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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Viajes

En las antípodas (4 page)

BOOK: En las antípodas
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Ahora, antes de que oigáis la respuesta que me dio Deirdre mientras yo atendía de pie, vulnerable y arañado, temblando, casi desnudo y medio ahogado, dejadme transcribir un extracto del artículo que escribió al poco para el
Herald
:

Mientras el fotógrafo dispara la cámara, Bryson y su tabla son arrastrados 40 m mar adentro por la corriente. La corriente costera va de sur a norte, a diferencia de la interna, que va de norte a sur. Bryson no lo sabe. No ha leído el aviso que hay en la playa
[*]
. Tampoco sabe nada de la carabela portuguesa que se acerca en su dirección —ahora a menos de un metro de distancia— con su peligroso aguijón, que puede producirle 20 minutos de agonía y, si no tiene tanta suerte, una reacción alérgica muy desagradable que llevará en el torso de por vida.

—¿Peligrosa? No —contestó Deirdre mientras mirábamos boquiabiertos la carabela portuguesa—. Pero no la toques.

—¿Por qué no?

—Porque luego resulta incómodo.

La miré con una expresión de interés que lindaba con la admiración. Los trayectos largos en autobús son incómodos. Los bancos de listones de madera son incómodos. Los silencios en las conversaciones son incómodos. El picotazo de un guerrero portugués —incluso los de Iowa lo saben— es un tormento. Pensé que los australianos están tan rodeados de peligros que han desarrollado un vocabulario nuevo para hablar de ellos.

—Eh, ahí viene otro —dijo Glenn.

Vimos cómo pasaba por nuestro lado. Deirdre escudriñaba el mar.

—A veces vienen en oleadas —dijo—. No sería mala idea salir del agua.

No tuvieron que repetírmelo. Había algo más que Deirdre creía que yo debía ver si quería hacerme una idea de la vida y la cultura australianas, así que, después, cuando la tarde dio paso a la palidez rosada de la noche, cruzamos en coche la centelleante extensión de los suburbios occidentales de Sydney y llegamos a la falda de las Blue Mountains, a un lugar llamado Penrith. Nuestro destino era un edificio enorme y lustroso, rodeado de un aparcamiento aún más enorme y lleno hasta los topes. Un rótulo luminoso lo anunciaba como El Mundo de Diversión de los Penrith Panthers. Los Panthers, me explicó Glenn, eran un club de rugby.

Australia es un país de clubes —clubes de deportes, clubes de trabajadores, clubes de militares retirados, clubes afiliados a distintos partidos políticos—, todos teóricamente, y a veces sin duda activamente, dedicados al bienestar de un sector concreto de la población. No obstante, para lo que realmente están es para generar mucho dinero con las bebidas y el juego.

Había leído en el periódico que los australianos son los más jugadores del planeta —me impresionó la estadística de que el país tiene menos del uno por ciento de la población mundial pero más del veinte por ciento de sus máquinas tragaperras, y que los australianos gastan 11 mil millones
[*]
de dólares al año (2.000 dólares por persona) en juegos de azar variados. Pero no había visto nada que hiciera pensar en tal pasión por el riesgo hasta que entré en el Mundo de la Diversión. Era inmenso, deslumbrante y estaba increíblemente bien montado. El movimiento asociativo en Australia es enorme. Sólo en Nueva Gales del Sur, los clubes emplean a 65.000 personas, más que ninguna otra industria, y crean 250.000 puestos de trabajo adicionales de forma indirecta. Pagan más de dos mil millones de dólares en sueldos y 500 millones de dólares en impuestos gravados sobre el juego. Es un negocio enorme y prácticamente se basa en una máquina tragaperras conocida como
pokie
.

Había dado por supuesto que tendríamos que romper las reglas para que nos dejaran entrar —era un club, al fin y al cabo— pero descubrí que todos los clubes australianos permiten que uno se haga socio al instante, tan deseosos están por compartir los variados placeres de la máquina de póquer. Basta con firmar en un libro de socios provisionales en la puerta y te dejan pasar.

Vigilando la multitud con mirada benévola y alegre había un hombre cuyo distintivo lo identificaba como Peter Hutton, director. En consonancia con la mayoría de australianos, tenía un carácter sencillo y abierto. Enseguida supe por él que aquel club en concreto tenía 60.000 socios, de los que 20.000 acudían las noches más concurridas, como la de Fin de Año. Aquella noche la cifra rondaba los dos mil. En el club había muchos bares y restaurantes, gimnasios, una zona de juegos infantiles, clubes nocturnos y teatros. Estaban a punto de construir un cine con trece salas y una guardería que acogería a 400 niños.

—¡Uau! —dije, porque estaba impresionado—. ¿Entonces éste es el club más grande de Sydney?

—El más grande del hemisferio sur —dijo el señor Hutton con orgullo.

Deambulamos por el enorme y centelleante interior. Centenares de
pokies
se alineaban ordenadamente, y ante cada una había una figura sentada que la alimentaba con el dinero de la hipoteca. Son básicamente máquinas tragaperras, pero con un deslumbrante despliegue de botones luminosos y luces parpadeantes que te permiten ejercer una variedad de opciones: seguir en una línea concreta, doblar la apuesta, retirar una parte de las ganancias, y quién sabe cuántas cosas más. Observé desde una distancia discreta a varios jugadores, pero no fui capaz de comprender qué estaban haciendo aparte de introducir monedas sin cesar en una caja resplandeciente y poner cara de pena. Deirdre y Glenn eran igual de ignorantes en los entresijos de las
pokies
. Metimos una moneda de dos dólares en una, para ver qué pasaba, y nos devolvió inmediatamente 17 dólares. Esto nos hizo inmensamente felices.

Volví al hotel como un chiquillo que ha pasado todo el día en la feria del pueblo, agotado pero absolutamente feliz. Había sobrevivido a los peligros del mar, había estado en un club suntuoso, había contribuido a ganar 15 dólares y tenía dos nuevos amigos. No puedo decir que estuviera mucho más cerca que antes de conocer Sydney, pero ya llegaría el momento. Mientras tanto, tenía una noche por delante para dormir y me esperaba un tren al día siguiente.

Creo que me di cuenta de que me iba a gustar el centro australiano cuando leí que el desierto de Simpson, un área mayor que algunos países europeos, fue bautizado en 1932
[*]
con el nombre de un fabricante de lavadoras (concretamente, Alfred Simpson, que fundó un servicio de reconocimiento aéreo). No tuvo que ver tanto la agradable simplicidad del nombre como saber que una extensión de Australia de más de 250.000 km
2
no tuviera nombre hasta hace menos de setenta años. Tengo parientes próximos cuyos apellidos se remontan más atrás.

Pero ésta es la gracia del
outback
, tan inmenso y formidable que gran parte de él apenas aparece en los mapas. Incluso Uluru sólo lo conocían sus cuidadores aborígenes hasta hace poco más de un siglo. Ni siquiera es posible decir exactamente dónde está el
outback
. Para los australianos, todo lo que sea vagamente rural es el
bush
. Y en algún momento sin determinar el
bush
se convierte en el
outback
. Si sigues unos tres mil kilómetros más allá, de nuevo vuelves a encontrarte en el
bush
, después en una ciudad y más tarde en el mar. Así es Australia.

Así que, en compañía del fotógrafo Trevor Ray Hart, un simpático joven en pantalón corto y con una camiseta descolorida, fuimos en taxi a la Estación Central de Sydney, una imponente mole de ladrillos de Elizabeth Street, y allí buscamos nuestro tren entre la confusa y venerable muchedumbre.

Con una longitud de medio kilómetro extendido a lo largo de un andén curvo, el Indian Pacific era tal como el folleto ilustrado prometía —plateado y lustroso, brillante como una moneda nueva, zumbando con esa sensación de aventura inminente que conlleva el inicio de un largo viaje en una máquina potente—. El vagón G, uno de los diecisiete, estaba a cargo de Terry, un animado asistente, que tenía la gracia de ofrecer algo del sabor local acompañando sus observaciones con un optimista giro de la frase típicamente australiano.

Que necesitas un vaso de agua:

—No se preocupe, señor. Enseguida lo tendrá.

Que acaban de decirte que tu madre ha muerto:

—Tranquilo. Seguro que está estupendamente.

Nos enseñó nuestras cabinas, un par de compartimentos individuales enfrentados en un estrecho pasillo artesonado. Eran pasmosamente diminutas, tanto que al inclinarte podías quedarte empotrado.

—¿Es esto? —dije un poco consternado—. ¿Ya está?

—No se preocupe —dijo Terry con una amplia sonrisa—. Es un poco estrecha, pero verá como tiene todo lo que necesita.

Y tenía razón. Allí había todo lo que se necesita en un espacio vital. Era realmente compacta, y no mayor que un armario normal. Pero era una maravilla de la ergonomía. Incluía un confortable asiento empotrado, un lavabo y un retrete escondidos, un armario en miniatura, un estante sobre la cabeza suficiente para una pequeña maleta, dos lámparas de lectura, un par de toallas limpias y una bolsita con productos de aseo. En la pared había una estrecha litera abatible, que más que bajar cayó como un cadáver guardado a toda prisa cuando lo descubrí, supongo que como muchos otros pasajeros en despreocupada fase experimental, después de examinar reflexivamente la puerta y pensar: «¿Qué habrá ahí detrás?». Pero resultó una sorpresa interesante, y liberar mis protuberancias faciales de sus muelles me ayudó a matar la media hora previa a la partida.

Finalmente el tren cobró vida y salimos majestuosamente de la estación de Sydney. Estábamos en camino.

Si se hace de un tirón, el viaje a Perth lleva unos tres días. Pero nuestras instrucciones eran bajar en la antigua ciudad minera de Broken Hill para catar el interior y comprobar qué criatura podía mordernos. De modo que Trevor y yo haríamos el viaje en tren en dos etapas: una noche hasta llegar a Broken Hill, y después dos días más cruzando la llanura de Nullarbor.

El tren atravesaba pesadamente los inacabables suburbios occidentales de Sydney —Flemington, Auyburn, Parramatta, Doonside y un nombre que me encanta, Rooty Hill
[*]
—, después tomó un poco de velocidad cuando entramos en las Blue Mountains, donde las casas escaseaban más, y pudimos disfrutar de amplias vistas del atardecer sobre valles profundos y bosques brumosos de eucaliptos, cuya calmosa respiración confería a las colinas el tono que les daba nombre.

Salí a explorar el tren. Nuestro dominio, la sección de primera clase, consistía en cinco coches-cama, un vagón comedor en un estilo afelpado y aterciopelado que podría denominarse
casa de citas fin de siècle
, y un bar un poco más moderno. Estaba amueblado con mórbidas butacas y una pequeña pero prometedora barra, y ofrecía una música íntima pero insistente, basada en una recopilación de veinte volúmenes denominada, imagino, «Canciones que usted esperaba no volver a oír jamás». Mientras lo cruzaba sonaba un lúgubre dúo de
El fantasma de la ópera
.

Tras la primera clase venía la clase turista, ligeramente más barata, bastante parecida a la nuestra excepto en que el comedor era un vagón buffet con mesas de plástico. (Por lo visto aquella gente necesitaba que le limpiaran la mesa después de las comidas.) Después de la clase turista el paso estaba cortado por una puerta opaca, cerrada.

—¿Qué hay ahí detrás? —pregunté a la chica del buffet.

—La tercera clase —dijo estremeciéndose.

—¿Esa puerta está cerrada?

Ella asintió seriamente.

—Siempre.

La tercera clase se convertiría en mi obsesión. Pero antes tenía que cenar. Los altavoces anunciaron el primer turno. Ethel Merman cantaba a voz en grito «There’s No Business Like Show Business» cuando volví a cruzar el bar de primera clase. Digan lo que digan, esa mujer tiene pulmones.

Por muchos aires de venerabilidad que se dé, el Indian Pacific no es más que un recién nacido en el mundo del ferrocarril, porque se creó en 1970 cuando se construyó una nueva línea de vías de ancho estándar por todo el país. Anteriormente, por varias razones misteriosas relacionadas con la desconfianza y la envidia entre regiones, los ferrocarriles australianos tenían varios anchos de vía. Nueva Gales del Sur tenía vías de metro y medio. Victoria optó por un ancho más cómodo de 1,60. Queensland y Australia Occidental decidieron economizar con un ancho de 1,10 (similar al de las atracciones de feria; la gente debía de ir con las piernas colgando de las ventanas). Australia Meridional tuvo la gran idea de aceptar las tres. En los viajes entre las costas este y oeste los pasajeros y las mercancías tenían que cambiar cinco veces de tren, en un proceso enloquecedor y tedioso. Finalmente la cordura se impuso y se construyó una línea nueva. Es la segunda línea más larga del mundo, después del Transiberiano ruso.

Lo sé porque Trevor y yo nos sentamos a cenar con Keith y Daphne, una pareja de tranquilos maestros de mediana edad del norte rural de Queensland. Suponía un gran viaje para ellos debido a su escaso sueldo, y Keith ya había hecho sus deberes. Habló con entusiasmo del tren, del paisaje, de los últimos incendios —estábamos pasando por Lithgow, donde centenares de hectáreas de maleza habían ardido y dos bomberos habían perdido la vida recientemente—, pero cuando pregunté por los aborígenes (el tema de la reforma agraria abundaba en las noticias) se volvió de repente ambiguo y confuso.

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