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Authors: Nick Hornby

En picado (30 page)

BOOK: En picado
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Comí con Theo en el mismísimo gran día (aunque, por supuesto, mientras comía con Theo no tenía ni idea de que aquél iba a ser un gran día). Comer con Theo era ya memorable en sí mismo. No había hablado con él cara a cara desde que salí de la cárcel.

Quería hablar conmigo porque tenía —me explicó— una oferta «sustancial» de un reputado editor para que escribiera una autobiografía.

—¿Cuánto?

—No me han hablado de dinero todavía.

—¿Puedo preguntar, entonces, en qué sentido podría calificarse de «sustancial»?

—Bueno, ya sabes. Tiene «sustancia».

—¿Qué quiere decir eso?

—Que es real, que no es imaginario.

—¿Y qué significa «real», en términos reales? ¿Realmente?

—Te estás poniendo muy difícil, Martin. Si no te importa que te lo diga. No eres el más fácil de mis representados ni estás en tu mejor momento. Con una cosa y otra. Y ya llevo trabajado bastante en este proyecto.

Momentáneamente me distrajo darme cuenta de que había paja bajo mis suelas. Estábamos comiendo en un restaurante llamado Farm
[30]
, y todo lo que comíamos procedía de una granja. Brillante, ¿no? ¡Carne! ¡Patatas! ¡Ensalada verde! ¡Qué gran concepto! Supongo que necesitaban la paja, porque sin ella su temática empezaría a hacer aguas en lo que a inspiración se refiere. Me gustaría poder decir que las camareras eran todas alegres y voluminosas y de mejillas sonrosadas y llevaban delantal, pero por supuesto eran hoscas, delgadas, pálidas y vestían de negro.

—¿Y qué tuviste que hacer, Theo, para que, como dices, alguien te llamara por teléfono y te ofreciera cierto dinero sustancial, aunque impreciso, por mi autobiografía?

—Bien. Les telefoneé y les sugerí que quizá podría interesarles.

—Perfecto. ¿Y parecían interesados?

—Me llamaron.

—Con una oferta sustancial.

Theo sonrió, condescendiente.

—No conoces mucho del mundo editorial, ¿no es cierto?

—Pues no, la verdad. Sólo lo que me has dicho tú en esta comida. Es decir, que te han llamado con una oferta sustancial. Por eso estamos aquí, al parecer.

—No debemos correr antes de aprender a andar.

Theo empezaba a irritarme.

—Está bien. De acuerdo. Dime, entonces, la parte de andar.

—No, verás... Hasta la parte de andar es correr. La cosa es mucho más, ya sabes,
táctica
que todo eso.

—¿Ahora tengo que preguntarte sobre lo de que andar es correr?

—Suave, suave, muchacho.

—Dios bendito, Theo...

—Y ese tipo de reacción no es en absoluto «suave, suave», si me permites decirlo. Sino «fuerte, fuerte». Incluso «irritada, irritada».

Nunca he sabido nada más de aquella oferta, y nunca he podido averiguar el motivo de aquel almuerzo.

Jess había convocado una reunión extraordinaria para las cuatro de la tarde en el vasto e invariablemente vacío sótano del Starbucks de Upper Street, uno de esos salones con montones de sofás y mesas para que te sientas exactamente como en el salón de tu casa, si tu salón no tuviera ventanas y tú sólo utilizaras vasos de cartón que jamás tiraras.

—¿Por qué en el sótano? —le pregunté cuando me llamó por teléfono.

—Porque tengo que hablar de cosas privadas.

—¿Qué tipo de cosas privadas?

—Cosas sexuales.

—Oh, Dios. Los demás también van a estar, ¿no?

—¿Crees que tengo cosas sexuales privadas que sólo quiero contarte a ti?

—Espero que no.

—Sí, como si tuviera fantasías contigo todo el tiempo.

—Te veo luego, ¿vale?

Cogí el autobús (el 19, que va del West End a Upper Street), porque el dinero se había acabado. Nos habíamos gastado el dinero que habíamos conseguido con nuestras apariciones en programas de entrevistas y ministros-subsecretarios, y yo no tenía trabajo. Así que, por mucho que Jess hubiera explicado una vez que los taxis son la forma más barata de transporte, porque te llevan donde quieras gratis, al no pedirte el dinero hasta que llegas, decidí que hacer pagar por mi pobreza a un taxista no era lo que se dice una gran idea. En cualquier caso, el taxista y yo seguramente nos pasaríamos la carrera charlando de lo injusto de mi encarcelamiento, algo perfectamente normal entre hombres, y comentando que la culpa era de ella por ir por ahí de esa manera. Llevaba ya cierto tiempo prefiriendo a los taxistas de los minitaxis, porque son tan ignorantes de los habitantes de Londres como de su geografía. En el autobús me reconocieron dos veces, y en una de ellas quisieron leerme un pertinente y al parecer redentor pasaje de la Biblia.

Al llegar a Starbucks, vi que una pareja joven entraba en el local un poco antes que yo, y que bajaba directamente al sótano. Al principio me agradó, por supuesto, porque significaba que las revelaciones sexuales de Jess, en caso de producirse, iban a tener lugar
sotto voce
. Pero luego, cuando hacía cola para pedir un té con leche, me di cuenta de que, dada la impermeabilidad de Jess al embarazo, la elección del sótano no quería decir realmente lo que yo había imaginado. Y el estómago me empezó a hacer lo que me venía haciendo desde que cumplí los cuarenta años. No era un nudo, eso seguro. A los estómagos viejos no se les hace un nudo dentro. Es más como si la pared de uno de sus costados fuera una lengua, y la otra una pila. Y en momentos de tensión las dos paredes se tocaran con desastrosas consecuencias.

La primera persona que vi al pie de las escaleras fue a Matty, en su silla de ruedas. Estaba flanqueado por dos fornidos enfermeros, que supuse lo habían bajado hasta el sótano, y uno de ellos estaba hablando con Maureen. Y mientras trataba de hacerme una idea de lo que podía haber traído a Matty a Starbucks, dos chiquillas menudas y rubias vinieron hacia mí como exhalaciones, gritando «¡Papá! ¡Papá!», y ni siquiera entonces reparé al instante en que se trataba de mis hijas. Las levanté en mis brazos, las abracé, traté de no llorar y miré a mi alrededor, de un extremo a otro de la sala. Vi a Penny, sonriéndome, y al fondo, en una mesa, a Cindy, que no me sonreía. JJ tenía los brazos sobre los hombros de la pareja que había entrado instantes antes de mi llegada, y Jess estaba de pie junto a su padre y una mujer que supuse era su madre —era, inconfundiblemente, la esposa de un ministro-subsecretario de laborismo—. Era una mujer alta, con ropa cara, desfigurada por una horrible sonrisa que se veía claramente que nada tenía que ver con lo que estuviera sintiendo en aquel momento (una auténtica sonrisa de noche de elecciones). En la muñeca llevaba una de esas tiras rojas que suele llevar Madonna, de forma que, a pesar de todas las apariencias en contra, se trataba de una mujer profundamente espiritual. Dado el talento de Jess para el melodrama, no me habría sorprendido en absoluto ver a su hermana, pero, tras escudriñar concienzudamente por todos lados, vi que no estaba. Jess llevaba falda y chaqueta, y —era la primera vez— tenías que acercarte mucho para espantarte ante su maquillaje de ojos.

Dejé a las niñas en el suelo y las llevé hacia su madre. Al pasar le hice una seña a Penny con la mano, para que no se sintiera marginada.

—Hola —dije. Me incliné para darle un beso en la mejilla a Cindy, y ella se apartó con elegancia para evitarme.

—¿Qué te trae por aquí? —dije.

—La loca esa piensa que puede ayudar de no sé qué forma.

—Oh, ¿y ha explicado cómo?

Cindy resopló. Me dio la impresión de que iba a seguir resoplando dijera yo lo que dijese, y de que los resoplidos iban a ser su método preferido de comunicación, así que me arrodillé para hablar con las niñas.

Jess dio una fuerte palmada en el aire y se plantó en medio del salón.

—He leído sobre esto en Internet —dijo—. Se llama intervención. Lo están haciendo todo el tiempo en Norteamérica.

—Todo el tiempo —gritó JJ—. Es lo único que hacemos.

—Vamos a ver: si alguien está jodido..., metido en drogas o alcohol o lo que sea, entonces los amigos y la familia y demás se reúnen y se enfrentan con él y le dicen, ya sabéis, Deja esa puta droga. Perdón, Maureen. Perdón, mamá y papá. Perdón, niñas. Bueno, esto va a ser un poco diferente. En Norteamérica, tienen a un experto al que llaman... Jo, mierda, se me ha olvidado el nombre. En la página web que he estado mirando se llamaba Steve.

Hurgó en el bolsillo de la chaqueta y sacó una hoja de papel.

—Facilitador, eso es. Se supone que tienen un facilitador experto, y nosotros no tenemos ninguno. No sabía a quién pedírselo, la verdad. No conozco a nadie con esa cualificación. Además, esta intervención es un poco como al revés. Porque os pedimos a vosotros que intervengáis. Somos nosotros los que acudimos a vosotros, en lugar de ser vosotros los que os proponéis intervenir. Os estamos diciendo: necesitamos vuestra ayuda.

En este punto, los dos enfermeros que habían traído a Matty empezaron a sentirse un poco incómodos, y Jess lo notó.

—No, vosotros no —dijo—. Vosotros no tenéis que hacer nada. Si os digo la verdad, la única razón por la que estáis aquí es para hacer bulto, como si fuerais los parientes de Maureen, porque, bueno, ella no tiene a nadie. Y pensé que vosotros dos y Matty erais mejor que nadie, ¿no os parece? Habría sido un poco tristón para ti, Maureen, ver aquí a toda esta gente y tú sin nadie.

Uno tiene que concederle esto a Jess. En cuanto tiene un tema entre los dientes, no lo quiere soltar. Maureen esbozó una débil sonrisa de gratitud.

—Muy bien. Ahora ya sabéis quién es quién. En el rincón de JJ tenemos a su ex, Lizzie, y a su amigo Ed, que estuvo en su mierda de grupo con él. Ed acaba de llegar de Estados Unidos para la ocasión. Y ahí tengo a mamá y a papá, y no es muy frecuente que los pilles juntos en la misma habitación, ja, ja. Martin tiene a su ex mujer, a sus hijas y a su ex novia. O puede que no ex, quién sabe... Al final de este acto podría recuperar a su ex mujer
y
a su ex novia.

La gente se echó a reír, miró a Cindy y dejó de reír cuando se dio cuenta de que tales risas podrían tener consecuencias.

—Y Maureen tiene a su hijo Matty, y a esos dos tíos de la residencia. Mi idea es la siguiente. Pasamos un tiempo hablando con nuestra gente, nos ponemos al día con ella. Y luego cambiamos, y hablamos con la gente de otro. Así que será un cruce entre lo norteamericano y una reunión de padres de alumnos, porque los amigos y familiares están sentados en un rincón, a la espera de que la gente les pregunte cosas.

—¿Por qué? —dije—. ¿Para qué?

—No lo sé. Para lo que sea. Para hacer unas risas. Aprenderemos cosas, ¿no? Acerca de los demás. Y de nosotros mismos.

Ahí la tienen de nuevo, con sus finales felices. Era cierto que había aprendido cosas de los otros del grupo, pero no había aprendido absolutamente nada que no tuviera que ver con hechos. Así, podía decirle a Ed el nombre del grupo en el que solía tocar, y podía decirles a los Crichton el nombre de su hija desaparecida (se me antojaba improbable, sin embargo, que aquel montaje de su hija Jess pudiera parecerles útil..., o consolador siquiera).

Y, de todas formas, ¿qué puede uno aprender, aparte de horarios, o del nombre del presidente español? Espero haber aprendido a no acostarme con quinceañeras, pero eso lo aprendí hace mucho tiempo (de hecho, décadas antes de que me acostara con una). El problema fue que me dijo que tenía dieciséis. Así, ¿he aprendido a no acostarme con chiquillas de dieciséis años, o con mujeres jóvenes y atractivas? No. Y sin embargo casi todas las personas que he entrevistado en mi programa me han dicho que al hacer lo que hubieran hecho de especial —curarse de un cáncer, escalar una montaña, interpretar a un asesino en serie en una película—, habían aprendido algo sobre sí mismos. Yo siempre asentía con la cabeza y sonreía con aire pensativo, cuando lo que quería era que lo definieran con precisión.
«¿Qué
aprendió usted del cáncer, concretamente? ¿Que no le gusta estar enfermo? ¿Que no quiere morir? ¿Que las pelucas hacen que le pique el cuero cabelludo? Sea preciso, por favor.» Sospecho que es algo que se dicen a sí mismos para hacer que su experiencia sea algo valioso y no una total y absoluta pérdida de tiempo.

En los últimos meses he estado en la cárcel, he perdido hasta la última molécula de respeto de mí mismo, me he convertido en un extraño para mis niñas y he pensado seriamente en suicidarme. Quiero decir que todo esto junto tendría que ser un equivalente psicológico del cáncer, ¿no? Y es decididamente más que actuar en una jodida película. Así que, ¿cómo es que no he aprendido ni una mierda? ¿Qué se suponía que debía haber aprendido? Cierto, he descubierto que me sentía muy unido a mi autoestima, y que siento muchísimo su defunción. También he descubierto que la cárcel y la pobreza no constituyen realmente
mi persona
. Y, ¿saben?, no podría haberme hecho ni una remota idea de lo que eran estas dos cosas antes de que me sucedieran. Acúsenme si quieren de falta de imaginación, pero sospecho que la gente podría aprender más sobre sí misma si no tuviera cáncer. Tendrían más tiempo, y mucha más energía.

—Bien —dijo Jess—. ¿Quién va a empezar?

En ese momento, varios adolescentes franceses aparecieron en medio de nosotros con sendos cafés. Se dirigieron hacia la mesa vacía contigua a la silla de ruedas de Matty.

—¡Eh! —dijo Jess—. ¿Adonde vais vosotros? ¡Id arriba! ¡Vamos, todos!

Los chicos se quedaron mirándola.

—Vamos, no tenemos todo el día. Un, dos, tres.
Schnell. Plus vitement
[31]
. —Les hace gestos en dirección a las escaleras, y los chicos se van, resignados (Jess no era sino otro incomprensible y agresivo nativo del incomprensible y agresivo país donde ahora están). Me siento en la mesa de mi ex mujer, y le vuelvo a enviar un gesto de saludo a Penny. Era un gesto multiuso de fiesta atestada de gente, una especie de cruce entre «Estoy poniéndome una copa» y «Te llamaré por teléfono», quizá con un poco de «¿Puede traerme la cuenta, por favor?». Penny asintió con la cabeza, como si entendiera. Y entonces, de forma igualmente inapropiada, me froté las manos, como si me estuviera gustando la perspectiva de todo el delicioso y nutritivo conocimiento de uno mismo que estaba a punto de acometer.

MAUREEN

No pensé que fuera a tener mucho que decir por mi parte. Quiero decir que en realidad no había nada que yo pudiera decirle a Matty. Y tampoco creía que se me pudiera ocurrir nada que decirles a los dos jóvenes de la residencia. Les pregunté si querían una taza de té, y me dijeron que no; y les pregunté si les había costado mucho bajar a Matty por las escaleras, y me contestaron que no, que, siendo dos, no había sido difícil. Y yo les dije que ni diez como yo habrían podido hacerlo, y se echaron a reír, y seguimos allí un buen rato, mirándonos. Y entonces el más bajo de los dos, el que era de Australia y tenía un cuerpo igual que el robot de juguete que Matty tuvo una vez, de cabeza y tórax cuadrados, me preguntó el porqué de aquella reunión. No se me había ocurrido que pudieran no saberlo.

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