Así fue como una semana, cuando yo tenía unos nueve años, fuimos a ver
Tres vidas errantes
, una epopeya en tecnicolor con Robert Mitchum y Deborah Kerr que interpretaban a una encantadora pareja, alegre e indomable, que se abría camino en el
bush
australiano. Era una película memorable en muchos sentidos, para empezar por el entrañable espectáculo de Robert Mitchum hablando con acento australiano y por el simple hecho de que estuviera ambientada en Australia, lo cual ya la convierte en única en la historia de Hollywood. Casi cuarenta años después ya no me acuerdo de muchos detalles de la película, aparte de que Mitchum y Kerr se pasan todo el rato que están despiertos recogiendo ejércitos de ovejas y batallando contra alguno de los desconcertantes peligros de esos parajes: incendios de maleza, tormentas de polvo, sequías, plagas de langosta y peleas en el pub, sobre todo. Era evidente el calor que hacía en Australia: Mitchum nunca hablaba antes de quitarse el polvoriento sombrero y pasarse la mano por la frente. Como ya a los nueve años mis planes futuros eran pasarme la vida conduciendo un descapotable por Europa con Jean Seberg, relegué mi interés por Australia y no pensé en ello hasta treinta años después.
En consecuencia, cuando fui por primera vez a Australia para asistir al Festival de Escritores de Melbourne en 1992, me quedé pasmado al descubrir que efectivamente existía. Estaba en la Collins Street de Melbourne, tan recién llegado que aún olía (posiblemente brillaba) al insecticida con que habían rociado el avión los ayudantes de vuelo antes de aterrizar, contemplando los ruidosos tranvías y el remolino de humanidad, y pensando: «Mira por dónde, pero si es un país de verdad». Fue como si hubiera descubierto vida en otro planeta, o un universo paralelo donde la vida era al mismo tiempo muy parecida pero totalmente diferente.
No os puedo describir lo emocionado que estaba. Las expectativas que había acumulado sobre Australia en todo aquel tiempo me habían hecho pensar en ella como en una especie de sur de California; un lugar donde siempre brilla el sol y con la alegre frivolidad de los lugares de playa, pero con un ligero toque británico, algo así como
Los vigilantes de la playa
jugando al cricket pensaba yo. Pero no tenía nada que ver. Melbourne tenía un ambiente ordenado y elegante más parecido a Europa que a Norteamérica, y llovía (llovió toda la semana), lo que me resultó muy chocante porque no me lo esperaba.
Es más, y ahora llegamos al quid de la cuestión, me gustó enseguida, sin matices ni dudas, de una forma que tampoco esperaba. Tenía algo que armonizaba con mi forma de ser. Supongo que también contribuyó que hubiera pasado la mitad de mi vida en Estados Unidos y la otra mitad en Gran Bretaña, porque Australia era una fusión muy agradable de los dos. Tenía una informalidad y una viveza —una falta de reserva, una facilidad de trato con los forasteros— que me sonaba totalmente americana, pero en un marco británico. Por su optimismo e informalidad, los australianos podrían pasar a primera vista por americanos, pero conducen por la izquierda, beben té, juegan al cricket, adornan los espacios públicos con estatuas de la reina Victoria y visten a sus hijos con esos uniformes que sólo los británicos son capaces de llevar sin desaliento evidente. Me sentía muy a gusto.
Enseguida me di cuenta, y en cierta forma me gustó, de lo poco que sabía de aquel lugar. No conocía sus periódicos, ni sus universidades, playas, barrios; no conocía su historia ni sus gestas, no era capaz de distinguir a un policía de un cartero. No sabía ni pedir un café. Tenías que especificar un tamaño (largo o corto), un color (blanco o negro) e incluso un ángulo de orientación respecto a la perpendicular (llano o no), y se podía añadir un montón de permutaciones: «negro largo», «negro corto», incluso «negro largo corto». Después de muchas horas de divertida experimentación descubrí que mi favorito era el «blanco llano». Fue un momento de suprema felicidad.
Como mis obligaciones en el festival eran prácticamente nulas —un par de presentaciones al público y un poco de charla después— tenía tiempo para deambular por la ciudad, y es lo que hice con entusiasmo y dedicación, escuchando las conversaciones, sentándome en las barras de los cafés con los periódicos de la mañana y media docena de bebidas (todavía estaba en fase experimental), devorándolo todo, leyendo etiquetas y vallas publicitarias y los rótulos de los escaparates, haciendo preguntas a los desconocidos: «Perdone, ¿qué es un Jacky Howe? ¿Qué son
norks
? ¿Qué es un Hills Hoist?»
[*]
.
Me encantó —todavía me encanta— el acento australiano, el ritmo y la cadencia, la forma directa, sencilla y seca de ver la vida. En la recepción ofrecida durante la presentación de un premio menor —el East Gippsland Young Farmers First Novel Award
[*]
o algo por el estilo—, a la que asistí porque me ilusionó que me invitaran y porque había un refrigerio después, estaba yo con dos mujeres publicistas de mi editorial cuando entró una mujer notablemente dotada de
norks
.
—Mira, si es Bruce Dazzling —observó una de ellas, y después, con una especie de calculado desprecio añadió—. Ésta sería capaz de ir hasta la «apertura», de un sobre.
Alguien me contó la siguiente anécdota de un amigo inglés. Fue en un vuelo a Australia; una de las azafatas le dio una toalla caliente, como vio que estaba fría se lo dijo a la azafata; no por quejarse sino porque pensó que había sido un error. Ella lo miró y, sonriendo dulcemente, con el mínimo sarcasmo, dijo: «Bueno, ¿por qué no se sienta encima? Así la calentará». Cuando me lo contaron pensé que me gustaría este país. Y ya lo creo que me gusta.
Como el primer sitio que conocí fue Melbourne, creé un lazo sentimental con la ciudad. Todavía me emociono cuando llego a Melbourne —no es una emoción muy popular, pero es lo que siento— y mientras pasaba en coche ante los resplandecientes rascacielos del distrito central tenía la sensación de llegar a casa. Ahí estaba el primer hotel australiano donde había estado, allá la primera cafetería a la que había entrado, allí el famoso Estadio de Cricket de Melbourne, donde pasé tres horas felizmente alucinado con un partido de fútbol con reglas australianas y cené mi primer (y último) pastel veinticuatro («hecho con auténticos mirlos», me aseguraron tan felices). No sé si tiene mucho sentido, pero éste era mi hogar en Australia.
La mayor parte de la gente (y cuando digo «la mayor parte de la gente» me estoy refiriendo a mí, cuando llegué por primera vez) no se da cuenta de que durante mucho tiempo Melbourne fue la ciudad más importante de Australia. Aunque Sydney hace un siglo que es ligeramente mayor (la población de Melbourne es de 3,5 millones y la de Sydney de cuatro), Melbourne fue hasta hace relativamente poco el centro de todo, especialmente en lo que se refiere a las finanzas y la cultura. Sydney solía compensarlo inventando chistes crueles, pero casi siempre buenos, sobre la supuesta falta de animación en Melbourne, como el de:
«¿Tiene hijos?»
«Sí, dos vivos y uno en Melbourne.»
Hoy en día Sydney hace chistes sobre Melbourne y le roba los proyectos, lo que a Melbourne le cuesta un poco de encajar. Nada ilustra mejor el cambio en la posición relativa de las dos ciudades que la celebración de los Juegos Olímpicos de 1956 en Melbourne y la del 2000 en Sydney. Lo mismo pasa con todo. En 1956 Melbourne era la sede de 50 de las empresas más importantes de Australia y Sydney de 37. Hoy la proporción se ha invertido. Hace una generación, las empresas internacionales elegían Melbourne como sede en Australia; hoy día más de dos tercios optan por Sydney. Pero mucho más mortificante para una ciudad con el dinamismo cultural de los programas de televisión diurnos, por poner un ejemplo, es que Melbourne ha tenido que ver cómo Sydney se apropiaba de su preeminencia cultural: en edición, moda, cine y televisión, y en el teatro. Antes iba a ver a mis editores australianos a Melbourne. Ahora, a Sydney.
Dicho esto, y una vez te has deshecho de la ventaja visual de la que se beneficia Sydney gracias a su puerto, es muy poco lo que diferencia a ambas ciudades en cuanto a calidad de vida u oferta cultural. Mucho menos separa a Melbourne de Sydney que a Los Ángeles de Nueva York o a Birmingham de Londres.
Puede que Melbourne no tenga un Harbour Bridge ni un Opera House como Sydney, pero tiene algo no menos singular: los giros a la derecha más estrambóticos del mundo. Si estás conduciendo por el centro de Melbourne y quieres girar cruzando el tráfico en dirección contraria, no te colocas en el carril del centro, sino junto a la acera —lo más lejos posible de donde quieres ir— y te quedas ahí un período de tiempo indeterminado (en mi caso hasta que clubs y restaurantes han cerrado y se han ido todos a dormir), hasta que te toca girar frenéticamente antes de que el semáforo cambie. Hay que hacerlo para no entorpecer el camino a los tranvías —la otra especialidad de Melbourne—, que van por el centro y no se pueden permitir que los coches les bloqueen el paso. Es terriblemente confuso; no sólo para los visitantes extranjeros, también para los australianos, e incluso (sospecho) para los habitantes de Melbourne.
Pero lo que distingue a los ciudadanos de Melbourne es su amor por el fútbol con reglas australianas, un deporte con poca afición en Sydney o Nueva Gales del Sur, donde la pasión es el rugby. Es curioso que en Melbourne no se cuenten chistes de Sydney. Cuentan chistes de sus amados hinchas.
A saber:
Un hombre que llega a Melbourne para la Gran Final se sorprende al ver que el asiento de al lado está vacío. Las entradas para la Gran Final hace semanas que se vendieron y no hay localidades. Por eso, pregunta al hombre que está al otro lado del asiento vacío: «Perdone, ¿sabe por qué no hay nadie en este asiento?».
«Era de mi esposa —responde el otro, melancólico—, pero desgraciadamente ha muerto.»
«Oh, cuanto lo siento. Es terrible.»
«Sí, no se perdía un partido.»
«¿Y no podría haber aprovechado la entrada un amigo o un pariente?»
«Oh, no. Están todos en el funeral.»
Iba a visitar a un viejo amigo llamado Alan Howe, que fue quien me introdujo en las pasmosas peculiaridades de las reglas australianas. Lo conocí hace veinte años cuando yo trabajaba como editor adjunto en el departamento de economía de
The Times
en Londres y él era un novato con cara de niño. Yo ya llevaba allí unos meses cuando llegó él y le dieron un asiento a mi lado en la mesa de los adjuntos. Tampoco es que fuera tan joven entonces, pero era como si llevara un uniforme de explorador. Así que lo tomé bajo mi protección como compañero de las colonias y le enseñé lo que sabía. Fueron tres cosas: que la aseguradora Lloyd’s llevaba apóstrofe pero el Lloyds Bank, no; que la empresa Río Tinto-Zinc llevaba un guión muy curioso y que el bar estaba en el sótano. En aquel entonces no hacía falta más para trabajar en el departamento de economía.
Aprendía rápido y nos aventajó a todos. Un día en que discutíamos un colega y yo si el «p/g» de «ratio p/g» significaba «parar de gastar» o «príncipe de Gales», Howe dijo que era la abreviatura de «ratio precio/ganancia, una medida establecida para un valor percibido neto que se obtiene dividiendo su valor actual por las ganancias por acción en los anteriores doce meses». Entonces supe que aquel muchacho llegaría lejos. Hay que decir que no nos ha defraudado. Después de un distinguido período en
The Times
volvió a Australia, donde se convirtió en una estrella ascendente del firmamento de Murdoch, asumiendo a principios de 1990 el cargo de editor del
Sunday Herald-Sun
, publicación que todavía preside. Cuando pienso en él sentado en
The Times
con su pañuelo y su camisa azul, mi viejo corazón se hincha de orgullo.
Él y su esposa —Carmel Egan, una mujer simpática y tranquila—, viven en South Melbourne, en una encantadora casa antigua que había sido una carnicería. Llegué tarde debido a un pequeño experimento que realicé si querer y que consistía en comprobar si es posible encontrar una dirección de Melbourne utilizando un plano de calles de Perth, pero al fin la encontré. Me recibió Carmel.
—Howe ha salido —dijo, haciéndome pasar—. Ha ido a correr un poco.
—¿A correr?
Intenté no parecer demasiado asombrado, pero en el tiempo que hacía que lo conocía, la idea que tenía Howe del ejercicio físico era la de beber de pie. Además, era una de esas personas inquietas y llenas de energía que son incapaces constitucionalmente de acumular grasa. Necesitaba correr tanto como yo aumentar los gastos de universidad de mis hijos.
—Es por su corazón —añadió ella.
La miré fijamente.
—¿Tiene problemas de corazón?
—No, claro que no —se rió—. Pero acaba de descubrir que lo tiene.
Lo entendí enseguida. Howe ha sido siempre un hipocondríaco. Durante años se ha ido moviendo de un órgano a otro, seguro de que alguno le hará un día una mala pasada dolorosa y cara. Se pasa horas por los rincones palpándose bultos misteriosos y readaptando su modo de vida a causa de ellos.
Carmel y yo nos sentamos a tomar una taza de té, y le conté anécdotas de su esposo en aquellos lejanos días de Londres antes de que ella lo conociera: cómo le enseñé a usar el jabón y ponerse calcetines a juego, y que le ayudé a encontrar el tratamiento para las gónadas. En ese momento llegó el susodicho a la casa, acalorado en extremo, sin aliento y sudado.
—Eh, hola —consiguió articular lo que parecían ser sus últimas palabras.
—¿Te encuentras bien?
—Nunca me había sentido mejor.
—¿Por qué corres? —dije.
—El corazón, tío.
—Pero si no te pasa nada.
—Exactamente —dijo la mar de orgulloso—. ¿Y sabes por qué? Porque me lo cuido.
Asintió intencionadamente y, como si a mí no se me hubiera ocurrido, echó una discreta mirada a mi corpachón.
Para cenar fuimos caminando a un restaurante del barrio, donde lo pasamos muy bien comentando montones de cosas: amigos comunes, trabajo, donde había estado hasta entonces y adónde iba, lo que se habla con amigos a los que no ves a menudo. En cierto momento, Howe mencionó como si nada que recientemente había estado practicando el
boogie boarding
en Byron Bay, en Nueva Gales del Sur, cuando se topó con un tiburón.
—¿De verdad? —dije, impresionado.
Asintió.