Todo esto se conmemora con fotografías y otros elementos en el centro de turismo de Cowra, un sitio excelente, con una sala al fondo donde hay un pequeño teatro audiovisual que es una de las cosas más deliciosas que he visto, al menos en un pueblecito apartado del mundo.
Detrás de un cristal, en un pequeño escenario, había recuerdos del campo de prisioneros: libros y diarios, un par de fotografías enmarcadas, un bate de béisbol y un guante, un frasco de medicina, un juego de mesa japonés. Cuando entré, las luces bajaron automáticamente de intensidad. Se oyó una música introductoria y después —fue lo más cautivador— una joven de unos quince centímetros salió de una de las fotografías enmarcadas y empezó a moverse entre los objetos y a hablar de Cowra en los años cuarenta y de la huida del campamento. Me quedé con la boca abierta. No sólo se movía sino que interactuaba con los objetos —tocaba los libros, se apoyaba en una caja de concha— mientras hacía su presentación. Como podéis imaginaros, me levanté y miré desde cerca, y puedo deciros que por muy cerca que estuvieras del cristal (tenía la cara contra él, como los niños cuando quieren ser graciosos) no se veía el artificio. Era una persona perfectamente formada, a todo color, bellamente articulada, bastante mona, en tres dimensiones, justo delante de mí y de sólo quince centímetros. Era lo más cautivador que había visto hace tiempo. Sin duda se trataba de una película proyectada desde atrás, pero no hubo ni un tartamudeo ni un tropezón, ninguna irregularidad, ni un pelo fuera de lugar. Era lo más real que puede ser una imagen. Un pequeño holograma perfecto. La narración, merece la pena decirlo, era benévola e informativa, un modelo en su género. Lo miré tres veces y no podía haberme impresionado más.
—Es bueno, ¿verdad? —me dijo sonriente una señora en la recepción, viendo mi cara de sorpresa al salir.
—¡Ya lo creo!
Anticipándose a mis preguntas, me pasó una tarjeta plastificada que explicaba su funcionamiento. La exposición la había creado una empresa de Sydney, empleando un truco óptico que se había inventado hacía un siglo. Era la proyección de una imagen en una placa de cristal de tal modo que resulte invisible para el espectador. Además de eso, el único truco era procurar que la actriz se moviera exactamente por donde se debía mover. Debían de haber tardado meses. Era sencillamente estupendo.
Y diré más. El día que consigan que la figurita baile sobre las rodillas del espectador, ganarán una fortuna.
Terminé el día en Young, una población de agricultores con un paisaje de ciruelas y cerezas, a unos sesenta y cinco kilómetros de Cowra por la Olympic Highway en dirección a Canberra. Alquilé una habitación en un motel de una calle secundaria no muy lejos del centro de la ciudad. El dueño, un tipo muy en forma en pantalón corto y camisa de manga corta, leyó mi nombre en el registro y dijo: «Buenos días, Bill. Bienvenido a Young», y me estrechó la mano con tanta fuerza como si me estuviera admitiendo en una sociedad secreta. La hospitalidad de los australianos —todos bastante sinceros y espontáneos, por lo que he visto— nunca deja de sorprenderte y de resultar gratificante. Nunca me había estrechado la mano el dueño de un hotel ni se había comportado como si estuviera encantado de que el destino nos hubiera unido.
—Me llamo Bruce —creo que me dijo, porque yo estaba desarmado, en todos los sentidos, para enterarme—. Bueno, Bill, ya está arreglado —dijo soltándome la mano de golpe—. Tienes la habitación seis.
Me llevé la llave a la habitación, abrí la puerta y entré. La habitación era, en sus mínimos detalles, de 1958. No pretendo decir que no la hubieran redecorado desde 1958 ni nada tan poco respetuoso. Quiero decir que dentro de la habitación era 1958. Las paredes estaban revestidas de pino nudoso. El televisor tenía cadena de UHF. La taza del retrete estaba protegida por un envoltorio «desinfectado para usted». En un cajón del dormitorio había dos postales de regalo con vistas del motel y una bolsa de papel en que se rogaba, también por mi bien, que colocara allí los objetos que no podían tirarse por el retrete. La bolsa tenía un dibujo de mujer (para darnos una pista de que estaba dirigida a los objetos «personales» femeninos y no a mazorcas de maíz o piezas de motor, por poner un ejemplo). No podía estar más contento. Dejé mis cosas y me fui a la ciudad caminando bajo el abrasador sol crepuscular. Allí vi los años cincuenta por todas partes. Incluso me fijé que las señales de tráfico de «cuidado, niños» de Australia muestran a niños vestidos como en los años cincuenta: una niña con vestido de fiesta y un niño con pantalones cortos.
A primera vista, Young no se parecía demasiado a las ciudades donde yo había crecido. Las calles excepcionalmente anchas (en las ciudades interiores de Australia hacen unas calles verdaderamente anchas), los tejados rojos de hojalata, las marquesinas de metal que rodean casi todos los comercios: aquello era sin ninguna duda australiano. Pero tal como funcionaba y por lo que contenía, Young era misteriosamente familiar. Era un lugar donde ibas al centro de la ciudad cuando tenías que hacer algo determinado, no a las afueras, y aparcabas en una esquina de la calle mayor. Sólo esto ya me tuvo traspuesto unos minutos. Había olvidado que en alguna otra época lo único que necesitaba un lugar era un pequeño aparcamiento en la calle mayor. Me paseé sumido en un estado de profunda admiración. Exceptuando los bancos y un supermercado, los negocios eran todos de propiedad local, con las peculiaridades de sabor y presentación que eso supone. Había tiendas allí que no había visto desde hacía años —tiendas de reparación en general y tiendecitas de material eléctrico, pastelerías, zapateros, salones de té— y vendían las combinaciones más extraordinarias de mercancías. En un extremo de la calle mayor encontré un lugar tan excepcional que me detuve de golpe.
Era una tienda que vendía artículos para animales domésticos y pornografía. Os lo juro. Me giré a mirar el rótulo, eché un vistazo al escaparate y finalmente entré. Era un tienda pequeñita y yo era el único cliente. En una plataforma poco elevada había un hombre sentado junto a una caja registradora leyendo un periódico. No me saludó ni me hizo caso, lo que me pareció raro —muy poco australiano— hasta que me di cuenta de que intentaba ser discreto. Imagino que la mayoría de sus clientes hacían lo mismo que yo: curiosear demostrando un enorme interés por las cestitas de gato o polvos contra las pulgas, parándose de vez en cuando a leer las etiquetas de las latas de pescado y cosas así, y acabar, como quien no quiere la cosa, al fondo de la tienda en la sección de jadeos. Eso es exactamente lo que me sucedió. La sección para adultos estaba relegada a un pequeño recinto, al que se entraba por una verja de madera. Mientras estaba allí, la puerta emitió un discreto zumbido —del tipo que se oye en los edificios de oficinas cuando se abre una puerta en algún lugar remoto— y se balanceó de forma provocativa. Miré a mi alrededor, sorprendido. El hombre seguía aparentemente absorto en su periódico, como si no se hubiera enterado siquiera de que estaba yo en la tienda, y mucho menos en el umbral de un paraíso porno. Sonreí como un tonto y pensé en acercarme a él para explicarle que había cometido un comprensible pero sin duda cómico error; que yo, lejos de ser un pervertido desesperado y necesitado de alimento pictórico, era un respetable escritor de viajes atraído a su tienda por la insólita yuxtaposición de contenidos. Entonces nos reiríamos los dos y posiblemente empezaríamos a cartearnos.
Pero entonces se me ocurrió que si compraba algo —no estoy diciendo que pensara comprarlo, pero por otro lado todavía no tenía nada para los niños— no me gustaría que mi tarjeta figurara en su tablón de anuncios. Y también se me ocurrió el deber de descubrir la inesperada relación entre las dos ramas de su negocio. Quizá
petting
[*]
tuviera un significado diferente en la Australia rural. Por no hablar del amor de los perros. Seguramente los estantes del otro lado de la verja estaban llenos de publicaciones con títulos fogosos y animalescos —
Monturas de primera clase
,
Látigo y collar
,
Ovejitas traviesas
—. ¿Cómo iba a saberlo? Sin duda era mi deber descubrirlo, así que recuperé mi expresión de sobrio explorador y entré.
Nunca había estado en uno de esos locales, y no me estoy refiriendo a una tienda porno de artículos para animales domésticos. Me refiero a cualquier local de estos para adultos, y la verdad es que me quedé estupefacto. Los participantes eran humanos, no animales. No voy a dar más detalles. Puedo asegurar que no era 1958 en la trastienda de animales de Young. Hasta ahí puedo llegar.
Por mucho que me hubiera gustado encontrar una tienda pornográfica de artículos para animales domésticos en Young (o donde sea), mis intenciones eran de un carácter ligeramente más elevado. Había ido a ver el famoso Langing Flat Museum, que conmemora los días de gloria de la ciudad como pueblo minero. Era demasiado tarde para visitar el museo aquel día, pero me presenté en su puerta al día siguiente a las nueve de la mañana, y resultó que no abría hasta las diez.
Yo, que no soporto perder un momento, decidí instalarme en una cafetería del centro para desayunar y prepararme con un poco de lectura. Así es como me encontré diez minutos después sentado en un local vacío de la calle mayor de Young, tomando un café, esperando mis huevos con tocino, y sumergiéndome en una gruesa historia de Australia de un solo volumen del afamado historiador Manning Clark, que había comprado unos días antes en Sydney.
La historia del oro en Australia es vivaz y generalmente reconfortante. Comienza con un tipo, Edward Hargraves, que en 1849 viajó de Sydney a los yacimientos de oro de California con la esperanza de hacer fortuna. En dos años de excavaciones no encontró más que polvo, pero advirtió una extraordinaria semejanza entre el terreno lleno de oro de California y la tierra de Nueva Gales del Sur tras las Blue Mountains, la zona que yo acababa de cruzar.
Volvió apresuradamente a Australia antes de que a otro se le ocurriera lo mismo. Hargraves inició su búsqueda en los lechos de los ríos alrededor de Orange y Bathurst, y pronto encontró oro en cantidades considerables. Al cabo de un mes de su descubrimiento, mil personas pululaban por la zona con picos levantando rocas y tierra. En cuanto supieron qué buscaban, empezaron a encontrar oro por todas partes. Australia estaba repleta de oro. Un granjero aborigen tropezó con un bloque que contenía casi ocho kilos del precioso metal, una cantidad inconcebible en el mismo lugar. Era para asegurarse una vida de principesco esplendor, o lo habría sido porque, como aborigen, no le permitieron quedárselo. La roca pasó a ser propiedad del dueño del terreno.
Empezaba a ponerse en marcha este éxodo y comenzó a encontrarse oro en cantidades aún más desorbitadas al margen de la recién creada colonia de Victoria. Australia se vio inmersa en una fiebre que hizo que la carrera de California pareciera pálida e indecisa. Las ciudades y los pueblos se despoblaron a ojos vistas cuando los trabajadores se marcharon a buscar fortuna. Las tiendas perdieron a sus dependientes. Los policías abandonaron sus puestos. Las esposas se encontraron notas sobre la mesa y sin el carro. Antes de terminar el año, se calcula que la mitad de los hombres de Victoria estaban buscando oro, y miles más llegaban al país desde el extranjero.
La fiebre del oro transformó el destino de Australia. Antes, era imposible convencer a la gente de que se instalara en el país. A partir de entonces llegó de estampida desde todos los rincones del globo. En menos de una década, el país tenía 600.000 caras nuevas, y doblaba con creces su población. El mayor crecimiento se produjo en Victoria, donde se encontraron los campos de oro más ricos. Melbourne se hizo más grande que Sydney y durante un tiempo fue probablemente la ciudad con mayor renta per cápita. Pero el verdadero efecto del oro fue que puso punto final a la deportación. Cuando en Londres se enteraron de que la deportación se consideraba más una oportunidad que un castigo y que los condenados deseaban que los mandaran a Australia, la idea de mantener el país como prisión dejó de ser plausible. Se mandaron algunas naves más a Australia Occidental hasta 1868 (también encontrarían oro allí, en cantidades igual de gratificantes) pero fue básicamente la locura del oro de los años 1850 lo que marcó el final de Australia como campo de concentración y su comienzo como nación.
A pesar de todas las riquezas que se encontraron, las cosas no eran siempre fáciles para los buscadores. Como la intención era dar a todo el mundo una oportunidad, a los prospectores se les permitía reclamar sólo zonas modestas —apenas unos metros cuadrados— y aquí empezaron los problemas. Cuando en abril de 1860 se encontró oro en Lambing Flat, como se llamaba Young entonces, aparecieron buscadores de fortuna en cantidad. En 1861, 22.000 personas, entre ellas 2.000 chinos, excavaban en un pedazo de tierra del tamaño de una alfombra. Era inevitable que algunos no encontraran gran cosa. Muchos de los mineros empezaron a mirar con resentimiento a los chinos, que parecían soportar el calor y las privaciones con más entereza que sus compañeros europeos, y que colaboraban entre ellos de tal forma que les daba una injusta ventaja. Además parecía que encontraran más oro. Y encima eran chinos.
El resultado fue que los buscadores blancos decidieron dar una paliza a los chinos. Sin duda mejoraría mucho las cosas. Así, a mediados de 1861 se organizó una minoría sustancial de mineros blancos —entre 2.000 y 3.000, parece ser— y empezó una revuelta. Fue un movimiento curiosamente organizado. Para empezar, los alborotadores llevaron una orquesta, que tocó
Rule Britannia
y
La Marsellesa
entre otras canciones entusiastas que consideraron adecuadas para una revuelta civil. También confeccionaron y enarbolaron una gran bandera, que desde entonces se ha convertido en un emblema de la historia australiana. La banda tocaba por su lado las melodías que uno oye normalmente el domingo por la tarde en un concierto en el parque, mientras los mineros se dirigían a la zona china a pegar a la gente con los mangos de las piquetas o aún peor, a robarles y prender fuego a sus tiendas. Después, para zanjar el asunto, se fueron a quemar el juzgado. Posteriormente se juzgó a once de los alborotadores pero no se condenó a ninguno. Sin duda no fue el mejor momento de Australia.
El resultado inmediato de todo esto no os lo puedo contar. Manning Clark, que es —tengo que decirlo— un historiador que me saca de quicio, menciona que un minero europeo murió en la refriega, pero no da un indicio de cuántos chinos murieron o resultaron heridos. Tampoco dice qué fue de ellos: si los echaron para siempre del lugar o el ambiente se tranquilizó y volvieron al trabajo. Lo seguro es que la revuelta de Lambing Flat comportó la adopción de lo que se conoce como la White Australian Policy, que esencialmente prohibió la emigración de personas no europeas hasta 1970. Lo cual —y no pretendo hacer ningún juego de palabras— daría color a todos los aspectos de la vida australiana durante más de un siglo.