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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Viajes

En las antípodas (14 page)

BOOK: En las antípodas
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El Lambing Flat Museum era un edificio de ladrillo grande, viejo y de un solo piso, situado en una calle lateral. Ya estaba allí cuando abrieron —algo que parecía exigir mucho descorrer de cerrojos y manejo de llaves por la parte interior—. Empezaba a sospechar que no se trataba de una institución tan popular o importante como había creído, porque cuando la puerta se abrió de golpe, la mujer que apareció al otro lado estuvo a punto de caerse del susto. —«¡Vaya sobresalto!» dijo, chasqueando la lengua alegremente como si le hubiera gastado una broma—, lo que me dejó con la sensación de que los visitantes eran más bien escasos. De todos modos, parecía contenta de tenerme allí y, después de aceptar mis tres dólares de entrada, me conminó a no apresurarme y a dirigirme a ella si tenía alguna duda.

El museo era bastante grande y estaba lleno de una colección extraordinaria de artículos —planchas de hierro, hormas de bota, un cochecito, linternas viejas, curiosas piezas de maquinaria—. Salvo por la ausencia de telarañas podría haber sido el granero de mi abuelo. En un rincón de la sala principal encontré lo más importante de la colección del museo —la gran bandera que los sublevados enarbolaron en 1861. Se la conoce como la «bandera vengan todos», porque tenía claramente bordadas las palabras: «Vengan todos. Vengan todos. Fuera los chinos». En su libro
A Secret Country
, que había leído antes de ir a Australia, el periodista australiano John Pilger apunta que el Lambing Flat Museum conmemora el hecho sin presentar ningún tipo de contrición. Si eso era cierto cuando lo visitó Pilger —su libro se publicó en 1991— ya no era así. Las cartelas daban una idea equilibrada y reflexiva de la revuelta, aunque con una curiosa ausencia de cifras de bajas en ambos bandos.

El museo seguía, y parecía contener todo lo que la gente de Young había desechado: máquinas de coser, calculadoras, rifles, álbumes de boda, trajes de bautizo. Sobre una mesa había un recipiente lleno de diminutas bolitas negras y brillantes con miles. Las miré de cerca, intentando adivinar qué eran.

—Semillas de canola —dijo una voz, muy cerca, tanto que me hizo pegar un salto.

Me giré y vi a la señora que me había dejado entrar.

—¡Oh! ¡Me ha asustado! —dije, y ella sonrió de una forma que me hizo sospechar que había sido precisamente su intención.

Quizá, pensé, así pasaba el rato la gente de Young.

—¿Lo encuentra usted todo? —preguntó.

La miré con interés. ¿Cómo iba a saber si lo encontraba o no todo? Pero contesté:

—Sí, claro —y añadí educadamente—. Es muy interesante.

—Sí, hay mucha historia en Young —afirmó, y echó un vistazo como si pensara que había demasiada.

Volví a mirar el recipiente de semillas.

—¿Tienen mucha canola por aquí? —pregunté.

—No —dijo sencillamente.

Lo sopesé e intenté pensar en algo más que decir.

—Bueno, si se deciden a empezar, ya tienen semillas —observé por decir algo.

—Hay gente que lo llama… colza
[*]
—dijo cuchicheando la última palabra y arqueando las cejas significativamente.

—Sí —dije en un tono que intentaba ser comprensivo.

—Prefiero canola.

—Yo también.

No sé por qué lo dije. No tengo ningún criterio sobre nombres de semillas, por muy emotivos que sean, pero me pareció más prudente no llevarle la contraria.

Por suerte, sonó una campana justo entonces —la clásica campana que se oye cuando se entra en una tienda— y se fue. Esperé unos segundos y yo hice lo mismo, porque ya había visto todo lo que quería y tenía ganas de ponerme en marcha.

En la sala de entrada una pareja de mediana edad compraba las entradas. El sitio era pequeño y tuve que esperar a que terminaran y se apartaran para dejarme pasar, y le di las gracias a la señora del pelo blanco al pasar.

—Le ha gustado, ¿verdad que sí? —me preguntó.

—Mucho —mentí.

—¿Está aquí de vacaciones? —preguntó la visitante, sin duda captando mi acento.

—Sí, eso es —volví a mentir.

—¿Le está gustando Australia?

—Me encanta —esto no era mentira, pero ella me miró dudosa—. De verdad —añadí.

Entonces sucedió una cosa muy rara, bueno, a mí me pareció rara. La visitante me puso una mano en el brazo y dijo, en tono realmente angustiado:

—Espero que todo el mundo se porte bien con usted.

La miré.

—Pues claro que sí —dije—. Los australianos son muy simpáticos.

Me miró con una expresión implorante.

—¿De verdad lo cree?

No me interpretéis mal. Los australianos son personas maravillosas, pero cuando se ponen introspectivos resulta todo un poco raro.

Asentí.

—De verdad —dije intentando tranquilizarla—. Los australianos son muy simpáticos.

—¡Pues claro que lo son, Maureen! —ladró su marido—. Somos la sal de la tierra. Deja que se marche, pobre hombre. Seguro que quiere ver otros lugares.

Era claramente de la otra escuela de arquetipos australianos, más campechanos, de los que piensan que cualquiera que no haya tenido la suerte de nacer en Australia está poco favorecido por el destino y probablemente tenga un pito diminuto, pobrecillo.

Y tenía razón, claro, me refiero a lo de ver otros lugares. Ya era hora de ir a Canberra.

I

Hasta que las seis colonias australianas se federaron en 1901, estaban separadas hasta un extremo absurdo. Cada una tenía sus propios sellos, su horario, su sistema de tasas y exenciones. Como observa Geoffrey Blainey en
A Shorter History of Australia
, el propietario de un pub de Wodonga, Victoria, que deseara vender cerveza elaborada en Albury, en la orilla opuesta del Murray River en Nueva Gales del Sur, pagaba tantas tasas como con la cerveza que se traía de Europa. Evidentemente, era una locura. Por ello, en 1891, las seis colonias (más Nueva Zelanda, que estuvo a punto de unirse a ellas, pero abandonó después) se reunieron en Sydney para discutir la formación de una nación como dios manda, que se conocería como la Commonwealth de Australia. Se tardó varios años en pulir todos los puntos, pero el 1 de enero de 1901 se proclamó una nueva nación.

Como Sydney y Melbourne estaban tan igualadas en cuestión de preeminencia, se acordó, en aras de la convivencia, construir una nueva capital en algún lugar del
bush
. Mientras tanto, Melbourne sería la capital interina.

Pasaron años sin que se decidiera dónde debía instalarse la capital hasta que los responsables se fijaron en una oculta comunidad de granjeros cerca de Tidbinhilla Hills, en el sur de Nueva Gales del Sur. Se llamaba Canberra, aunque entonces respondía a la versión inglesa de Canberry. Fría en invierno, con un calor abrasador en verano, lejos de todas partes, ocupaba una situación inverosímil para ser una capital nacional. Unos dos mil trescientos kilómetros cuadrados de territorio circundante, la mayoría de pastos prácticamente inútiles, fueron cedidos por Nueva Gales del Sur para formar la Capital Territorial Australiana, una zona federal a semejanza del distrito americano de Columbia.

La joven nación ya tenía capital. El siguiente problema era cómo llamarla, y así se consumió otro período entre apasionados rencores para resolver la cuestión. King O’Malley, un político de origen americano, uno de los impulsores de la federación, quería llamar a la nueva capital Shakespeare. Se sugirieron otros nombres como Myola, Wheatwoolgold, Emu, Eucalypta, Sydmeladperbrisho (las primeras sílabas de las capitales estatales), Opossum, Gladstone, Thirstyville, Kookaburra, Cromwell y el fatuo y malsonante Victoria Defendera Defender. Finalmente, Canberra ganó más o menos por defecto. En una ceremonia oficial para sancionar la decisión, la esposa del gobernador general habló ante una reunión de dignatarios y «con voz quejumbrosa» anunció que el nombre ganador era el que siempre se había utilizado. Desgraciadamente, nadie la había informado, y lo pronunció mal, colocando el acento enfáticamente en la sílaba media en lugar de ligeramente en la primera. No tiene importancia. La joven nación tenía capital y denominación, y, desde la unión, sólo habían tardado once años en conseguirlo. A ese paso arrollador, y si todo iba bien, podrían tener la ciudad en marcha al cabo de unos cincuenta años. Aunque, tardó bastante más.

Aunque Canberra es ahora una de las ciudades más grandes de la nación y una de las poblaciones más importantes de la Tierra, sigue siendo la parte más recóndita de Australia. Teniendo en cuenta que es la capital, no es nada fácil llegar a ella. Para ello hay que desviarse 65 km de la carretera principal de Sydney a Melbourne, la Hume Highway, y está igualmente abandonada por la principal línea de ferrocarril. Su carretera más importante hacia el sur no va a ninguna parte y no se puede llegar a la ciudad por el oeste como no sea por una pista que parte del pueblecito de Tumut.

En 1996, el primer ministro, John Howard, armó un escándalo después de su elección al negarse a vivir en Canberra. Dijo que seguiría residiendo en Sydney y viajaría a Canberra cuando hiciera falta. Como podéis imaginaros, esto armó un revuelo entre los ciudadanos de la capital, probablemente porque no se les había ocurrido a ellos antes. Lo más interesante es que John Howard es el hombre más aburrido de Australia. Imaginaos a un comprometido director de pompas fúnebres —alguien cuya mayor ambición desde los once años fuera hacer ese trabajo, y que estuviera orgulloso de haber sido elegido con el tiempo presidente de la Asociación de Directores de Pompas Fúnebres del Distrito—, después partid por la mitad su personalidad, volved a partirla de nuevo y tendréis a John Howard. Cuando un hombre tan pasmosamente soso como John Howard le hace ascos a un sitio vale la pena echarle un vistazo. Me moría de ganas de verlo.

Te acercas a Canberra por una carretera de dos carriles que discurre por un paisaje de bosques, gradualmente se metamorfosea en un bulevar más urbano, aunque sigue siendo bosque, y finalmente llegas a una zona de casas bien distanciadas y de aspecto imponente, entonces te das cuenta de que ya has llegado —o lo más cerca que puedes «llegar» a un lugar tan disperso y vago como Canberra—. Es una ciudad muy rara, porque no es realmente una ciudad, es más bien un parque enorme con una ciudad disimulada dentro. Toda ella es césped, árboles, setos y un gran lago ornamental. Todo muy agradable, pero un poco insólito.

Alquilé una habitación en el Hotel Rex sencillamente porque fui a parar allí y no había estado nunca en un hotel con nombre de animal doméstico. El Hotel Rex era exactamente lo que esperarías de un gran hotel de cemento denominado Rex. Pero me daba igual. Me moría de ganas de estirar las piernas y brincar un poco por tanto verdor. Así que me registré, dejé mis maletas y volví enseguida al aire libre. Había pasado ante una oficina de turismo antes de entrar y me pareció recordar que estaba cerca, o sea que decidí ir dando un paseo. Resultó ser muy lejos, pero que muy lejos, que es lo que suele suceder en Canberra.

La oficina de turismo estaba a punto de cerrar cuando llegué, y era simplemente un puesto de folletos de atracciones turísticas y lugares donde pasar la noche. En un lateral había una sala de cine que pasaba una película de promoción patéticamente optimista con el título de
Canberra: ¡lo tiene todo!
, de esas que se jactan de que puedes practicar esquí acuático, comprarte un traje de noche y comer una pizza, todo el mismo día, porque esta ciudad… ¡lo tiene todo! Os lo podéis imaginar. Pero me tragué la película tan contento porque la sala tenía aire acondicionado y era un placer sentare después de tanto caminar.

Por suerte no necesitaba un vestido de noche, ni una pizza, ni practicar esquí acuático, porque al volver a la calle no encontré nada de eso. Pero os advierto que, si algún día vais a Canberra, no salgáis del hotel sin un buen mapa, una brújula, provisiones para varios días y un teléfono móvil con el número del servicio de socorro. Anduve dos horas por barrios verdes, agradables, interminables e idénticos, sin saber si estaba dando vueltas en círculo. De vez en cuando llegaba a una rotonda frondosa, con calles que partían en todas direcciones, y que ofrecían una vista idéntica de aquel paraíso suburbano de las antípodas. Yo me aventuraba por la que creía que podía devolverme a la civilización, pero siempre acababa saliendo diez minutos después a otra rotonda idéntica. No vi a nadie andando o que regara el césped. Muy de vez en cuando pasaba algún coche, que se paraba en los cruces, y el conductor miraba a su alrededor con una cara desesperada que parecía decir: «¿Dónde demonios estará mi casa?».

Pensaba que encontraría un pub tan bonito como los que había visto en Sydney, un lugar lleno de trabajadores relajándose al final del día, tan concurrido que habría gente charlando alegremente hasta en la calle. Después seguiría una cena en un restaurante de barrio con sabor antiguo y generosas raciones. Sin embargo, cualquier tipo de diversión parecía ausente de las dormidas calles de Canberra. Al fin, bruscamente, doblé una esquina y me encontré en pleno centro. Al menos había tiendas y restaurantes y otras amenidades propias de una ciudad, pero todo estaba cerrado. El centro de Canberra era una serie de zonas de servicios intercaladas entre zonas de tiendas, y carecía de todo signo de vida, exceptuando un ruido de palmas o golpes que reconocí al cabo como de monopatines. Como no tenía nada mejor que hacer, seguí el sonido hasta una plaza abierta y vi a media docena de adolescentes, todos con gorras de béisbol con la visera al revés y pantalones cortos anchos, que afinaban sus modestas y mal encaminadas habilidades sobre un pasamanos de metal. Me senté un minuto en un banco y con interés morboso observé cómo se arriesgaban a sufrir una fractura y traumas testiculares por la efímera satisfacción de deslizarse por una barandilla de cinco centímetros para ser vencidos por la gravedad y la imposibilidad de mantener el equilibrio y caer al inflexible asfalto. Era un objetivo francamente tonto.

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