En las antípodas (3 page)

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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Viajes

BOOK: En las antípodas
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El dominical del
Mail on Sunday
estaba preparando un número especial sobre Australia, y me habían encargado un reportaje. Hacía tiempo que pensaba venir de todos modos para escribir un libro, y aquello representó un incentivo adicional: una oportunidad de conocer el país de una forma sumamente cómoda a costa de otro. Me pareció fantástico. Con este fin, viajaría durante una semana más o menos en compañía de Trevor Ray Hart, un joven fotógrafo inglés procedente de Londres, a quien conocería a la mañana siguiente.

Pero primero tenía un día para mí solo, y esto me producía una desmesurada satisfacción. Había estado en Sydney con ocasión de alguna gira de promoción de libros, por lo que mis conocimientos de la ciudad se reducían a trayectos en taxi por distritos desconocidos como Ultimo y Annandale. La única ocasión en que había visto algo de la ciudad había sido unos años antes, en mi primera visita, con un amable representante de mi editor que me invitó a dar una vuelta en coche, con su esposa y sus dos hijas en el asiento trasero, y quedé fatal con ellos porque me quedé dormido. No fue por falta de interés o porque no me gustara, creedme. Es que aquel día hacía calor y yo acababa de llegar al país. Por desgracia, casi al principio, el desfase horario se apoderó de mí y me desplomé en una especie de coma sin poder evitarlo.

No soy, me cuesta reconocerlo, un durmiente discreto y atractivo. La mayoría de la gente, cuando duerme, parece que necesite una manta; yo parezco necesitar atención médica. Duermo como si me hubieran inyectado un potente relajante muscular en fase experimental. Se me abren las piernas de forma grotesca y provocativa; me cuelgan los nudillos a ras del suelo. Todo lo que tengo dentro —lengua, campanilla, babas o aire intestinal— pugna por salir afuera. De vez en cuando, como uno de esos patos de juguete que bajan la cabeza, la mía cae hacia delante y vacío casi un litro de saliva viscosa en las rodillas, y luego cae hacia atrás para recargarse emitiendo un ruido parecido al de una cisterna de retrete al llenarse. Y ronco, con fuerza y constancia, como un personaje de dibujos animados, con los labios gomosos temblequeantes y emitiendo prolongadas exhalaciones a modo de válvula de vapor. Durante largos periodos me quedo inmóvil de una forma anormal, lo que hace que los observadores intercambien miradas y se acerquen a observarme con cierta preocupación; entonces me pongo artificialmente rígido y, después de una angustiosa pausa, empiezo a agitarme y a sacudirme en una serie de espasmos corporales que recuerdan los de una silla eléctrica cuando se acciona el interruptor. Después me estremezco un par de veces de forma excéntrica y afeminada y, cuando me despierto, descubro que todo movimiento en un radio de 500 m se ha detenido y los niños menores de ocho años se agarran a las faldas de sus madres. Es un peso terrible con el que tengo que cargar.

No tengo ni idea del rato que dormí en el coche pero seguro que no fue breve. Sólo sé que cuando me desperté había un pesado silencio en el coche: aquel silencio que te envuelve cuando te encuentras conduciendo alrededor de la ciudad en compañía de una persona desplomada y sacudida vagando de un monumento a otro sin que se dé cuenta.

Miré a mi alrededor despistado, sin tener muy claro quién era aquella gente, me aclaré la garganta y adopté una posición más digna.

—Pensamos que quizá le gustaría comer algo —dijo mi guía sosegadamente cuando vio que había abandonado por el momento mi particular ambición de inundarle el coche de saliva.

—Es una idea estupenda —contesté en voz baja y servil, descubriendo al mismo tiempo, horrorizado, que mientras yo dormía, una mosca inmensa me había vomitado encima. Para intentar desviar la atención de aquel brillo húmedo anormal y al mismo tiempo reafirmar mi interés por el paseo, añadí más animadamente—. ¿Todavía estamos en Neutral Bay?

Se oyó un discreto e involuntario bufido de esos que se te escapan cuando la bebida te entra por el mal camino. Y después, con una tensa precisión:

—No, esto es Dover Heights. Neutral Bay —una pausa de un microsegundo, sólo para aclarar la cuestión— lo hemos dejado atrás hace un rato.

—Ah.

Puse una cara seria, como si no entendiera qué podría haber pasado durante todo aquel rato.

—Hace bastante, desde luego.

—Ah.

No hablamos más hasta que llegamos al restaurante. La tarde fue un poco mejor. Cenamos pescado en el muelle de Watsons Bay, después fuimos a ver el Pacífico desde los altos acantilados batidos por las olas que se levantan sobre la bocana del puerro. De vuelta a casa, el paseo ofrecía algunas vistas del que es sin duda el puerto más hermoso del mundo: aguas azules, veleros meciéndose, el lejano arco de hierro del Harbour Bridge y el Opera House agazapado alegremente a su lado. Pero aun así no había visto Sydney como dios manda, y a primera hora del día siguiente me marchaba a Melbourne.

Por eso estaba deseoso, como es de suponer, de ponerle remedio. Los
Sydneysiders
, como curiosamente se conoce a sus habitantes, tienen un deseo evidente e insaciable de mostrar la ciudad a los visitantes, así que tuve otra amable oferta, esta vez de una periodista del
Sydney Morning Herald
, Deirdre Macken, una alegre y avispada mujer de mediana edad. Deirdre fue a buscarme al hotel con Glenn Hunt, un joven fotógrafo, y fuimos andando al Museo de Sydney, una pulcra y elegante institución que consigue parecer interesante e instructiva sin ser ninguna de las dos cosas. Pasas el rato mirando unas vitrinas ingeniosamente dispuestas pero mal iluminadas, llenas de curiosidades de la inmigración, en una sala empapelada con páginas de revistas populares de los años cincuenta, sin que te quede muy claro qué conclusión se espera de ti. Pero tomamos un buen café con leche en el restaurante anejo, mientras Deirdre nos explicaba el plan del atareado día.

Primero iríamos paseando a Circular Quay, donde cogeríamos el ferry que cruza el puerto hasta el muelle de Taronga Zoo. No visitaríamos el zoo, era mejor caminar por la zona de Little Sirius Cove y subir las pronunciadas y selváticas colinas de Cremorne Point hasta la casa de Deirdre. Allí cogeríamos toallas y tablas de
boogie boarding
e iríamos en coche a Manly, una playa del Pacífico. En Manly almorzaríamos, y después de una estimulante sesión de
boogie boarding
nos arreglaríamos e iríamos a…

—Perdona que te interrumpa —apunté yo—, pero ¿en qué consiste exactamente el
boogie boarding
?

—Oh, es muy divertido. Te encantará —dijo ella en tono alegre, pero en mi opinión un poco evasivo.

—Sí, pero ¿en qué consiste?

—Es un deporte acuático. Es divertidísimo. ¿A que es divertidísimo Glenn?

—Muchísimo —aseguró Glenn que, como todo el mundo a quien pagan los carretes, se dedicaba a tomar un infinito número de fotografías.

Bizz
,
bizz
,
bizz
, cantaba su cámara al hacer tres rápidas e ingeniosas instantáneas idénticas de Deirdre y yo charlando.

—Pero ¿qué hay que hacer exactamente? —insistí.

—Coges una especie de tabla de surf en miniatura y entras en el mar chapoteando, esperas a coger una ola grande y vuelves a la playa en la tabla. Es fácil. Te gustará.

—¿Y los tiburones? —pregunté inquieto.

—Oh, ahí casi no hay tiburones. Glenn, ¿cuánto tiempo hace que un tiburón no ha matado a nadie?

—Oh, siglos —dijo Glenn, pensándolo—. Al menos un par de meses.

—¿Un par de meses? —gemí.

—Por lo menos. Con los tiburones se ha exagerado mucho —añadió Glenn—. Demasiado. Son los
rips
los que pueden acabar contigo.

Reanudó sus fotografías.


¿Rips?

—Corrientes submarinas que corren en diagonal a la costa y a veces arrastran a la gente mar adentro —explicó Deirdre—. Pero no te preocupes. No te pasará.

—¿Por qué no?

—Porque aquí estamos nosotros para cuidar de ti.

Sonrió serenamente, apuró su copa y nos recordó que había que ponerse en marcha.

Tres horas después, una vez cubiertas todas las demás actividades, fuimos a una playa aparentemente remota en un lugar llamado Freshwater Beach cerca de Manly. Era una enorme bahía en forma de U, rodeada de colinas de maleza baja, con unas olas, que a mí me parecían espantosamente grandes, que llegaban de un mar vasto y caprichoso. A cierta distancia, varias almas alocadas enfundadas en neopreno surfeaban hacia unos espumosos salientes del promontorio rocoso; un poco más cerca algunos aficionados se dejaban engullir continua, y parece que felizmente, por olas explosivas.

Apremiados por Deirdre, que parecía morirse de ganas de entrar en el proceloso mar, procedimos a desnudarnos —en mi caso con intencionada lentitud; en el suyo, afanosamente— y nos quedamos con el traje de baño que nos había dicho que lleváramos debajo de la ropa.

—Si te pilla una corriente —me decía Deirdre—, lo importante es no perder la calma.

La miré fijamente.

—¿Quieres decir que me ahogue sin perder la calma?

—No, no. Que no pierdas la cabeza. No intentes nadar contra corriente. Intenta cruzarla. Y si sigues teniendo problemas, mueve los brazos así —hizo un gesto amplio y lánguido con el brazo que sólo un australiano podría considerar una señal de ahogo— y espera a que venga el socorrista.

—¿Y si el socorrista no me ve?

—Te verá.

—Pero ¿y si no me ve?

Pero Deirdre ya estaba entrando en el mar, con su tabla bajo el brazo.

Tímidamente dejé caer la camisa en la arena y me quedé sólo con mi amplio bañador. Glenn, que nunca había visto nada tan grotesco y singular en una playa australiana, al menos algo vivo, sacó su pequeña cámara y se puso a tomar primeros planos de mi estómago con gran animación.
Bizz
,
bizz
,
bizz
,
bizz
, cantaba su cámara alegremente mientras me seguía mar adentro.

Permitidme que haga una pausa para intercalar un par de historietas. En 1935, no muy lejos de donde estábamos, unos pescadores capturaron un tiburón beige de cuatro metros y lo llevaron al acuario público de Coogee, donde se expuso al público. El tiburón nadó un par de días en su nuevo hogar y, entonces, sin más ni más, y para sorpresa del público que lo contemplaba, vomitó un brazo humano. La última vez que se había visto aquel brazo iba ensamblado a un joven llamado Jimmy Smith, que, sin duda, había mandado señales de su apurada situación con un gesto amplio y lánguido.

Ahora la segunda historia. Tres años después, en una tarde clara, soleada y tranquila de domingo en Bondi Beach, tampoco muy lejos de donde estábamos, llegaron, de no se sabe dónde, cuatro olas brutales de seis metros cada una. La resaca arrastró a más de doscientas personas mar adentro. Afortunadamente, aquel día había cincuenta socorristas de guardia, y consiguieron salvarlas a todas menos a seis. Soy consciente de que hablo de incidentes que sucedieron hace muchos años. Me da igual. Mi tesis es la misma: el océano es un lugar traicionero.

Con un suspiro, me introduje en el agua verde pálido salpicada de manchas crema. Sorprendentemente la bahía era poco profunda. Avanzamos unos treinta metros y el agua seguía llegándome sólo a las rodillas, aunque incluso allí había una corriente extraordinariamente fuerte, tan fuerte que te tiraba si no estabas alerta. Las olas rompían otros cuatro metros más adentro, donde el agua nos llegaba a la cintura. Si descuento unas pocas horas en las tranquilas aguas de la Costa del Sol en España, y una gélida zambullida de la que me arrepentí enseguida en Maine, casi no tengo experiencia del mar, y me resultaba francamente desconcertante vadear una montaña rusa de agua. Deirdre chillaba de placer.

Acto seguido me enseñó a manejar la tabla. Al principio parecía sencillo. Cuando pasaba una ola, ella saltaba sobre la tabla y se deslizaba por la cresta durante varios metros. A continuación lo intentó Glenn y llegó incluso más lejos. Sin duda parecía divertido. Tampoco daba la impresión de ser demasiado difícil. Incluso tenía ganas de intentarlo.

Me situé para pillar la primera ola, salté sobre la tabla y me hundí como un yunque.

—¿Qué has hecho? —preguntó Glenn maravillado.

—Ni idea.

Repetí el ejercicio con el mismo resultado.

—Qué raro —dijo.

Así pasó media hora, en que los dos me miraban primero con disimulada diversión, después estupefactos, y finalmente compasivos, mientras yo desaparecía bajo las olas y era arrastrado por una extensión del lecho oceánico más o menos del tamaño del condado de Polk, en Iowa. Al cabo de un tiempo indefinido pero desde luego largo, salía a la superficie, medio ahogado y desorientado, en un punto a una distancia entre dos metros y dos kilómetros más allá, y la siguiente ola me volvía a arrastrar al fondo del mar. Al poco rato, la gente de la playa estaba de pie haciendo apuestas. Todos estaban de acuerdo en que lo que yo hacía era físicamente imposible.

Desde mi punto de vista, cada experiencia bajo el agua era esencialmente la misma. Intentaba aplicadamente copiar los delicados movimientos de manos y pies que Deirdre me había enseñado y procuraba ignorar que no iba a ninguna parte y que me estaba ahogando. Como no había nadie que me dijera lo contrario, daba por supuesto que lo estaba haciendo bien. No puedo decir que estuviera pasándolo en grande, pero la verdad, considero un misterio que alguien pretenda chapotear en un entorno tan poco misericordioso y encima pasar un buen rato. De todas formas estaba resignado a mi suerte, consciente de que un día u otro aquello se acabaría.

Quizá por la falta de oxígeno, me encontraba sumido en mi pequeño mundo cuando Deirdre me agarró del brazo antes de que volviera a hundirme y dijo con voz ronca:

—¡Cuidado! Hay un
bluey
.

Glenn puso inmediatamente cara de susto.

—¿Dónde?

—¿Qué es un
bluey
? —pregunte, abrumado al descubrir que había otros peligros de los que no me habían hablado.

—Una carabela portuguesa —explicó ella, y señaló una pequeña medusa (como después hojeando un grueso volumen titulado, si no recuerdo mal,
Cosas que pueden matarle horriblemente en Australia: Tomo 19
), conocida en todas partes como «el guerrero portugués».

La miré mientras pasaba. No parecía nada del otro mundo, era como un condón azul con cuerdas colgantes.

—¿Es peligrosa? —pregunté.

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