En las antípodas (15 page)

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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Viajes

BOOK: En las antípodas
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Creo que no hay nada más imbécil que preguntar a seis adolescentes con gorras de béisbol con la visera al revés que te recomienden un restaurante, pero eso es lo que hice.

—¿Eres americano? —preguntó uno de los chicos en un tono de sorpresa que francamente no me esperaba en una capital mundial.

Lo reconocí.

—Hay un McDonald’s muy cerca.

Amablemente les expliqué que no era necesario que fuera la comida de mi país.

—Pensaba en un restaurante tailandés —insinué.

Me miraron con esa expresión de convencido asombro que sólo se puede hacer cuando se tienen catorce años.

—¿O un indio, quizá? —propuse esperanzado, recibiendo la misma mirada de no-hay-nadie-en-casa—. ¿Indonesio? —seguí—. ¿Vietnamita? ¿Libanés? ¿Griego? ¿Mexicano? ¿Malayo?

A medida que la lista crecía, parecían más inquietos, como si temieran que los fuera a acusar por la falta de variedad culinaria de la zona.

—¿Italiano? —dije.

—Hay un Pizza Hut en Lonsdale Street —intervino uno con una mirada triunfal—. Tienen bufé libre los martes.

—Gracias —dije, aunque aquello no me llevaría a ninguna parte. Me disponía a marcharme, pero me volví—. Hoy es viernes —apunté.

—Sí —dijo el chico, asintiendo solemnemente—. Los viernes no hay.

Encontré la forma de volver al Rex, pero cuando llegué a la entrada me di cuenta de que no me apetecía cenar en mi propio hotel. Es un plan aburrido y solitario; como admitir que uno no tiene vida. La verdad es que no tenía vida, pero esa no es la cuestión. ¿Sabéis qué es lo más melancólico de cenar solo en tu hotel? Cuando vienen a retirar los demás servicios de la mesa como diciendo: «Es evidente que no espera a nadie esta noche, o sea que nos llevamos todo esto, le dejamos mirando a una columna, y enseguida le traemos un gran cesto con sólo un panecillo. ¡Diviértase!».

Me quedé un momento en la entrada del Rex, y volví a salir a la calle. Estaba en un bulevar importante, aunque apenas tenía tráfico, ocupado por oscuros edificios de oficinas en plena expansión. Unos centenares de metros más adelante encontré un hotel parecido al Rex. Tenía un restaurante italiano con entrada propia, y me pareció lo mejor que podría encontrar. Entré y me quedé de piedra al ver que estaba lleno de paisanos acicalados como para salir. Su trato familiar con los camareros y con el entorno en general revelaba una relación con el local algo más que transitoria. Cuando los propios ciudadanos comen en el restaurante de un gran hotel de cristal y cemento, uno se da cuenta de que andan, en cierta medida, necesitados.

El camarero se llevó los demás servicios de la mesa, pero me trajo seis bastoncitos de pan, suficientes para compartirlos si hacía algún amigo. Era un lugar alegre, todo el mundo bebía a gusto —a los australianos les gusta beber, gracias a dios— y la comida era estupenda, pero seguía siendo evidente que estábamos cenando en un hotel. En Canberra es habitual, ya lo descubriría, comer y beber en hoteles grandes y sin carácter y en otros espacios neutros, de modo que te pasas el tiempo sintiéndote como si estuvieras haciendo escala en un enorme aeropuerto internacional.

Más tarde, repleto de pasta, tres botellas de cerveza italiana y los bastoncitos de pan (no llegué a trabar ninguna amistad), fui a dar otro paseo exploratorio, esta vez en una dirección ligeramente opuesta, convencido de que en algún lugar de Canberra tenía que haber un pub normal y posiblemente un restaurante agradable para la noche siguiente, pero no encontré nada y otra vez fui a parar al umbral del Rex. Miré el reloj. Eran sólo las nueve y media de la noche. Entré en el bar del hotel, pedí una cerveza y me senté en una butaca con un alto respaldo. El bar estaba vacío exceptuando una mesa con tres hombres y una mujer que se estaban poniendo ruidosamente alegres, y un caballero solitario en un taburete de la barra.

Me bebí la cerveza, saqué un pequeño bloc de notas y un bolígrafo y los dejé ante mí en la mesa por si de repente se me ocurría alguna observación importante, después saqué un libro que había comprado en una tienda de segunda mano en Sydney. Se titulaba
Inside Australia
y había sido publicado en 1972; era de John Gunther, un periodista americano, un nombre que hace tiempo figuró en los anales del periodismo de viajes, pero que ahora, yo creo, ha caído en el olvido. Era su último libro; tenía que serlo porque murió mientras lo preparaba, pobre.

Lo abrí por el capítulo de Canberra, ansioso por saber qué decía del lugar en aquella época. La Canberra que describe es una pequeña ciudad de 130.000 habitantes «bucólica como una ciudad en el campo», un lugar agradable con pocos semáforos, poca vida nocturna, un modesto surtido de bares y más o menos «media docena de buenos» restaurantes. En resumen, que parecía que desde 1972 hubiera ido hacia atrás. Me enorgulleció descubrir que el Hotel Rex figuraba como un lugar de buen gusto para turistas —siempre es agradable ver confirmadas tus decisiones ni que sea al cabo de treinta años— y que su bar se consideraba uno de los más animados de la ciudad. Levanté la mirada del libro y me estremecí al pensar que a lo mejor todavía lo era.

Finalmente pasé al capítulo de la política australiana, que había sido la razón para que comprara el libro. Aparte de la forma de puntuar en el fútbol australiano y un plato muy celebrado,
pie floater
(imaginaos algo poco apetitoso y marrón flotando sobre algo poco apetitoso y verde), no hay nada en la vida australiana más complicado y desconcertante para un extranjero que la política. Había intentado un par de veces leer libros de política australiana escritos por australianos, pero todos partían de la insólita premisa de que el tema es interesante —una postura atrevida, sin duda, pero no muy útil—, así que esperaba que las observaciones más distanciadas de un paisano americano pudieran ser más instructivas. Gunther había hecho un valeroso intento, hay que reconocerlo, pero era una misión que sobrepasaba su capacidad de síntesis sin perder la lucidez. Como ejemplo, lo siguiente es un fragmento de su explicación del sistema de votación preferente australiano:

Si después de añadir los segundos votos preferentes a los primeros, no hay todavía un candidato con una mayoría del total de papeletas escrutadas, el proceso se repite: las papeletas del candidato en última posición en esta etapa del recuento se dividen de acuerdo con la segunda preferencia. Si ha heredado algunos votos eliminados de segunda preferencia del primer hombre, éstos se redistribuyen de acuerdo con la tercera preferencia. Y así sucesivamente.

Lo que más me gusta es esa conclusión tan informal «Y así sucesivamente». Es muy hábil porque es como si dijera: «Yo lo entiendo todo perfectamente, pero no es necesario que os aburra con los detalles», cuando lo que está diciendo es: «No tengo ni la más remota idea de lo que significa esto y francamente me importa un rábano, porque mientras redacto estas palabras estoy sentado en el bar de un mausoleo del
bush
, o sea, el Hotel Rex, y es viernes por la noche, estoy medio colocado, estoy a punto de morirme de aburrimiento y voy a pedirme otra copa». Lo más extraordinario es que yo sentía exactamente lo mismo.

Miré el reloj y me quedé desolado al ver que eran sólo las diez y diez; pedí otra cerveza, cogí el bloc de notas y el bolígrafo y, después de reflexionar un minuto, escribí: «Canberra, lugar espantosamente aburrido. Pero cerveza fría». Pensé un poco más y escribí: «Comprar calcetines». Dejé el bloc de notas sobre la mesa, pero no lo guardé, e intenté sin mucho éxito enterarme de la conversación que mantenían los cuatro animados personajes de enfrente. Entonces decidí inventarme un nuevo eslogan para Canberra. Primero escribí: «Canberra: ¡no tiene nada!» y después «Canberra ¿por qué esperar a la muerte?». Pensé un poco más y escribí: «Canberra. ¡Una puerta a cualquier otro lugar!», que es la que más me gusta. Pedí otra cerveza e hice un dibujo donde veía a dos salmones jóvenes, que después de subir por una serie de animadas cascadas, descansaban agotados en un estanque de agua en calma, y uno le decía al otro: «¿Por qué no paramos un momento y nos la cascamos?». Esto me hizo mucha gracia y me guardé el papel en el bolsillo para cuando aprendiera a dibujar algo que la gente pudiera reconocer. Seguí escuchando al grupo un poco más, asintiendo y sonriendo apreciativamente cuando parecía que decían una ocurrencia y esperando que me vieran y me invitaran a reunirme con ellos, pero no lo hicieron. Me tomé otra cerveza.

Creo que la última cerveza fue un error porque no recuerdo gran cosa después, aparte de esa sensación de suprema buena voluntad hacia cualquiera que pasara por la habitación, incluida una señora filipina que entró con una aspiradora y me pidió que levantara las piernas para limpiar debajo de la butaca. Mis notas de la noche incluyen sólo dos entradas más, las dos con una letra bastante ilegible. Una dice: «Victoria Bitter: ¿por qué la llaman así? No es amarga en absoluto. ¡Pero qué buena es!». La otra decía: «Te lo juro, Barry, ¡le salían los pedos con chispas!». Creo que lo último tenía que ver más con alguna expresión australiana que había oído en la otra mesa que con una manifestación flatulenta.

Pero puedo equivocarme. Algo de eso había.

Por la mañana, al despertarme me encontré que en Canberra caía una monótona y pertinaz lluvia. Tenía planeado pasear por el puente principal sobre el Lake Burley Griffin y acercarme al barrio de museos y edificios administrativos del otro lado. Hacía una mañana espantosa, era una tontería salir a pasear, pero aun me sentí peor cuando me di cuenta inexorablemente, al salir del hotel, de que me había embarcado en una expedición todavía más épica que la de la tarde anterior. Canberra es la ciudad más espaciosa que uno pueda imaginarse. Sobre el papel resulta estimulante, con su lago serpenteante, las avenidas frondosas y las 4.000 hectáreas de parques (para hacerse una idea, Hyde Park en Londres tiene 137 hectáreas), pero a la hora de la verdad es sólo una barbaridad de jardines extensísimos, interrumpidos a intervalos distantes por edificios y monumentos.

Vale la pena pensar por qué ha acabado así. En 1911, una vez decidida la instalación de la capital, se convocó un concurso para diseñarla, que ganó un tal Walter Burley Griffin de Oak Parks, Illinois, un discípulo de Frank Lloyd Wright. El diseño de Griffin era sin lugar a dudas el mejor, pero eso no significa mucho. Otro concursante, un francés llamado Alfred Agache, sin tener demasiado en cuenta las reglas, u omitiéndolas del todo, colocó el Parlamento y muchos otros edificios en una llanura inundable, garantizando que los legisladores se dedicarían a achicar el agua cuando lloviera mientras debatían. Además, por razones que invitan a la especulación, situó la depuradora de aguas residuales en el centro de la ciudad, a modo de pieza central. A pesar de tan estrafalarios fallos, su propuesta quedó la tercera. La segunda fue para Eliel Saarinen, padre de Eero, el hombre que convenció posteriormente a los jueces del Opera House de que eligieran el atrevido diseño de Jørn Utzon. El diseño de Saarinen padre era perfectamente factible, pero tenía algo de brutal, una especie de toque de proto Tercer Reich que inquietó a los jueces australianos.

El plan de Griffin, en cambio, era atractivo de entrada. Proyectaba una gran ciudad jardín de 75.000 habitantes con avenidas bordeadas de árboles que la cruzaban y un lago ornamental en el centro. Elegante y tranquila, majestuosa pero no arrogante, se ajustaba a los modestos deseos de respetabilidad que caracterizan al australiano. Además, Griffin fue capaz de entender el alcance de la presentación. Lo suyo no eran simples esbozos que parecieran garabateados en una servilleta de un bar, sino una serie de cuadros panorámicos exquisitamente dibujados en un trazo muy fino. Para ello tuvo la inestimable ayuda —decisiva, diría— de su nueva esposa, Marion Mahony Griffin, sin duda una de las grandes artistas de la arquitectura de este siglo.

Los dibujos, realizados por Marion, muestran la silueta de la ciudad llena de formas gráciles —una cúpula aquí, un zigurat allá— pero poca cosa en detalle. Son impresiones seductoras, etéreas y astutamente distantes. Son unos dibujos que pueden contemplarse durante horas con placer, pero dejas de mirarlos y ya no te acuerdas de ellos, no te queda más que la sensación de una composición agradable. Aunque Griffin y su esposa no habían estado nunca en Australia (trabajaban con mapas fotográficos) los dibujos muestran una extraordinaria afinidad con el paisaje —una apreciación de su simple y ordenada belleza y sus grandes cielos que jurarías basada en el conocimiento del terreno—. No le estamos quitando méritos a Walter: era un arquitecto dotado e incluso a veces inspirado, pero Marion fue el genio del proyecto.

Los Griffin tenían una tendencia decididamente bohemia —a él le gustaban los sombreros blandos y grandes y las corbatas de terciopelo; ella tenía una desafortunada afición a bailar en los claros del bosque con túnicas diáfanas, a lo Isadora Duncan— y esto sin duda se volvió contra ellos en el áspero y realista mundo de la política australiana de la segunda década del siglo. En definitiva, encontraron escasos fondos y poco entusiasmo cuando llegaron a Australia en 1913, y el estallido de la Primera Guerra Mundial al año siguiente lo estropeó todo aún más. Una vez allí, Griffin no parecía capaz de ponerse manos a la obra. No tenía experiencia en la gestión de un gran proyecto y tampoco se ajustaba a su forma de ser. En 1920 no se había hecho nada más que un somero trabajo de señalización de las principales calles. A finales de año, más o menos de común acuerdo, abandonaron el proyecto.

Griffin permaneció en Australia quince años más y se convirtió en uno de los arquitectos más ilustres del país, pero los edificios que diseñó no se llegaron a construir o desde entonces los han derribado. Cada vez más atrapado en problemas económicos, se trasladó a la India en 1935. Allí, en 1937, contrajo una peritonitis al caer de un andamio y murió con sesenta años. Lo enterraron en una tumba anónima. Hoy día lo único que ha perdurado de una larga y laboriosa carrera profesional son el Newman College, en la Universidad de Melbourne, un par de incineradoras municipales y Canberra, pero Canberra ni siquiera es toda suya.

Sólo el dibujo de la planta, por decirlo de algún modo, es suyo: las avenidas, las rotondas, el lago que parte la ciudad en dos. Las edificaciones fueron a parar a distintas manos. Se construyó toda una ciudad siguiendo su proyecto, pero no se obtuvo la coherencia que contenía su diseño. Es un montón de edificios estatales aislados en una estepa artificial. Incluso el lago, que serpentea entre la mitad comercial y parlamentaria de la ciudad, tiene algo curioso de monótono y artificial. En un promontorio abrupto de la zona norte del bosque había un edificio de proporciones modestas llamado National Capital Exhibition, y allí me dirigí primero, más con la esperanza de deshidratarme un poco, que porque esperara ampliar mi educación significativamente.

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