manera oblicua, de modo que sólo aquellos del público que conociesen bien la historia antigua y moderna comprendieran el mensaje subyacente. En Estados Unidos, un discurso de ese tipo habría parecido cualquier cosa menos heroico; en medio de la creciente opresión del gobierno nazi, era positivamente osado. Dodd explicaba su motivación en una carta a Jane Addams: «Como había visto muchas injusticias, y pequeños grupos dominantes, y también había oído las quejas de muchas de las mejores personas del país, me aventuré mucho más de lo que me permitía mi posición, y mediante la analogía histórica, advertí a los hombres con la mayor solemnidad que pude en contra de que se permitiera a los líderes de educación deficiente dirigir naciones a la guerra».
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Dio a la charla el inocuo título de «Nacionalismo económico». Citando el ascenso y caída de César y episodios de la historia francesa, inglesa y norteamericana, Dodd quería advertir de los peligros del gobierno «de la arbitrariedad y la minoría», sin mencionar en realidad en ningún momento a la Alemania contemporánea. No era algo que hubiese emprendido un diplomático tradicional, pero Dodd lo veía como una manera de cumplir el mandato original de Roosevelt. Más tarde, en su defensa, Dodd escribió: «El presidente insistió en que quería que fuese un representante sobresaliente y portavoz (ocasional) de los ideales y la filosofía norteamericanos».
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