Entonces podréis imaginaros mi sorpresa cuando me desperté a la mañana siguiente y me encontré con un sol resplandeciente que inundaba la cama y las copas de los árboles. Abrí la puerta a un mundo dorado, tan brillante que me hizo pestañear. Los pájaros cantaban sus exóticas melodías del bosque. No perdí un momento y volví a Katoomba.
La vista cuando llegué a Echo Point era impresionante —un amplio valle de verde bosque roto a intervalos por inflorescencias y puntas quebradas—, impregnado de un vasto e imponente silencio. El cielo era de un azul intenso y sin nubes. Ya a las nueve de la mañana se veía que íbamos a tener un día muy caluroso. Pasé casi veinte minutos paseando por el borde del precipicio, disfrutando de la vista desde varios ángulos; obtuve una de Katoomba Falls y las paredes verticales de piedra caliza conocidas como Three Sisters y, finalmente, totalmente satisfecho, volví al pueblo a tomar un café.
Entre los años treinta y cuarenta, Katoomba era el refugio habitual de personas refinadas y de buena cuna. Era mucho menos disoluto que Bondi u otros lugares playeros, donde siempre existía el peligro de que los jóvenes Bruce y Noelene se vieran expuestos a ver más carne de la saludable a su edad o llegaran a oír cierto lenguaje: «¡Jesús!» «¡Dios Santo!» o algo por el estilo. Katoomba ofrecía atractivos muy distinguidos: paseos por el bosque, una saludable terapéutica en una piscina jacuzzi, baile con orquesta por las noches. Hoy día Katoomba se aferra, con un ligero aire de desesperación, a su pasada gloria. Su calle mayor tenía una generosa cantidad de casas
art déco
y, curiosamente, un plató de cine antiguo precioso, pero muchas de ellas —los platós incluidos—, estaban cerradas.
Compré un periódico y entré en una cafetería. Siempre me sorprende el poco interés de los visitantes por los diarios locales. Personalmente, no conozco nada más estimulante —al menos algo que puedas hacer en público ante una taza de café— que leer diarios de una parte del mundo de la que no sabes nada. Es un consuelo descubrir a una nación preocupada por asuntos que no tienen la menor consecuencia. Me encanta leer escándalos que implican a ministros de los que no he oído hablar, persecuciones de asesinos en lugares cuyo nombre suena polvoriento y remoto, crónicas de artistas y pensadores célebres cuyas gestas no han llegado nunca a mis oídos. Y por encima de todo me encantan los dominicales y ver la moda playera en esta parte del mundo, qué novedades hay de nuevo para la cocina, qué me darían a cambio de 400.000 dólares australianos si los tuviera y alguna razón para vivir en Dubbo o Woolloomooloo. En todo ello hay algo que te hace sentir privilegiado, algo casi ilícito, como fisgar en los cajones de un desconocido. ¿Con qué otra cosa se puede conseguir tanto placer por unas monedas?
En ese momento estaba siguiendo con cierta devoción un juicio por difamación en el que dos ministros del gobierno habían demandado a un editor por un libro que contenía acusaciones groseras y, como se demostró, sin fundamento, insinuando antiguas indiscreciones sexuales. El juicio adquiría cada día un tono más hilarante de farsa. Hacía poco un antiguo líder de la oposición había subido al estrado y, sin razón aparente, había empezado a contar animadas historias de supuestas aventuras sexuales de otros ministros que no estaban ni remotamente conectados con el libro ni con el juicio. Pero lo que en primer lugar me había cautivado del caso, y lo hacía tan especial, fue la sencilla y feliz coincidencia de que los ministros implicados se llamaran Abbot y Costello.
Me encontraba feliz y absorto cuando de repente oí una voz familiar que decía en tono de enfado:
—Esta confitura no es de fresa. Es de grosella.
Levanté la vista y vi a mis dos ancianos amigos del día anterior. Parecían mucho más menudos y frágiles sin los gorros, abrigos y bufandas. Todos aquellos artículos, perfectamente doblados, ocupaban las sillas vecinas, como si esperaran ser trasladados a un armario ropero. Me pregunté si llevarían toda esa ropa no sólo para calentarse sino porque aquel vestirse y desvestirse los ayudaba a matar el tiempo.
—No tienen de fresa, cariño —dijo la esposa en voz baja—. Ya te lo ha dicho la señora. Sólo tienen de grosella o mermelada.
—Pues no quiero ninguna de las dos.
—Pues no tomes ninguna.
Esto lo dijo con un poco de hastío.
—Pero es que está en mi tostada.
—No, mi vida, esta tostada es mía. Te he pedido un donut con confitura.
—¿Un donut con confitura? ¿Un donut con confitura? ¿Estás loca? No me gustan los donuts con confitura. Y el té está frío.
Volví a enfrascarme en el periódico, pero al salir me detuve a desearles buenos días a mis ancianos amigos. Era evidente que el hombre no tenía ni idea de quién era yo. Me fijé en que había devorado el donut con confitura; sólo quedaba una brillante gota púrpura en el plato.
—Es el joven que vimos en Echo Point —explicó la mujer, pero su esposo estaba demasiado ocupado resiguiendo la gota de confitura con una cuchara y no me hacía ni caso.
—El tiempo ha aclarado —observé animadamente.
—Eso suele pasar —dijo el hombre con un gritito, sin levantar la vista—. Ya dije que no duraría treinta y seis horas.
—Tuvimos una experiencia igual en Bunbury una vez —me dijo la esposa—. Una niebla terrible, y de repente el día se despejó y quedó precioso. ¿Te acuerdas, tesoro?
—Claro —dijo el hombre distraídamente. Acompañando la fugitiva gota de confitura con el dedo, levantó la cuchara y se la metió en la boca con expresión de inmensa satisfacción—. Claro que me acuerdo.
Regresé a la serpenteante carretera. Pasado Blackheat comenzaba un pronunciado descenso lleno de curvas hacia Lithgow, bordeando las montañas hasta torcer de golpe entre llanuras de pastos, hacia la ciudad de Bathurst. Ahora estaba en tierras rurales, en una zona conocida por los geólogos como la cuenca de Murray-Darling. A ambos lados los campos estaban llenos de una hierba dorada y alta, que ondulaba lánguidamente, con ranúnculos en los bordes; todo ello bañado por un sol brillante y cautivador. Aquí y allá majestuosos árboles daban sombra a las blancas granjas. No se veía ni un eucalipto. Podía haber estado en el Medio Oeste americano.
El agradable mundo que estaba cruzando ahora no era tan virginal como Blaxland y sus colegas supusieron al echarle el ojo la primera vez desde las alturas que yo dejaba atrás. Cuando los primeros colonos salieron de las boscosas montañas se sorprendieron al ver cientos de vacas, paciendo alegremente en la ufana hierba —descendientes de las que habían huido de Sydney Cave tantos años antes—. Podía deducirse que las vacas habían rodeado las montañas por un paso abierto al sur. Por qué a ningún ser humano se le había ocurrido durante veinticinco años intentar lo mismo es un tema que todos prefieren no plantearse y al que por ahora nadie ha respondido satisfactoriamente.
Tampoco la fértil llanura era tan ilimitada como se había creído al principio. La tierra buena de pastos se extendía sólo unos kilómetros hacia el interior desde la costa, e incluso eso dependía de los descorazonadores caprichos de la naturaleza. Igual que ahora. Unos ciento cincuenta kilómetros al norte de donde yo estaba, al margen de la zona de pasto, está el pueblecito de Nyngan. En 1989, 1990, 1992, 1995, 1996 y 1998 fue arrasado por repentinas inundaciones torrenciales. Durante cinco años y en ese mismo período, mientras Nyngan se anegaba una y otra vez, en la ciudad de Cobar, sólo a unos doce kilómetros al oeste, no había caído una gota de agua. Este país, por si no lo había dejado ya claro, es duro.
No obstante, lo más curioso de la zona era lo encantadora y acogedora que parecía. Las granjas eran pulcras y cuidadas, y los pueblos por los que pasé tenían apariencia de una cómoda prosperidad. Era imposible creer que hubiera una metrópolis de cuatro millones de personas al otro lado de las montañas. Me sentía como si hubiera tropezado con un mundo olvidado, mágicamente conservado. Había cosas allí que no veía hacía años. Estaciones de servicio con bombas anticuadas y sin baldaquín, de modo que te ponías gasolina a pleno sol, como seguramente Dios había previsto. Molinos de viento con ruedas de metal como los que se veían hasta hace poco en los campos de Kansas. Pueblecitos con gente atareada en sus asuntos, que se saludaba con una sonrisa y meneaba la cabeza. Todo me parecía familiar, pero era la familiaridad de algo medio olvidado. Poco a poco me fui dando cuenta de que estaba en el Medio Oeste americano —pero un Medio Oeste de hace mucho tiempo—. En pocas palabras, estaba haciendo el maravilloso y reconfortante descubrimiento de que, excepto en las ciudades, en Australia todavía estaban en 1958. No parece posible, pero es así. Estaba volviendo a mi infancia.
En parte tenía que ver con aquel sol deslumbrante. Era esa luz pura y clara que sólo puede proceder de un cielo azul y extremadamente caluroso, de aquellos que derriten el alquitrán de la carretera y provocan reverberaciones. Todos sabemos que en los días buenos de verano el sol brilla con una intensidad especial que hace que los elementos más insignificantes del paisaje luzcan con un resplandor insólito, de modo que los edificios y las estructuras por los que pasas normalmente sin darles la menor importancia, captan de golpe tu atención y te parecen hermosos. Bueno, pues en Australia parece que tengan esa luz siempre. Tardé un tiempo en reconocer que era precisamente aquélla la luz de los veranos en la Iowa de mi juventud, y fue impresionante darme cuenta del tiempo que hacía que no la veía.
En parte, también tenía que ver con la carretera. Casi todas las carreteras de Australia tienen sólo dos carriles, y eso representa una gran diferencia. No te aíslas del mundo como en una autopista sino que perteneces a él, estás íntimamente conectado. Los mil detalles del paisaje están a tu lado, cerca, sin difuminarse en la distancia, un telón de fondo tediosamente épico. Todo eso cambia completamente tu perspectiva. No tiene sentido apresurarse cuando lo único que conseguirás será situarte tras la estela plumosa del viejo camión de pollos que tienes a un kilómetro de distancia. Es mejor quedarse atrás y disfrutar del panorama. Por eso no se siente esa loca y absurda prisa —tengo que adelantarlo, tengo que apretar el acelerador, tengo que seguir unos kilómetros más— que hace que conducir por la autopista sea algo tan agotador y poco gratificante. Llegar a una ciudad por esta carretera es un acontecimiento. No la cruzas a toda velocidad, sino que te deslizas por ella, de forma respetable, como una carroza en un desfile, a tiempo de saludar a los peatones si lo deseas y fijarte en los escaparates de la calle mayor. «Caramba, vende camisas a buen precio», reflexionas, o «Esas sillas de jardín eran más baratas en Bathurst», porque, no hay ni que decirlo, a esas alturas ya hablas solo. A veces —bastante a menudo, la verdad— te paras a tomar un café y echar una ojeada a las tiendas.
Después, vuelves a la carretera y naturalmente al principio vas a una cierta velocidad, porque correr es instintivo, pero entonces —¡uau!— doblas una curva y te encuentras acercándote demasiado rápido a la parte trasera de un camión de basura que suelta humo y asciende pesadamente la pendiente. Así que te quedas atrás y te lo tomas con calma. Apoyas un brazo en la ventanilla, dejas un dedo sobre el volante y continúas. Hace años que no lo haces. No viajabas así desde que eras niño. Habías olvidado que ir en coche podía ser divertido. Me lo pasé en grande.
Para subrayar el agradable carácter retro de la experiencia de conducir por Australia, empecé a descubrir que las emisoras de radio de los pueblos interiores se especializan en canciones antiguas. No me refiero a canciones de los sesenta y los setenta, sino de mucho antes. Éste debe de ser el último país del mundo donde tengas muchas posibilidades de oír por la radio a Peggy Lee o a Julie London, e incluso Gisele McKenzie, cuya popularidad en los cincuenta sólo puede atribuirse a una sonrisa encantadora y a la suerte de vivir en una época con poco criterio. Sería injusto generalizar acerca de las emisoras de radio rurales de Australia porque no escuché más de seis o siete mil horas mientras estuve allí, o sea que pude haberme perdido algo bueno, pero esto puedo decirlo: cuando nuestros monumentos modernos se hayan convertido en polvo, cuando la mano implacable del tiempo haya borrado todos los trazos del siglo
XX
, puedes estar seguro de que en algún pueblo interior australiano habrá un pincha discos que diga: «Y ahora Doris Day con su clásico éxito
Qué será será
». Esto también me gustó.
Más o menos durante una semana.
Y así de feliz crucé Lithgow, Bathurst, Blayney y Lyndhurst, y finalmente, a media tarde, llegué a Cowra, una compacta y diminuta comunidad de 8.207 personas en el valle de Lachlan junto al rio Lachlan, evidentemente bautizados ambos por nuestro viejo amigo Macquarie. No sabía nada de Cowra, pero enseguida me di cuenta de que entre los australianos se conoce como el lugar de la infame evasión de Cowra.
Durante la Segunda Guerra Mundial había un gran campo de prisioneros de guerra en las afueras de Cowra. A un lado había 2.000 prisioneros de guerra italianos; al otro, 2.000 japoneses. Los italianos eran prisioneros modélicos. Superando la mortificación de que los hubieran arrastrado lejos del frente y los hubieran trasladado a una tierra soleada y distante del trueno de las armas, se instalaron y lo pasaron lo mejor que pudieron. Tan bien disimularon su decepción que uno podía llegar a pensar que se habían acomodado a su nueva situación. Trabajaban en las granjas cercanas y prácticamente no estaban vigilados. Sus oficiales —esta parte me encanta— tampoco tenían vigilancia. Eran libres de entrar y salir cuando les apetecía, y sólo les exigían que cerraran la puerta al entrar para que no se colaran moscas. Se les podía ver normalmente paseando por Cowra, comprando tabaco y periódicos, o tomando un aperitivo en el Hotel Lachlan.
Los japoneses ofrecían un sombrío contraste. Se negaron a hacer trabajo alguno y a cooperar en ningún sentido. La mayoría dio nombres falsos, tan vergonzoso les resultaba haber sido capturados. Ridícula y trágicamente, en agosto de 1944, en plena noche, 1.100 de ellos se suicidaron en masa, saliendo en tropel de los barracones con un grito banzai y cargando en grupo contra la torre de guardia empuñando bates de béisbol, patas de silla y cualquier arma que hubieran podido encontrar. Los sobresaltados guardias dispararon contra la masa pero enseguida se vieron sobrepasados. A los pocos minutos, 378 prisioneros habían escapado del campo. Qué pensaban hacer después es una incógnita. Se tardó nueve días en encontrarlos. Lo más lejos que había llegado alguno de ellos era a unos veinticinco kilómetros. Las bajas de los japoneses fueron 231 muertos y 112 heridos. Los australianos tuvieron tres muertos aquella noche, y un cuarto en la caza posterior.