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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Viajes

En las antípodas (41 page)

BOOK: En las antípodas
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Volvimos, pues, a Alice Springs, y para compensar nuestro fracaso en Uluru, decidimos alojarnos en algún buen hotel sin reparar en gastos. Imaginaos nuestra sorpresa y alivio cuando paramos ante el oasis esplendoroso del Red Centre Resort y descubrimos que sólo costaba 20 dólares la noche, menos de lo que habíamos pagado por algo mucho peor en el Best Western del centro la noche anterior. Estuvimos de acuerdo que sólo por eso ya había merecido la pena el trayecto de 900 km.

El Red Centre era un motel muy grande con un poco de terreno, pero acogedor y agradable, y tenía una piscina en el centro con terraza, bar y restaurante contiguos. No hay ni que decir que es ahí donde podían localizarnos treinta segundos después de nuestra llegada. Unos amables camareros nos dijeron que llegábamos tarde para cenar, pero que probablemente podrían servirnos un par de bocadillos de carne o algo por el estilo. Les respondimos que nos contentábamos con cualquier cosa, sobre todo si iba acompañado de una copa, y nos sentamos en una mesa al borde de la piscina, donde nos quedamos contemplando tranquilamente el temblor del agua y saboreando el delicioso, cálido y saludable aire del desierto bajo un cielo tachonado de estrellas.

En aquel momento la vida nos parecía muy agradable. Ya habíamos olvidado las horas de coche. Habíamos visto Uluru; poco rato quizá, pero lo suficiente para apreciar su fascinación. Y en el Red Centre teníamos la sensación de haber empezado con buen pie.

Allan me anunció su intención de pasar su último día en Australia en una tumbona junto a la piscina, leyendo una novela barata y mejorando su bronceado.

—Qué poco nivel —dije.

Aceptó esta crítica con imperturbable ecuanimidad.

—¿No piensas venir conmigo al parque del desierto? —pregunté.

—No. Ni a la estación de telégrafos, ni a la exposición de dunas, ni a la granja de higos…

—Es un jardín de dátiles.

Una pausa para digerir la corrección.

—Ni a ninguna parte. Pienso sentarme aquí junto a la piscina y pasar el día de una forma vana y superficial. ¿Y tú?

—Iré a ver monumentos, evidentemente.

—Pues ya nos veremos después y me lo cuentas, lo que no dudo que harás con todo detalle.

—Puedes estar seguro.

A la mañana siguiente salí de mi habitación con una camisa limpia de verano, agarrando mi libreta de notas con un bolígrafo en la espiral, y muy animado para ver lo que Alice podía ofrecerme. Primero fui a la estación de telégrafos, en un promontorio castigado por el sol, a unos dos kilómetros de la ciudad. En sus inicios, Alice Springs era una estación de repetición, una de las doce que había entre Darwin y Adelaida, imprescindibles para mandar las señales telegráficas por todo el país. Qué existencia más triste y tediosa debía de ser estar perdido en medio de una desolación sofocante, tecleando interminablemente mensajes indirectos entre personas que nunca verías ni conocerías, y que encima vivían en lugares con los que sólo podías soñar. Junto a la estación estaba el estanque lleno de cañas que había dado nombre a Alice Springs. La Alice de marras era la esposa del director de telégrafos de Adelaida, y originalmente sólo la estación de telégrafos se llamaba Alice Springs. La ciudad que fue creciendo lentamente en el valle se llamó Stuart, por el explorador. Inexplicablemente la gente se hacía un lío y en 1933 todo empezó a conocerse como Alice Springs. Así que la ciudad más famosa del
outback
lleva el nombre de una mujer que no tenía ninguna relación con ella y, que yo sepa, nunca estuvo allí.

Después de esto puse una cruz al lado de «Estación de telégrafos» en mi lista y me dirigí al Parque del Desierto de Alice Springs. Mis expectativa sinceramente, no eran muchas, pero resultó un hallazgo espléndido. Lo gestiona la Comisión de Parques, Fauna y Flora del Territorio del Norte. Lo que han hecho es recrear en una gran zona tres hábitats desérticos primarios: uno muy seco, otro algo húmedo y uno más con un ambiente normal, pero que a veces se inunda de forma repentina. Sólo eso ya constituía una lección útil —te das cuenta de que los desiertos, a su manera silenciosa y árida, son un entorno tan variado como cualquier otro— pero además me encantó encontrar las diferentes matas y otras plantas etiquetadas y explicadas. Fue un placer poder decir: «Ah, esto es una pata de canguro. Vaya, vaya. A ver si este
spinifex
duele tanto como decía Ernest Giles. ¡Ay, sí, sí que duele!».

Aquí y allá había grandes recintos abiertos al público que contenían pájaros y otros pequeños animales del desierto —bandicuts, falangeros y otros— con etiquetas que describían sus costumbres. Lo mejor de todo era una estancia en penumbra donde toda clase de animales nocturnos merodeaban, saltaban y llenaban el aire en una sucesión de dioramas sombríos. La zona de exposición estaba tan débilmente iluminada que me di de narices varias veces con paredes y paneles de vidrio hasta que mis ojos se adaptaron y logré distinguir una gran gama de pequeños marsupiales: ratas canguros, betongs, bandicuts conejo, numbets, gatos marsupiales y muchos más.

Como el paisaje australiano es tan enorme, árido y difícil de estudiar, y como la modesta población base produce pocos científicos en relación con la inmensidad de terreno, y como, por encima de todo, los animales que viven allí a menudo son furtivos, nocturnos y a veces misteriosos, nadie sabe con seguridad lo que hay y lo que no hay. Todas las listas de fauna australiana están llamativamente salpicadas de comentarios tan precisos como «posiblemente extinguido» o «en peligro de extinción» o «puede sobrevivir en alguna zona remota». Creo que las dificultades quedan bien ilustradas con el incierto destino del
oolacunta
, o rata canguro del desierto. Casi todo lo que se conoce sobre este interesante animal se debe a dos hombres. El primero era John Gould, un naturalista del siglo
XIX
que estudió y describió el animal en 1843. Según Gould, tenía la forma y costumbres de un canguro pero era del tamaño de una liebre. Lo distinguía que podía moverse a grandes velocidades en distancias dilatadísimas. Sin embargo, desde ese informe inicial, no se había vuelto a ver al
oolacunta
. Y aquí entra Hedley Herbert Finlayson.

Finlayson era químico de profesión, pero dedicó gran parte de su vida a la búsqueda de animales autóctonos. En 1931 dirigió una expedición que se adentró a caballo por el
outback
, al perpetuo horno que es el Desierto de Sturt. Al llegar, Finlayson se quedó pasmado al ver que, lejos de estar a punto de extinguirse o haber desaparecido del todo, el
oolacunta
era visible y se reproducía felizmente. La velocidad y la resistencia del animal eran tal como las había descrito Gould. En una ocasión en que Finlayson y sus colegas intentaron perseguir a caballo a una rata canguro del desierto, ésta corrió 19 km sin parar en un día de un calor abrasador, en una carrera que agotó a tres de los caballos. El diminuto
oolacunta
es el mayor corredor (o saltador, más bien) que ha producido el reino animal. De vuelta a casa, Finlayson informó de su interesante descubrimiento y zoólogos y naturalistas de todo el mundo corrigieron aplicadamente sus textos registrando el redescubrimiento de la rata canguro del desierto. En los tres años siguientes, Finlayson realizó más expediciones, pero en 1935, cuando volvió de nuevo, se quedó desconcertado, como podéis imaginar, al descubrir que la pequeña rata canguro del desierto había desaparecido sin más, igual que le sucedió a Gould en 1843. No se ha vuelto a ver desde entonces.

Las crónicas de la fauna australiana están llenas de historias tan sorprendentes como ésta: hay animales que viven allí en un momento dado y desaparecen al siguiente. La víctima más reciente del fenómeno fue una rana llamada
Rheobatrachus silus
, que se vio durante un tiempo tan breve que no llegó a tener nombre común. Lo extraordinario de la
R. Silus
(sin duda, algo raro había de tener) era que daba a luz por la boca, algo nunca visto en Australia ni fuera de allí. La descubrieron los biólogos en 1973 y en 1981 ya había desaparecido. Está registrada como «probablemente extinguida».

Mi historia favorita de desapariciones de animales, no obstante, se remonta a una época anterior. La protagoniza un naturalista del siglo
XIX
llamado Gerrad Kreft, que en 1857 capturó dos bandicuts de pies de puerco muy raros. Desgraciadamente para la ciencia y los bandicuts, al poco tiempo Kreft se quedó sin comida y se los zampó. Eran, que se sepa, los últimos de la especie. Al menos nadie los ha vuelto a ver. Por cierto, a Kreft lo nombraron más tarde director del Australian Museum de Sidney, pero se le invitó a buscarse otro empleo cuando se descubrió que redondeaba su sueldo vendiendo postales pornográficas. Seguro que se puede extraer alguna moraleja de esto.

Del Parque del Desierto fui al Strehlow Aboriginal Research Centre. Era una exposición discretamente aburrida sobre un nativo de la Harmannsbur Mission, una reserva aborigen de las afueras de Alice, que dedicó su vida a estudiar a los aborígenes. Reunió una gran colección de objetos espirituales. pero como son sagrados y no pueden verlos los no iniciados, no se pueden exponer. En lugar de eso puedes contemplar viejas fotografías de la vida en Harmannsburg, y más detalles de la vida y la obra de Theodore Strehlow de los que nadie podría desear.

Sin embargo, cuando volvía hacia el coche me fijé en un pequeño museo de la aviación en un viejo hangar cercano. Me extrañó que no hubiera nadie en la puerta pero, como estaba abierto, entré a echar un vistazo. El museo tenía un surtido bastante previsible de aparatos antiguos y paredes llenas de fotografías amarillentas, pero en una construcción contigua había algo que no tenía ni idea que todavía existiera y sin duda no esperaba ver. Las guías que había consultado no lo mencionaban; y los folletos del centro de información y turismo no daban indicación de su existencia. Sin embargo, por unos pocos e inquietantes días de 1929, fue el objeto más famoso y buscado de Australia, y lo tenían allí, en un pequeño museo de la aviación de Alice Springs. Me refiero a los restos de un aeroplano ligero conocido como el
Cucaburra
, que cayó en el desierto cuando buscaba a Charles Kingsford Smith, un piloto perdido.

Kingsford Smith fue el mejor aviador australiano no sólo de su época, sino posiblemente de todos los tiempos. Acumuló más récords que nadie y se enfrentó a los desafíos más arriesgados. Un año después de que Charles Lindbergh realizara su histórico vuelo en solitario a través del Atlántico, Kingsford Smith se convirtió en el primero que cruzó el Pacífico, una empresa mucho más ambiciosa no sólo porque la distancia era mayor, sino porque las condiciones de vuelo eran mucho, pero que mucho más duras y estaban menos estudiadas. Cuando él intentaba cruzar el Pacífico, sólo habían pasado diez meses desde que el primer aeroplano había conseguido volar a Hawai en una carrera patrocinada por un magnate de la piña hawaiana, y aquel acontecimiento se cobró las vidas de diez aviadores. Así que, cuando en 1928, Kingsford Smith despegó de San Francisco con tres tripulantes con la intención de llegar a Brisbane vía Honolulu y Suva, en las Fiji, el objetivo se consideraba imposible y necio, y por poco resultó ser verdad. A unos novecientos kilómetros de Hawai, Kingsford Smith topó con una franja de turbulencias meteorológicas conocidas como la zona de convergencia intertropical: una extensión de nubes en plena ebullición, impresionantes tormentas y un viento que es capaz de arrancarte el bigote. El aeroplano empezó a dar tumbos como una muñeca de goma y Kingsford Smith no tenía ni idea de lo que le esperaba ni al cabo de cuánto tiempo lo sabría porque ningún otro piloto había volado en aquellas condiciones antes que él.

Recordemos que el vuelo se hizo en un Fokker de los años veinte, frágil, con la estructura de madera de picea y revestido de tela, con un diseño tan elemental que los asientos no estaban ni siquiera clavados. Kingsford Smith estuvo batallando durante cuatro horas para mantener el rumbo del aeroplano sin que se hiciera añicos. Cuando finalmente salieron a un claro, se habían quedado peligrosamente bajos de combustible y no tenían ni idea de cómo encontrar las Fiji —una manchita en un océano infinito— antes de quedarse secos y caer al mar. A éste y centenares de obstáculos se enfrentó Kingsford Smith con valor, habilidad y decisión. Cruzar el Pacífico fue posiblemente la gesta organizada más atrevida de la aviación de todos los tiempos.

Kingsford Smith siempre volaba con un copiloto, y generalmente con un navegador y un operador de radio, y puede que no sea justo comparar sus hazañas con las heroicidades solitarias de Charles Lindbergh. Pero Lindbergh nunca atravesó volando algo tan feroz como una tormenta del Pacífico. Es más, después de 1927 Lindbergh no realizó ningún otro vuelo notable, mientras que Kingsford Smith siguió volando sin parar y estableciendo récords. Fue el primero que cruzó el Atlántico de este a oeste (también era mucho más duro, porque iba contra la corriente de propulsión), el primero que fue y volvió de Australia a Nueva Zelanda, y el primero que cruzó el Pacífico en la dirección contraria. También ostentaba varios récords por los vuelos más rápidos entre Australia e Inglaterra, y por varios tramos en la misma ruta.

Y esto nos devuelve al
Kookaburra
. En marzo de 1929, con tres tripulantes, Kingsford Smith despegó en un vuelo de Sydney a Inglaterra. En el noroeste de Australia, por la costa de Kimberley, encontraron mal tiempo, se perdieron (lo que no es de extrañar: como guía llevaban un par de mapas de la Marina y un mapa de Australia arrancado de un
Times Atlas
de uso normal) y realizaron un aterrizaje forzoso en unas marismas costeras, casi sin combustible y con escasas provisiones. Todo lo que tenían, como quien dice, era un termo de café y un poco de brandy que se podían combinar en el llamado café real. Supongo que, por este motivo, lo que sucedió después se bautizó como la Aventura del Café Real.

Por suerte para Kingsford Smith, él y sus hombres estaban en una zona con mucha agua dulce y algunos recursos comestibles, aunque no muy apetecibles (básicamente caracoles de agua). No obstante, como la radio del avión se había roto, no podían comunicar dónde estaban. Cuando se enteraron en Sydney de su desaparición, dos de los socios de Kingsford Smith, Keith Anderson y Bob Hitchcock, decidieron salir al rescate. Despegaron del Mascot Airport de Sydney en el pequeño
Cucaburra
, volaron a Alice Spring por etapas, y finalmente despegaron de allí para realizar lo que se suponía el tramo final a primera hora de la mañana del 12 de abril de 1929. Poco después, mientras cruzaban la seca aridez del desierto de Tanami —la zona que Allan y yo habíamos bordeado en nuestro recorrido entre Daly Waters y Alice Springs—, el motor empezó a fallar y a encenderse y se vieron obligados a hacer un aterrizaje de emergencia en el desierto. Con las prisas por partir no habían cogido provisiones y sólo tres litros de agua. A diferencia de Kingsford Smith, aterrizaron en un lugar que no ofrecía ningún recurso.

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