Primero fuimos a buscar el coche de alquiler. Como había estado de excursión por Oriente Medio, había encargado los preparativos a una agencia de viajes; por eso me quedé sorprendido al ver que el agente había elegido una empresa local de poca monta —Crocodile Car Hire o algo igual de bobo y desalentador— cuyas oficinas no eran más que un mostrador en una calle lateral. El joven encargado hacía gala de un engreimiento tontorrón que resultaba irritante, pero resolvió el papeleo con rapidez y eficiencia charlando todo el rato sobre el tiempo. Eran las peores lluvias desde hacía treinta años, nos dijo la mar de orgulloso. Después nos acompañó a la calle y nos mostró nuestro vehículo: una envejecida furgoneta Commodore Holden con los ejes hundidos.
—¿Qué es esto? —pregunté.
Se inclinó hacia mí y dijo, como si yo sufriera demencia:
—Es su coche.
—Pero si yo pedí un todoterreno.
Echó un vistazo a los documentos y cuidadosamente extrajo el fax de la agencia de viajes y me lo pasó. En él se pedía un coche grande, normal, muy contaminante, con transmisión automática, un coche americano, vamos, o el equivalente local más parecido. Suspiré y le devolví el papel.
—Bueno, ¿tiene algún todoterreno que nos podamos llevar? —pregunté.
—No, lo siento. Sólo alquilamos turismos.
—Pero nosotros queremos ir a Cape York.
—Con este tiempo es imposible llegar allí. Ni con un todoterreno. En esta época del año, no. Se registraron cien centímetros cúbicos de lluvia en Cape Tribulation la semana pasada —yo no tenía muy claro cuánto era cien centímetros cúbicos, pero era evidente por su tono que constituía una cantidad considerable—. No llegará más allá de Daintree a no ser con helicóptero.
Suspiré de nuevo.
—La carretera a Townsville lleva tres días cortada —dijo, aún más orgulloso si cabe.
Volví a mirarlo. Townsville está al sur de Cairns, en dirección contraria a Cape York. Estábamos encajonados allí.
—¿Dónde podemos ir, pues? —pregunté.
Abrió las manos en un gesto irónicamente alegre.
—A todas partes dentro del área de Cairns.
Allan me miró con la insensata alegría del que no es consciente del desastre que se avecina, lo que me irrito todavía más. Suspire y cogí mis bultos.
—Bueno, ¿puede indicarnos la manera de llegar al Hotel Palm Cove? —pregunté.
—Claro. Tienen que pasar por el aeropuerto y coger la Cook Highway y allí la carretera hacia el norte. Está a unos veinte kilómetros costa arriba.
—¿Veinte kilómetros? —farfullé—. Pedí un hotel en Cairns.
Se rascó la barbilla pensativamente.
—En Cairns seguro que no.
—¿Pero está abierta, la carretera?
—Por ahora, sí.
—¿Quiere decir que puede inundarse?
—Es una posibilidad.
—Si se inunda nos quedaremos aislados en medio de la nada.
Me miró con compasión.
—Señor, ya está usted aislado en medio de la nada. —no podía discutírselo: Cairns estaba a 1.750 km de Brisbane, la capital del estado, y en las demás direcciones no había más que océano, selva y desierto—. Pero Palm Cove es precioso. Les gustará.
Y tenía razón. Palm Cove era muy hermoso, asombrosamente bonito. Era un pueblo especialmente construido e insertado con cuidado en una franja de exuberancia tropical junto a una bahía. Al lado de la carretera que bordeaba la playa se alzaban altos hoteles y apartamentos, casitas y bares, restaurantes y tiendas, todo discretamente oculto por palmeras, frondas desparramadas y parras en flor, y al otro lado un paseo de palmeras que daba a una playa suave y dorada, y más allá estaba el mar.
Nuestro hotel era, excepto por el nombre, el lugar y el precio, un motel muy agradable y frente al mar. Pedimos nuestras habitaciones y salimos a dar un paseo por la playa. Algunas personas caminaban por la arena, pero no había nadie en el agua y sus buenas razones tenían. Era la temporada de las medusas cofre, conocidas en Queensland como aguijones marinos. El nombre es lo de menos porque con estas pequeñas burbujas de dolor más vale no jugársela. De octubre a mayo, cuando las medusas se acercan a la costa a criar, dejan las playas del trópico inutilizables. Es una idea extraordinaria cuando te quedas mirándolas. Ante nosotros teníamos la bahía más serena y seductora que podíamos soñar, y sin embargo no había lugar en la Tierra donde fuera más probable encontrar una muerte instantánea.
—Eso quiere decir —dijo Allan, para quien todo era nuevo— que si me metiera ahora en el agua, ¿me moriría?
—Con la agonía más terrible y abyecta que un hombre pueda imaginar —contesté.
—Dios mío —murmuró.
—Y no cojas ninguna concha —añadí, impidiéndole que cogiera una.
Le conté lo de los cónidos, los venenosos animalitos que se esconden en el interior de las conchas más bellas, esperando que se acerque una mano humana para clavarle sus infames pinzas.
—¿Una concha puede matarte? —dijo—. ¿Hay conchas mortales aquí?
—Hay aquí más cosas que pueden matarte que en toda Australia, y eso es mucho decir, créeme.
Le hablé del casuario, el ave corredora de tamaño humano que vive en los bosques tropicales, con una garra como una navaja en cada pata que diestra e implacable puede abrirte en canal; y de las serpientes verdes arborícolas, que cuelgan de las ramas y se confunden tanto con el follaje que no las ves hasta que se te han pegado a la cara. Le mencioné también el pulpo de anillos azules, pequeño pero espantosamente venenoso, cuya caricia representa una muerte instantánea; y la elegante pero irritable raya eléctrica, que se desplaza por el agua como una alfombra voladora descargando 220 voltios de electricidad sobre cualquier estorbo que encuentre en el camino; y el pez piedra, malvado y perezoso, llamado así porque es imposible distinguirlo de una roca, pero con la diferencia de que los doce aguijones que tiene en la espalda son tan afilados que pueden atravesar la suela de una zapatilla de deporte, inyectando a la desventurada víctima una miotoxina de un peso molecular de 150.000.
—¿Y eso qué significa exactamente?
—Un dolor imposible de describir seguido de parálisis muscular, disminución de la respiración, palpitaciones y movimientos espasmódicos. Los peces de fuego son más fáciles de detectar pero igual de malévolos. Incluso existe una medusa que se llama mocosa.
—Te lo estás inventando —dijo, pero sin convicción.
—Te aseguro que no.
Entonces le hablé del temido cocodrilo de agua salada que se esconde en las lagunas tropicales, los estuarios o las bahías como ésta, y sale del agua de vez en cuando para arrastrar y devorar a los transeúntes confiados. Un poco más arriba de donde estábamos paseando atacaron a una mujer llamada Beryl Wruck no hace mucho de una forma sobrecogedora.
—¿Te lo cuento? —me ofrecí.
—No.
—Bueno, pues un día —seguí, convencido de que quería oírlo— un grupo de amigos de Daintree se reunió para celebrar una barbacoa prenavideña y alguien propuso refrescarse en el río Daintree. Sabían algo de los cocodrilos, pero nunca habían atacado a nadie. Así que varios componentes del grupo se acercaron a la orilla, se quitaron la ropa y se lanzaron al mar. La señora Wruck no se atrevió a entrar y metió los pies en el agua. Contemplando como se divertían los demás, se inclinó y metió una mano en el mar. En ese instante el agua se agitó, y en un movimiento rapidísimo la señora Wruck desapareció. «No hubo ruido ni gritos», dijo uno de los testigos. «Fue tan rápido que si hubiera parpadeado me lo habría perdido». Así son los ataques de los cocodrilos, sabes; rápidos, inesperados e irreversibles.
—¿Me estás diciendo que aquí hay cocodrilos? —dijo Allan.
—Pues no sé si los hay o no. Pero por eso te hago caminar por la parte de dentro.
Justo entonces, de los quietos cielos llegó el crujido estremecedor de un trueno. Bruscamente se puso a soplar el viento, haciendo bailar las palmeras, y cayeron gruesas gotas de lluvia. Después los cielos se abrieron y cayó un chubasco cálido pero intenso. Corrimos a refugiarnos al hotel, aunque nos quedamos en el porche del bar de la playa, escurrimos como pudimos las camisas y contemplamos cómo caía la lluvia con tumultuosa furia. Aquello no tenía nada que ver con la delicadeza de las gotas de lluvia. Era una masa de agua que caía atronando el mundo con un estrépito pavoroso. Como he crecido en el Medio Oeste americano estaba acostumbrado a un clima revuelto, pero no me importa admitir que cuando se trata de los elementos, Australia juega su propia liga. Nunca había visto una cosa igual.
—Vamos a ver si lo entiendo —decía Allan—. No podemos ir a Cooktown porque no podemos pasar. No podemos bañarnos porque el océano está lleno de medusas venenosas. Y la carretera a Cairns pueden cortarla en cualquier momento.
—Más o menos.
Sonrió pensativamente.
—Al menos podemos tomarnos unas cervezas.
Y se fue a buscarlas. Me senté ante una mesita del porche y contemplé cómo caía la lluvia.
Se acercó uno de los empleados del bar y se quedó en el umbral.
—Es la peor lluvia desde hace treinta años —dijo.
Asentí.
—¿Qué dice la previsión meteorológica?
—Lo mismo.
Asentí descorazonado.
—Queríamos ir mañana a la Gran Barrera de Arrecifes.
—Ah, por eso no se preocupe. No anulan los viajes al arrecife a no ser por un huracán.
—¿Va la gente al arrecife con este tiempo?
Asintió. El agua de la bahía subía cada vez más como si un hombre muy gordo se hubiera zambullido en una bañera.
—¿Por qué?
—¿Cuánto le costaron los billetes?
No tenía ni idea —lo habían reservado todo como parte de un paquete— pero los llevaba encima y los busqué en mi cartera.
—Ciento cuarenta y cinco dólares cada uno —dije haciendo una mueca de avara incredulidad.
Sonrió.
—Por eso.
Volvió a entrar. Un momento después, Allan reapareció con las cervezas y una expresión abatida.
—Sí, hay una medusa que se llama mocosa —dijo pensativo—. Me lo ha dicho el camarero.
Le sonreí disculpándome.
—Te lo dije.
Contempló un rato la lluvia. Sobre la mesa alguien había dejado un ejemplar del periódico local, el
Port Douglas and Mossman Gazette
. Allan lo apartó para coger el cenicero, pero algo le llamó la atención. Leyó un momento, cada vez más concentrado, me pasó el periódico dando golpecitos sobre el artículo que quería que viera. Era una pequeña reseña al pie de la primera página que anunciaba que la epidemia de fiebre del dengue empezaba a remitir en Port Douglas. Según el artículo, desde el inicio de la epidemia se habían registrado 458 casos en la zona. Aunque el ritmo estaba bajando, no había que echar las campanas al vuelo, advertía una portavoz de la Unidad de Enfermedades Tropicales.
—¡Está en un rincón de la página! —dijo Allan, con los ojos extraviados.
—Es donde iremos mañana —observé como si nada.
—¿Tienes idea de lo que sería una epidemia de dengue en Gran Bretaña? La gente cerraría las ventanas con tablones. Los ferrys se abarrotarían de gente intentando salir del país. La policía tendría que disparar en la calle para restablecer el orden. ¡Aquí tienen 485 casos en una sola ciudad y le dedican dos centímetros en un rincón de la página! ¿Adónde me has traído, Bryson? ¿Qué país es éste?
—Es un país maravilloso, Allan.
—Sí, claro.
Nos separamos para ducharnos y cambiarnos, y nos encontramos de nuevo en el bar para tomar un aperitivo antes de cenar. Como la lluvia no parecía tener intenciones de remitir, decidimos cenar en el hotel. Durante la cena, Allan pidió pargo rojo.
—¿No has oído hablar de la ciguatera? —dije, como quien no quiere la cosa.
—Claro que no he oído hablar de ella —contestó con los dientes apretados—. ¿Qué pasa?
—Nada —dije.
—Debe de pasar algo o no lo habrías mencionado. ¿Qué pasa? ¿Me he sentado encima? ¿La llevo en la cabeza? ¿Qué?
—No, es una toxina endémica de las aguas tropicales. Se acumula en ciertos peces.
—¿Como el pargo rojo, por ejemplo?
—Bueno, especialmente en el pargo rojo.
Lo sopesó con una especie de asentimiento de la cabeza lento y catatónico. Creo que el desfase horario empezaba a pesarle. Afecta enormemente al equilibrio de las personas.
—No tienes por qué preocuparte —añadí tranquilizadoramente—. Si hubiera un brote, el pargo no estaría en el menú, ¿verdad? A menos que… —me detuve.
—¿Qué?
—Bueno, que fueras el primer caso. Alguien tiene que ser el primero, ¿no? Pero, ¿cuántas posibilidades tienes? ¿Una entre cien? ¿Una entre veinte?
—Te exijo que pares inmediatamente.
—Claro —concedí enseguida—. Lo siento. ¿Quieres cambiarlo por otro plato?
—No.
—Los síntomas incluyen vómitos, grave debilidad muscular, pérdida del control psicomotriz, entumecimiento de los labios, laxitud general, mialgia y trastornos sensoriales paradójicos, es decir, sentir las superficies calientes como frías y viceversa, pero no se limitan a eso. La muerte se produce en un doce por ciento de los casos.
—Te he dicho que pares —llegó la camarera con las bebidas—. El pargo —dijo Allan con forzada despreocupación—. Está bien, ¿no?
—Oh, sí. Es de primera.
—Quiero decir que no tiene… ¿qué era, Bryson?
—Ciguatera.
Nos miró desconcertada.
—No, viene con patatas fritas y ensalada.
Intercambiamos miradas.
—¿Me equivoco si creo que usted no es de por aquí? —pregunté.
Su desconcierto aumentó.
—No, soy de Tassie. ¿Por qué?
—Curiosidad. —y cuchicheando le dije a Allan—. Es de Tasmania.
Él se inclinó hacia mí y cuchicheó:
—¿Y qué?
—Sus pargos son normales.
—¿Puedo cambiar el plato?
Ella lo miró un buen rato con la expresión que ponen los jóvenes cuando se dan cuenta de que tendrán que hacer veinte pasos que no están calculados, y con cara de mártir fue a preguntarlo. Al cabo de un minuto volvió y dijo que le permitían cambiar el plato.
—¡Que bien! —dijo Allan súbitamente entusiasmado, mirando de nuevo la carta. Consideró las muchas opciones alternativas—. ¿Tienen mocosa asada? —preguntó fríamente.
Ella lo miró fijamente.
—¡Era broma! —dijo, ya más alegre—. Tomaré solomillo con patatas —anunció—. Medio hecho, por favor —me miró—. ¿No hay horripilantes enfermedades que provoque la ternera? ¿Parálisis de la ternera de Queensland o algo así?