Este suceso cobró cierta relevancia cuando a la mañana siguiente Allan y yo fuimos a Cairns en coche a hacer un par de recados. Le llamó la atención algún objeto del escaparate de una tienda de deportes y entramos. Mientras él se probaba ropa, yo me quedé charlando agradablemente con las dos señoras de mediana edad que trabajaban allí. Mencioné sin ninguna intención —sólo por entablar conversación, lo juro— que Cairns había salido mucho en las noticias últimamente.
—¡Oh! —dijo una de las señoras, un poco fríamente.
—Sí, me refiero al caso Lonergan, a los chinos del bote y a ese pobre chico que desapareció en Daintree.
—Ah, sí —dijo la señora, con un gesto despreciativo—. En el sur siempre sacan estas cosas de quicio.
Su colega asintió con vigor.
—Siempre que tienen la oportunidad de hacer quedar mal a Queensland, se aprovechan. Pasó lo mismo con el ciclón. Aquella semana yo había ido a Sydney a ver a mi hermana y sacaban páginas llenas de artículos sobre el tema.
—Es que era una gran noticia —señalé yo.
—Pero no le habrían dedicado tanto espacio si hubiera ocurrido en Australia Occidental.
—¿No?
—No. Lo hacen para desanimar a la gente que quiere venir aquí.
—¿Está usted segura?
—Oh, sí. No quieren que los turistas se marchen de Sydney. Quieren que se queden allí. Por eso aprovechan cualquier cosa con tal de que Queensland resulte, no sé…, peligrosa o atrasada y manipulan los hechos para asustar a la gente.
Las dos asintieron en absoluta comunión de pensamiento.
—Pasó lo mismo con aquella pareja de jóvenes que desapareció en el arrecife. Es evidente que se trató de un suicidio, pero lo exageraron de forma desproporcionada…
—Sí, desproporcionada —la secundó su amiga.
—… para hacer creer que el arrecife no es seguro.
—¿Y el chico de Daintree? —insinué.
—No saben ni siquiera si está muerto —dijo ella en el tono de quien cuenta con fuentes de información fidedignas.
—Pero lleva dos años desaparecido.
—Sí, pero lo han visto más de una vez en la península de Cape York.
—Más de una vez —apoyó su amiga.
—Perdonen, pero ¿insinúan que los periódicos informaron falsamente de su muerte con la intención de que Queensland parezca un lugar peligroso?
—Lo que digo es que no se han publicado todos los hechos.
Asintió melindrosamente y se cruzó de brazos. Su compañera hizo lo mismo.
Y yo pensé: locos de atar.
Da la casualidad de que nosotros íbamos a Daintree. Era lo más al norte que se podía llegar por una carretera asfaltada en aquella parte de Australia, y decidimos echar un vistazo. A media mañana todo rastro de lluvia había desaparecido y el sol empezó a salir —tímidamente al principio, pero después con auténtico entusiasmo—. Queensland se transformó. Era como si estuviéramos en Hawai: montañas tropicales perpendiculares al mar reluciente, bahías, playas impecables custodiadas por hileras de palmeras, isletas verdes y rocosas a dos pasos del continente. De vez en cuando pasábamos por campos de caña soleados, presididos por la imponente y azulada Gran Cordillera Divisoria.
En Daintree aparcamos y salimos a echar un vistazo. Caminamos hasta la orilla del río Daintree, y allí tanto la carretera como Beryl Wruck llegaron a sus respectivos y abruptos finales. No vimos cocodrilos por ninguna parte. Volvimos al coche y seguimos por una carretera secundaria serpenteante donde se toma el ferry que cruza desde Daintree hasta Cape Tribulation. El ferry llevaba una semana sin salir por la lluvia, y no tenía sentido ir allí, pero yo quería ver el cabo desde el otro lado del río, y siempre había la posibilidad de ver un cocodrilo. Con gran sorpresa, vimos que el ferry funcionaba. En Daintree nos habían asegurado que seguía cerrado.
—Abrimos el sábado —dijo el conductor del ferry, hombre de pocas palabras.
Cruzamos con el ferry y después cubrimos el trayecto de 32 km hasta Cape Tribulation a través del Parque Nacional de Daintree. La carretera ascendía agitadamente entre un bosque tropical montañoso y de gran belleza. Habíamos llegado finalmente al trópico y yo estaba encantado.
El bosque de Daintree es una reminiscencia de una época en que el mundo era una masa única, toda ella cubierta de un verdor humeante. Con el tiempo, los continentes se separaron y fueron alejándose hacia los rincones más lejanos del globo, pero el de Daintree, por alguna casualidad tectónica, eludió las espectaculares transformaciones de clima y orientación que estimularon el cambio ecológico en los demás lugares. En consecuencia, allí hay plantas —familias completas de plantas— que no sobrevivieron en ningún otro lugar. Los científicos empezaron a apreciar el carácter antiguo y excepcional del bosque húmedo del norte de Australia cuando, en 1972, misteriosamente, empezó a morir ganado después de pastar en las laderas más bajas de la jungla. Resultó que las vacas se habían envenenado con las semillas de un árbol llamado
Idiospermum australianse
. Fue inesperado porque se creía que el
Idiospermum
había desaparecido de la Tierra hacía cien millones de años. A Daintree, como a otros once parajes más, la caracterizaba una avanzadilla primitiva de la botánica de las angiospermas, de donde descienden todas las plantas que florecen. Así es el Parque Nacional de Daintree: oscuro y denso, como perteneciente a una época remota. En un paisaje así no te extrañaría encontrarte con un pterosauro deslizándose entre los árboles o con un velociraptor corriendo por la carretera.
Está lleno de una vida realmente curiosa. Es una de las pocas zonas que quedan donde aún puedes ver casuarios. Se parecen mucho a los avestruces, y se diferencian de ellos por una protuberancia huesuda en la cabeza en forma de casco y una infame y mortífera garra en cada pata. Atacan saltando y golpeando con las dos patas juntas. Por suerte eso no pasa a menudo. El último ataque mortal fue en 1926, cuando un chico de dieciséis años se rió del casuario y el bicho le abrió la yugular con un salto. La razón de que haya tan pocos ataques es que los casuarios son de índole solitaria y, por desgracia, porque quedan muy pocos. No debe de haber más de mil. El parque de Daintree también es uno de los últimos hogares del famoso canguro arborícola —que, como su nombre indica, es un canguro que vive en los árboles— pero es aún más tímido que el casuario y no se ve casi nunca. La selva es tan densa y está tan alejada de los centros académicos que casi todo está pendiente de estudio. El primer estudio científico de los casuarios, por ejemplo, se empezó hace una década.
Finalmente la carretera terminó en un claro soleado de la selva con un incongruente puesto de comida para llevar y una cabina de teléfonos. Escondido entre el extravagante follaje había un campamento, y allí un rótulo con una flecha que señalaba la playa. El camino llevaba por una pasarela de madera entre manglares. Diminutos animales invisibles se removieron en el agua pantanosa a nuestro paso. A los pocos minutos llegamos a la playa. Era especialmente hermosa, una gran curva de arena blanca y suave salpicada de madera a la deriva, frondas de palmeras y otras agrupaciones naturales de vegetación frente a una bahía azul y brillante. Más allá se alzaba un imponente promontorio revestido de verde.
El lugar era prístino y soleado, exactamente como debió de verlo James Cook cuando llegó hace más de doscientos años. Lo llamó Cape Tribulation porque fue donde el
Endeavour
encalló desastrosamente en el coral a unas doce millas de la costa. Estaba gravemente agujereado y corría peligro inminente de hundimiento, pero Cook tenía en la tripulación a un marinero que había estado en apuros similares y se había salvado gracias a un proceso de «forrado» de la nave: consistía en vendarla por abajo con una vela muy tensa para cubrir el agujero. Era una medida desesperada y con pocas posibilidades, pero milagrosamente funcionó.
Cook logró acercar el barco a la costa, a pocas millas del promontorio donde estábamos nosotros. La tripulación se pasó siete semanas haciendo reparaciones y luego volvió a Inglaterra al encuentro de la gloria. De haberse hundido el
Endeavour
y no haber llegado Cook a su país, la historia habría sido diferente. Es probable que Australia hubiera sido francesa —una idea extraordinaria, por no decir más— y los británicos habrían tenido que adaptar sus ambiciones colonialistas a ello. Ninguna parte del mundo habría escapado a sus efectos. Melbourne podría estar ahora en las llanuras africanas. Sydney podría ser la capital de la Real Colonia de California. ¿Quién puede saberlo? Pero el equilibrio mundial del poder habría cambiado de un modo que no podemos imaginar. Por otro lado, nos habríamos ahorrado con seguridad el libro
Home and Away
, o sea que no habría sido un desastre total.
Allan y yo pasamos una media hora explorando la playa, después volvimos al claro donde estaba el chiringuito y echamos un vistazo por donde la carretera seguía hacia Cooktown. Más allá del chiringuito la pista se volvía dura y rocosa, y ascendía rápidamente hacia las colinas exuberantes. En aquel sitio Harrison Ford se habría lucido en una película de aventuras. El día anterior me había enterado de que la pista era peligrosa y desesperantemente inclinada incluso con buen tiempo, o sea que quizás era mejor que a Allan y a mí no nos hubieran permitido ir. De todos modos, era intransitable.
Pese a todo, era increíblemente seductora en lo que se refiere a la aventura. Cooktown, una antigua ciudad minera que antaño había tenido una población de 30.000 personas y que ahora sólo tenía 200, estaba a 75 km de distancia al otro lado de la montaña. Es el último pueblo de Australia oriental. Más allá no hay más que algún asentamiento aborigen a lo largo de los 600 km de pista de Cape York, el punto más al norte de Australia. Pero aquí era lo más lejos adonde podía llegar.
Me giré y vi que Allan se había ido. Reapareció a los pocos minutos procedente del chiringuito con dos latas de coca-cola y me dio una.
—No tenían orina —dijo, y los dos nos reímos de buena gana.
Había llegado el momento de ir al «Top End». Aterrizamos en Darwin pegando botes por entre los restos de dos ciclones menores que daban coletazos por la costa norte. Buscamos otro coche de alquiler: un reluciente y potente sedán Toyota capaz de cubrir los 1.500 km que nos separaban de Alice Springs en una sola estampida, como un cohete. Lo apodamos
Testosterona
.
El Territorio del Norte siempre ha tenido una cierta mentalidad de frontera. A finales de 1998, se invitó a sus habitantes a ser el séptimo estado de Australia y ellos rechazaron de plano la idea en un referéndum. Según parece les gusta seguir siendo forasteros. En consecuencia, una zona de 1.354.571 km
2
, es decir una quinta parte del país, está dentro de Australia pero no del todo. Esto plantea algunas anomalías interesantes. Todos los australianos tienen la obligación por ley de votar en las elecciones federales, incluidos los residentes del Territorio del Norte. Sin embargo, como el Territorio del Norte no es un estado, no tiene escaños en el Parlamento. De modo que los del Territorio eligen representantes que van a Canberra y asisten a las sesiones del Parlamento (al menos eso es lo que dicen en sus cartas a la familia) pero no votan, no participan ni tienen ningún tipo de influencia. Todavía más interesante es que en los referéndums se exija también a los ciudadanos del Territorio del Norte que voten, pero sus votos no cuentan. Deben guardarlos en un cajón o algo así. A mí me parece un poco raro, pero bueno, veo que la gente está satisfecha con esta situación.
Personalmente creo que no debería permitirse a los del Territorio que participasen plenamente en los asuntos del país hasta que no contratasen un personal más amable en los hoteles de Darwin. Puede que resulte una base curiosa para una filosofía política, pero es lo que pienso. Los hoteleros de Darwin son muy deficientes en lo que se refiere a la simpatía, y si hace falta privarlos de algunas libertades civiles para que corrijan este problema, francamente, me parece un precio insignificante.
Nuestros problemas comenzaron cuando empezamos a buscar un hotel. Nos habían hecho una reserva en el All Seasons Frontier Hotel, pero era como si no existiera. La guía mencionaba un Top End Frontier Hotel, y un folleto turístico que cogí en el aeropuerto tenía un Darwin City Frontier Hotel, y otro un tal All Seasons Premier Darwin Central Hotel. Los vimos todos desde el coche en los cuarenta minutos que estuvimos dando vueltas, riñendo sin parar, como un matrimonio desavenido. Paramos a una media docena de peatones, pero ninguno había oído hablar de un All Season Frontier Hotel, excepto uno que creía que estaba en Kakadu, a 200 km al este. Con la ayuda de un plano pequeño e inservible guié a Allan por una serie de calles que acababan siempre desembocando en una zona de peatones o en una calle de descarga sin salida, para desesperación suya.
—¿No eres capaz de descifrar un sencillo plano? —preguntó en el tono perverso de alguien cuya sed no está siendo satisfecha, al tiempo que chocaba con cajas de cartón y cubos de basura para dar la vuelta.
—No —contesté amablemente—, no soy capaz de descifrar un sencillo plano. Puedo descifrar un buen plano. Pero éste no sirve para nada. Menos que eso. Es el equivalente impreso de tu forma de conducir, por si te sirve orientación.
Finalmente nos paramos ante un gran hotel frente a la playa y Allan me ordenó que entrara y pidiera ayuda profesional. En recepción había un joven, que evidentemente había invertido la última paga en un gran tubo de brillantina, de espaldas al mostrador contando una larga anécdota a dos compañeras. Esperé un minuto largo y al cabo dije: