Read En una silla de ruedas Online
Authors: Carmen Lyra
Mi imaginación vuela hacia nuestra casa… Oigo caer las gotas de la llave mal cerrada, en la pila llena de agua del lavadero y también los limones amarillos del lindo limonero del jardín. El lavadero y el jardín están sumidos en la oscuridad. La pila llena de agua es como una gran caja de resonancia. Caen las gotas y hacen saltar una nota musical pequeñita, tan pequeñita que casi no la pueden distinguir mis oídos… Tin, tin, tin, tin… A la nota se le quedan flotando en la superficie de la pila unas guedejas azules muy finas que son como los estambres de las pequeñas flores del mirlo. Los limones amarillos se desprenden de las ramas. Es que están ya tan maduros que no pueden sostenerse más y van a través de la noche rodando juguetones por el suelo o bien se quedan muy quietos entre una cama de hojas. El agua de la acequia se aleja cantando su canción: "Adiós, Sergio, Gracia y Merceditas…".
De pronto dos bracitos han rodeado mi cuello y una pequeña cabeza se acerca a mis mejillas… ¡Ah, si es Ana María! No la sentí llegar porque está descalza.
Su voz suave y cariñosa pregunta:
—¿Por qué llorás, Sergio?
No respondo. La inflexión tierna de su tono, invita a mi pena a desbordarse y los sollozos brotan de mi garganta. La presión de los brazos aumenta y unos labios tibios comienzan a besarme …Luego, unos sollozos tímidos acompañan los míos.
El dolor se va calmando e interrogo:
—¿Por qué llorás, Ana María?
—Porque me dan ganas de llorar cuando te veo llorar.
—Yo lloro porque me han traído aquí… Ay, Ana María, en casa cada uno ha cogido por su lado.
—Anoche oí a la niña Concha decir que te ibas a venir con nosotros, Sergio, ¡y me puse más contenta…!
—No debías haberte puesto contenta. Me vine porque soy como un preso en esta silla… Si tuviera mis piernas buenas habría huido no sé para dónde… Yo no quiero ni a la tía Concha ni al tío José. Tampoco quiero a papá.
—¿Y a mí?
—A vos sí…
—¿Por qué te has venido?
—¿Por qué? Porque no tengo mis piernas buenas. Ana María, ¿no has oído decir en dónde está mamá?
—¿La niña Cinta se ha perdido?
—Sí.
Lloramos de nuevo.
Entre sollozos interrroga:
—¿No la han buscado?
—No sé.
—¡Qué extraño! Yo creía que la gente grande no se pierde… ¿Y tus hermanitas?
—Las llevó papá al colegio, internas. Si estuviera aquí Mama Canducha…
La pena me estruja otra vez la garganta. Ana María sale corriendo; enseguida vuelve y me pone entre las manos dos pequeños objetos.
—Tomá y no llorés más, Sergio —me dice.
La voz gruesa de mi tía, que ha regresado del Rosario, resuena enojada:
—Ana María, ¿y eso qué es? ¿Por qué no has encendido las lámparas? ¿Cuándo vas a aprender a hacer las cosas sin que te lo manden?
La niña se escurre. Quisiera haber seguido llorando en la oscuridad, con los bracitos de Ana María en torno de mi cuello.
Ana María era entonces una peloncita de unos ocho años, si bien aparentaba menos. Era como el duendecillo de aquel caserón, y parecía tener el don de la ubicuidad: estaba en todas partes, lo que indignaba a mi tía Concha. Cuando menos se esperaba, se veía surgir entre los grandes muebles, la figurita menuda de graciosa cabeza, en cuyo rostro moreno se abrían unos ojos muy negros y rasgados como los de las cabras: los párpados estaban adornados con un fleco espeso de pestañas "chuzas", tupidas y cortas que le lucían mucho. La naricilla ñata tenía el aire de ir husmeando travesuras y en las mejillas se abrían, al menor pretexto, unos camanances que eran en esta cara unas pilitas de encanto y picardía. Mi tía no le había dejado crecer el cabello, seguramente para no tener el trabajo de peinárselo.
Recuerdo haberla visto siempre con unos trajes azules de lunares o florecillas blancas, de larga falda para que no anduviera enseñando las piernas, como decía mi tía. Eran trajes sin gracia, sin adorno alguno. Años después me contó Ana María que este recuerdo se debía a que la tía Concha le compraba al principiar el año, tela azul para cuatro vestidos idénticos que tenían que servirle los doce meses y más si era posible. Además, por economía, el ama de la casa había condenado los pies de la niña "recogida" a ir descalzos por esta pedregosa vida.
Ana María había sido sacada por la tía Concha del Hospicio de Huérfanos y en el piadoso establecimiento ignoraban el nombre de los padres de la niña. La tía Concha hablaba del acto de haber sacado a Ana María del hospicio, llevado a cabo por ella, como si la chiquilla hubiese tenido la suerte de subir del infierno al cielo.
A la luz del día he examinado las cositas que me diera anoche Ana María con el fin de calmar mi llanto. Son un prisma triangular de cristal de esos que adornan las lámparas de las Iglesias y una crucecita de hueso labrado, amarillenta, en cuyo centro hay un agujero con una lente minúscula. Ella ha venido a explicarme su valor y uso. Ambas cosas son regalo de los ojos: por la lentecilla de la cruz se ve un Niño Dios dormido entre flores con la cabeza apoyada en un corderito. Todo allí dentro resplandece y yo no quisiera quitarme de esta inocente visión. ¡Cuán admirable es para mi espíritu sencillo la pequeña cruz amarillenta y sucia, que guarda en su interior el luminoso cuadro del pequeño Jesús dormido entre azucenas con un blanco corderillo por almohada! Y mirando por el minúsculo cristal habría pasado las horas, si Ana María no me lo quita para deslumbrarme con su otra maravilla: el prisma de cristal. Cuando me he puesto a mirar a través del prisma ha sido para mí lo mismo que si me hubiese internado en un arco iris; cuanto me rodea, adquiere de pronto una belleza mágica… algo así como si una de las hadas de los cuentos de Miguel lo hubiese tocado todo con su varita de virtud. Las sucias casillas en torno de la plaza, el lodo de la calle, las nubes, la hierba, el viejo caballo que pace, han sido bañados con una luz en la cual se han diluido todas las piedras preciosas. Las paredes de la iglesia no muestran la desnudez áspera de sus ladrillos, ni las torres a medio terminar tienen un aspecto descarnado y feo. Todo ha sido cubierto con una capa de brillantes, esmeraldas, rubíes; la luz hace en todos los ángulos encajes delicadísimos. Yo pienso en un palacio encantado. ¿Y el jardín? Al verlo grito fuera de mí:
—¡Ana María, es como entrar al jardín de Aladino! ¡Si pudiéramos meternos dentro de tu vidrio, Ana, y vivir en él!
La tía Concha pasa por el corredor y la chiquilla dice ingenuamente:
—Mirá a la tía Concha, Sergio, y verás que hasta ella es distinta.
Obedezco y me convenzo de que la antipática señora se ha irisado también.
¿De dónde cogió Ana María estos objetos? El prisma lo encontró en la iglesia y la cruz la tiene desde que estaba en el hospicio. Me ha confesado que la escamoteó a una vigilante. Un día en que fue castigada, para consolarla, la mujer desprendió la cruz de su rosario y la hizo ver el misterio allí encerrado. Desde entonces, el poseerla fue su único anhelo. El ser dueña de esta cruz constituía para ella la felicidad. Por fin logró apoderarse del tesoro que escondió en el hueco de una pared; cuando estaba sola iba a contemplarla emocionada.
Ha sido preciso que hayan transcurrido tantos años para comprender el valor del desprendimiento de la chiquilla, al darme estos objetos que encerraban para ella toda la dicha y la belleza. En aquella época lo comprendí de una manera muy vaga. Quise devolvérselos, pero me dijo heroicamente:
—No, Sergio, cogételos… si yo tengo mucho que hacer y no me queda tiempo de mirar por ellos. Además, si la niña Concha me los encuentra, me los tira al tejado. ¿Sabés dónde los guardo? Pues entre una lata de salmón vacía que escondo en el palo de mango. Con vos estarán más seguros y cuando yo tenga tiempo, vengo a que me los prestés.
¡Cuántas veces después, olvidé mi pena, como en esa mañana, al contemplar la vida a través del prisma de cristal de Ana María o mirando por el agujero de la crucecilla de hueso, el minúsculo espectáculo que ponía alas a mi fantasía!
La tía Concha no se cansaba de sacar a relucir la caridad, de que diera prueba, al sacar a Ana María del Hospicio de Huérfanos, para tratarla, decía ella, como a una hija. Sin embargo, en esto había procedido lo mismo que en su cultivo y desvelo por los rosales, cuya belleza no le importaba tanto como las monedas que le producían. Razón tenía Engracia la cocinera al decir que "la niña Concha no arrancaba pelo sin sangre". Si la chiquilla no andaba por los suelos bruñendo o encerando los ladrillos, estaba limpiando vidrieras, barriendo patios y desagües, desyerbando el jardín, llevando y trayendo las vacas, metiendo leña. El caso es que la tía Concha no dejaba a la pobre criatura tentar tierra. Dichosamente Ana María tenía una imaginación viva y alegre, y todos sus trabajos los volvía juego: si limpiaba el pavimento de una habitación, dividía los ladrillos en dos bandos, el suyo y el de la niña Concha. Los que pertenecían al primero, quedaban convertidos en espejos, y a los otros les daba poco brillo, para que rabiaran. Si la ponían a barrer el patio, hacía fogatas con las hojas secas, que representaban incendios terribles; a veces tenía compasión de una ramilla que se retorcía entre las llamas y la salvaba. Las rosas Príncipe Negro eran sus predilectas, y al pie de estos rosales no se encontraba jamás una mala hierba. Si había que meter carretadas de leña, quien sabe cómo se las ingeniaba para que todos los chiquillos de la vecindad la ayudasen; venían hasta los hijos de un gran diplomático que vivían en una hermosa casa de las inmediaciones, quienes cargaban haces de leña sin cuidarse de sus magníficos trajes. En hacer divagaciones curiosas, opuestas sobre cuál de todos cargaba más palos o llegaba primero al galerón, en contar cuentos y reírse se les iba el tiempo. Dramatizaban los cuentos que leían y Ana María era o bien María Cenicienta o bien Blanca Nieves en espera de los enanos y a mí se me convertía en Robinson. En las tardes de verano, mientras la tía Concha iba a rezar su Rosario a la iglesia, Ana sacaba a Sergio en su silla a la plaza; se les reunían otros niños y jugábamos de modo que yo pudiese tomar parte. Y allí se estaban contando cuentos a la luz de la luna.
En las noches de invierno se iban a la cocina a experimentar el terrible placer de escuchar los cuentos de espantos, referidos por Engracia la cocinera: el de la Segua, a quien el trasnochador perseguía tomándola por una linda muchacha, la cual al cabo de mucho caminar se volvía y dejaba tieso a su perseguidor, mostrándole los enormes dientes de su hocico de yegua; el de la Llorona lamentándose en las riberas de los ríos por el hijo que había arrojado en la corriente; el del Cadejos, el de la Tulivieja; el del Padre sin Cabeza; el del Mico Malo. Los niños nos íbamos a la cama con un escalofrío en la espalda. Las sombras en mi cuarto adquirían formas espantosas. Me dormía con la cabeza envuelta en las sábanas y la frente sudorosa. Pero al día siguiente volvíamos a pedir a Engracia más relatos espuluznantes.
Mi padre ha venido a despedirse porque se vuelve a la Línea a terminar de arreglar sus asuntos. Ana y yo estamos en el corredor, tras un macizo de pacayas y no somos vistos. Papá dice:
—Tal vez sea mejor que Candelaria se venga a cuidar a Sergio.
La tía Concha interroga:
—¿Cuánto le vas a pagar?
—Pues tanto —contesta mi padre.
—No es mucho, pero mejor no llamés a Candelaria, yo misma cuidaré de Sergio …el tiempo no está para dejar ir un centavo. Entonces, ya sabés, nos pagarás una pensión de tanto, y es barato. Juan Pablo, te lo aseguro, estando el tiempo como está.
—Bueno, mujer —responde con disgusto mi padre.
¡Qué mujer más odiosa! Ella pregunta:
—¿Al fin has sabido algo de Cinta?
—Sí. Se ha marchado al Perú.
—¿Qué iría a hacer allí tu compadre Rafael Valencia?
En su rostro hay una risilla repugnante de conejo. Él le contesta secamente:
—No sé…
Hay una pausa y yo escucho el palpitar de mi corazón. Siento como si quisiera salir huyendo de la desolación infinita que se me metió en el pecho desde que oí a mi padre.
En la noche, cuando solamente se oyen los golpes del gran reloj, me pongo a llorar. Mi tía ha dejado sobre la cómoda el candilito de aceite encendido en descanso y alivio de las ánimas; estoy rodeado de pavorosas sombras que se mueven según la oscilación de la llama. Lloro sin cubrirme la cara con las manos. De pronto el duendecillo de la casa surge de un rincón. De un brinco está a mi lado en la cama. Se pone a abrazarme y como la otra noche, llora conmigo. Este acto tiene el poder de calmarme, como seguramente no lo habrían conseguido las palabras más elocuentes.
—Ana María, ¿sabés dónde está el Perú?
—No. El Perú… ¿Te acordás, Sergio?, a—.—.—.—., guayabita del Perú, ¿cuántos años tienes tú? Mirá lo que te he traído —dice sacando una anona de entre los pliegues de su vestido—. Está madurita, es de una guaca que tengo a la orilla del río. Dios libre que la niña Concha lo sepa. ¿Querés que la comamos?
La divide sin esperar mi contestación y me dice:
—Es como ponerse en la boca los terrones de azúcar, Sergio.
Habla con la boca hecha agua y me contagia. Sonrío bajo mi llanto y saboreo mi parte. Ana dice, señalando una lágrima enredada entre mis pestañas:
—Cuando te da la luz allí, se ve de colores como en mi vidrito.
Una vez tranquilo, me hace acostarme y me arropa bien, con solicitud maternal. Le cuento que lo mismo hacía Mama Canducha. Luego se va y desaparece detrás del armario.
Me duermo y sueño que tengo las piernas buenas y que salgo huyendo de la casa de mis tíos, hacia el Perú, que se ve a lo lejos: el Perú es una casa en cuyo tejado está mi gatita Pascuala. Allí vive mi mamita y el aire es irisado como en el prisma de Ana María. Veo a Gracia que viene corriendo a mi encuentro, gritando alegremente "A, e, i, o, u, guayabita del Perú, ¿cuántos años tienes tú?".
La tía Concha era una mujer bajita, rechoncha y ridícula, de voz hombruna. Su cara, muy empolvada, lo dejaba a uno en la duda de si era joven o vieja. Cada noche, antes de acostarse, Ana tenía que arreglarle el cabello en multitud de trencitas y el que le rodeaba la frente había que retorcerlo en una serie de piruchitos envueltos en tiras blancas y papeles. Toda esta fábrica era deshecha otro día con gran complacencia, y ondas y rizos servían para confeccionar un fantástico peinado. Padecía de jaquecas, y el día que amanecía con este mal, se colocaba unas rodajas de papa cruda en la frente, las cuales se sostenían con un gran pañuelo blanco. Sergio pensaba al ver a la tía Concha con aquella venda en un difunto que movía a risa. Ana y él se burlaban a escondidas. En los días de jaqueca todo el mundo tenía que andar en puntillas, bajar el diapasón de la voz, y la pobre chiquilla tenía que soportar mojicones y pellizcos que le propinaba la enferma. Su vida estaba dedicada a los pisos y a las plantas, sobre todo a las begonias. Siempre andaba a caza de "hijitos de rosa", de hojas sazonas de begonia, de recetas para abonar esta planta o la de más allá. No había lata de conserva vacía, ni olla inservible en donde no retoñara la consabida hojita de begonia. Ella las bautizaba a su antojo, según el dibujo, color o parecido que tuviera: "la naipe", "la bronce", "la lotería". En las mañanas yo tenía que quedarme en la cama hasta la hora de almuerzo, porque la maniática señora —en vez de cuidarse de mí— se ponía a moler cáscaras de huevo, a desmenuzar estiércol y a mezclar orines con agua para sus begonias. Desde entonces cobré a esas preciosas plantas una profunda antipatía y jamás me han llamado la atención sus complicados tornasoles ni sus manchitas caprichosas.