—Es un problema —dijo, fijando la mirada en el plato.
—En la escuela donde enseñamos —siguió Daphne, dudosa—, los padres aborígenes…, bueno, cobran el subsidio, se lo gastan en bebida y después desaparecen. Y los maestros tienen… bueno, tienen que dar de comer a los niños. De su propio bolsillo. De otro modo los niños no comerían.
—Es un problema —repitió Keith, sin apartar la mirada del plato.
—Pero es una gente encantadora. Cuando no beben.
Y se puede decir que esto puso fin a la conversación.
Después de cenar, Trevor y yo nos aventuramos en el vagón bar. Mientras Trevor iba a la barra a pedir las bebidas, yo me senté en una butaca y contemplé el oscuro paisaje. Era un país de granjeros, vagamente árido. La música de fondo, advertí sin demasiado interés, había pasado de «Las mejores canciones del musical» a «Fiesta en el asilo». «Roll Out the Barrel» terminaba cuando llegamos y fue seguida sin pausa por «Toot Toot Tootsie Goodbye».
—Una selección musical interesante —comenté secamente a la joven pareja sentada ante mí.
—Oh, sí, ¡preciosa! —contestaron los dos con el mismo entusiasmo.
Disimulando un escalofrío, me giré hacia el hombre que estaba a mi lado: una persona mayor con aspecto educado y vestido con traje, lo que era curioso porque todos los demás viajeros llevaban ropa informal. Charlamos un poco de todo. Era un abogado jubilado de Canberra e iba a Perth a visitar a su hijo. Parecía alguien razonable y perspicaz, y entonces le mencioné, en tono confidencial, mi desconcertante conversación con los maestros de Queensland.
—Ah, los aborígenes —dijo, asintiendo solemnemente—. Son un gran problema.
—Eso parece.
—Habría que ahorcarlos a todos.
Lo miré sobresaltado, y vi su expresión al borde de la furia.
—A todos y cada uno —dijo con la mandíbula temblorosa.
Y, sin decir más, se alejó.
Los aborígenes, pensé, era un tema a investigar. Pero por el momento decidí charlar sobre temas más sencillos —el tiempo, el paisaje, las canciones populares— hasta que estuviera mejor informado.
La gracia —por obvia que sea—, de un tren, en comparación con una habitación de hotel, es que el paisaje cambia continuamente. Por la mañana me desperté en un nuevo mundo: suelo rojizo, maleza, cielos inmensos y un horizonte que lo abarcaba todo, roto de vez en cuando por un ocasional esqueleto de eucalipto. Miré con ojos legañosos desde mi estrecho compartimento y vi un par de canguros que botaban a lo lejos, ahuyentados por el paso del tren. Fue un momento emocionante. ¡Ahora sí que estábamos en Australia!
Llegamos a Broken Hill poco después de las ocho y nos apeamos del tren parpadeando. Un calor sin brisa pesaba sobre la tierra —ese calor que te golpea cuando abres la puerta del horno para comprobar el pavo—. En el andén nos esperaba Sonja Stubing, una simpática joven de la Oficina Regional de Turismo que habían mandado a recogernos a la estación para acompañarnos a alquilar un coche con que explorar el
outback
.
—¿A cuántos grados se llega aquí? —pregunté, respirando pesadamente.
—Bueno, el récord es 48.
Reflexioné un minuto.
—¡Eso son 118 °F! —dije.
Ella asintió serenamente.
—Ayer tuvimos 42.
Otro breve cálculo: 107 °F.
—Eso es mucho calor.
Ella asintió.
—Demasiado.
Broken Hill era una pequeña comunidad absolutamente encantadora: limpia, ordenada y alegremente próspera. Por desgracia no era precisamente lo que yo quería. Queríamos un
outback
de verdad: un lugar donde los hombres fueran hombres y las ovejas, asustadizas. Allí había cafeterías y una librería, incluso agencias de viajes con tentadoras ofertas de viajes a Bali y Singapur. Se estaba representando una obra de Noel Coward en el centro cívico. Aquello no era
outback
ni era nada. Aquello era como Guilford con la calefacción a tope.
Las cosas se pusieron mejor cuando fuimos a Alquiler de Vehículos Len Vodic a recoger un todoterreno para hacer una excursión de dos días por la abrasadora estepa. Respondía al nombre de Len un hombre mayor, fuerte, enérgico y simpático, que parecía que hubiera pasado toda su vida al aire libre. Se sentó al volante y nos puso al día con la rapidez y precisión que utilizan algunos para dirigirse a gente inteligente y capaz. El interior presentaba un asombroso despliegue de cuadrantes, palancas, interruptores, indicadores y otros muchos aparatos.
—Veamos, imaginen que se quedan atascados en la arena y necesitan aumentar el diferencial derecho —iba diciendo en una de las interminables ocasiones en que interrumpí su lección—. Mueven esta manilla así, seleccionan un nivel de hiperconducción entre 12 y 27, elevan los alerones y ponen en marcha ambos motores de tracción, pero el de la izquierda no. Esto es muy importante. Y hagan lo que hagan, vigilen los indicadores y no sobrepasen los ciento ocho grados de combustión, o todo explotará y se quedarán encallados.
Salió y nos pasó las llaves.
—Hay 25 litros de gasóleo extra atrás. Tendrían que tener de sobra si se pierden —volvió a mirarnos, con más atención—. Iré a buscar más gasóleo —decidió.
—¿Has entendido algo? —susurré a Terry cuando el hombre se fue.
—Después de lo de poner la llave en el contacto, nada.
Llamé a Len:
—¿Qué pasa si nos quedamos atascados o nos perdemos?
—¡Vaya, que morirán…, por supuesto!
No dijo eso realmente, pero seguro que lo pensaba. Había leído relatos de gente que se había perdido o se había quedado atascada en el
outback
, como el explorador Ernest Giles, que se pasó días deambulando sin agua y medio muerto antes de encontrar por casualidad una cría de ualabí que había caído de la bolsa de su madre. «Me eché encima de ella —contaba en sus memorias—, y me la comí viva, cruda, agonizante; el pelo, la piel, los huesos, el cráneo, todo». Y aquel relato era uno de los más optimistas. Creedme, es mejor no perderse en el
outback
.
Empezaba a sentir el temblor de una premonición, una sensación que no disminuyó cuando Sonja pegó un gritito de placer al ver una araña a nuestros pies y dijo:
—¡Eh, miren, una viuda negra australiana!
Una viuda negra australiana, por si alguien no lo sabe, es la muerte de ocho patas. Mientras Trevor y yo lloriqueábamos intentando subirnos uno en brazos del otro, ella la recogió y nos la mostró en la punta de un dedo.
—No pasa nada —dijo riendo—. Está muerta.
Miramos cautelosamente el pequeño objeto de la punta de su dedo, con una reveladora forma roja de reloj de arena en el brillante dorso. Parecía imposible que algo tan pequeño provocara una agonía instantánea, pero no nos engañemos, un simple picotazo de una maliciosa viuda negra australiana representa a los pocos minutos un «escozor desesperante, un flujo profuso de líquidos corporales y, si no hay atención médica, la muerte segura». O eso cuentan los libros.
—Seguramente no volverán a ver una viuda negra australiana por aquí —nos tranquilizó Sonja—. Las serpientes sí que son un problema.
Esta información fue recibida con dos pares de cejas arqueadas y expresiones que decían:
—Sigue, sigue.
Ella asintió.
—Serpiente parda común, víbora bufadora, serpiente de hocico de cerdo… —no sé cuántas dijo exactamente, pero era una larga lista—. Pero no se preocupen —siguió—. En general, las serpientes no le hacen daño a nadie. Si están entre la maleza y aparece una serpiente, deténganse inmediatamente y dejen que se deslice sobre sus zapatos.
Era el consejo con menos probabilidades de ser seguido que había oído jamás.
Una vez cargado el gasóleo adicional, subimos al coche y, rascando las marchas, sacudiendo el vehículo como un potro y con un animado (aunque no pretendido) saludo de los limpiaparabrisas, nos lanzamos a carretera abierta. Nuestras instrucciones eran conducir hasta Menindee, 110 km al este, donde nos esperaba un tal Steve Garland. La verdad es que el trayecto hasta Menindee fue un chasco. El paisaje temblaba con el calor, era de una belleza imponente y nos gratificó con nuestro primer
willy-willy
, un torbellino de polvo de 30 m de altura que giraba a nuestra izquierda por las inacabables llanuras. Pero aquello fue lo más aventurero que experimentamos. La carretera estaba recién asfaltada y se viajaba relativamente bien. En un momento en que Trevor se paró a tomar fotos, conté cuatro coches que pasaban. En caso de avería, no habríamos tenido que esperar más de unos minutos.
Menindee era una modesta aldea a orillas del río Darling: un par de calles de bungalows quemados por el sol, una estación de servicio, dos tiendas, el Burke and Wills Motel (bautizado por un par de exploradores del siglo
XIX
que acabaron pereciendo inevitablemente en el implacable
outback
) y el famoso Maidens Hotel, donde en 1860 pasaron su última noche en la civilización los mencionados Burke y Wills antes de enfrentarse a su desgraciado destino en el árido desierto del norte.
Nos encontramos con Steve Garland en el motel y, para celebrar nuestra feliz llegada y el reciente descubrimiento de la quinta marcha, cruzamos la calle hasta el Maidens y nos unimos al ruidoso bullicio del local. La larga barra del Maidens estaba llena, de punta a punta, de hombres apergaminados por el sol en pantalones cortos, con camisas manchadas de sudor y sombreros de ala ancha. Fue como introducirse en una película de Paul Hogan. Era más real incluso.
—¿Por dónde lanzan los cuerpos? —pregunté al atento Steve cuando nos sentamos, pensando que Trevor probablemente querría preparar su equipo fotográfico y disparar cuando empezara a salir gente volando.
—Oh, aquí no pasa eso —dijo—. En el
outback
no somos tan salvajes como la gente cree. Desde luego es todo bastante civilizado.
Echó una mirada alrededor con un afecto evidente, y saludó a una pareja de personajes de aspecto polvoriento.
Garland era fotógrafo profesional en Sydney hasta que su compañera, Lisa Menke, fue nombrada directora del Kinchega National Park. Entonces aceptó un empleo en la Oficina de Desarrollo de Turismo Regional. Su territorio cubría 70.000 km
2
, una zona como la mitad de Inglaterra pero con una población de 2.500 habitantes. Su misión era convencer a los reticentes nativos de que habría gente en el mundo dispuesta a gastarse el dinero en pasar las vacaciones en un lugar inmenso, seco, vacío, monótono y aplastantemente caluroso. La otra parte de su misión era encontrar a esa gente.
Entre el despiadado sol y el aislamiento, la gente del
outback
no siempre es la más dotada para la comunicación. Habíamos oído de un tendero que, al ser preguntado por un sonriente visitante de Sydney dónde picaban los peces, miró al hombre con incredulidad largo rato y por fin contestó: «Pues en el río, amigo, ¿dónde va a ser?».
Garland se limitó a sonreír cuando le conté la anécdota, pero admitió un cierto punto de desafío en lograr que los nativos descubrieran las posibilidades del turismo.
Nos preguntó por nuestro viaje.
Le contesté que había esperado que fuera más duro.
—Espere a mañana —dijo.
Tenía razón. Por la mañana salimos en minicaravana, Steve y su compañera Lisa en un coche, Trevor y yo en el otro, hacia White Cliffs, una antigua comunidad minera de ópalos, a 250 km en dirección norte. Un kilómetro después de Menindee terminaba el asfalto y comenzaba una carretera de tierra dura llena de baches, raíces y ondulaciones duras como cemento, tan enervante como conducir por las traviesas de una vía.
Estuvimos horas dando tumbos, levantando enormes nubes de polvo rojizo a nuestro paso, a través de un paisaje resplandecientemente caluroso y vacío, sobre mesetas salpicadas de espinosa maleza y erizada hierba, curiosas matas de pino resinoso y eucaliptos de aspecto abatido. Aquí y allá, junto a la carretera, se veían cadáveres de canguros y algún goanna, una clase más grande y fea de lagarto monitor, tomando el sol. Dios sabe cómo puede sobrevivir un ser vivo con ese calor y semejante aridez. Hay lechos de río en esa zona que no han visto el agua desde hace quince años.
El supremo vacío de Australia, la mortificante inutilidad de tal masa de tierra, fue algo que a los pioneros europeos les costó asumir. Alguno de los primeros exploradores estaba tan convencido de que encontrarían grandes sistemas fluviales, o incluso un mar interior, que llevó barcas consigo. Thomas Mitchell, que exploró inmensos tramos de la parte occidental de Nueva Gales del Sur y del norte de Victoria en la década de 1830, arrastró dos esquifes de madera a lo largo de más de cinco mil kilómetros de estepa árida sin poder mojarlos, pero se negó hasta el final a abandonarlos. «Aunque los barcos y su carga han sido un gran estorbo —escribió con un cierto optimismo después de su tercera expedición— no se me habría ocurrido abandonar unos trastos tan útiles para un grupo de exploradores».
Leyendo relatos de incursiones previas, está claro que los primeros exploradores eran ridículamente ajenos a su especialidad. En 1802, en una de las primeras expediciones, el teniente Francis Barralier describió una temperatura de 28 ºC como «sofocante». Podemos suponer razonablemente que acababa de llegar al país. Durante días, sus hombres intentaron cazar canguros sin éxito hasta que se les ocurrió que podían atrapar a los animales más eficazmente si se despojaban de sus brillantes chaquetas rojas. Al cabo de siete semanas, recorrieron 210 km, un promedio de cuatro kilómetros al día.
Expedición tras expedición, los cabecillas, parece que de modo intencionado, casi cómico, eran incapaces de aprovisionarse con sensatez. En 1817, John Oxley, el supervisor general, condujo una expedición de cinco meses a explorar los ríos Lachlan y Macquarie, y se llevó sólo 100 balas de munición —menos de un disparo al día—, algún caballo y clavos de repuesto. La incompetencia de los primeros exploradores fue un tema de permanente fascinación para los aborígenes, que a menudo los observaban. «Nuestra perplejidad les ofrecía una inagotable fuente de gozo y diversión», escribió un cronista amargamente.
En esta tradición de desventura, sin ninguna previsión, aparecieron Burke y Wills en 1860. Son con diferencia los exploradores australianos más famosos, lo que no deja de ser curioso teniendo en cuenta que su expedición no logró nada, costó una fortuna y terminó en tragedia.