Como es de imaginar, me sentía especialmente atraído por todo lo que podía hacerme daño, lo que en un contexto australiano es casi todo. Realmente es un país extraordinariamente letal. Claro que ellos quitan hierro al hecho de que cada vez que pones los pies en el suelo tengas alguna probabilidad de que algo te muerda el tobillo. Por ejemplo, mi guía comentaba que «sólo» catorce especies de serpientes australianas eran realmente mortales, entre ellas la serpiente parda occidental, la víbora de la muerte del desierto, la serpiente tigre, el taipán y la serpiente marina de vientre amarillo. El taipán es con el que hay que tener cuidado. Es la serpiente más venenosa de la Tierra, con una embestida tan rápida y llena de veneno que probablemente tu última frase en esta vida sea: «¿Qué es esto, una ser…?».
Incluso desde el otro lado de la sala ya se podía ver en qué vitrina estaba el taipán disecado, porque alrededor había un grupito de niños en un silencio absorto ante la mirada impasible de unos ojos pequeños y perezosamente odiosos. Puedes matarla, disecarla y ponerla en una vitrina, pero no puedes hacer desaparecer la amenaza. Según la etiqueta, el taipán lleva un veneno cincuenta veces más mortífero que el de la cobra, la siguiente de la lista. Curiosamente, sólo se ha registrado un ataque mortal, en Mildura, en 1989. Pero nosotros, mis concentrados amiguitos y yo sabíamos la verdad: que una vez fuera del museo, los taipanes no están disecados ni tras un cristal.
Al menos el taipán mide metro y medio y es grueso como la muñeca de un hombre, lo cual ofrece una oportunidad razonable de verlo. Lo que me parecía más detestable era la existencia de las pequeñas serpientes letales, como la pequeña víbora de la muerte del desierto. Sólo mide 20 cm y vive soterrada en la arena blanda, o sea que no tienes esperanza ninguna de verla hasta que depositas tus agotadas posaderas sobre su cabeza. Aun más preocupado me tenía la serpiente marina de Point Darwin, no mayor que un gusano pero que lleva veneno suficiente, si no para matarte, para hacerte llegar tarde a la cena.
Pero esto no es nada comparado con la delicada y diáfana medusa cofre, el animal más venenoso de la Tierra. Oiremos hablar más de los indescriptibles horrores de esta bolsita letal cuando lleguemos al trópico, pero me permitiré adelantar una anécdota. En 1992, un joven de Cairns, ignorando todas las advertencias, se fue a nadar en aguas del Pacífico a un lugar llamado Holloway Beach. Se bañó y zambulló, riéndose de sus amigos de la playa por su prudente cobardía, y de repente se puso a gritar con un sonido inhumano. Dicen que no hay dolor comparable. El joven se arrastró fuera del agua, cubierto de rayas como latigazos donde los tentáculos de la medusa lo habían rozado, y sufrió un ataque de temblores. Poco después llegó la ambulancia, lo llenaron de morfina y se lo llevaron para atenderlo. Y esto es lo peor: incluso inconsciente y sedado no paraba de gritar.
Me alegré de saber que en Sydney no hay medusas de ésas. El peligro local más famoso es la araña de tela de embudo, el insecto más venenoso del mundo, con una ponzoña «muy tóxica y que actúa con gran rapidez». Un simple pellizco, si no se trata inmediatamente, te hace saltar presa de ataques de una incomparable vivacidad; después te pones azul y finalmente te mueres. Se han registrado trece muertes, pero ninguna desde 1981, cuando se descubrió el antídoto. También son venenosas las arañas de cola blanca, ratón y lobo, nuestra vieja amiga la viuda negra australiana («se registran centenares de picaduras al año […] más o menos una docena de muertes») y un espécimen solitario y displicente llamado
fiddleback
[*]
. No podría decir con seguridad si había visto alguno en los jardines por donde había pasado, pero tampoco lo contrario, porque todas me parecían más o menos iguales. La verdad es que nadie sabe por qué la arañas australianas son tan extravagantemente tóxicas; porque capturar otros insectos e inyectarles veneno suficiente para matar a un caballo parece un caso evidente de celo destructivo. Una cosa es verdad, todo el mundo les deja mucho espacio.
Estudié con especial atención la araña de tela de embudo porque era el animal que tenía más probabilidades de encontrarme en los próximos días. Medía aproximadamente cuatro centímetros, era redonda, peluda y fea. Según la etiqueta, puedes identificar a una araña de tela de embudo por «el órgano de apareamiento del macho, una mácula muy curva, el caparazón brillante y el labio inferior con espinas cortas y despuntadas». Como alternativa, claro, puedes dejar que te pique. Lo copié todo con cuidado antes de que se me ocurriera que, si vislumbraba alguna bestia peluda y grande avanzando como un cangrejo por las sábanas, no era probable que advirtiera uno solo de sus rasgos anatómicos, por muy singulares y reveladores que fueran. Así que dejé mi libreta y me fui a contemplar los minerales, que no son tan estimulantes pero tienen la virtud, en compensación, de que casi nunca te atacan.
Me pasé cuatro días deambulando por Sydney. Visité los principales museos con dedicación y pasé una tarde en la admirable y acogedora Biblioteca Pública de Nueva Gales del Sur, pero básicamente iba siempre a sitios donde hubiera agua. Sin duda, es el puerto lo que ha hecho a Sydney. No es tanto un puerto como un fiordo, de 25 km de largo y perfectamente proporcionado: tan grande como majestuoso, pero pequeño por su ambiente pueblerino. Estés donde estés, la gente de la otra orilla nunca está tan lejos que parezca remota; si quieres puedes saludarlos. Como cruza el centro de la ciudad de este a oeste, divide Sydney en más o menos dos partes iguales, los suburbios del norte y del este. (Da igual que los suburbios del este estén realmente en el sur, o que muchos de los suburbios del norte estén claramente en el este. Los australianos, no hay que olvidarlo, empezaron siendo británicos.) Decir que tiene 25 km de largo no da ni una ligera idea de su extensión. Como constantemente se introduce en brazos que orillan en pequeñas y apacibles ensenadas, unas bahías suavemente festoneadas, la línea costera del puerto mide 244 km. La consecuencia de esta tortuosidad característica es que tan pronto caminas junto a una cala diminuta y protegida que parece estar a kilómetros de distancia, como vas a parar a un cabo donde aparece una gran extensión de agua con el Opera House y el Harbour Bridge, y rascacielos reluciendo bajo un sol implacable en primer plano. Es increíblemente seductor.
En mi último día subí a Hunter’s Hill, un barrio venerable y misterioso a unos diez kilómetros del centro de la ciudad, en un largo dedo de tierra que da a uno de los entrantes más apacibles del puerto. Lo elegí porque Jan Morris dice en su libro que es precioso. Supongo que ella llegaría por agua, como haría cualquier persona sensata. Yo decidí acercarme andando por Victoria Road, que tal vez no es la calle más fea de Australia pero sí la más desagradable para pasear.
Anduve kilómetros sin una sombra atravesando zonas de fábricas, almacenes y líneas de ferrocarril; después más kilómetros por barrios de comercio marginal de muebles baratos, mayoristas industriales y pubs deslucidos que ofrecían alicientes surrealistas de escaso atractivo («Sorteo de carne de 6 a 8»). Cuando llegué a un pequeño rótulo que indicaba una calle lateral hacia Hunter’s Hill, mis expectativas estaban por los suelos. No puede uno imaginarse mi satisfacción al descubrir que Hunter’s Hill valía todo mi sufrimiento: un barrio precioso y discreto de sólidas mansiones de piedra, acogedoras casitas y tiendas pintorescas de una venerabilidad a veces impresionante. Tenía un pequeño pero espléndido ayuntamiento de 1860 y una farmacia que funcionaba desde 1890, que en Australia debe de ser un récord. Todos los jardines eran una maravilla y casi desde cualquier parte se podía atisbar el puerto. No podía estar más encantado.
Con pocas ganas de volver sobre mis pasos, decidí seguir un poco más, por Linley Point, Lane Cove, Northwood, Greenwich y Wollstonecraft, y volver al mundo conocido por el Harbour Bridge. Era una gran vuelta y el día bochornoso, pero Sydney es un lugar estupendo para pasear y me sentía con ánimos. Habría caminado una hora más o menos cuando experimenté aquella sensación —aún no había llegado a Linley Point y me quedaban varios kilómetros hasta el centro—, pero entonces descubrí en el mapa lo que parecía un atajo a través de un lugar llamado Tennyson Park.
Seguí una calle lateral, fui a parar a una calle residencial y un poco más allá encontré la entrada del parque. Un rótulo anunciaba que aquello era un
bush
protegido y se rogaba educadamente no salirse del camino. Bueno, me parecía una idea espléndida —una extensión de auténtica maleza en el centro de una gran ciudad— y entré con buena disposición de ánimo. No sé qué imaginan los demás cuando piensan en el
bush
, pero aquello no era la semiestepa marrón que yo esperaba, sino un bosque de árboles con un camino salpicado de sol y un tintineante arroyo. No parecía muy transitado —a cada momento tenía que agacharme o esquivar alguna gran telaraña colgando en el camino— lo que me dio una sensación de feliz descubrimiento.
Pensé que tardaría unos veinte minutos en cruzar el parque —o «reserva», como lo llaman los australianos— y debía de estar a medio camino cuando, a la derecha, a una distancia sin determinar, me llegó un ladrido de perro, dubitativo, como si dijera: «¿Quién anda ahí?». No estaba muy cerca ni era intimidatorio, pero era sin duda el ladrido de un perro grande. Algo en su tono decía: devorador de carne, muy grande, varias generaciones atrás era un lobo. Casi en el mismo momento se le unió el ladrido de un colega, también grande, y esta vez fue un ladrido sin duda menos dubitativo. Éste decía: «¡Alerta roja! ¡Intrusos en nuestro territorio!». Al cabo de un minuto los dos estaban frenéticos.
Nervioso, apresuré el paso. No caigo bien a los perros. Es simplemente una ley del universo, como la gravedad. No exagero cuando digo que nunca me he cruzado con un perro que no se comportara creyendo que estoy a punto de quitarle su comida. Perros que no se han movido del sofá desde hace años lo hacen cuando me huelen al pasar, y se lanzan furiosos contra la ventana cerrada. He visto a perros insignificantes, no mayores que una zapatilla peluda, tirar al suelo a viejecitas y arrastrarlas a campo través en su afán por hincarme el diente en un tendón. Todos los perros de la faz de la Tierra me quieren ver muerto.
Allí estaba yo solo en un bosque vacío, de repente grande y solitario, y dos enormes perros, por lo visto furiosos, me habían echado el ojo. A medida que avanzaba, dos cosas se hicieron evidentes: yo era el objetivo y aquellos perros no se andaban con chiquitas. Venían hacia mí a cierta velocidad. Ahora el ladrido decía: «Vamos a por ti, amigo. Eres carne muerta. Eres albóndigas». Hay que advertir la falta de signos de exclamación. Sus ladridos ya no estaban teñidos de codicia y frenesí. Eran afirmaciones a sangre fría. «Sabemos dónde estás —decían—. No llegarás al final del bosque. Nosotros lo haremos antes. Que alguien llame al forense».
Echando miradas angustiadas al follaje, empecé a trotar y después a correr. Había llegado el momento de pensar qué haría si los perros llegaban al camino. Cogí una piedra para defenderme, pero la solté a los pocos metros en favor de una rama que había en el camino. La rama era ridículamente grande —debía de medir tres metros— y estaba tan podrida que se me partió por la mitad en cuanto la agarré. Mientras corría, perdía otra mitad, y otra, hasta que finalmente no era más que un palito blando y esponjoso —habría sido como defenderme con una barra de pan—, o sea que la tiré y cogí una piedra grande y afilada en cada mano y volví a apretar el paso. Ahora parecía que los perros corrían paralelamente a mí, como si no pudieran llegar hasta el camino, pero a una distancia de unos cuarenta o cincuenta metros. Estaban rabiosos. Mi malestar se multiplicó, y me puse a correr aún más velozmente.
En mi apresuramiento, doblé demasiado rápido una esquina y me di de bruces con una telaraña gigante. Me cayó encima como un paracaídas plegado. Ululando de angustia, intenté apartarme la tela de la cara, pero con las piedras en las manos sólo logré golpearme en la frente. En un rinconcito lúcido de mi cerebro recuerdo haber pensado: «Esto no es justo». En otra parte pensaba: «Vas a ser la primera persona de la historia en morir en el
bush
en medio de la ciudad, mira que eres tonto». El resto era puro terror.
Así seguí corriendo, sintiéndome desgraciado y gimiendo, hasta que doblé una esquina y encontré, con un pequeño lamento de incredulidad, que el camino terminaba de repente. Ante mí no había más que maleza impenetrable, como una pared. Miré a mi alrededor, asombrado y angustiado. Presa del pánico —sin duda mientras intentaba despegarme la telaraña de la frente con la ayuda de trozos de granito— había tomado un camino equivocado. No había forma de seguir adelante de ninguna manera y detrás sólo había un estrecho camino que llevaba a las dos fuentes de maldad. Mirando a todas partes desesperado, vi con una alegría descontrolada, sobre un montículo de unos seis metros, una cuerda con ropa tendida. ¡Allí había una casa! Había llegado al final del parque, aunque fuera de una forma menos convencional. Estaba claro. Había un mundo civilizado allá arriba. ¡Salvado! Me encaramé lo más aprisa que mis piernecitas regordetas me permitieron —los perros ya estaban muy cerca— arañándome con espinas, succionando telarañas, pugnando con todas las moléculas de mi ser por no convertirme en un titular que dijera: «La policía encuentra el torso pero no la cabeza».
En lo alto del montículo había un muro de ladrillo de unos dos metros. Gruñendo de forma extravagante, me encaramé al borde plano y me dejé caer al otro lado. La transformación fue inmediata, el alivio sublime. Volvía a estar en el mundo conocido, en la parte trasera de un cuidado jardín. Había un par de columpios viejos que no parecían haberse usado en muchos años, parterres con flores, un césped que conducía al patio. El jardín parecía amurallado por una pared de ladrillo y por una casa grande y confortable a un lado, cosa que no me esperaba. Era un intruso, pero no tenía intención de volver al bosque. Parte de la vista estaba oscurecida por una cabaña o glorieta. Con un poco de suerte habría una puerta detrás y podría salir y volver al mundo sin que se enterara nadie. Mi principal preocupación era que pudiera haber un perro grande y perverso allí también. ¿No sería una gran ironía? Con esta idea en la cabeza, me moví sigilosamente.
Ahora cambiemos el punto de vista por un momento. Perdonad que os haga levantar, pero necesito que os situéis en la ventana de la cocina de esta apacible casa de las afueras. Eres una señora de mediana edad y estás en tu casa ocupada en tus cosas —en este momento llenas un jarrón de agua para poner unas peonías que acabas de cortar del parterre que hay bajo las ventanas de la sala— y ves a un hombre que salta el muro de atrás y se mueve silenciosamente a gatas por el jardín. Paralizada de miedo y con cierta fascinación, te quedas inerte, mirando cómo se mueve por la propiedad en postura de comando, con cortos y nerviosos avances entre objetos que puedan ocultarle, hasta que se coloca tras una maceta de cemento que hay al borde del patio, sólo a unos tres metros de distancia. Entonces se da cuenta de que lo estás mirando.