En una silla de ruedas (12 page)

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Authors: Carmen Lyra

BOOK: En una silla de ruedas
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Miguel no viene a ver a Sergio desde hace dos meses. El muchacho ignora que su amigo ha vuelto a embriagarse a menudo y que últimamente el pobre afilador ha sido conducido al Asilo de Locos. Si logra salir de allí, quizá cuente, que otra vez, su vida entró en "algo oscuro y confuso como una noche de muy larga duración".

En el "diario de Sergio" hay una página que relata una visita de Candelaria:

Domingo 10 de julio
: "Hoy domingo, después de la misa han venido a anunciarme una visita. Creí que se trataría de Miguel y me llevaron al salón de recibo. No era Miguel, era Mama Canducha; mi viejita querida. Nadie en el mundo me ha querido como ella. Me lo han dicho, el abrazo que me dio y las lágrimas de sus ojos al caer en mis manos. Se había puesto su rebozo de seda a listas de vivos colores, oloroso a raíz de violeta, y su falda de merino verde, amplia y muy plegada. Estas prendas las conozco desde niño y creo que son mayores que yo. Las guarda en el fondo de su cofre, para las grandes ocasiones. El rebozo era de aquellos que, en el siglo pasado importaban de El Salvador, de crujiente seda y alegres colores. No se hartaba de mirarme y sonreía mientras por sus mejillas, oscuras y arrugadas, corría el llanto, que para mí era una rica veta de diamantes en un terreno inculto y escabroso. Las horas se nos fueron sin percatarnos. Reíamos, hablábamos, suspirábamos haciendo recuerdos, sin fijarnos en los grupos de visitantes en torno nuestro. Las otras visitas partieron y ella no quería irse. Cuando sonó el pito del tren, salió muy sofocada. No acabábamos de despedirnos. Después, toda la tarde he estado muy alegre. Me parecía que en los salones había más luz, que mis compañeros eran más amables y he tocado música de Mendelsson".

Lo que Sergio ignoró siempre fue que por ir a ver a su muchacho, Candelaria perdió su empleo por cuanto el ama de la casa no quiso darle permiso de salir ese domingo. Pero como ella no aguantaba ya la ausencia, le dejó la cocina sola y gastó la mayor parte de los ahorros que había hecho, en golosinas y chismes para Sergio. Este ignoró también, que cuando la viejecita llegó a la estación, ya el tren había partido, y como entonces no había servicio de automóviles, tuvo que quedarse por ahí, vagando acongojada y sin rumbo por las calles de Cartago, que muy tarde se guareció en una puerta temblando de frío y de miedo bajo su rebozo a listas alegres. Una persona compasiva al encontrarla allí como a las once de la noche, tuvo piedad y la acogió en su casa. Tampoco supo Sergio de las dificultades de la anciana para conseguir otra colocación, ni de que entre tanto tuvo casi que andar mendigando hospitalidad.

En víspera de navidad
—Sacerdotes y muchachos están atareados con el portal. En el ambiente hay olor de uruca, musgo fresco y palpitar de alegría. Me dejan tranquilo en un rincón; busco entre la música que me dejó Miguel, y escojo una sonata para violín, de Bach. Me pongo a tocar y olvido que soy Sergio; nada de cuanto se mueve en torno mío me toca. Vienen a interrumpirme porque hay visitas para mí. Quizá Miguel o Mama Canducha. ¡Este Miguel que me tiene olvidado desde hace tanto tiempo!

Entro al salón de visitas y veo a mi padre adelantarse con tres niños morenuchos y esmirriados, bien vestidos. Papá me abraza con un abrazo que no pasa de los hombros y señalando a los chiquillos dice: "Tus hermanos, Sergio; este es Juan Pablo, el mayor; José Joaquín o Quincho como le decimos allá y Francisco. En casa quedan cuatro. Ya los conocerás a todos". Los empuja hacia mí y habla riendo con risilla forzada.

No me nace simpatía hacia ellos que me contemplan con recelo y curiosidad. Atraigo al menor porque sus ojos me recuerdan los de Gracia.

—Vamos, ¿no piensan decir nada a su hermano? —les pregunta papá—. Te traen un regalo, Sergio. Dáselo, Juan Pablo.

El muchacho me entrega sin hablar, un envoltorio, y papá me dice que son corbatas y camisas. Les doy las gracias sin entusiasmo. Se nota en mi padre el deseo de establecer relaciones entre sus hijos, y está locuaz como nunca lo viera hasta entonces. Me cuenta que vienen de San José a donde han ido a comprar muchas cosas para celebrar la Navidad; las han enviado en carreta a Paraíso, a la finca en donde viven ahora. Lo más delicado, los regalos para la maná, Gracia y los niños, ha preferido traerlos en persona, y son todos esos paquetes que los rodean. En la noche tendrán una cena… Y sonríe mirando alternativamente su prole.

Uno de sus hijos se le ha sentado en el regazo y él le acaricia la mejilla; los otros se apoyan contra él. Yo recuerdo que nosotros nunca osábamos acercárnosle.

Pido al menor que dé a Gracia un beso en mi nombre.

Se despiden y yo no he podido oír la voz de mis hermanos. Los miro partir, sin pena, vuelvo a mi violín y mi padre y ellos quedan olvidados entre la música de Bach.

Días de año nuevo
—Mis compañeros juegan en el patio y sus gritos se confunden con el murmullo del viento. Cae una garúa finísima irisada por los rayos del sol. Estoy alegre sin saber por qué.

Vienen a decirme que una señora desea verme y me llevan a la sala de visitas.

La luz del exterior me ha deslumbrado y entro en la pieza sin distinguir bien en torno mío.

Antes de darme cuenta de ello, una nube de tules y de perfume me envuelve; hay besos apasionados en mi rostro y una voz sollozante, una voz amada que yo conozco, exclama: "¡Sergio, mi hijito!". Por un momento pierdo la noción de las cosas… Se borra la luz en las ventanas… Al volver en mí tengo apoyada la cabeza en el pecho de mamá. Cojo sus manos y las beso con el corazón puesto en los labios que tropiezan con la cabritilla de los guantes. La atraigo hacia mí y cubro de besos su cara. No puedo hablar, es como si fuera a morir…

Sí, no es ilusión, es mamá, siempre tan linda con su cara de chiquilla morena y sonrosada. Bajo su sombrero asoman los rizos negros, inquietos y brillantes. Hace muchos años que esa cabeza infantil estuvo acostada en mi almohada, al lado de la mía. Viste un lindo traje de seda gris y un gracioso sombrero de paja adornado con una gran rosa encarnada.

Detrás de mí suena un gorjeo. Mamá se aparta y la veo acercarse luego con dos niños de la mano de los cuales no me había dado cuenta en el primer momento: una niña vestida de blanco, con un dulce rostro pálido, de grandes ojos claros; y un chacalincillo cuya carita blanca y sonrosada asomaba como una flor entre los encajes de su vestido.

—Son tus hermanos, Sergio: esta es María Navidad y este es Rafaelito. Hay otro, Rodrigo, que dejé en casa porque está acatarrado". Recordé la escena de papá presentándome también a sus hijos como a un extraño… Juan Pablo, Quincho y Francisco… No sé por qué estos otros hermanos me han atraído más. Tal vez porque son hijos de mamá.

Sonreí al bebé que con pasos menudos se acercaba a mí, con la boca hecha una fiesta, tendiéndome confiado sus bracitos. En Navidad, vi resucitar de pronto la sonrisa de Merceditas. Los besé con infinita ternura. En mis labios estaba todavía mi corazón que subió a ellos al sentir a mamá cerca. La niña me miró sorprendida cuando mis lágrimas mojaron sus mejillas.

El pequeño rió y retozó en mis regazos y me llamó papá. Mamá rodó la silla por el salón y al verse correr en ella, el niño gritó encantado. Los retratos de los grandes sacerdotes, que ornaban las paredes, parecían sonreír benignamente al escuchar aquella charla de pajarito.

María Navidad no habló: se limitó a contemplarme con sus grandes ojos claros y cuando mis miradas se encontraron con las suyas, me parecía que la sonrisa de Merceditas resucitaba en sus labios.

Se lo hice notar a mamá, que me contestó: "Y es silenciosa y buena como Merceditas". Se enjugó los ojos y se quedó grave. Luego me dijo: "¡He vuelto a Costa Rica porque no podía más! Ay Sergio, vivo con el pensamiento partido en dos, una mitad con ustedes, la otra con ellos". Y con el gesto señalaba a sus otros hijos.

Hacía quince días que llegara y no había hecho más que buscarnos. Logró dar con Candelaria que la puso al corriente de nuestra suerte… ¡La muerte de Merceditas! ¡De esa muerte ella tenía la culpa! Que Dios la perdonara. A la pobre Gracia no la podría ver. Le dejaba muchos besos conmigo. Ya no vivía en el Perú sino en Colombia y me dejó una tarjeta con sus señas para que le escribiese. Solamente quince días más estaría en Cartago, pues tenía que regresar a donde estaba su marido.

¡Ay!, ¡otros hijos y otros intereses! A ratos hablaba con seriedad y tristeza; por sus ojos y su boca pasaba un soplo, y yo creía que la pena iba a apagarlos, pero enseguida la llama se reanimaba; entonces me parecía ver su alma, una alma en la cual no había el recuerdo de su hijita muerta, ni el de Gracia, ni el de Sergio que iba por la vida en una silla de ruedas. Con los ojos hubiera querido meterla dentro de mi pecho para que nada ni nadie pudiera sacármela de allí.

Mamá se levanta. Me promete volver todos los días mientras estén aquí. Siento una pena muy grande cuando me dicen adiós. Rodeo con mis brazos el cuello de mamá. Ella abre su portamonedas y quiere dejarme dinero, pero se lo impido con vehemencia, "no, no, no me des dinero, mamá" —le suplico. Le pido su retrato y el de los niños y me ofrece traerlo cuando vuelva.

Se baja el velo del sombrero y se aleja, con su taconeo gracioso que no oigo hace tantos años; tras sí deja el susurro de su traje de seda y su perfume. Ya en la puerta, invita a los niños a que me tiren besos con la punta de los dedos. María Navidad me sonríe y mamá agita su mano enguantada en señal de despedida.

Un nudo me aprieta la garganta y siento que va a estallar mi llanto.

—Mamá, levanta el velo para verte —le pido.

Lo hace, y qué tonto soy, me maltrata mirar su rostro iluminado como siempre y no ensombrecido por la pena. ¿No habrá en su interior un dolor parecido al mío? Mis oídos se quedan atentos a los pasos y a las voces que se alejan.

Pero Sergio no volvió a ver a Cinta, porque Juan Pablo Esquivel, al saber que ella estaba en Cartago, comprendió que había venido para ver a Sergio y dio orden en el Colegio de que cuando "esa señora" llegara a preguntar por su hijo, le contestaran que no lo podía ver.

La visita de su madre hizo a Sergio sentir intensamente su abandono. Se refugió entonces en el recuerdo de los tiempos idos, y lo más grato para su corazón fue evocar todo lo relacionado con Mama Canducha. ¡Estaba rodeado de una soledad tan fría! Lo más tibio, lo más suave en su vida había sido esta viejecita guanacasteca. Hacia ella tendía él su espíritu para calentarse, y entre los pliegues de la ternura que había en la sonrisa y en los gestos de la anciana, metía él su frente y sus manos ateridas. Todas eran memorias humildes y sencillas, y esto era lo que más conmovía a Sergio: allí estaba Mama Canducha, sentada en un rincón de la cocina, en el taburete de cuero, arrollando cigarrillos con el guacalito del tabaco picado, en el regazo; o bien preparando en el frasco de cristal, en los tiempos de cuaresma o de Semana Santa, aquel encurtido que olía a gloria; o, toda confusa, después de haber asegurado a los niños que la persona que se bañaba en Viernes Santo se convertía en sirena, veía entrar a Gracia con la cabeza mojada diciéndole implacable: "Idiay mamita Canducha, me bañé hoy Viernes Santo y mire, no me hice sirena".

¡Con cuánta destreza arrollaba en la boleta de papel amarillo de fumar, el tabaco picado, revuelto con una punta de hoja de higo tostada y desmenuzada! Flotaba en el ambiente el olor a tabaco curado con aguardiente, miel, clavos de olor y cáscaras de lima. En una alacena guardaba los utensilios de que se servía para dar gusto a su inocente vicio de "humar", como ella decía; el cuchillo en forma de media luna con que picaba el tabaco; el pascón para colar el tabaco picado, que consistía en una palanganita de hojalata agujereada con un clavo; la botellita de la cura y el guacalito con boletas amarillas. Sergio y Merceditas le ayudaban a desvenar las hojas de tabaco iztepeque que Mama Canducha en persona compraba en la tercena de la niñas Acosta, frente al cuartel de Policía o en casa de doña Fermina Morales.

De noche, cuando Miguel narraba sus historias, Mama Canducha hacía cigarros; a veces se levantaba y encendía uno, en las brasas del hogar y se ponía a fumar tan quietecita que acababa por confundirse con las sombras. De rato en rato se abría entre la oscuridad una como florecita roja; era la brasa del cigarro de Mama Canducha. Cuando salía en las tardes a rezar el Rosario en la iglesia vecina, los niños la veían sacarse de detrás de la oreja "la chinguita" que siempre tenía lista, y darle unas cuantas chupadas.

¿Y el bocal de vidrio tan limpio que se confundía con el aire que lo circundaba? Para los Días Santos, Candelaria lo llenaba con el vinagre de guineo, transparente y perfumado, que ella misma preparaba con los guineos remaduros de las cepas sembradas por sus propias manos en el solar de la casa.

Dentro de él ponía vainicas tiernas, tajadas de pepino, ramitas de coliflor, pedacitos de zanahoria, de chayote, jocotitos celes en los cuales no se había cuajado la semilla, tajaditas de cebolla; y para dar más gusto al encurtido, clavos de olor y hojas de laurel. Entre tanta mansedumbre y tierna inocencia, escurría uno que otro rojo chile picante, de los "bravos", que parecían diablillos asustando doncellas campesinas.

Ana María ha regresado y Sergio ha podido volver al caserón de San Francisco, gracias a su amiga.

En vísperas de la última operación practicada a la tía Concha, Ana María supo explotar la sensibilidad excitada de su ama, quien no hallaba qué promesa hacer ni qué santo bajar del cielo para salir bien del apurado trance. La muchacha inventó una inocente mentira que podía redundar en provecho de Sergio: había recibido en esos días una carta muy triste de este. Entonces contó a la tía Concha, de un sueño que tuviera en el cual oyó una voz que le aconsejaba hacer la promesa a la Negrita de los Ángeles de recoger en su casa a Sergio, que era un ser abandonado; en cambio la Virgen le ofrecía que la operación tendría buen éxito.

La acongojada señora convino enternecida. La operación estuvo feliz y se emprendió el regreso a la Patria después de varios años de ausencia. Ya establecidos de nuevo en San Francisco, Ana María recordó lo prometido y Sergio pudo volver a su lado.

Pero la Ana María que regresó era bien diferente a la que Sergio había visto partir.

La transformación tenía algo de hechicería. Era como si una varita mágica la hubiese tocado para embellecerla. Ya no era la peloncilla de cabello lacio: ahora era una linda muchacha con una corona magnífica de trenzas negras sobre la cabeza; los ojos de cabra, pero con una luz nueva que le iluminaba la cara; la naricilla ñata, pero con unas como líneas nuevas que ponían una gracia infinita en el rostro. Allí estaban los camanances, pero ya no eran los pocitos de picardía de antaño sino que daban a su sonrisa un encanto inefable. Sus movimientos habían dejado entre la niñez que se fue, la torpeza y la brusquedad, y se habían convertido en silenciosas y suaves líneas curvas. En lugar de las batas largas, oscuras y desmañadas que le ponía la tía Concha, usaba graciosos vestidos de tela barata que ella misma confeccionaba —guiada por su buen gusto y por lo que viera en su viaje.

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