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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Viajes

En las antípodas (40 page)

BOOK: En las antípodas
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—Sí, vamos —dije.

En consecuencia, por la mañana nos levantamos temprano y salimos hacia Uluru. Alice Springs podía esperar.

Uluru y Alice Springs se hallan tan inextricablemente unidos en la imaginación popular que casi todo el mundo cree que están relativamente cerca. Pero hay que recorrer 480 km por una pista desolada para ir del uno al otro. La gloria de Uluru es que está solo y en una vacuidad ilimitada, pero eso significa que tiene que apetecerte mucho verlo; no es un sitio por donde se pase camino de la playa. Así es como debía ser, claro, pero también es verdad que, cuando has hecho un viaje de 1.500 km por áridas estepas, no te hacen falta cinco horas más de lo mismo para confirmar tu impresión de que gran parte del centro de Australia está vacía.

Bien entrados los años cincuenta, Ayers Rock era inaccesible a todo el mundo excepto a los más devotos excursionistas. A finales de 1960, el número de visitantes anuales no superaba los diez mil. Actualmente a Uluru llega una cantidad igual de turistas como promedio cada diez días. Incluso tiene aeropuerto propio, y Yulara, el complejo turístico que ha surgido para servir a los turistas, es la tercera agrupación más grande del territorio cuando está llena. Yulara está a unos sesenta discretos y respetables kilómetros de la roca, y paramos allí primero para conseguir habitaciones. Consiste en una carretera circular donde se ha construido una serie de alojamientos, desde campings a albergues juveniles y los hoteles de lujo más suntuosos.

Como no teníamos nada mejor que hacer, habíamos pasado gran parte de las cinco horas de coche elaborando el programa de actividades durante la estancia. Habíamos decidido pasar la tarde contemplando la roca de forma tranquila y reflexiva, y después dividiríamos lo que quedara del día entre una refrescante zambullida en la piscina del hotel, bebida en la terraza contemplando el sol del atardecer tiñendo la roca con el resplandor rojizo que la ha hecho famosa, un pequeño paseo por el desierto para estirar la piernas y buscar dingos, ualabíes y canguros y, finalmente, una cena refinada y de calidad bajo un cielo de centelleantes estrellas. Al fin y al cabo habíamos recorrido 2.000 km en dos días y medio. Si alguien tenía derecho a disfrutar de lujo en el desierto, esos éramos nosotros. Así que estábamos bastante animados cuando nos desviamos de la carretera y entramos en los mimados confines de Yulara.

Primero fuimos al Outback Pioneer Hotel, que parecía moderado en el precio pero con una tendencia peligrosa a las lámparas a base de ruedas de carro y un bufé libre al que acudía gente con gorras de béisbol. La verdad es que de cerca resultó elegante y muy agradable, pero no esperábamos encontrarlo tan lleno. Habían descargado montones de maletas de dos autobuses aparcados enfrente y estaba lleno de gente por todas partes, todos con el pelo blanco y forma de pera, parpadeando por el sol o manoseando cámaras y videocámaras. Allan me dejó en la puerta principal y yo entré a averiguar las tarifas. Me quedé asombrado del ajetreo que había en el vestíbulo. Era primera hora de la tarde de un día laborable fuera de temporada y aquello parecía un circo. La zona de recepción parecía el punto de encuentro de un crucero a punto de irse a pique. Pregunté a un recepcionista qué sucedía.

—Nada especial —dijo, uniéndose a mí en la contemplación de aquel caos estremecedor—. Siempre es lo mismo.

—¿En serio? —dije—. ¿Incluso fuera de temporada?

—Aquí nunca estamos fuera de temporada.

—¿Sabe si hay habitaciones libres?

—Me temo que no. El único hotel que tiene habitaciones es el Desert Gardens.

Le di las gracias y volví al coche.

—¿Problemas? —dijo Allan cuando me vio.

—Tienen poca cosa de postre —dije, sin querer alarmarle demasiado—. Probemos en el Desert Gardens Hotel. Es mucho más bonito.

El Desert Gardens era más ostentoso que el Pioneer Outback, y misericordiosamente menos solicitado. Sólo había una persona, un hombre de unos setenta años, entre mi persona y el recepcionista. Llegué a tiempo de oír lo que le decía:

—Son 353 dólares la noche.

Tragué saliva.

—Nos quedamos —dijo el hombre con acento americano—. ¿Es grande?

—¿Cómo dice?

—Si la habitación es grande.

El recepcionista se quedó cortado.

—Pues no sabría decirle la dimensión exacta. Es de tamaño normal.

—¿Qué quiere decir «tamaño normal»?

—Es una habitación amplia, señor. ¿Preferiría verla antes?

—No. Quiero inscribirme —dijo el hombre con sequedad, como si el recepcionista lo estuviera retrasando innecesariamente—. Queremos ver la roca.

—Muy bien, señor.

Mientras se inscribía, hizo un millón de preguntas adicionales. ¿Dónde estaba la roca exactamente? ¿Cuánto se tardaba en llegar? ¿Había bar en el hotel? ¿Dónde estaba? ¿A qué hora se servía la cena? ¿Se veía la roca desde el comedor? ¿Valía la pena ver la roca desde el comedor? ¿Dónde estaba la piscina? ¿Pasando qué puertas? ¿Qué puertas? Y el ascensor ¿dónde estaba? ¿Dónde?

Miré el reloj sintiéndome desdichado. Eran casi las dos y todavía no teníamos habitaciones. El tiempo corría con rapidez.

—¿Está bien, la roca? —decía el hombre en lo que podía pasar por un intento de frivolizar.

—¿Disculpe, señor?

—La roca. ¿Vale la pena venir hasta aquí?

—Bueno, en lo que a rocas se refiere, se puede decir que es de primera clase.

—Sí, pues más vale que sí —dijo el hombre siniestramente.

Entonces llegó su esposa y para mi desesperación empezó a hacer preguntas. ¿Había peluquería? ¿Hasta qué hora estaba abierta? ¿Dónde podían echar las postales? ¿Aceptaban cheques de viaje en la tienda de regalos? Tenían cheques de viaje en dólares americanos; ¿tendrían problemas? ¿Cuántos sellos había que poner para Estados Unidos? ¿Había plancha y tabla de planchar en la habitación? ¿Dónde había dicho que estaba la tienda de regalos? Y mi cerebro ¿qué? ¿Lo había visto alguien en alguna parte? Es del tamaño de una nuez y no se ha utilizado nunca.

Finalmente se marcharon y el recepcionista me atendió. Con expresión de pesar, me informó que el caballero que estaba delante de mí se había quedado la última habitación.

—Puede que haya sitio en el albergue juvenil —dijo, y esperó un momento a que asumiera tan desagradable propuesta para luego decir—. ¿Quiere que lo compruebe?

—Sí, gracias —murmuré.

Consultó en el ordenador y me miró con la cara lúgubre requerida.

—No, también está lleno. Lo siento.

Le di las gracias y salí. Allan estaba apoyado en el coche con expresión esperanzada, que desapareció cuando vio la mía. Le expliqué la situación. Se quedó destrozado.

—¿No podremos bañarnos? —dijo.

Lo negué.

—¿No habrá vino en la terraza? ¿Ni atardecer en la roca? ¿Ni habitación elegante con almohadas blandas? ¿Ni albornoces suaves y un bien surtido minibar?

—Los albornoces nunca son de nuestra talla, de todos modos, Allan.

—No tiene nada que ver —me miró a los ojos—. Y en lugar de eso iremos…

—De vuelta a Alice Springs.

Apartó la mirada hacia el mundo exterior mientras se tomaba tiempo para digerir la idea.

—Bien —dijo, por fin—, más vale que vayamos a ver si la maldita roca merece un trayecto de 1.000 km.

Lo merecía.

La gracia de Ayers Rock es que cuando finalmente llegas allí ya estás un poco harto de ella. Incluso cuando estás a 1.500 km de distancia, no pasa día en Australia que no la veas cuatro o cinco veces —en postales, en pósters de las agencias de viajes, en la cubierta de los libros de fotos— y cuanto más te acercas a la roca, la frecuencia con que la ves aumenta. O sea que eres consciente, cuando llegas a la entrada del parque y pagas la ambiciosa tarifa de entrada de 15 dólares por cabeza y sigues el camino que te conduce a ella, de que has recorrido un trayecto de 2.000 km para mirar un objeto grande, inerte y en forma de piedra que ya has visto retratado mil veces. En consecuencia, tu estado de ánimo cuando te acercas al famoso monolito es moderado, falto de expectativas o incluso pesimista.

Y entonces lo ves y te quedas atónito.

En medio de una memorable e imponente aridez se alza un promontorio de una nobleza y majestuosidad excepcionales, de 350 m de altura, 2,5 km de largo, 9 km de circunferencia, menos rojizo de lo que te habían hecho creer las fotografías, pero en cualquier otro sentido mucho más seductor de lo que te imaginabas. Lo he comentado desde entonces con mucha gente, y han estado de acuerdo en que se habían acercado a Uluru con una cierta fatiga, pero se habían emocionado de una forma que no eran capaces de expresar. No es que Uluru sea más grande de lo que te esperabas o más perfectamente formado ni diferente a la idea que tenías preconcebida, sino todo lo contrario. Es exactamente lo que te esperabas. Conoces esa roca. La conoces de una forma que no tiene nada que ver con los calendarios y las cubiertas de los libros. Tu conocimiento de la roca está basado en algo mucho más elemental.

De una forma curiosa que no puedes comprender ni expresar, te sientes unido a ella con una familiaridad que no te resulta familiar. En algún lugar profundo de tu ser, un fragmento largo tiempo dormido de memoria ancestral, algún cabo perdido de ADN se ha agitado o removido. Es un movimiento demasiado débil para ser entendido o interpretado, pero estás seguro de que esa gran, imponente e hipnótica presencia tiene una relevancia vital para la especie —y además en una especie de estado larvario y que tu visita es algo más que una casualidad.

No digo que sea así exactamente. Sólo estoy diciendo lo que se siente. Otro pensamiento que te asalta —al menos a mí— es que Uluru no es simplemente un monolito espléndido y poderoso, sino un monolito muy especial. Es muy posible que sea el objeto natural más reconocible de la Tierra. No estoy insinuando nada, pero si un viajante intergaláctico entrara en nuestro sistema solar, la dirección que daría para que lo rescataran sería: «Dirigíos al tercer planeta y sobrevoladlo hasta que veáis una gran roca roja. No tiene pérdida». Si algún día encontramos enterrada una nave espacial de 150.000 años de la Galaxia Zog, la encontraremos ahí. No digo que vaya a suceder; nada de eso. Sólo estoy señalando que, si buscara una antigua nave espacial, empezaría a excavar allí.

Allan, observé, parecía igual de afectado.

—Es raro, ¿verdad? —dijo.

—¿Qué es raro?

—No lo sé. Verlo. No sé explicarlo, me hace sentir raro.

Asentí. En efecto, se siente uno raro. Dejando a un lado esta impresión inicial de reconocimiento indefinible, también está el hecho de que Uluru es, lo mires por donde lo mires, impresionante. No puedes dejar de mirarlo; no quieres dejar de mirarlo. A medida que te acercas se hace más interesante. Es más accidentado de lo que habías imaginado y tiene una forma más irregular. Tiene más curvas, entrantes y salientes en forma de ola, más caracteres de toda clase de los que son evidentes a cien metros de distancia. Podrías pasarte mucho tiempo —posiblemente un tiempo preocupante; posiblemente el tiempo de vender tu casa e instalarte aquí con una tienda— mirando la roca, contemplándola desde distintos ángulos sin cansarte. Te puedes ver con el pelo plateado recogido en una cola, descalzo y ataviado con algo llamativo y ancho, conversando con algún turista más joven que tú y diciéndole: «Y lo mejor es que cada día es diferente, ¿comprendes? No es la misma roca dos veces seguidas. Te lo juro, chico… —y aquí es cuando concretas—. Es imponente. Es algo imponente. Oye, ¿por casualidad tienes algo de hierba o unas monedas?».

Paramos en varios lugares a echar un vistazo, incluido el sitio por donde puedes subir. Se tarda bastantes horas y mucho esfuerzo, lo que rápidamente lo eliminó como posibilidad, y además la ruta estaba cerrada aquella tarde. Se ha desmayado y muerto tanta gente en la roca que la cierran a los excursionistas cuando hace demasiado calor, como aquel día. Incluso cuando no hace tanto calor, mucha gente sufre accidentes porque hace tonterías o porque se equivoca de camino. El día antes, precisamente, tuvieron que rescatar a un canadiense que se había encaramado a un saliente del que no podía subir ni bajar. Desde 1985, la propiedad de la roca ha vuelto a manos de los aborígenes de la zona, los Pitjantjatjara y los Yankunyjatjara, a los que desagrada profundamente que los turistas (a los que llaman «minga», u hormigas) trepen allí. Personalmente, no puedo culparlos. Para ellos es un lugar sagrado. Francamente, creo que tendría que serlo para todo el mundo.

Nos detuvimos en el puesto de información a tomar un café y a ver la exposición, relacionada con la Era del Sueño: la concepción tradicional de los aborígenes sobre cómo se formó y cómo evoluciona la tierra. No había nada instructivo en un sentido histórico o geológico, lo que era decepcionante porque sentía curiosidad por saber qué significa Uluru. ¿Cómo llega la roca más grande que existe a una llanura vacía? Resulta (lo busqué en un libro más tarde) que Uluru es lo que se conoce en geología como un monadnock: una masa de roca resistente a la erosión que queda en pie en un lugar donde todo lo demás se ha desgastado. Los monadnocks no son del todo raros —las Devils Marbles son una serie de monadnocks en miniatura—, pero en ningún otro sitio de la tierra ha sobrevivido una roca con un esplendor tan aislado y espectacular o que haya adquirido una simetría tan uniforme y agradable. Tiene cien millones de años. No os lo perdáis.

Después fuimos a dar una última vuelta a la roca antes de volver a la solitaria carretera. Habíamos estado allí apenas dos horas, un tiempo insuficiente, pero me di cuenta, al darme la vuelta en el asiento para ver cómo Uluru empequeñecía en la distancia, que nunca habría tenido bastante, y este pensamiento me consoló un poco.

Además, volveré. No tengo ninguna duda. Y la próxima vez traeré un buen detector de metales.

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