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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Viajes

En las antípodas (28 page)

BOOK: En las antípodas
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Ron asintió de nuevo.

—Sí, fue muy fuerte —dijo.

Pasamos por una zona de fresnos de montaña —otro nicho dominado por el versátil árbol— y emergimos a un mundo soleado de altas y suaves llanuras ondulantes, cubiertas de hierba pálida y plantas esponjosas y alpinas, con extensas vistas de cumbres lejanas. Se veían unos pocos visitantes, la mayor parte con el paso elástico y el equipo del caminante entrenado. Junto a todos los grupos que pasábamos, Ron reducía la marcha, gritaba «Buenos días» y preguntaba si tenían la información que necesitaban. Siempre la tenían, pero era un agradable gesto de hospitalidad.

Pasamos un día maravilloso. A trechos nos parábamos y caminábamos, y el resto circulábamos en coche. El tiempo era estupendo —fresco a aquellas alturas, pero soleado— y Ron, una persona tranquila y de buen carácter. Conocía las hojas, brotes e insectos, y disfrutaba mostrándonos los rincones secretos del parque. Trotamos por senderos descuidados que cruzaban prados y valles y ascendimos saltando sobre caminos de grava perpendiculares a torres de vigilancia ocultas. En todas partes había puntos de interés o vistas memorables. El Parque Nacional Alpino es inmenso. Se extiende por unos 6.460 km
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—el equivalente a 17 islas de Wight— pero aún es más vasto porque está situado junto al borde oriental del aún mayor Parque Nacional de Kosciuszko en las Snowy Mountains, en la frontera de Nueva Gales del Sur. Ron nos señaló Kosciuszko —«Kozzie», la llamó él—, casi a cien kilómetros de distancia, pero no pude verlo ni con prismáticos.

Acabamos el día en la imponente mole denominada Mount McKay, donde había más vistas magníficas: cordilleras y más cordilleras de colinas escarpadas ondulando hacia el horizonte lejano. Ron contempló la vista con la mirada evaluadora del que busca un revelador hilo de humo.

—¿De qué parte es usted responsable? —pregunté.

—Unas cien mil hectáreas —contestó.

—Mucha tierra —dije, pensando en la responsabilidad.

—Sí —respondió, empequeñeciendo los ojos ante la panorámica—. Tengo mucha suerte.

Sin duda se necesitaría algo excepcional para superar lo de Glenrowan, Powers Look y el Parque Nacional Alpino, y francamente no estoy seguro de que muchos otros países lo tengan, pero Howe me aseguró que tenía un último lugar que visitar, algo que no existía más que en un rincón de Victoria. No pude sacarle más que esto. Al día siguiente, para añadir más placer al que ya nos esperaba, fuimos a Lakes Entrance, antiguo pueblecito turístico adormilado en la costa, donde paramos a pasar la noche. Comimos una mariscada y fuimos a dar un paseo. Al día siguiente salimos hacia Melbourne en busca de nuestra misteriosa atracción.

Durante un buen rato condujimos por un país llano, soleado, tranquilo y lleno de cultivos. Yo iba en el asiento de atrás en un estado de tranquila inconsciencia cuando Alan detuvo el coche bruscamente junto a un rótulo enorme que no vi del todo bien y aparcó en un gran aparcamiento casi vacío. Me desperecé en mi asiento y salí parpadeando del coche. Junto a nosotros había un edificio tubular y largo, como una campana, pero de cemento y pintado de blanco.

Miré a Howe interrogativamente.

—La Lombriz Gigante —anunció.

Lo miré lleno de admiración.

—¿Como los famosos gusanos gigantes del suroeste de Gippsland?

—Los mismos. ¿Los conoces?

Hice la risa sorda que la pregunta merecía. Llevaba meses leyendo sobre aquellos gigantes del mundo subterráneo, aunque casi todo en notas al pie u otras referencias de paso. No esperaba encontrar un santuario dedicado a ellos.

Incluso en una tierra de animales extraordinarios, los gusanos gigantes de Gippsland son excepcionales. Se llaman
Megascolides australis
y son las lombrices más grandes del mundo porque llegan a medir tres metros de largo y más de quince centímetros de diámetro. Son tan enormes que las oyes moviéndose por la tierra con el sonido gorgoteante de una tubería en mal estado. Qué tiene este pequeño rincón de Victoria para que evolucionaran gusanos gigantes es una pregunta que la ciencia todavía no ha desvelado, aunque pocas de las mejores mentes del mundo se sienten atraídas por la fisiología y la distribución de las lombrices. Pero, aseguró Howe, todo el conocimiento que tiene el mundo estaba contenido en la estructura tubular que teníamos delante.

Compramos tres entradas y entramos ansiosos a la exposición. En la pared de enfrente había una fotografía en primer plano, tomada a principios del siglo
XX
, con cuatro hombres ridículamente encantados consigo mismos que sostenían una mustia lombriz más gruesa de lo normal, pero descaradamente ambiciosa en cuanto a longitud. La estudié con interés hasta que Carmel me llamó la atención sobre una exposición de gusanos gigantes vivos. Estaban en una gran vitrina de cristal del espesor de un centímetro y llena de tierra, como un terrario de hormigas muy grande colgado de la pared. Según una etiqueta, la vitrina contenía un par de gusanos gigantes. En un par de puntos en que la tierra se había despegado del vidrio se veían uno o dos milímetros de gusano gigante, pero como no se movían ni hacían nada (por lo visto el
Megascolides
es partidario del reposo), la experiencia fue un chasco. Yo esperaba que se besaran en un rincón o que un domador con látigo y silla las hiciera saltar por un aro. Alan y yo intentamos animar a los gusanos golpeando ligeramente el cristal, pero se negaron.

Junto a la vitrina había dos grandes tubos de cristal llenos de formaldehído que contenían un par de gusanos gigantes, los dos con la circunferencia normal de la lombriz pero de metro o metro y medio de largo; no eran exactamente titanes pero eran tan largos que impresionaban. Los gusanos no se conservan especialmente bien y el formaldehído tenía horribles pedacitos de piel de gusano flotando como si alguien hubiera agitado los tubos o, más probablemente (como Alan y yo descubrimos golpeándolos), los hubiera golpeado. Era difícil mirarlos sin sentirte mal.

En la sala contigua pasaban una breve película que contaba lo que se sabía de la lombriz gigante, que es como decir nada. Son solitarias, delicadas, no muy numerosas y pertinazmente poco cooperadoras, y por eso no son fáciles de estudiar, incluso si te apeteciera hacerlo. Como recordaréis de vuestros experimentos infantiles, las lombrices no tienen muchas ganas de salir de sus madrigueras, y si tiras de ellas tienden a encogerse. Bueno, pues imaginaos tirando de una lombriz de tres metros y medio para que salga de la madriguera. Es imposible.

Lo que sí deja claro el Giant Worm Museum, sin ningún lugar a dudas, es que las lombrices gigantes se pueden explotar hasta cierto punto. Reconociéndolo, los propietarios habían añadido otras exposiciones. En otra sala había vitrinas que contenían serpientes vivas, incluido el famoso y temible taipán, la serpiente más mortífera de Australia. Alan y yo insistimos en nuestro experimento de golpear el cristal, y después nos retiramos cuatro metros en un platónico abrazo cuando el taipán nos gruñó (o quizá bostezó), abriendo la boca tanto como para tragarse una cabeza humana, o eso parecía. Decidimos que a partir de entonces nos guardaríamos las manos en los bolsillos y seguimos a Carmel afuera a un recinto que contenía más animales: canguros, emúes, un dingo con cara de tristeza, cacatúas enjauladas, media docena de uombats enrollados y dormidos y un par de koalas, también durmiendo. Era una tarde muy calurosa y sin viento y evidentemente era la hora de la siesta, de modo que las jaulas tenían un aspecto de profunda inmovilidad —hasta las cacatúas dormían— pero los contemplé a todos fascinado, encantado de ver tanta fauna exótica en el mismo sitio. Miré con particular interés los uombats —«un cuadrúpedo rechoncho, grueso, paticorto y bastante inactivo, con la apariencia de tener poca fuerza»—, como lo describió el primer inglés que vio uno en 1788 en palabras que no pueden mejorarse. (El hombre, David Collins, no se lució tanto con el canguro, que escribió como «un pequeño pájaro de hermoso plumaje».) Alan y Carmel miraban con la tolerante ironía con que un americano contemplaría una exposición de mapaches y ardillas, porque casi todos eran animales que veían a menudo en estado natural, pero para mí eran una novedad, incluso el dingo, que al fin y al cabo es un perro. Di dos vueltas completas al recinto, y después, ya satisfecho, les hice una señal, y nos pusimos en marcha otra vez hacia Melbourne.

Fuimos a cenar al Richmond, un restaurante vietnamita en un barrio interior de Melbourne en una calle repleta de restaurantes exóticos, y Alan defendió la tesis, que no podía discutirle, de que Melbourne es una ciudad infinitamente mejor que Sydney para salir a cenar. En el curso de la conversación, Alan preguntó si pensaba ir a la Gran Barrera de Arrecifes, un lugar al que él era especialmente aficionado. Le dije que en esta ocasión no, pero que iría cuando volviera al cabo de unas semanas.

—Ve con cuidado, que no te dejen allí.

Me dirigió una sonrisa poco convincente.

—¿Qué quieres decir?

—Hubo un caso recientemente. Se dejaron a una pareja americana en el arrecife.

—¿Se la dejaron? —dije, confundido pero intrigado.

Howe asintió y comió algo de pasta.

—Sí. No sé cómo la barca volvió al puerto con dos pasajeros menos. Vaya jugada para la gente que olvidaron, ¿no te parece? Estás tan tranquilo, nadando entre el coral y los peces, pasándotelo en grande, y cuando sales descubres que la barca se ha marchado y te han dejado en océano plano.

—¿No podían nadar hasta la costa?

Sonrió con tolerancia ante mi ignorancia.

—La Barrera de Arrecifes está muy lejos, Bryson, estaban a unos cuarenta y cinco kilómetros de tierra. No se puede hacer nadando.

—¿Y no había islas ni nada parecido?

—Donde estaban ellos, no. Estaban muy mar adentro. Al parecer había un par de sitios adonde podían ir nadando: un gran pontón atracado que utiliza la empresa de submarinismo y un atolón de coral, los dos a unos kilómetros. Probablemente se pusieron a nadar hacia ellos. Lo que no sabían es que estaban cruzando un canal de aguas profundas. ¿Y sabes qué hay en los canales de aguas profundas?

—Tiburones —dije.

Asintió ante mi perspicacia.

—Imagínate. Estás a millas de tierra, sin salida. Estás cansado. Nadas hacia un saliente de coral y te cuesta porque la marea sube. La luz disminuye. Y miras a tu alrededor y ves las aletas que te rodean, quizá media docena —me concedió un momento para que evocara la imagen, y después me miró fijamente con cara inexpresiva—. No sé tú, pero yo creo que habría exigido que me devolvieran el dinero.

Se echó a reír.

—¿Nadie volvió a rescatarlos?

—Pasaron dos días antes de que alguien notara su ausencia —dijo Carmel.

La miré maravillado.

—¿Dos días?

—Para entonces ya no estaban.

—¿Devorados por los tiburones?

Se encogió de hombros.

—No se sabe, pero es lo más probable. El caso es que desaparecieron.

—Uau.

Comimos en silencio un momento, y después comenté que siempre que me contaban alguna historia curiosa de Australia había sucedido en Queensland. Mi favorita en aquel momento era la de un alemán, detenido en las afueras de Cairns que había llegado con un visado de turista en 1982, y se había pasado diecisiete años deambulando a pie por los desiertos del norte viviendo exclusivamente de los animales que encontraba muertos en la carretera. También me interesaba mucho la historia de un grupo de inmigrantes ilegales que llegaron de China con una vieja barca de pesca que los dejó en aguas poco profundas a cien metros de la playa de Cairns. Los pillaron cuando uno de sus miembros, con una maleta, chorreando agua por los pantalones y chapoteando a cada paso, se presentó en un quiosco y educadamente preguntó al dueño si podía solicitar una flota de taxis para poder ir todo el grupo a la estación de Cairns. Tenía la sensación de que a diario los periódicos incluían un suceso extraordinario en algún lugar de Queensland.

Alan estaba de acuerdo.

—Todo tiene su porqué.

—¿Cuál?

—En Queensland están como una cabra. Están locos de atar. Te gustará.

Por la mañana, Alan me acompañó al aeropuerto, pero antes pasamos por su oficina. Se fue un momento a revisar la primera página o a hacer lo que hagan los editores y me dejó sentado en su gran mesa jugando con la silla giratoria. Cuando volvió llevaba una carpeta y me la pasó.

—He buscado información sobre la pareja americana que desapareció. Pensé que te podría ser útil.

—Gracias —dije, conmovido.

—Te puede dar alguna idea para que no te abandonen en el arrecife. Sé que eres un poco distraído, Bryson.

En el aeropuerto salió del coche y sacamos la maleta del portaequipajes. Me estrechó la mano:

—Recuerda lo que te he dicho de ir con cuidado en el norte —dijo.

—Están como una cabra —repetí para demostrar que había estado atento.

—Más locos que todo un rebaño.

Sonrió, se metió en el coche, me saludó con la mano y se fue.

Se podría dar el caso, en circunstancias hipotéticas, en que pudiera alegrarte encontrarte al final del día en Macksville, Nueva Gales del Sur; quizá por un aumento del nivel del mar que lo dejara como el único lugar de la tierra no sumergido o una devastadora epidemia de la que sólo esta ciudad hubiera salido indemne. Pero es poco probable que te encuentres en su solitaria calle mayor a las seis y media de una calurosa tarde de verano mirando alrededor con expresión apreciativa y pensando:

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