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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Viajes

En las antípodas (25 page)

BOOK: En las antípodas
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—Era bastante grande, además, de unos tres metros, diría yo.

—¿A qué distancia estaba?

—Cerca. Podría haberlo tocado.

—¿Y tú qué hiciste?

—Una retirada estratégica. ¿Tú qué crees?

—¿No tenías miedo?

Puso una cara de repentino entusiasmo, como si hubiera puesto el dedo en la llaga.

—Sí —dijo—, algo de eso tuve.

—¿Algo?

—Sí —repitió incondicionalmente, como si estar algo asustado fuera el máximo que uno se podía permitir en Australia, y debe de ser así.

Aquello provocó cariñosas rememoraciones de otras experiencias mortales con animales, de las que Australia cuenta con abundancia: un encuentro con un cocodrilo en Queensland, las serpientes venenosas que estuvo a punto de pisar, cuando se despertó y se encontró una viuda australiana haciendo rappel por un hilo a dos palmos de su cara. Los australianos son muy injustos en este sentido. Se pasan la mitad de cualquier conversación insistiendo en que los peligros del país se han exagerado mucho y que no hay que preocuparse, y la otra mitad contándote que hace seis meses su tío Bob iba en coche a Mudgee cuando una serpiente tigre salió del salpicadero y le mordió en la ingle; pero bueno, ya lo han desconectado de la respiración artificial y se puede comunicar parpadeando con los ojos.

Yo, claro, era todo oídos.

—¿Y la historia del cocodrilo cuál era? —pregunté ansiosamente.

Howe sonrió con algo de timidez.

—Pues que, Carmel y yo estábamos de vacaciones en Queensland, en un lugar llamado Port Douglas, y pensamos —vio que ella estaba a punto de corregirlo— y pensé que sería divertido alquilar una barca y salir a pescar.

—En un estuario infestado de cocodrilos —añadió Carmel. Se dirigió a mí—. Alan no quiso alquilar una barca grande con guía, o sea que nos llevamos una pequeña nosotros solos. Era una barca pequeña.

Le permitió que continuara.

—Cogimos la barquita —siguió él, con un asentimiento magnánimo en dirección a ella— con motor fuera borda, y nos dispusimos a cruzar el estuario, que estaba lleno de barcas, pero entonces descubrí una calita y pensé: «Venga, vamos por allí». Bueno, la calita resultó que era un río, muy bonito. Subimos por el río y era una preciosidad, la quinta esencia del paraíso tropical: ancho y verde, con la selva alrededor, aves de colores volando entre los árboles. Ya te lo puedes imaginar. Y lo mejor de todo, no se veía a nadie. Lo teníamos para nosotros solos. Buscamos un lugar agradable, paré el motor, y estábamos allí sentados con los sedales en el agua la mar de relajados cuando Carmel señaló una especie de retazo fangoso en la orilla, y nos dimos cuenta de que era una rampa de inmersión de cocodrilos. No podía ser otra cosa. Después notamos que había varios lugares iguales en la orilla. Empezamos a comprender que fuera la razón de que no hubiera nadie allí arriba, que estaba infestado de cocodrilos. Y cuando llegábamos a esta significativa conclusión oímos algo que salpicaba el agua, algo pesado que cae al agua, y después una línea incierta en la corriente que se mueve hacia nosotros.

—Uau —dije.

—Exactamente lo que pensé yo, Bryson.

Sonrió.

—¿Y qué hicisteis?

—Pues, como soy buen marino, tiré del motor para salir de allí. Pero el motor no se ponía en marcha. No sé porqué no arrancaba.

—Yo estaba sentada en la popa mirando la línea que se acercaba —intervino Carmel— y le decía: «Alan, el cocodrilo se acerca. Viene hacia aquí. Vámonos de aquí. ¿Nos vamos o qué?».

—Y yo tirando de la cuerda, y tira que te tira, y el motor sólo hacía
putt putt putt pffft
. Y el cocodrilo seguía acercándose. Milagrosamente, el motor arranca y nos movemos. Pero estamos encarados en mala dirección, en dirección contraria a la que queremos ir, tenemos que seguir río arriba, así que hay que girar. Bueno, después de muchos líos, de golpes contra la orilla y de discutir entre nosotros cariñosamente sobre la muerte rápida y que todo es culpa mía, conseguimos dar la vuelta. El problema es que para salir de allí teníamos que ir hacia donde estaba el cocodrilo.

—¿Dónde estaba el cocodrilo entonces?

—Ni idea. No se lo veía por ningún lugar. Debía de estar por ahí, pero no sabíamos dónde. Podía estar junto al bote. El agua estaba tan embarrada que no se veía ni un centímetro hacia el fondo. Pero los cocodrilos van a por los botes.

—Sobre todo los botes pequeños —dijo Carmel, sonriéndole.

Alan sonrió feliz.

—Pongo el motor al máximo —siguió— y el bote va tirando a un kilómetro por hora más o menos que es todo lo que da de sí, lo admito, un bote pequeño y barato. Tenemos que cruzar medio kilómetro de territorio de cocodrilos a velocidad de pulga y todo el rato que estamos allí sentados lo pasamos esperando sentir un golpe contra el casco y la barca que vuelca. Fue un poco enervante.

—¿Sabías —dije— que un motor fuera borda le suena a un cocodrilo muy parecido al rugido territorial de otro cocodrilo? Por eso van a por los botes pequeños.

Me miraron con asombro. No es habitual que un extranjero deje a los australianos con la boca abierta, pero yo acababa de leer el libro, al fin y al cabo.

—Me alegro de no haberlo sabido en Port Douglas —dijo Carmel.

Se estremeció.

—Pero veo que lograsteis poneros a salvo —dije.

Alan asintió encantado.

—Bajamos por el río, cruzamos el estuario y salimos del bote. Saltamos de él antes que tocara el muelle —me miró con una sonrisa encantada y expectante—. ¿Cuánto rato crees que usamos el bote? Lo habíamos alquilado para medio día, tenlo en cuenta.

No me lo imaginaba.

Howe se inclinó hacia mí, sin dejar de sonreír.

—Veintinueve minutos —dijo rebosante de orgullo—. El chico nos dijo que era un récord.

—Espléndido —dije.

—Un éxito de la familia Howe —añadió, y lo decía en serio.

Howe tenía que trabajar en el periódico al día siguiente, pero Carmel se ofreció a llevarme de paseo. A última hora de la mañana siguiente fuimos a la ciudad a devolver mi coche de alquiler, hacer algunas compras y echar un vistazo. Bajábamos por Chapel Street buscando un lugar para aparcar, y Carmel me estaba contando cosas de su trabajo —es la corresponsal en Melbourne de News International— cuando se interrumpió de golpe y dijo muy animada: «Mira, es Jim Cairns». Señaló a un hombrecito que cruzaba la calle delante de nosotros cargado con una silla y una mesa plegable. Parecía algo maltratado por el tiempo pero nada más.

—Fue vicepresidente del gobierno de Whitlam —me informó. La miré para ver si me estaba tomando el pelo, pero ella sonreía con sinceridad—. Vende su autobiografía en aquel mercado.

Me indicó un lugar cubierto donde uno iría a comprar verduras.

La miré.

—¿Vende libros, su propio libro, con una mesa plegable?

Ella sonrió, reconociendo alegremente que aquello pudiera parecerle peculiar a un forastero.

—Es una manera de ganar dinero extra —añadió.

Era un hombre, no sé si os hacéis cargo, que hacía poco ostentaba el segundo cargo del país, el equivalente en Estados Unidos a encontrarse a Walter Mondale sentado ante una mesa plegable en un centro comercial de Minneapolis vendiendo posavasos de la Casa Blanca y otros recuerdos.

—¿Lo hace habitualmente?

—Es una institución. ¿Quieres conocerle?

—Ya lo creo.

Buscamos un lugar para aparcar, pero cuando llegamos al mercado ya se había marchado. Sin duda cuando lo habíamos visto volvía a casa.

—Supongo que se aburre —dijo Carmel cariñosamente—. Hace tiempo que vende el libro.

Asentí y reflexioné, como ya era habitual, sobre lo raro, humilde y distante que es Australia.

Queríamos ir al Museo de la Inmigración, pero en nuestra ruta se cruzó el nuevo Crown Casino, una casa de juego que la gente de Melbourne odia porque es de pacotilla y tienta a los tontos a perder sus ahorros, o lo adora porque a veces se gana dinero.

—¿Quieres verlo? —preguntó Carmel.

Dudé, había satisfecho mi curiosidad sobre el juego en el club de los Penrith Panthers de Sydney en mi primer viaje, pero ella dijo con insólita seguridad:

—Te interesará.

Y entramos.

Tenía toda la razón. Era un lugar asombroso, enorme —dejaba chiquito incluso al club de Penrith— y rebosaba ornamentación. En un atrio exterior elevado se desarrollaba un frenético espectáculo de láser con música sintética a tope y montones de humo (sería para resaltar los rayos danzarines), pero no lo miraba nadie. Lo interesante era el casino de atrás, no menos extravagante e interminable. El que hizo el contrato de las alfombras del Crown Casino no habrá tenido que volver a trabajar en su vida. Tardamos veinte minutos en cruzar la sala de punta a punta. Lo más sorprendente era lo lleno que estaba y lo intenso que era todo. Aún no era la hora de almorzar y habría unos dos mil jugadores esperando turno. No había un rincón o una máquina fuera de servicio. No había visto nada tan grande aparte de Las Vegas, y en Las Vegas muchas personas van a curiosear o a pasar el rato. La gente estaba absorta. En una mesa de ruleta vi a un hombre que distribuía unas veinte fichas por el tapete, las perdía todas, metía mano en la cartera y sacaba 50 dólares para comprar más. Después de un rato —porque la Australia urbana es un lugar tan multicultural que no notas estas cosas— advertí que él y una abrumadora proporción de clientes eran chinos. No sé si era debido a su vestimenta, pero parecía un camarero o un cocinero; pero no alguien que pudiera permitirse perder miles de dólares en una sesión. Se lo comenté a Carmel y ella asintió.

—Son jugadores espectaculares —cuchicheó y sonrió tristemente—. Es un gran negocio. Por aquí pasan cada año mil millones de dólares. Victoria obtiene el 15 % de sus ingresos del juego.

Lo pensé un momento. Aquello serían centenares de millones de dólares.

—¿Cuántos casinos hay en el estado? —pregunté.

—Sólo éste —dijo ella.

El Museo de la Inmigración, justo sobre el río Yarra, situado en un majestuoso y viejo edificio que había sido de Aduanas, ofrecía un contraste tranquilo y más razonable. Había abierto hacía poco y todavía relucía. Howe había insistido mucho en que lo visitara porque como pilar de la comunidad había sido uno de los impulsores de su fundación. Como la experiencia de la inmigración es la historia de lo Australia moderna, era en definitiva un museo de historia social y el mejor que había visto.

En una cavernosa sala central en forma de transatlántico había una exposición en la que te introducías con cabinas y otros simulacros que evocaban la vida a bordo de los inmigrantes en diferentes períodos. Me conmovió particularmente la época de 1950. Me crié a más de mil kilómetros del mar y añoraba la gran época de los trasatlánticos de pasajeros. Siempre me había dominado un deseo romántico de realizar un viaje oceánico. Me llenaron de ternura los detalles más triviales de la vida a bordo, estudié una carta de hacía cuarenta años como si hubiera tenido que elegir entre costillita de cordero y ternera asada, e imaginé mis libros y mis utensilios de aseo en el estante junto a la litera. Pensé si para el baile de la tarde me pondría mi camisa de gala u otra con un motivo de orquídeas salvajes de Hawai.

Me puse a pensar —nunca se me había ocurrido reflexionar sobre ello cuánto tiempo y dinero representaba un viaje a Australia en aquella época. Hasta principios de 1950, un billete de ida y vuelta de Australia a Inglaterra costaba tanto como una casa de tres dormitorios en un barrio de las afueras de Melbourne o Sydney. Qantas introdujo los Super Constellations de la Lockheed en 1954, y los precios empezaron a bajar, pero al final de la década ir a Europa en avión seguía costando más que un coche nuevo. Tampoco es que fuera un servicio veloz o cómodo. Los Super Constellations tardaban tres días en llegar a Londres y no tenían potencia ni alcance para esquivar las tormentas. Cuando encontraban monzones o ciclones, los pilotos no tenían más remedio que poner la señal de abrocharse el cinturón y empezar a botar. Incluso en condiciones normales volaban a una altura que garantizaba una turbulencia constante. (Qantas lo llamaba, sin intención de ironizar, la Ruta del Canguro.) Era, según el criterio actual, una mala experiencia.

Así que para casi todos los inmigrantes de los años cincuenta, un viaje a Australia significaba un crucero marítimo de cinco semanas. Incluso ahora, que te ves obligado a encerrarte en una lata con alas un día entero para llegar allí, Australia parece muy lejos. Pero cuán infinitamente remoto debió de parecer en la cubierta de un barco viendo alejarse el continente y midiendo la distancia de 12.000 millas de estela marina. Estudié las caras de gente sonriente echada en tumbonas o paseando por las aireadas cubiertas. Eran las mismas expresiones que había visto en el Surfers Paradise de Adelaida. Aquella gente también era feliz, estaba pletórica. Iban a un país afortunado. Les esperaba una vida de abundante sol y buenos empleos, buenos hogares, buenas perspectivas y batidoras eléctricas. Se iban de vacaciones para siempre.

Fue una época muy interesante para Australia. Fueron millones los extranjeros que se hicieron australianos en los años cincuenta, y, curiosamente, también antes. Acababa de enterarme de que en 1949 no existía la ciudadanía australiana. Las personas nacidas en Australia no eran australianas en sentido estricto sino británicas, tan británicas como si fueran de Cornualles o Escocia. Juraban fidelidad al rey y al país, y cuando Gran Bretaña entró en guerra fueron a morir sin dudarlo a campos de batalla extranjeros. En la escuela estudiaban historia, geografía y economía británica con tanta normalidad como si vivieran en Liverpool o Manchester. Recuerdo que en una de sus cartas, Catherine Veitch me comentaba lo surrealista que era estar en un aula de Adelaida en los años treinta aprendiendo la altura de las montañas escocesas o las cifras de producción de cebada de Anglia del Este y viendo los exuberantes árboles de
waratah
y las bandadas de cuca burras afuera.

A los australianos no les pasó inadvertido lo absurdo de la situación, ro Gran Bretaña era todo para ellos. Como escribió una vez Alan Moorehead: «Los australianos de mi generación crecimos en un mundo aparte. Hasta que no íbamos al extranjero no habíamos visto nunca un edificio bello, no habíamos oído hablar otra lengua, no habíamos visto una buena representación teatral, saboreado una comida medianamente sofisticada o escuchado una buena orquesta». Lo más curioso era que millones de australianos que no habían salido nunca del país murieron pensando en Inglaterra como en su hogar. En 1957, en la novela de Nevil Shute
On the Beach
, una guerra nuclear deja a Australia como el último lugar habitado de la tierra. El autor ponía este lamento en boca de su heroína australiana: «Iba a ir a casa en marzo. A Londres. Hacía años que lo estaba preparando […] Es tan injusto…». Con «casa» quiere decir un país que no ha visto nunca y que no lo verá.

BOOK: En las antípodas
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