En las antípodas (39 page)

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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Viajes

BOOK: En las antípodas
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Aun así los exploradores volvían una y otra vez. Las expediciones del siglo
XIX
partían con algún objetivo práctico concreto —encontrar una ruta para la línea de telégrafos, buscar oro, descubrir una zona con ocultas promesas— pero finalmente los exploradores se dejaban llevar por la desolación. Incapaces de resistir su fascinación, seguían adelante.

Quizá nadie sufrió tantas privaciones, con tanta voluntad y tan pocos resultados como Ernest Giles. En 1874, viajando con su compañero Alfred Gibson por la árida estepa de Australia Occidental, el caballo de éste murió. Giles cedió a Gibson su montura con instrucciones de seguir sus huellas hacia atrás 193 km para volver a Fort McKellar a buscar otro caballo. Gibson se perdió en el desierto y no se le volvió a ver. (Aquello se llama ahora desierto de Gibson.) Solo y a pie, Giles se arrastró durante días por las agotadoras arenas rojizas, los últimos 90 km casi sin agua. Y fue en este desesperado estado, atormentado por las moscas y medio muerto de hambre, cuando se produjo su famoso encuentro con una cría de ualabí, se abalanzó sobre ella y la devoró cruda, con pelo y piel.

Tampoco es que fueran éstas experiencias tan excepcionales. Era lo que te esperaba si te adentrabas en el
outback
. Cuando Robert Austin y sus hombres, perdidos en las llanuras de Australia Occidental, se bebieron su orina y la de sus caballos, a nadie le pareció nada del otro mundo. Había un montón de gente que hacía lo mismo en el desierto. Cuando Giles encontró y devoró la cría de ualabí, se consideró extremadamente afortunado, no precisamente entonces, sino al cabo de los años. «Nunca olvidaré lo bien que me supo aquel animalito», escribió con sincero y contundente entusiasmo en sus memorias. Stuart y sus hombres tenían también cálidos recuerdos de una ocasión en que, a punto de morir de hambre, encontraron una camada de cachorros de dingo y los hirvieron en un cazo. Estaban «deliciosos».

Por qué la gente se sometía repetidamente a estas penosas experiencias es un misterio que sobrepasa toda comprensión. A pesar de los extremados apuros que pasó en la expedición mortal con Gibson, Giles volvió de inmediato a sus compulsivos vagabundeos. Stuart hizo lo mismo: se pasó cuatro años bregando sin cesar por el despiadado
outback
hasta que logró atravesarlo. Agotado por el esfuerzo, se retiró a Londres y murió poco después.

Es imposible decidir quién sufrió más privaciones, si Stuart o Giles, pero sin duda fue Giles el que obtuvo menos resultados. No hubo explorador con más mala suerte. El mismo año en que perdió a Gibson en el desierto y tuvo que cruzar 190 km bajo un calor sofocante, Giles también exploró las regiones centrales alrededor de una zona conocida como Yulara. Un día, se subió a un promontorio y se encontró con una visión que no había soñado descubrir nunca. Ante él, abrumador e imponente, se alzaba el monolito más singular de la Tierra, la gran roca rojiza conocida hoy como Uluru. Cuando se apresuró a informar de su descubrimiento en Adelaida, se enteró de que un tal William Christie Gosse había llegado allí pocos días antes y ya lo había bautizado como Ayers Rock en honor al gobernador de Australia Meridional.

Finalmente, demasiado viejo para seguir explorando, Giles terminó trabajando en las oficinas de los campos auríferos de Coolgardie, donde murió sin ninguna notoriedad en 1891. Actualmente se le ha olvidado. No hay ninguna carretera que lleve su nombre.

Por nuestra parte, el esforzado señor Sherwin y yo seguimos por el caluroso e interminable desierto. A medida que nos alejábamos de Daly Waters, se veía cada vez menos vegetación. El paisaje empezaba a cobrar un aire fantástico, como si hubiéramos dejado el planeta Tierra. El suelo adquirió un brillo rojizo, más marciano que terrestre, y la luz del sol fue como si duplicara su intensidad, como si la generara un sol más cercano y grande. Incluso en una lisa carretera asfaltada, con la comodidad del aire acondicionado, no se te escapaba la sensación de cuánto habían tenido que pasar los exploradores. No es posible imaginarse las incomodidades, pero sí la magnitud, y era estremecedor.

A la izquierda había varios miles de kilómetros cuadrados de una testaruda desolación denominada Meseta de Barkly, que en un cierto punto se funde en el desierto de Simpson, probablemente la tierra de ranchos más dura del mundo. Esa tierra es tan despiadada que los ranchos tienen que ser enormes para funcionar; el más grande, en un lugar llamado Anna Creek, es mayor que Bélgica. A la derecha, aunque cueste de creer, la tierra era aún más árida. Aquello era el infame desierto de Tanami, una zona de infernal sequedad que incluso hoy está poco explorada. En mi mapa no se indicaba un solo punto —ni un lecho de río seco o una vieja pista— en 480 km en dirección a la frontera de Australia Occidental. Más allá, el paisaje era igual de pelado a lo largo de unos mil kilómetros más.

Incluso con la vida que da el tráfico a la Stuart Highway, en los aproximadamente ochocientos kilómetros que separan Daly Waters de Alice Springs, no había más que un pueblecito, una antigua comunidad minera llamada Tennant Creek, tres o cuatro viviendas agrupadas que hacían que Daly Water pareciera cosmopolita y un parador de carretera cada 120 km más o menos. Y nada más. Nunca había estado en un espacio tan vacío e ilimitado. Finalmente, aparecieron unas colinas a media distancia: la Cordillera MacDonell. Muy de vez en cuando —una o dos veces cada hora— pasaba a todo gas un
roadtrain
. En una ocasión vimos un coche que venía de cara, cuyo conductor estaba sin duda sedado por la monotonía, que se salía de la carretera e iba dando bandazos durante un trecho dejando atrás una estela de polvo. Al acercarse a nosotros —advertido probablemente por la bocina de Allan— el conductor se despertó sobresaltado y giró el volante por reflejo para recuperar su posición en la carretera, pero lo hizo demasiado bruscamente y en consecuencia fue a parar a nuestro carril, lo que resultó pavoroso. Era absurdo: en una zona de indescriptible desolación, las dos únicas piezas en movimiento estaban a punto de chocar de forma brutal. Pasó un instante lleno por ambas partes de bocinazos, estremecimientos y bruscos y tensos virajes. Fue un momento rarísimo en que el tiempo se paró y pude ver perfectamente a nuestro involuntario asaltante, atrapado como en una fotografía indiscreta, mirándonos con una mezcla de desconcierto y disculpa. No quiero ni pensar que aquel fuera el momento que se concede a todo aquel que está a punto de morir. Después todo fue borroso y rápido. Los coches se cruzaron sin toparse —imposible saber por qué— y yo me giré para ver alejarse al adversario en la distancia, sobriamente atento a su carril. Lo miré hasta que fue un puntito que se desvanecía, y después miré a Allan.

—Bueno, yo no sé tú —dijo animadamente—, pero necesito una taza de café y cambiarme de calzoncillos.

—Un plan excelente —asentí, y me uní a él en la búsqueda de un solitario parador de carretera en lontananza.

Lo mejor de conducir por un desierto es que cuando llegas a algo —lo que sea— que pueda considerarse una distracción, te animas de forma desproporcionada. A media tarde vimos una señal que anunciaba un lugar llamado Devils Marbles y, después de un breve intercambio de miradas, seguimos un par de kilómetros por una carretera secundaria hasta un aparcamiento. Y allí vimos algo realmente fabuloso: bloques enormes de granito liso, grandes como casas, amontonados en pilas desordenadas o desparramados por una zona inmensa (1.800 hectáreas, según un rótulo). Cada uno nos recordaba algo: un caramelo de goma, un panecillo, una bola de billar, pero eran inmensos y algunos estaban apoyados sobre bases insignificantes. Imaginad un bloque de unos nueve metros de alto y casi esférico apoyado sobre una base poco mayor que una tapa de alcantarilla, por ejemplo. No hace falta decir que no había ni un alma. Si tuviéramos esas piedras en Europa o Norteamérica, serían mundialmente famosas. En todos los álbumes familiares habría una fotografía de mamá y los niños almorzando con un fondo de rocas fantásticas. Allí era una maravilla perdida, alejada de la carretera y en medio de un ilimitado desierto. Paseamos por allí una media hora, tan abrumados por la soledad como por las rocas, y después nos felicitamos por nuestra buena suerte y por la decisión de tomar el desvío, y volvimos a la carretera en un estado de elevada satisfacción.

Diez horas y 930 km después de salir de Daly Waters llegamos, secos y llenos de polvo, a Alice Springs, una parrilla de calles hechas con tiralíneas, como una enorme pista de helicópteros, sobre una llanura situada junto a las hermosas laderas de las MacDonnell Ranges. Como está en medio de la nada, Alice Springs parece un milagro —una ciudad de verdad con grandes almacenes, escuelas y calles con nombre— y durante mucho tiempo fue una especie de Tumbuctú de las antípodas, un lugar fascinante por su inaccesibilidad. En 1954, cuando Alan Moorehead pasó por allí, la única conexión regular de Alice con el mundo exterior era el tren semanal de Adelaida. Su llegada el sábado por la tarde era el mayor acontecimiento en la vida de la ciudad. Traía el correo, los periódicos, las películas de cine, aquellos recambios tan esperados y todo lo que no se podía adquirir allí. Casi toda la ciudad acudía a ver quién bajaba y qué se descargaba.

En aquella época, Alice tenía una población de 4.000 personas y algún visitante. Actualmente es una ciudad pequeña y próspera con 25.000 habitantes y llena de turistas —35.000 al año—, lo que evidentemente la ha estropeado. Ahora se puede llegar en avión desde Adelaida en dos horas, y de Melbourne y Sydney en menos de tres. Puedes tomarte un café con leche y comprar ópalos y después coger un autobús que te lleva a Ayers Rock. La ciudad no sólo se ha hecho accesible, sino que se ha convertido en un destino habitual. Está tan llena de moteles, hoteles, centros de conferencias, campings y complejos turísticos en el desierto que no te imaginas haber hecho algo excepcional por llegar allí. En serio, es una locura. Una población que antes era famosa por lo remota atrae ahora a miles de turistas que acuden comprobar que ya no es tan remota.

Las guías y los libros de viajes te venden la insólita idea de que Alice todavía conserva su inimitable encanto del
outback
—esa cualidad de lo que está lejos de todo y hay que ir a verlo— y en realidad no es más que: Cualquier Parte, Australia. O mejor, Cualquier Parte, Planeta Tierra. Para entrar en la ciudad pasamos ante una serie de centros comerciales, concesionarios de coches, MacDonalds y Kentucky Fried Chicken, bancos y estacione servicio. Algún aborigen pasando por el lecho seco del río Todd ofrecía un poco de exotismo. Alquilamos habitaciones en un motel al límite del modesto centro de la ciudad. Mi habitación tenía una terraza desde donde se veía el sol crepuscular inundando el suelo del desierto y barnizando las doradas lomas de la lejana Cordillera MacDonnell si te saltabas la mole más inmediata de un K-Mart al otro lado de la carretera. En los cinco millones o más de kilómetros cuadrados que conforman el
outback
australiano, no creo que pueda haber yuxtaposición más desafortunada.

Sin duda Allan estaba pensando lo mismo, porque cuando nos encontramos fuera media hora después estaba mirando la escena.

—No puedo creer que hayamos conducido 1.500 km para encontrar un K-Mart —dijo. Me miró—. Vosotros los yanquis tenéis la culpa.

Iba a protestar de una forma instintiva, pero ¿qué podía decir? Tenía razón. Es culpa nuestra. Hemos creado una filosofía de venta al público que carece de estética y que es ineludible. Empaquetamos esos locales y los mandamos a todos los confines del mundo. Visualmente, los lugares más llamativos y lamentables de Alice Springs eran un producto empresarial americano, de mano de alguien que no sabía que había contribuido a eliminar los rasgos distintivos de una ciudad del
outback
y que sin duda tampoco lo vería así. En realidad, creo yo, tampoco lo considerarían así la mayoría de consumidores de Alice Springs, sin duda encantados de tener tantas plazas de aparcamiento gratis y de adquirir toallas y cortinas de baño de Martha Stewart. ¡En qué época más triste y curiosa vivimos!

Paseamos por el centro de la ciudad buscando un lugar para comer. El centro comercial de Alice era como para agotar sus modestas posibilidades de sustento y diversión en poco tiempo. Cuando nos dimos cuenta de que habíamos pasado por las mismas calles un par de veces, acabamos recalando más o menos por defecto en un restaurante chino por el que habíamos pasado hacía unos minutos en la otra dirección. Estaba casi vacío.

Mientras esperábamos la comida, Allan miró críticamente el abigarrado papel pintado y los llamativos adornos, como si aquello explicara lo decepcionante que había resultado Alice. Me pareció que incluso veía con malos ojos la música de fondo.

—¿Cuánto tiempo nos quedaremos aquí? —preguntó finalmente.

—Pues estaremos hasta mañana. Después iremos a Uluru. Luego volveremos aquí. Y tú te marcharás a Inglaterra.

Asintió pensativamente.

—Dos días en total.

—Sí.

—¿Y qué se puede hacer dos días en Alice Springs?

—Muchas cosas, la verdad —dije para animarlo, y saqué un folleto que había cogido en el motel. Lo hojeé—. Está el Parque del Desierto de Alice Springs, para empezar.

Inclinó un poco la cabeza.

—¿Qué es eso?

—Es una reserva natural donde se ha recreado cuidadosamente el entorno desértico.

—¿En el desierto?

—Sí.

—¿Han recreado un desierto en el desierto? ¿Lo estoy entendiendo bien?

—Sí.

—¿Y se paga por eso?

—Sí.

Asintió pensativamente.

—¿Qué más?

Giré la página.

—El Mecca Date Garden.

—¿Qué es eso?

—Un jardín donde se cultivan palmeras datileras.

—¿Y te cobran por eso también?

—Creo que sí.

—¿Eso es todo o hay algo más?

—Oh, mucho más —repasé la lista de atracciones—: la vieja estación de telégrafos, la Frontier Camel Farm, el Old Timer’s Folk Museum, el National Pioneer Women’s Hall of Fame, el Road Transport Hall of Fame, el Minerals House, el Chateau Hornsby Winery, el Sounds of Starlight Theatre, el Strehlow Aboriginal Research Centre…

Allan me escuchó con atención, pidiendo de vez en cuando alguna explicación, y reflexionó sobre todo ello un momento. Después dijo:

—Vayamos a Ayers Rock.

Lo pensé un momento.

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