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Authors: Nick Hornby

En picado (32 page)

BOOK: En picado
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—Seguramente cuando estén en un motel donde no puedan usar el agua caliente hasta las seis de la tarde.

Era cierto que, en nuestra última gira, habíamos estado en un motel de ese tipo en Carolina del Sur. Pero recuerdo el concierto, que estuvo de puta madre. Ed recuerda las duchas, y yo no.

—Bueno, yo conocí a Springsteen. O, al menos, lo vi actuar en directo en su gira de reencuentro con los E Street. Y tú, gran JJ, no eres Springsteen.

—Gracias, colega.

—Mierda, JJ. ¿Qué quieres que diga? De acuerdo, eres Springsteen. Es uno de los intérpretes con más éxito de la historia del rock and roll. Saliste en la misma semana en la portada del
Time
y del
Newsweek
. Llenas los estadios noche tras noche. Ahí tienes. ¿Te sientes mejor ahora? Joder. Madura, tío.

—Oh, vaya. ¿Y tú ya eres un hombre hecho y derecho porque a tu viejo le diste pena y te dio un empleo para que la gente se enganche a un canal de cable ilegal?

Las orejas de Ed se ponen rojas cuando está a punto de empezar a lanzar puñetazos. Esta información seguramente no es de la menor utilidad para nadie en el mundo excepto para mí, porque, por razones obvias, Ed no tiende a entablar relaciones profundas con gente a la que ha soltado algún puñetazo, de forma que las víctimas nunca llegan a saber lo de sus orejas —al parecer no suelen quedarse cerca el tiempo suficiente—. Soy, probablemente, el único que sabe cuándo agacharse.

—Se te están poniendo las orejas rojas —dije.

—Que te den por el culo.

—¿Has volado todas esas horas para decirme eso?

—Que te den por el culo.

—Basta ya, los dos... —dijo Lizzie. No puedo asegurarlo, pero me parece recordar que la última vez que los tres estuvimos juntos dijo lo mismo.

El tipo que estaba preparando los cafés nos miraba detenidamente. Yo lo conocía, de decirle hola, y era un tío legal, un estudiante, y habíamos hablado de música un par de veces. Le gustaban mucho los White Stripes, y yo había estado intentando que escuchara a Muddy Waters y a The Wolf. Estaba ñipando un poco escuchándonos.

—Mira —le dije a Ed—. Vengo aquí mucho. Así que si quieres darme una patada en el culo será mejor que vayamos fuera.

—Gracias —dijo el tío al que le gustaban los White Stripes—. O sea, ya sabes. No me importaría si no hubiera nadie más en la cola, porque eres un cliente asiduo, y nos gusta tratar bien a nuestros clientes asiduos. Pero... —Hizo un gesto hacia la gente que estaba detrás de nosotros.

—No, no, no te preocupes, tío —dije—. Gracias.

—¿Os dejo los cafés aquí, en el mostrador?

—Sí, claro. No vamos a tardar mucho. Normalmente se calma cuando se cae patas arriba al primer guantazo.

—Que te den por el culo.

Así que salimos todos a la calle. Hacía frío y todo estaba oscuro y húmedo, pero las orejas de Ed eran como dos pequeñas teas en la oscuridad.

MARTIN

No había visto ni hablado con Penny desde la mañana en que nuestro encuentro con el ángel había salido en los periódicos. Había pensado en ella con ternura, pero no la había echado de menos realmente, ni sexual ni socialmente. Mi libido estaba de excedencia (y uno tenía que estar preparado para el caso de que optara por la jubilación anticipada y no volviera nunca a su puesto de trabajo). Mi vida social consistía en JJ, Maureen y Jess, lo que podría sugerir que estaba tan enferma como mi apetito sexual (no había más que darse cuenta de que, de momento, ambas cosas parecían bastarme). Y sin embargo, cuando vi a Penny flirtear con uno de los enfermeros de Matty, sentí una ira incontrolable.

No es ninguna paradoja, si uno sabe algo sobre la perversidad de la naturaleza humana. (Creo que he utilizado antes esta frase, y por tanto es probable que pueda parecer un poco menos sesuda y psicológicamente sagaz. La próxima vez admitiré tan sólo la perversidad y la incoherencia, y dejaré al margen la naturaleza humana.) Los celos tienden a apoderarse de un hombre en cualquier momento, y, en cualquier caso, el enfermero rubio era alto, y joven, y lucía un buen bronceado. Es terriblemente probable que, de haberlo visto de pie y solo, en un sótano de Starbucks, o en cualquier sitio de Londres, me hubiera suscitado igualmente una ira incontrolable.

Ahora, al mirar atrás, estoy casi seguro de que buscaba una excusa para dejar el seno de mi familia. Como me temía, había aprendido bien poco sobre mí mismo en los minutos previos. Ni el desdén de mi ex mujer ni los dibujos de mis hijas habían sido tan instructivos como Jess habría deseado.

—Gracias —le dije a Penny.

—Oh, ¿por qué? No tenía nada que hacer, y Jess pensó que podía ayudar.

—No —dije, y me vi de inmediato en una especie de desventaja moral—. No te doy las gracias por eso. Gracias por estar ahí coqueteando delante de mis narices. Dicho de otro modo, gracias por nada.

—Este es Stephen —dijo Penny—. Está cuidando de Matty, y no tenía a nadie con quien hablar, así que me he acercado a decir hola.

—Hola —dijo Stephen. Lo miré airadamente.

—Supongo que crees que eres un tipo genial —dije.

—¿Perdón?

—¡Martin! —dijo Penny.

—Ya me has oído —dije—. Petulante imbécil.

Tuve la sensación de que allá en el rincón, donde las niñas estaban coloreando sus dibujos, había otro Martin —un Martin más amable, más cortés— mirándonos con horrorizada fascinación, y me pregunté fugazmente si podría volver a incorporarme a él.

—Vete, antes de que hagas el idiota y te pongas en ridículo —dijo Penny. Dice mucho de la generosidad de Penny que viera la idiotez viniendo hacia mí desde lejos, y que pensara que todavía me quedaba una oportunidad de salir del aprieto; observadores menos parciales habrían argüido que la idiotez me había alcanzado ya de lleno. Pero no importaba, porque no me estaba moviendo.

—Es fácil, ¿no? Ser enfermero y varón, ¿no?

—No demasiado —dijo Stephen. Había cometido la equivocación elemental de responder a mi pregunta como si se la hubiera formulado llanamente, sin bilis—. Me refiero a que es gratificante, sin duda, pero... Muchas horas, salario bajo, turnos de noche. Algunos pacientes son difíciles. —Se encogió de hombros.

—Algunos pacientes son difíciles —dije, con voz estúpida y lastimera—. Salario bajo. Turnos de noche. Pobrecito.

—Sean —dijo Stephen a su compañero—. Voy a esperar arriba. Este tipo está meando fuera del tiesto.

—Espera a oír lo que tengo que decirte. Yo he tenido la cortesía de escucharte cuando me has dado la vara con lo gran héroe nacional que eres. Ahora escúchame tú a mí.

No creo que le importara quedarse donde estaba un par de minutos más. Pude comprobar que este tipo de malas formas tan aparatosas suscita una gran fascinación, y espero no parecer demasiado inmodesto si digo que mi celebridad, o lo que quedaba de ella, fue crucial para el éxito del espectáculo: normalmente las personalidades televisivas sólo se comportan mal en clubs nocturnos, cuando están rodeadas de otras personalidades televisivas, así que mi decisión de soltarme el pelo estando sobrio con un enfermero, en el sótano de un Starbucks, fue en verdad osada —e incluso pionera en su género—. Y lo cierto es que Stephen no pudo tomárselo personalmente, como tampoco podría habérselo tomado personalmente si yo hubiera decidido cagarme en sus zapatos. Las manifestaciones exteriores de una combustión interna nunca se dirigen a nadie muy concretamente.

—Odio a la gente como tú —dije—. Empujas la silla de ruedas de un chico discapacitado y quieres una medalla. Dime lo duro que es, vamos.

En este punto, lamento decir, cogí la silla de ruedas de Matty y me puse a empujarla adelante y atrás. Y de pronto me pareció una idea excelente llevarme una mano a la cadera mientras lo hacía, con intención de dar a entender que llevar a la gente en silla de ruedas era una actividad de afeminados.

—Mira a papá, mami —dijo una de mis hijas (y siento mucho decir que no sé cuál de ellas) con un grito de regocijo—. Qué gracioso, ¿no?

—¿Ves? —le dije a Penny—. ¿Qué te parece? ¿Vuelves a encontrarme superatractivo?

Penny me miraba fijamente como si estuviera cagándome encima de los zapatos de Stephen, y su mirada respondía cabalmente a mi pregunta.

—¡Eh, que mire todo el mundo! —grité, aunque ya había atraído toda la atención que podría desear—. ¿No soy genial? ¿No soy genial? ¿Crees que esto es duro, rubito? Yo te diré lo que es duro, amiguito. Duro es...

Pero aquí me callé de golpe. Resultó que no se me ocurría ningún ejemplo de tarea dura en mi vida profesional. Y las dificultades que había experimentado recientemente se habían derivado todas de haberme acostado con una menor, algo que no era precisamente como para despertar la más mínima simpatía.

—Duro es... —Necesitaba algo con lo que acabar la frase. Cualquier cosa serviría, incluso algo que yo no hubiera experimentado personalmente. ¿Un parto? ¿Un torneo de ajedrez? Pero no me venía nada a la cabeza.

—¿Ha terminado, amigo? —preguntó Stephen.

Asentí con la cabeza, tratando de transmitir con mi gesto que estaba demasiado furioso y asqueado para continuar. Y entonces elegí la única opción que parecía quedarme, y seguí a Jess y a JJ hacia la puerta.

MAUREEN

Jess siempre estaba saliendo de los sitios, así que no me importó demasiado que se marchara. Pero cuando vi que JJ tambien se iba, y luego Martin... Bueno, empecé a sentirme un poco enojada, si quieren que les diga la verdad. Parecía grosero, la verdad, cuando toda aquella gente se había tomado la molestia de asistir a la reunión que habíamos convocado. Y Martin se portó de una forma tan rara, empujando a Matty adelante y atrás, y preguntándole a todo el mundo si les parecía atractivo. ¿Por qué tenían que encontrarle atractivo? No estaba atractivo en absoluto. Parecía loco. JJ —he de ser justa— se había llevado a sus invitados cuando se fue a la calle (no los había dejado detrás, en el mostrador del café, como habían hecho Jess y Martin). Pero luego me enteré de que se los había llevado fuera para pelearse con ellos, así que era difícil decir si también había sido grosero o no. Por una parte, estaba con ellos, pero por otra estaba con ellos porque quería zurrarles la badana. Supongo que seguramente eso también es grosero, pero no tan grosero como lo de los demás.

La gente que se quedó en el salón siguió allí durante un ratito, los enfermeros y los padres de Jess y los amigos y la familia de Martin, y luego, cuando todos empezamos a darnos cuenta de que ninguno de los que se habían ido iba a volver —ni siquiera JJ y sus amigos—, nadie sabía muy bien qué hacer.

—¿Esto es todo? ¿Qué opináis? —dijo el padre de Jess—. Me refiero a que no quiero... no quiero parecer poco solidario. Y sé que Jess se ha tomado muchas molestias para organizar eso. Pero, bueno... No queda prácticamente nadie, ¿no es cierto? ¿Quiere usted que nos quedemos, Maureen? ¿Hay algo que podamos conseguir si seguimos juntos? Porque, obviamente, si hubiera... Quiero decir... ¿qué cree usted que esperaba Jess de todo esto? Quizá podamos ayudarla a conseguirlo
in absentia
.

Yo sabía lo que esperaba Jess. Esperaba que su madre y su padre vinieran y lo mejoraran todo, de la forma en que las madres y los padres suelen hacerlo. Yo solía tener ese sueño, hace mucho tiempo, cuando me quedé sola por primera vez con

Matty, y creo que es un sueño que todo el mundo tiene. Todo el mundo cuya vida haya ido muy mal, al menos.

Así que le dije al padre de Jess que pensaba que lo único que quería Jess era que la gente entendiera mejor las cosas, y que si no se había logrado ese resultado yo lo lamentaba muchísimo.

—Son esos malditos pendientes —dijo el padre.

Y entonces yo le pregunté por los pendientes, y él me contó la historia.

—¿Eran muy especiales para ella? —dije.

—¿Para Jen? ¿O para Jess?

—Para Jen.

—No lo sé —dijo.

—Eran sus preferidos —dijo la señora Crichton. Tenía una cara extraña. Sonreía siempre mientras hablábamos, pero era como si acabara de descubrir la facultad de sonreír aquella misma tarde (no tenía el tipo de cara de estar muy acostumbrada a la alegría). Sus arrugas eran de esas que te salen de estar furiosa por pendientes robados y cosas parecidas, y tenía la boca muy fina y tensa.

—Volvió por ellos —dije. No sé por qué lo dije, y no sé si era cierto o no. Pero me pareció que era lo que tenía que decir. Y en ese sentido me parecía cierto.

—¿Quién? —dijo ella. Su cara se veía diferente ahora. Estaba teniendo que hacer cosas que normalmente no hacía, porque de pronto pareció desesperadamente ansiosa de oír lo que yo iba a responder. No creo que estuviera muy acostumbrada a escuchar como es debido. Me gustó que su cara hiciera algo nuevo, y, en parte, fue la razón por la que continué. Era como si yo estuviera a cargo del cortacésped, y que estuviera adecentando un sendero donde la hierba había crecido demasiado.

—Jen. Si le encantaban esos pendientes, es probable que volviera a recogerlos. Ya sabe cómo son las chicas de esa edad.

—Dios —dijo el señor Crichton—. Nunca se me había ocurrido.

—A mí tampoco —dijo la señora Crichton—. Pero... No es nada descabellado. Porque, ¿te acuerdas, Chris? Fue aquella época en que también perdimos un par de cosas. Fue cuando desapareció aquel dinero.

Yo no pensaba lo mismo si se trataba de dinero. Para su desaparición se me ocurrían otras explicaciones.

—Y en aquel tiempo dije también que me parecía que habían desaparecido unos libros, ¿te acuerdas? Y sabemos que Jess no los cogió.

Los dos rieron, como si les gustara Jess, y les gustara que fuera más capaz de saltar de la azotea del edificio que leer un libro.

Entendía perfectamente por qué les parecía mejor la idea de que Jen hubiera vuelto a la casa para coger sus pendientes. Porque querría decir que había desaparecido, sí, y se había ido a Texas o a Escocia o a Notting Hill Gate, pero no la habían matado ni se había suicidado. Significaba que podrían pensar dónde estaría, imaginar qué vida llevaría. Podrían preguntarse si había tenido un hijo que ellos jamás habían visto y podían no ver jamás, o si tenía un empleo del que nunca oirían hablar. Significaba que en su cabeza podrían seguir siendo unos padres normales. Era lo que yo hacía cuando le compraba a Matty pósters y cintas: estaba siendo una madre normal en mi cabeza, aunque sólo durante un momento.

Si uno quería podía echar por tierra la historia en un segundo, abrir en ella enormes preguntas sin respuesta, porque ¿qué añadía a lo sucedido, en realidad? Jen podía haber vuelto a casa a recoger los pendientes porque quería morir con ellos puestos. Podría no haber vuelto en absoluto. Y seguiría desaparecida, hubiera o no vuelto apenas unos cinco minutos. Oh, pero sé lo que se necesita para seguir adelante. Puede que suene raro esto último, si tenemos en cuenta, para empezar, por qué estábamos todos en el sótano de aquel café. Pero el hecho es que hasta entonces yo había seguido adelante, por mucho que para hacerlo hubiera tenido que subir las escaleras hasta la azotea de

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