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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Viajes

En las antípodas (27 page)

BOOK: En las antípodas
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No da como para una leyenda, me parece a mí, pero en su país natal Kelly está muy bien considerado. Sidney Nolan, uno de los artistas más apreciados de Australia, realizó una serie de pinturas dedicadas a la vida de Kelly, y abundan los libros sobre el tema. Incluso los historiadores serios le otorgan una importancia que a un forastero le parece curiosamente desproporcionada. Manning Clark, por ejemplo, en su historia de Australia, dedica sólo un párrafo al diseño y la fundación de Canberra, ventila la federación en dos páginas, pero dedica nueve páginas enteras a la vida y milagros de Ned Kelly. También gasta con Kelly su prosa más florida e incoherente que es considerable, creedme; Manning Clark es un extraordinario estilista —un hombre que no llamaría nunca «luna» a «la luna» pudiéndola llamar «orbe lunar»—, pero con Kelly se sumió en inspiradas y elevadas alusiones, así como en reflexiones cósmicas de una singular impenetrabilidad. A continuación cito un pequeño fragmento de su descripción de la fatídica salida de Kelly del recinto la noche del tiroteo:

En la media luz que precede a la aparición del disco rojo [es decir, el sol] en el horizonte oriental […] una figura alta, envuelta en una armadura, salió de las neblinas del aire helado […]. Unos pensaron que era un loco o un fantasma; otros que era el Demonio, el ambiente estaba impregnado por igual, fueran amigos o enemigos, de un «pavor supersticioso».

Personalmente —y no es más que una presunción— creo que Manning Clark tomaba demasiada codeína. La siguiente es otra de sus jugosas creaciones, un pequeño fragmento de un pasaje más largo donde habla del legado de Kelly:

Vivió como un hombre que se había enfrentado a la tranquilidad burguesa con toda la furia de un frenesí dionisíaco y magnífico, un hombre que había hecho caer de sus asientos a los poderosos y marchar a los ricos con las manos vacías. Vivió como un hombre que había luchado contra la policía según la vieja tradición del penal […] y denunció la brutal barbarie de los que enmascaraban su sadismo contra la gente corriente con la panoplia de la ley.

Yo diría que este discurso delata una toma de 2.800 mg.

Hoy en día, Glenrowan es un pueblo de una calle con un par de pubs, unas pocas casas diseminadas y una breve hilera de empresas dedicadas a extraer algo de dinero de la leyenda de Kelly. En ese día caluroso de verano habría unos doce visitantes en el pueblo, incluidos Alan, Carmel y yo. El establecimiento comercial más grande, un lugar llamado Ned Kelly’s Last Stand, estaba cubierto de inscripciones pintadas con un estilo semiprofesional. «Esto no es para llorones» decía una, para animar. Otra añadía: «Es una tontería que después de pasarte diez o veinte minutos sacando fotos, pateándote la calle arriba y abajo y comprando recuerdos, tengas la audacia de decir a tus amigos: “No vayáis a Glenrowan, porque no hay nada que ver”. Seamos sinceros, los visitantes de Glenrowan ya no notarían ni que les caía el vertedero municipal encima […]».

La impresión que uno extraía tras un estudio más detallado era que el Ned Kelly’s Last Stand contenía algún espectáculo de animación por ordenador. Alan, Carmel y yo nos miramos encantados y decidimos que aquello era para nosotros. Dentro había un hombre muy amable ante la caja registradora. Nos quedamos un poco cortados al ver que la entrada costaba 15 dólares por cabeza.

—¿Será bueno? —dijo Howe.

—Señor —dijo el hombre con la mayor sinceridad— ahí adentro es Disneylandia.

Compramos las entradas y pasamos a una sala casi a oscuras donde iba a empezar el espectáculo. El espacio estaba diseñado a la manera de un viejo
saloon
. En medio había bancos para el público. Delante de nosotros, en aquella oscuridad, sólo distinguíamos la forma de los muebles y unos maniquíes sentados. A los pocos minutos, la poca luz que había se apagó, nos sobresaltaron con unos disparos y empezó la función.

Bueno, llamadme llorón, que me caiga un vertedero encima, pero puedo decir sinceramente que pocas veces he visto algo tan maravillosa, deliciosa y terriblemente malo como el Ned Kelly’s Last Stand. Era tan malo que valía la pena pagar. Valía más de lo que habíamos pagado. Estuvimos treinta y cinco minutos pasando por una serie de salas donde veíamos maniquíes caseros, con una sonrisa congelada y una fregona por pelo, recreando varias escenas del famoso tiroteo de Kelly de una forma azarosa, delirante e incoherente. De vez en cuando uno de ellos giraba su rígida cabeza o levantaba el brazo y disparaba una pistola, aunque no necesariamente en sincronía con la narración. Mientras tanto, en todas las salas tenían lugar mucho otros sucesos mecánicos: sillas que caían, puertas que se abrían y cerraban misteriosamente, hombres que tocaban el piano, una figura de un chico en un trapecio (¿por qué no?) que se balanceaba entre las vigas del techo. ¿Sabéis esas casetas de feria donde disparas con un rifle a una serie de blancos para que se abra una puerta o caiga un pollo relleno de cosas? Pues esto me lo recordaba, pero era mucho peor. La narración, o lo que se podía oír de ella con todos aquellos ruidos no tenía ni pies ni cabeza.

Cuando por fin nos vimos libres bajo el sol, estábamos tan encantados que dudamos si volver a entrar, pero 45 dólares es mucho dinero, al fin y al cabo, y nos temíamos que, con la repetición, aquella locura empezara a cobrar sentido. Así que nos fuimos a ver el Ned Kelly gigante de fibra de vidrio que había delante de una de las tiendas de recuerdos. No era tan grande ni intimidante como la Gran Langosta, y el viento no le movía los testículos, pero era un buen ejemplo en su género. Después dimos una vuelta por un par de tiendas, compramos unas postales y volvimos al coche a continuar aquel día de aventura.

Se trataba de ver el famoso Kelly Tree en un remoto lugar llamado Stringybark Creek. Había que recorrer un largo trayecto por un valle extraño y fantasmal de granjas abandonadas o semiabandonadas, medio quemadas y enterradas bajo zarzales, después cruzar un bosque tropical denso y verde, y finalmente por unas arboledas llenas de
Eucaliptus obliqua
apretujados. Australia tiene unas setecientas variedades de eucaliptos con nombres muy bonitos y expresivos —
kakadu woollybutt
,
bastard tallow-wood
,
gympie messmate
,
candlebark
,
ghost gum
— pero el
Eucaliptus obliqua
era el primero que podía identificar a primera vista. La corteza se va desprendiendo en largas tiras, y cuelga de las ramas en borlas fibrosas o cae en espirales que se amontonan en el suelo, y según parece quema muy bien. Eran unos árboles preciosos: altos y rectos, y crecían excepcionalmente cerca unos de otros. Al cabo de unos kilómetros de bosque llegamos a una zona de aparcamiento junto a un rótulo que anunciaba el Kelly Tree. Éramos los únicos visitantes; me daba la impresión de que éramos los únicos desde hacía años. El bosque estaba fresco y silencioso, y con aquellas ristras de corteza colgante tenía un aire singular, espectral y desapacible. Se llegaba al Kelly Tree por un camino del bosque, y se distinguía de los demás por la solidez de su tronco y una placa de metal con la forma del famoso casco de Kelly.

—¿Y qué es el Kelly Tree exactamente? —pregunté.

—Bueno —dijo Alan con cara de sabihondo—, la banda de Kelly se iba haciendo famosa y la policía empezó a buscarlos con más ahínco, de manera que tenían que esconderse cada vez en lugares más lejanos y remotos.

—¿Como aquí?

Asintió.

—No se puede estar más solo.

Dedicamos un momento a estudiar nuestro entorno. Debido a la proximidad con que crecían los
Eucaliptus obliqua
entre ellos casi no había espacio para echarse o pasear, y el aire tenía algo de malsano y de podredumbre orgánica. Era el bosque menos bucólico que he visto en mi vida. Incluso la luz parecía rancia.

—Kelly y su banda estuvieron escondidos aquí tres años, pero en 1878 los siguieron cuatro policías. Kelly y sus hombres redujeron y desarmaron a los policías. Mataron a tres de ellos de forma lenta y horrible.

—¿Horrible por qué? —pregunté, siempre pendiente de lo que fuera morboso.

—Les dispararon en las pelotas y dejaron que se desangraran. Para aumentar su dolor y la indignidad.

—¿Y el cuarto policía?

—Se escapó. Se escondió toda la noche en una madriguera de uombat y al día siguiente volvió a la civilización y dio la alarma. El asesinato de aquellos tres hombres provocó el tiroteo de Glenrowan, como nos ha descrito memorablemente la maravilla robótica del Ned Kelly’s Last Stand.

—Y ¿cómo sabes tanto del tema?

Me miró con cierta desilusión.

—Porque sé mucho de muchas cosas, Bryson.

—Pero no tienes ni idea de sombreros —dijo Carmel alegremente.

Él la miró y decidió que su comentario no merecía respuesta; después se dirigió a mí.

—Ahora a Powers Lookout —anunció decidido, y se fue dando firmes zancadas hacia el coche.

—¿Cuántos monumentos más de Kelly vamos a ver? —grité, intentando no traslucir demasiada angustia mientras le seguía por el bosque.

No pretendo ser irrespetuoso con el bandido más querido de Australia, ni mostrar decepción por el Kelly Tree —muy al contrario— pero parecía que estuviéramos a horas de distancia de cualquier sitio y nos acercábamos a ese momento del día en que uno empieza a pensar en las posibilidades sociables de la comida y la bebida.

—Sólo uno más que está camino de casa y no te pesará, luego tomaremos una cerveza.

Cumplió su promesa. Powers Lookout era fabuloso. Una plataforma de roca colgante en lo alto del cielo. Se llama así por Harry Powers, otro
bushranger
legendario que a veces compartía aquella vista con Kelly y su banda. Diligentes obreros habían construido una escalera de madera sobre las rocas escarpadas, convirtiéndolo en una sencilla ascensión, aunque ligeramente agotadora, desde el cuerpo principal del risco al saliente rocoso que era la atalaya. La vista era sensacional: a unos trescientos metros sobre la extensión de King Valley, un apacible y ordenado reino de granjas pequeñas y blancas haciendas. Más allá, en un aire de impecable claridad, se alzaban olas de montañas bajas que culminaban en la grupa distintiva de Mount Buffalo, a unos cincuenta kilómetros de distancia.

—Si esto estuviera en Virginia o Vermont —reflexioné— habría montones de personas por aquí, incluso a esta hora, puestos de souvenirs, un cine Imax y un parque temático.

Howe asintió.

—Lo mismo que en las Blue Mountains. Es lo que te decía. Este rincón de Victoria es como un gran secreto. No lo pongas en tu libro.

—Ya lo creo que no —contesté sinceramente.

—Y espera a ver lo que te enseñaré mañana. Es aún mejor.

—No es posible —dije.

—Sí, lo es. Es aún mejor.

Lo que nos tenía preparado al día siguiente era un lugar llamado Parque Nacional Alpino, y era aún mejor, efectivamente. Ocupa 6.475 km
2
de Victoria oriental, es elevado, majestuoso, fresco y verde. Si hay alguna parte de Australia totalmente diferente a las imágenes estereotipadas de suelo rojo y sol abrasador, es ésta. Incluso se puede esquiar en invierno. Alpino es quizás un término demasiado ambicioso. Aquí no encontraremos escarpadas Matterhorns. Los Alpes australianos tienen un perfil más suave, como los Apalaches de Estados Unidos o las Cairngorms escocesas. Pero alcanzan alturas francamente respetables: Kosciuszko, la más alta, tiene unos dos mil cien metros.

Howe, a través de uno de sus contactos, se había procurado un amable y útil vigilante, Ron Riley, que había aceptado enseñarnos su aireado dominio. Ron era un hombre alegre con una pulcra barba gris, y con la planta esbelta y la mirada aguda de quienes viven al aire libre. Nos encontramos en el pueblecito de Mount Beauty, y allí en uno de los vehículos todoterreno del parque subimos por el camino largo y tortuoso de Mount Bogong, la cima más alta de Victoria, de 1.977 m. Le pregunté si Mount Bogong llevaba su nombre por las famosas mariposas bogong que aparecen en inmensas y revoloteantes multitudes cada primavera y durante uno o dos días parecen estar por todas partes. Con las regordetas larvas de las acacias y las largas y viscosas lombrices de manglar, son los manjares de la dieta aborigen más veces citados por los cronistas, evidentemente por lo poco apetitosos que resultan para el paladar occidental. Las bogongs se asan en cenizas calientes y se comen enteras, o eso he leído.

Ron afirmó que era de ahí de donde procedía el nombre.

—¿Y los aborígenes se las comen?

—Oh, sí, bueno, al menos tradicionalmente. Una larva bogong tiene un ochenta por ciento de grasa y ellos no comían mucha, así que era como una golosina. Venían aquí desde lejos.

—¿La ha probado alguna vez?

—Una.

—¿Y?

—Con una tuve bastante —dijo sonriendo.

—¿A qué sabía?

Pensó antes de contestar:

—A larva.

Sonreí.

—He leído que tiene un sabor mantecoso.

Pensó otra vez en ello.

—No. Sabe a larva.

Subimos por una carretera escarpada y serpenteante que pasaba entre densas arboledas de un árbol alto y hermoso. Ron me dijo que eran fresnos de montaña.

Puse una cara adecuadamente apreciativa.

—No sabía que tuvieran fresnos.

—No tenemos. Son eucaliptos.

Volví a mirar, sorprendido. Todo en él —su tronco esbelto, su altura, su aspecto lustroso— estaba reñido con los eucaliptos esqueléticos asociados a las tierras bajas. Era cierto que el eucalipto había llenado los nichos ecológicos de Australia. Nunca ha existido un árbol más variado.

—El árbol más alto del mundo después de la secuoya californiana —añadió Ron señalando con un gesto a los fresnos, lo que me obligó a poner otra cara apreciativa.

—¿Qué altura alcanzan?

—Noventa metros. La media es de 60 m. Noventa metros es la altura de un edificio de 25 pisos. Son árboles grandes.

—¿Sufren muchos incendios?

Ron asintió gravemente.

—A veces. Perdimos 500.000 hectáreas en esta parte de la Gran Cordillera Divisoria en 1985.

—Dios santo —dije, aunque la cifra no significaba mucho para mí. Después lo miré en un libro y descubrí que 500.000 hectáreas es el equivalente a la zona que cubren los parques nacionales de Yosemite, Grand Teton, Zion y Redwood en Estados Unidos. En otras palabras, era un desastre natural a una escala inconcebible en otro lugar. (También miré en el
New York Times Index
para ver si se había hablado de ello: nada.) Pero aunque no fuera capaz de concebir lo que eran 500.000 hectáreas, sabía que era mucho, así que añadí educadamente—. Debió de ser terrible.

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