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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Viajes

En las antípodas (31 page)

BOOK: En las antípodas
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Es extraño que el número de nativos asesinados no fuera mayor. En el primer siglo y medio de ocupación británica, el número de aborígenes asesinados intencionadamente por blancos (incluidos en defensa propia, en batallas y en otras circunstancias más o menos justificables) se calcula como de unos veinte mil: una cifra angustiosa, sin duda, pero no llega ni al diez por ciento de los que murieron por enfermedad.

Eso no quiere decir que la violencia no fuera habitual o no estuviera extendida. Porque lo estaba. Y con este telón de fondo, en junio de 1838 salió una docena de hombres a caballo de la granja de un tal Henry Dangar en busca de los que habían robado o dispersado cabezas de ganado. En Myall Creek encontraron un campamento de aborígenes que los colonos blancos de la zona conocían y a quienes se tenía por pacíficos e inofensivos. Casi con seguridad no tenían que ver con el ganado desaparecido. Sin embargo, lo atacantes los ataron a todos juntos formando una masa —28 hombres, mujeres y niños—, los arrastraron por tierra unas horas sin rumbo fijo y acabaron sin más asesinándolos despiadadamente con rifles y espadas.

Normalmente, todo habría quedado ahí. Pero en 1838 el país evolucionaba. Australia se estaba convirtiendo en una sociedad cada día más urbanizada, y los residentes de las poblaciones empezaron a expresar repulsión por las matanzas de gente inocente. Edward Smith Hall, un periodista de Sydney que seguía una campaña política, se enteró de la historia y se dedicó a clamar justicia y venganza. El gobernador George Gipps ordenó que se detuviera y juzgara a los responsables. Cuando los arrestaron, dos de los acusados aseguraron, con evidente sinceridad, que no sabían que matar aborígenes fuera ilegal.

Después de recusar claramente las pruebas del juicio, un jurado tardó sólo quince minutos en absolver a los acusados. Pero Hall, Gipps y los demás no se dieron por vencidos y se consiguió un segundo juicio. Esta vez se declaró culpables a siete de los hombres y se les ahorcó. Era la primera vez que se ejecutaba un blanco por el asesinato de un aborigen.

Las ejecuciones de Myall Creek no acabaron con las matanzas de aborígenes, sino que las disimularon. Las muertes continuaron esporádicamente en el siglo siguiente. La última fue en 1928 cerca del actual Alice Springs, cuando Fred Brooks un cazador blanco de dingos, fue asesinado en circunstancias poco claras y la policía montada persiguió y mató al menos a diecisiete y quizás hasta setenta aborígenes como venganza. (En esta ocasión un juez declaró que la policía había actuado legalmente.) Pero el caso de Myall Creek fue sin duda un momento decisivo en la historia australiana. Aunque se suele mencionar el lugar en los textos de historia actuales, no he encontrado a nadie que haya estado allí o sepa siquiera dónde está, y, por las descripciones que he leído, los autores se han servido fielmente de fuentes históricas. Quería echar un vistazo.

Cuesta un poco de encontrar. A la mañana siguiente hice 96 km por la Pacific Highway desde Macksville hasta Grafton; después me adentré hacia el interior por una carretera solitaria ascendente y crucé la Gran Cordillera Divisoria. Cuatro horas después, en una comarca de ovejas, cálida y deshabitada, llegué a Delungra —una estación de servicio y un par de casas con grandes vistas sobre llanuras sin arbolado— y desde allí bajé por una carretera secundaria que seguía un curso retorcido, a veces inexistente, hasta el pueblo de Bingara, a 40 km hacia el sur. Unos tres kilómetros antes de Bingara, llegué a un pequeño puente de aspecto desvencijado sobre un riachuelo medio seco. Un pequeño rótulo anunciaba que era Myall Creek. Dejé el coche a la sombra de un eucalipto de río y salí a echar un vistazo. No había monumento ni placa histórica. Nada indicaba que allí, o en la inmediata vecindad, tuviera lugar uno de los sucesos más infames de la historia australiana. A un lado del puente había un área de descanso abandonada con par de mesas de pícnic rotas y cascos de botella aplastados en la hierba achaparrada. A media distancia, bajo el sol, quizás a un kilómetro y medio, había una gran hacienda rodeada de campos de cultivo de inusitado verdor. En la otra dirección, y mucho más cerca, una pista desdibujada llevaba a un edificio blanco. Fui hacia allí a ver lo que era. Un rótulo decía que era el Myall Creek Memorial Hall. No era un gran monumento para una matanza tan horrible, pero algo es algo. En una pared del edificio vi una pintada pero aquello no tenía nada que ver con la matanza; era un recuerdo a los muertos en las dos guerras mundiales.

Cubrí los tres últimos kilómetros que faltaban para llegar a Bingara (1.363 habitantes), un pueblo caluroso y lánguido con una adormecida calle mayor. Parecía uno de esos lugares que han conocido la prosperidad, pero ahora los escaparates estaban vacíos u ocupados por empresas gubernamentales: un dispensario, un centro de asesoramiento de empleo, un centro de información y turismo, una comisaría, algo llamado «Centro de descanso para mayores». Un viejo y absurdo cine seguía anunciándose como Roxy, pero estaba claro que llevaba años cerrado. En el centro de información y turismo me recibió una mujer de mediana edad de aspecto agradable que se puso en pie de un salto ante la visión de un cliente. Le pregunté si tenían alguna información de la masacre, y me miró cabizbaja.

—Lo siento, pero no sé mucho de eso —dijo.

—No me diga —contesté, sorprendido.

Aquello estaba lleno de folletos y libros.

—Bueno, fue hace mucho tiempo. Creo que los niños lo estudian en la escuela, pero los visitantes no preguntan por ello muy a menudo.

—¿Cuán a menudo? Por curiosidad.

—Oh —dijo ella, y se puso una mano en la barbilla como si se tratara de una pregunta realmente difícil. Se giró hacia una colega que salía de una habitación trasera—. Mary, ¿cuándo fue la última vez que alguien preguntó por Myall Creek?

—Oh —dijo la colega, igual de perpleja—. No sabría decirlo, a ver, espera, hace dos meses más o menos vino un hombre a preguntar. Ahora me acuerdo. Tenía barba de chivo. Se parecía un poco a Rolf Harris. No recuerdo si vino alguien más.

—Casi todos los visitantes quieren ir a fosilizar —explicó la primera señora.

Fosilizar es buscar minerales preciosos.

—¿Qué encuentran? —pregunté.

—Oh, de todo: oro, diamantes, zafiros. Esto era una gran zona minera.

—Pero ¿de la masacre no tienen nada?

—Lo siento —parecía genuinamente apenada—. Pero sé quién puede informarle: Paulette Smith del
Advocate
.

—Es el periódico del pueblo —añadió la colega.

—Lo sabe todo de la masacre. Hizo una tesis o algo así en la universidad.

—Paulette es la única que puede ayudarle.

Les di las gracias y salí a buscar el
Advocate
. Bingara era un pueblo interesante. Era pequeño, parecía medio muerto y estaba situado en una carretera que no llevaba a ninguna parte, pero no sólo tenía información y turismo sino también un periódico propio. En la oficina del
Advocate
me dijeron que Paulette había salido y que volviera al cabo de una hora. Un poco despistado, me metí en una cafetería y pedí un bocadillo y un café, y los estaba consumiendo distraídamente cuando una mujer pelirroja, que rondaba los cuarenta años, jadeando, se sentó en un asiento frente al mío.

—Me han dicho que me buscaba —dijo.

—Las noticias vuelan —dije sonriendo.

Ella sonrió irónicamente.

—Es un pueblo pequeño.

Paulette Smith era una mujer rotunda, pero tenía una sonrisa fugaz que desarmaba, porque aparecía en los momentos más inesperados, como un anuncio a medias, y después desaparecía absorbida por la intensidad que ponía en lo que me contaba.

—No nos enseñaban nada de la masacre cuando éramos pequeños —dijo—. Sabíamos que había ocurrido, eso sí, que hace muchos años asesinaron a unos aborígenes junto al río y que ahorcaron a unos blancos por ello. Pero nada más. En la escuela no nos hablaban de ello. Tampoco nos llevaban allí de excursión ni nada de eso.

La sonrisa llegó y se marchó.

—¿La gente lo comentaba?

—No. Nunca.

Le pregunté exactamente dónde había sucedido.

—No lo sabe nadie. En los alrededores de la estación de Myall Creek. (Estación en este contexto significa una granja o rancho.) Ahora es propiedad privada y no les gustan los intrusos.

—¿O sea que nunca se ha hecho una exploración arqueológica o algo? ¿No vienen especialistas a estudiarlo?

—No, no despierta ese tipo de interés. De todos modos, no creo que supieran dónde buscar. Es una propiedad enorme.

—¿Y no hay ningún monumento ni nada?

—Oh, no.

—¿No es raro que no lo haya?

—No.

—¿Pero no sería normal que el gobierno pusiera algo?

Se lo pensó un momento.

—Mire, tiene que comprender que no hubo nada especial en Myall Creek. Mataban a aborígenes en todas partes. Tres meses antes de la masacre de Myall mataron a 200 aborígenes en Waterloo Creek, cerca de Moore —Moore estaba a unos noventa y cinco kilómetros hacia el oeste—. Y no juzgaban a nadie por ello. Ni siquiera lo planteaban.

—No lo sabía.

Asintió.

—No tenía por qué saberlo. Casi nadie ha oído hablar de esto. La diferencia en Myall Creek es que los blancos fueron castigados. Lo cual no impidió que siguieran matando aborígenes. Se hacía de forma más discreta. Ya no se jactaban de ello en el pub —otra sonrisa vacilante—. Bien pensado, es irónico. Lo de Myall Creek no es famoso por los indígenas sino por los blancos. Bueno, pero uno no podría moverse en este país si todos los muertos tuvieran un monumento.

Miró soñadoramente un momento mi libreta de notas, y después dijo con brusquedad.

—Tengo que volver al trabajo —me miró con expresión de disculpa—. Siento no haber podido ayudarle más.

—Me ha ayudado mucho —dije, y se me ocurrió otra pregunta.

—¿Hay aborígenes por aquí ahora?

—Oh, no. Hace tiempo que se fueron.

Pagué mi almuerzo y volví al coche. Al salir del pueblo, paré junto al puente y me aventuré por un camino maltrecho que llevaba a la propiedad. Pero no había nada que ver. La hierba era alta y me daban miedo las serpientes que pudiera haber. Volví al coche y deshice el camino por la polvorienta llanura hacia las lejanas lomas azules de la Gran Cordillera Divisoria.

Y puse rumbo a Surfers Paradise, de nuevo en la Pacific Coast Highway y otros 150 km al norte. Surfers Paradise está en la frontera de Queensland y me moría de ganas por poner el pie en aquel estado tan interesante y extraño. En un país en que los estados son al mismo tiempo escasos e inmensos, llegar a uno distinto es un acontecimiento. No iba a ir tan lejos sin cruzar al menos el límite.

Si hojeas algún libro sobre Australia, prácticamente todos, como mínimo en los últimos cuarenta años, tienen alguna anécdota que ilustra que los habitantes de Queensland son diferentes a los demás. En
Paradojas australianas
, Jeanne McKenzie relata la historia en los años cincuenta de un huésped americano en un hotel rural de Queensland a quien se ofreció una cena de carne fría y patatas en una bandeja. Él miró aquello con callada desaprobación un momento, y tímidamente preguntó si podían traerle una ensalada con que acompañarla.

«La camarera —dice la señora McKenzie— lo miró atónita y desdeñosa y, dirigiéndose al resto de los demás huéspedes, observó: “Este imbécil se cree que es Navidad”.»

Otra que he leído dos veces: un turista (francés en una versión e inglés en otra) está en un hotel de Queensland durante la estación lluviosa característica del norte de Australia. El huésped se queda perplejo al llegar a su habitación y descubrir que tiene un palmo de agua. Cuando informa de ello en recepción, el dueño lo mira con disgusto e irritación y dice: «Pero la cama está seca, ¿no?».

Todas estas historias poseen rasgos comunes. Generalmente tienen lugar en los años cincuenta. Generalmente tratan de un huésped extranjero en un hotel rural. Generalmente se presentan como verídicas. Y los de Queensland siempre se presentan como un poco bordes. La mayor parte insinúan que en Queensland están locos, y las pruebas apuntan en esa dirección. Durante casi dos décadas el estado estuvo gobernado por Joh Bjelke-Peterson, un excéntrico gobernador del estado, de derechas, que durante una época pensó seriamente en la posibilidad de hacer volar parte de la Gran Barrera de Arrecifes con pequeñas bombas atómicas para crear canales de navegación. Últimamente el estado había ganado notoriedad por el escaño de una diputada llamada Pauline Hanson, propietaria de una tienda de patatas y pescado frito, que fundó un partido de derechas antiinmigración denominado Una Nación, y gozó de un período de asombroso éxito hasta que a sus más ardientes seguidores les quedó claro que la señora Hanson era, por decirlo de alguna manera, más bien imprevisible. Escribió un libro donde insinuaba que los aborígenes practicaban el canibalismo, y elaboró un vídeo curiosamente paranoico que empezaba: «Ciudadanos australianos, si me estáis viendo ahora significa que he sido asesinada». Su escaño era por el suburbio de Oxley de Brisbane, lo que inspiró a algún genio a llamarla imbécil Oxley. En resumen, Queensland tiene fama de ser un lugar diferente. Me moría de ganas de llegar.

En 1933, Elston, Queensland, era un pueblucho de mar remoto e intrascendente, con una playa excelente, algunas casitas enclenques, un hotel popular pero ligeramente disoluto y un par de tiendas. Entonces los notables del pueblo tuvieron una gran idea. Se dieron cuenta de que nadie haría centenares de kilómetros para visitar un lugar llamado Elston (y, más exactamente, que nadie hacía centenares de kilómetros para visitar un lugar llamado Elston), y decidieron rebautizarlo con un nombre más moderno basado en un concepto más nuevo y optimista. Echaron un vistazo y su mirada recayó sobre el hotel Surfers Paradise. El nombre sonaba bien. Decidieron probarlo a ver qué pasaba. La ciudad no se ha arrepentido nunca.

Hoy Surfers Paradise es famoso, mientras que los pueblos turísticos vecinos —Broadbeach, Currumbin, Tugun, Kirra, Bilinga— no los conoce nadie que no sea de Queensland. Pero no importa, porque se han fundido en una única franja extensa que mide unos cuarenta y cinco kilómetros desde la frontera entre Queensland y Nueva Gales del Sur a Brisbane. El conjunto se denomina Gold Coast. Es la Florida australiana.

La ves mucho antes de llegar —torres relucientes de cristal y cemento se elevan junto al mar serpenteando por la línea costera hacia un punto distante que se desvanece en la bruma. Cuando Jeanne MacKenzie pasó por aquí en 1959, no existía toda esta ostentación. Surfers Paradise todavía era un lugar discreto, de poca altura y anticuado. En 1962 construyó su primer edificio alto. Un año o dos más tarde, otro. Al final de los sesenta, media docena de edificios de diez o doce pisos se alzaban estrambóticamente y un poco avergonzados en el frente marítimo. Después, a principios de los setenta estalló un frenesí constructor. Donde sólo había solares de arena con una casita de playa, hoy hay hoteles de un esplendor a lo Trump, bloques de apartamentos con terrazas, un casino con cúpula, parques acuáticos, parques temáticos, pistas de minigolf, centros comerciales y todo lo necesario. Casi todo, te dicen en tono confidencial, se construyó y se pagó con dinero de dudosa procedencia. Los foráneos dicen que la Gold Coast está plagada de elementos indeseables: barones de la droga australiana, gánsteres japoneses y chulos horteras de las triadas de Hong Kong. Aquí uno no puede, o eso te quieren hacer creer, darle por detrás a un Mercedes y ponerse a discutir.

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