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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Viajes

En las antípodas (42 page)

BOOK: En las antípodas
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A los tres días estaban muertos. El
outback
es así de fatídico. No quiero parecer obsesivo, pero también se bebieron su propia orina. Casi todos los que se pierden en el
outback
lo hacen. (Aunque es contraproducente porque las sales de la orina aumentan la sed.)

Casi en el mismo momento en que Anderson y Hitchcock expiraban tan lamentablemente, Kingsford Smith y sus compañeros eran rescatados por otro avión. Volvieron a la civilización con un aspecto tan estupendo y descansado que algunos empezaron a sospechar (diversos periódicos especularon con ello) que no había sido más que un truco publicitario. El asunto se complicó. A Kingsford Smith lo sometieron a la humillación de un examen físico público (finalmente fue absuelto). Mientras tanto, el país esperó conteniendo el aliento que encontraran con vida a Anderson y Hitchcock. Pero por desgracia no fue así. A finales de abril, un avión de búsqueda localizó el
Cucaburra
estrellado y los cadáveres cerca, y pocos días después un grupo de rescate recuperó los restos y los devolvió a la civilización. La familia de Hitchcock optó por un discreto funeral en Perth, pero a Anderson se le hizo un funeral oficial con gran majestuosidad y pompa en Sydney. Antes del funeral, miles de personas pasaron durante días ofreciendo sus respetos ante el ataúd. El día del funeral, muchos miles más se amontonaron en las calles para ver el cortejo fúnebre o acudieron al cementerio. Fue el funeral más importante de Sydney de aquella época, y posiblemente el más importante hasta ahora.

Hoy en día, no hay ni que decirlo, Anderson y Hitchcock han caído en el olvido, en Australia y fuera de ella. También durante mucho tiempo cayó en olvido el
Cucaburra
. Se pasó medio siglo en el desierto, oxidándose olvidado de todos, hasta que lo recogieron y lo llevaron a Darwin para restaurarlo. Hace unos diez años lo colocaron en una sala especialmente construida para él en el museo de aviación de Alice Springs, donde parece no despertar ningún interés.

Kingsford Smith volvió a volar y a acumular más récords. En 1935, en un vuelo de regreso de Inglaterra, su avión se estrelló en el mar cerca de Birmania y murió. Actualmente se le recuerda hasta cierto punto en Australia (el aeropuerto de Sydney lleva su nombre) y en absoluto fuera de ella. En 1998, el escritor americano Scott Berg escribió una biografía de Charles Lindbergh en un tocho de 600 páginas que naturalmente repasa la historia de los primeros años de la aviación. A Charles Kingsford Smith no se le menciona ni una sola vez.

Allan y yo cenamos en el patio del Red Centre donde le conté con todo detalle mis muchos y emocionantes descubrimientos del día. Como remate, mientras estábamos sentados disfrutando de la cálida noche y tratando perezosamente de llegar al fondo de nuestra segunda botella de buen Cabernet Sauvignon de Australia Occidental, un ualabí saltó la valla del hotel por la parte más alejada de la piscina, nos miró un momento con una expresión de absoluta despreocupación y se puso a mordisquear las plantas. Era la primera vez, desde que había cruzado el país en el Indian Pacific hacía semanas, que veía a un animal australiano en libertad. Era la primera vez que Allan veía uno y estaba encantado.

No sé si por ese o por otro motivo, anunció que Australia le parecía un lugar estupendo.

—¿De verdad? —dije, contento, pero sorprendido porque lo único que había visto él era desierto.

Se inclinó hacia mí y dijo, como si fuera un secreto:

—Es muy espacioso.

Lo miré.

—Sí, es verdad.

—Hay mucho espacio en este país.

Pensándolo bien, a lo mejor era la tercera botella.

Por la mañana fui con él al pequeño pero bonito aeropuerto de Alice, donde tomamos un café en silencio porque los dos teníamos un poco de resaca. Lo acompañé hasta la puerta, donde intercambiamos las habituales y vanas expresiones de agradecimiento y buena voluntad a toda prisa, y se fue. Le miré marchar y después volví al coche. Disponía de un día hasta regresar a Australia Occidental, y no estaba seguro de cómo lo iba a llenar. Fui hacia el centro comercial de la ciudad en busca de un cajero automático para comprar un periódico, pero por el camino vi un rótulo que anunciaba la Escuela de las Ondas por una calle lateral, e impulsivamente decidí echar un vistazo.

No me esperaba nada concreto, pero fue estupendo. Alice Springs estaba resultando un lugar lleno de agradables sorpresas. La Escuela de las Ondas estaba en un edificio anodino de una calle residencial. Consistía en una zona de recepción con los trabajos de los alumnos sobre las mesas y pegados a las paredes, y tenía dos pequeñas salas de estudio, una gran sala de reuniones y poco más. Aunque hay 17 escuelas de las ondas en Australia actualmente, la de Alice Springs es la más antigua y todavía cubre la zona más grande y desolada. Era sábado, o sea que no había clases, pero un hombre muy simpático se ofreció a mostrármela y explicarme cómo funcionaba.

La idea era muy sencilla: ofrece una escolarización formal y un cierto sentido de convivencia a los niños que viven en las estaciones ganaderas u otras agrupaciones solitarias, cosa que se lleva haciendo desde 1951. Solitario es la palabra clave. Con un territorio de influencia de 1.212.000 km
2
—se trata de una zona que es el doble de Francia— la escuela de Alice Springs sólo tiene 140 alumnos distribuidos entre parvulario y educación básica. Tengo un recuerdo extrañamente vivo y perdurable de un documental que vi sobre el tema en la escuela cuando tenía ocho o nueve años, y me impresionó mucho la idea de estar a centenares de kilómetros de distancia del profesor, con micrófono y radiotransmisor de onda corta, y en libertad para estudiar desnudo y con un plato de galletas si te daba la gana, porque no te veía nadie. Me parecía inmensamente mejor que la situación que prevalecía en la Greenwood Elementary de Des Moines, en Iowa. Y el romanticismo de aprender por radio nunca me ha abandonado del todo. En consecuencia, me decepcionó descubrir que la parte de aprendizaje por radio es irrelevante dentro del programa. La Escuela de las Ondas es, y siempre ha sido, un curso por correspondencia, y no es tan fabuloso ni mucho menos.

Aun así, el sitio tenía una gracia especial y un ambiente de buena voluntad. El tablón de anuncios estaba lleno de trabajos ilustrados de niños de unos once años que describían la vida en las estaciones ganaderas y cómo era un día normal para ellos. Los leí todos con gran concentración.

—¿Le gustaría escuchar una lección? —me preguntó el encargado.

—Mucho —contesté.

Me llevó a una habitación pequeña y puso una cinta grabada de una lección para niños de cinco años. Consistía en una alegre maestra que pasaba lista diciendo: «Buenos días, Kylie. ¿Me oyes? Corto».

Al cabo de un momento se oía un débil crujido, como si la transmisión llegara de otra galaxia, y sonidos identificables como lenguaje humano pero demasiado confusos para descifrarlos.

«He dicho buenos días, Kylie. ¿Estás ahí? ¿Me oyes? Corto.»

Esta vez había una pausa y ninguna respuesta, sólo un intervalo angustioso de silencio. Después: «Vamos a probar con Gavin. Buenos días Gavin. ¿Estás ahí? Corto».

Más crujidos y luego se oía una vocecita: «Buenos días, señorita Smith».

Y así sucesivamente, con otras voces que llegaban claras y fuertes, pero muchas que se desvanecían o eran inaudibles. Mientras lo escuchaba, iba leyendo un librito que había comprado y me dejó pasmado que los niños sólo pasaban media hora al día (en realidad «un máximo de media hora») con la radio, más diez minutos a la semana con una clase particular con el tutor; no se puede decir que sea una atención personal excesiva. En cuanto al resto, se espera que pasen de cinco a seis horas al día trabajando bajo la supervisión de un padre o una niñera. Los alumnos también utilizan televisores, vídeos y ordenadores personales, pero yo no vi rastro de ellos. La conclusión ineludible que extraes, ni que sea con reticencia, es que la Escuela de las Ondas sigue en el año 1951.

Sin embargo, era una sorpresa que no hubiera ni un solo niño aborigen en la escuela, o al menos no salía ninguno en las fotografías. La población del Territorio del Norte tiene un 20 % de aborígenes en total, pero en el
outback
profundo la proporción es mayor. Le pregunté al hombre sobre la cuestión al salir.

—Sí, hay alguno —dijo—, no estoy seguro de cuántos en este momento, pero hay alguno. El problema es que los alumnos tienen que ser supervisados por un adulto competente, ¿comprende?

Esperé un momento y dije:

—Lo siento, no lo comprendo.

—Necesitan al lado un adulto de confianza y meticuloso, con un cierto nivel de lenguaje y lectura.

—¿Y los padres aborígenes no lo tienen?

Me miró con expresión de desdicha, como si aquel fuera un camino que no debiéramos tomar.

—No, me temo que no. No siempre.

—Pero si no se dan lecciones a los niños porque los padres no pueden ayudarles, cuando esos niños sean padres tampoco tendrán esa capacidad, ¿no le parece?

—Sí, es un problema.

—¿Y seguirá así en el futuro?

—Es un problema muy grande.

—Entiendo —dije, aunque evidentemente no entendía nada.

Después fui a la ciudad. Compré un periódico y me lo llevé a una cafetería de Todd Street al aire libre, una calle peatonal. Lo leí un par de minutos, pero sin darme cuenta me puse a mirar a los transeúntes. Estaba lleno de la típica gente que sale a comprar en sábado. En la calle había una proporción abrumadora de gente blanca, pero también aborígenes, no muchos, pero andaban por allí, al margen de la escena, sin molestar, en silencio y en segundo plano. Los blancos no miraban a los aborígenes ni los aborígenes miraban a los blancos. Las dos razas parecían habitar en universos separados pero paralelos. Me sentí como la única persona que consideraba a los dos grupos al mismo tiempo. Era muy extraño.

En general los aborígenes ofrecían muy mal aspecto. Muchos tenían la cara hinchada, como si hubieran caído sobre una colmena, y otros muchos llevaban vendajes o tiritas en la barbilla, el codo, la frente o la rodilla. Una cartela de la exposición de Strehlow que había visto el día anterior insistía en que los aborígenes en peores condiciones eran los que se veían en la ciudad. La intención, supongo, era prevenir a los turistas como yo para que no juzgaran a todos los aborígenes a partir de aquellas ruinas humanas que se arrastraban por la calle. Pese a todo, me pareció una conclusión peligrosamente paternalista, porque insinuaba que los aborígenes tenían dos posibilidades en esta vida: quedarse en la reserva y prosperar o ir a la ciudad y caer en la penuria y el abandono. Me recordó una frase atribuida a un famoso personaje del
outback
, Daisy Bates, una mujer que llegó a Australia en 1884 procedente de Irlanda y vivió muchos años con ellos estudiando a los pueblos indígenas de Australia Occidental. En
The Passing of the Aborigines
, publicado en 1938, escribió: «Los nativos australianos soportan las catástrofes de la naturaleza, sequías diabólicas y devastadoras inundaciones, los horrores de la sed y el hambre, pero no pueden soportar la civilización». En 1938, este comentario podía calificarse de comprensivo y clarividente, pero era descorazonador encontrarlo modificado en un centro de investigación aborigen en 1999.

No hay que ser un genio para deducir que los aborígenes son el mayor fracaso social de Australia. Los índices de prosperidad y bienestar —tasas de hospitalización, de suicidio, de mortalidad infantil, de encarcelamiento, de empleo, etcétera— son con relación a los aborígenes de dos a veinte veces peores que los de la población general. Según John Pilger, Australia es la única nación desarrollada que tiene una alta incidencia de tracoma —una enfermedad vírica que a menudo provoca ceguera— y es exclusivamente una enfermedad aborigen. En conjunto, la esperanza de vida de un australiano indígena medio es veinte años —veinte— menor que la de un australiano blanco medio.

En Cairns, por casualidad, me habían hablado de Jim Brooks, un abogado que había trabajado muchos años con los aborígenes y en su favor, y logré quedar con él para tomar un café en la ciudad antes de que Allan y yo saliéramos para Darwin en avión. Era un hombre tranquilo, relajado y que caía inmediatamente bien, con cierta formalidad que podía haberle llevado a dedicar su vida profesional a luchar por los desfavorecidos en lugar de amontonar dinero con el ejercicio privado. Dirige la Native Title Rights Office en Cairns, que ayuda a los pueblos nativos con problemas de tierras, y fue miembro de la comisión de derechos humanos que se creó en 1990 para investigar un desgraciado experimento de ingeniería social conocido popularmente como la Generación Robada.

Consistió en un intento del gobierno de arrancar a los niños aborígenes de la pobreza y la situación de desventaja, distanciándolos físicamente de sus familias y comunidades. Nadie sabe la cantidad exacta, pero entre 1910 y 1970, de una décima a una tercera parte de los niños aborígenes fueron separados de sus padres y mandados con familias de acogida o a centros públicos. La idea —que entonces se consideraba avanzada— era prepararlos para una vida mejor en el mundo de los blancos. Lo más sorprendente fue el mecanismo legal que lo permitió. Hasta los años sesenta, los padres aborígenes no tenían en ningún estado australiano la custodia legal de sus hijos. La tenía el estado. El estado podía llevarse a los niños de sus casas cuando le diera la gana, por cualquier razón que considerara correcta, sin disculpas ni explicaciones.

—Hicieron cuanto pudieron por eliminar el contacto entre padres e hijos —me contó Jim Brooks cuando nos vimos—. Encontramos a una mujer cuyos cinco hijos fueron enviados cada uno a un estado diferente. No tenía forma de mantener contacto con ellos, ni de saber dónde estaban, si estaban enfermos o si eran felices. ¿Tiene hijos?

—Cuatro —contesté.

—Pues imagínese que llega una furgoneta del gobierno a su casa un día, llama un inspector y le dice que se llevan a sus hijos. En serio, imagínese cómo se sentiría si tuviera que ver que le arrancan a sus hijos de los brazos y los meten en una furgoneta. Imagínese la furgoneta alejándose, y los niños llorando, mirándole por la ventanilla trasera y sabiendo que probablemente no los volverá a ver.

—Basta —dije, en un intento desesperado de frivolizar.

Sonrió comprensivamente ante mi malestar.

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