En una silla de ruedas (3 page)

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Authors: Carmen Lyra

BOOK: En una silla de ruedas
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Era en las mañanas, mientras molía las tortillas que enseñaba a los chiquillos el Todo Fiel. Desembrocaba la gran piedra de moler el maíz, con el mismo gesto con que deben haber desembrocado la suya las indias chorotegas adoradoras del sol. La lavaba bien y alistaba el maíz cocido en el lebrillo de arcilla. Llamaba a sus discípulos que acudían y rodeaban el molendero.

—¡Persínense! —ordenaba la maestra de teología. Y los niños hacían la señal de la cruz y se santiguaban; cruzaban los brazos sobre el pecho con devoción y comenzaban: "Todo fiel cristiano, que está muy obligado…". Candelaria, inclinada sobre la piedra quebraba el maíz y el ruido acompasado y monótono acompañaba el sonsonete de los niños. Los granos se convertían en masa blanca; jadeaba la anciana al llevar y traer la mano de piedra mientras pasaba y repasaba la masa. Palmeaba las tortillas con gran habilidad entre sus manos oscuras y sus dedos se pulían rítmicamente en los bordes del suave disco que luego ella iba a dejar sobre el comal caliente. Los niños repetían los Mandamientos de la Ley de Dios o el Credo, y cuando Mama Canducha iba a volver la tortilla o a ponerla a asar en el brasero, se hacían morisquetas y reían bajito. El ambiente de la cocina se llenaba con el sabroso olor de la tortilla que se asaba en el rescoldo, y los niños olvidando que tenían a Cristo padeciendo bajo el poder de Poncio Pilatos, gritaban: "Mama Canducha dénos tortilla caliente…". Y Candelaria cogía del asadero una de sus grandes tortillas con sal de cáscara crujiente y dorada, la untaba con natas de leche y la repartía entre sus discípulos, olvidado todo el mundo del gobernador romano que condenó a Cristo a morir en una cruz.

De joven había servido Candelaria en casa de los padres de Jacinta. Después se casó y tuvo hijos, pero estos y el marido murieron. Cuando la niña Jacinta —a quien ella viera nacer— casó a su vez, Candelaria se fue con ella y le ayudó a criar a las dos muchachitas y a Sergio.

Candelaria servía con fidelidad y desinterés.

Era de esas criaturas que sirven sin rebajar su dignidad; su obediencia era inteligente, de la que ennoblece a quien la practica. En donde ella estaba, se hacía luego indispensable; se imponía enseguida, sin hacerse sentir, y muy pronto se convertía en el ama de la casa. Casi siempre su corazón estuvo en un nivel superior al de sus patrones. Lo que tocaban sus dedos oscuros y nudosos quedaba limpio y en orden. Su lengua tosca tenía en todos los momentos la palabra que se necesita; en la alegría echaba ramilletes de chispas inofensivas como las de la piedra de afilar cuando trabaja; en la ira era como el agua que apaga las llamas; en el dolor la gota de aceite que calma.

Existencia humildosa y noble; evocaba el verso del poeta inglés: "Sus pasos hollaron la pradera y dejaron en pos de sí las rosadas margaritas". Si a Candelaria le hubieseis dicho esto, no lo habría comprendido. Sus pies desnudos, morenos, de planta endurecida, dejando huellas sobre las que nacían flores. ¡Vaya, vaya y qué modos de hablar!

Para los niños era algo tan indispensable como su madre. La llamaban Mama Canducha. Ellas los quería a todos, pero su cariño por Sergio era casi un fanatismo. Cuando murieron sus hijos y su marido, su amor quedó flotando como una hebra de miel en el espacio; un día se encontró con esta vida triste y delicada y allí se prendió y tejió en torno suyo un capullo de ternura.

Era ella quien acostaba y levantaba al niño; le preparaba sus alimentos y le arreglaba su ropa. Enternecía verla acomodar la gaveta de Sergio: doblada con primor las camisas, los pañuelos y entre cada pieza metía hebras de raíz de violeta para que oliesen bien.

Jamás se borró de la memoria de Sergio la sensación de bienestar y seguridad que lo invadía cuando al anochecer lo cogía Mama Canducha entre sus brazos y lo llevaba a un rincón de la sala. Allí se sentaba en una poltrona, lo arrullaba y le narraba cuentos. Y los regazos de la anciana le parecían más mullidos, más tibios que los almohadones de su silla; tenían una suavidad animada y cariñosa de la que carecía el terciopelo de aquellos.

Gracia y Merceditas se sentaban a los pies de ella en los pequeños taburetes de asiento de cuero que les fabricara Miguel. Entonces, les refería los cuentos de "El tonto y el vivo" de "La Cucarachita Mandinga" y "Las aventuras de Tío Conejo", o bien, los ponía a jugar la pisi pisi gaña y el pilote. Y cuando la cabeza de Sergio se abatía sobre su seno y la de las niñas sobre sus rodillas, entonaba canciones ingenuas al son de las cuales dormitaban los chiquillos:

"¡Ay quién fuera perro negro negro como el zapoyol, pa’ meterme en tu cocina y robarte el nistayol!".

Les cantaba también villancicos:

"La Virgen lavaba,

San José tendía, el niño lloraba,

Joaquín lo mecía".

Los niños tejían sueños que parecían estampas luminosas con estos versos, mientras dormitaban. Sergio veía a la Virgen con túnica celeste protegida por un delantal blanco, lavando en una quebrada. Se había puesto el sombrerón de paja con que Canducha se cubría la cabeza para ir a tender la ropa al potrero. San José le había dado su vara florecida para que se la tuviera mientras el santo colgaba las camisitas blancas. El Niño dormía en la cuna improvisada con una sábana suspendida a modo de hamaca en las ramas del aguacate, llegaba un perro negro, negro como el zapoyol y ladraba; el Niño despertaba asustado, pero como se veía entre los brazos de Canducha sonreía tranquilo.

3

¡Cómo me cautiva y conmueve esta escena con todos los detalles

que la componen! El viejo afilador de faz triste y mentón

anguloso, con su ropa usada y su largo delantal de cuero!

en pos de sí las rosadas margaritas
.

Walt Whitman "Chismes emergidos de la rueda"

Entre la ronda de afectos que velaban en torno de la silla de ruedas de Sergio, estaba el de Miguel, el viejo Miguel de apellido tan extraño que nunca lo pudieron pronunciar correctamente estos amigos suyos para quienes tan querido fuera.

Fue en una mañana de temporal, de esos temporales tan frecuentes en nuestro país a fines del mes de octubre, que Sergio conoció a Miguel. El niño miraba interesado una cuadrilla de hombres que trabajaba en el arreglo de la calle; le llamó la atención un hombre con la cabeza cubierta por un casco verde, desteñido y sucio. Dejaba caer el mazo con desgano y de rato en rato se detenía como si le faltaran las fuerzas.

El cuadro de estos hombres cubiertos de barro, empapados y vistos a través de la lluvia lo entristeció.

Imaginó que el trabajador del casco estaba muy cansado. Si él, Sergio, se atreviese, los llamaría a todos y pediría a Mama Canducha que les ofreciera una taza de café… pero le diría al oído que al hombre del casco se lo sirviese en su jarrito de porcelana con un ángel pintado. Lo llamaba con el corazón:

—Venga usted, señor, venga acá. Yo sufro mucho al mirar sus zapatos enlodados y su camisa hecha una sopa.

El hombre del casco verde dejó su tarea. Miró arriba y abajo en la calle y al ver un niño en el corredor de una casa rodeada de jardín entró y se acercó lentamente. Bajo el casco había un rostro curtido, rodeado por una barba espesa y rubia entre la cual la vejez sembraba ya su plata; los ojos eran azules, desalentados y de mirada vaga.

El corredor estaba en alto, rodeado de una baranda cubierta de enredaderas, y por esto no podía ver sino la cabeza del muchacho. Quitóse el casco con humildad y pidió, con acento extranjero muy marcado, un vaso de agua.

Cuando Sergio lo vio acercarse se echó a temblar. ¿Acaso había oído la voz de su corazón? ¿Un vaso de agua? ¿Cómo decirle que no podía ir a traerlo? Fue esta una de las veces en su vida que sintió la necesitad de sus piernas, con ansiedad dolorosa.

Quedóse contemplando al extranjero en silencio, con los ojos muy abiertos. El hombre pensó que el chiquillo no le hacía caso y se alejó.

Un rato después sus hermanitas lo encontraron sollozando. Acudieron la madre y Mama Canducha. Costó mucho consolarlo y que dijese la causa de su llanto.

El hombre había vuelto a su trabajo. Candelaria fue en busca suya y le contó lo ocurrido. Lo hicieron entrar y sentarse al lado de Sergio. El hombre tuvo que convenir en tomar café caliente en el jarrito del niño. Al despedirse le acarició la cabeza y se quedó mirándolo con sus ojos tan tristes, tan bondadosos, tan lejanos. Sergio lo miró también. ¿Qué se dijeron con su silencio el desconocido y el niño? Por sus miradas, como por un puente maravilloso pasaron ambos, y después de abrazarse en el encuentro se metió cada uno hasta el corazón del otro.

Días después vino a traerle unos graciosos anillos de madera, muy bien labrados. Nunca juguete alguno le había dejado la alegría de aquellos.

La cuadrilla se fue a trabajar a otra calle pero cada mañana, Miguel, el hombre del casco verde, venía a visitar a Sergio. Los domingos llegaba temprano y esto era una fiesta para los chiquillos. El desconocido se había granjeado el cariño de todos. Con cosas humildes se construyó en aquella casa un nido de afectos: labraba para los niños, en pedacillos de madera recogidos en cualquier parte, juguetes artísticos e ingeniosos; podaba las plantas del jardín e hizo unos injertos en unos rosales, que traían intrigados a los muchachillos y a Candelaria. A esta le llena la cocina de comodidades, abriéndole alacenas y colgándole estantes por donde quiera, lo cual traía encantada a la viejecita porque así tenía en dónde acomodar cuanta lata de conserva y cuanta botella se le ponía al frente.

Los niños se entregaron a él con la confianza con que se da la infancia a lo que es sencillo como ella.

Un día Miguel no llegó y transcurrió toda la semana sin dar señales de vida. La lavandera fue quien trajo noticias suyas el domingo, cuando llegó con la ropa:

—El machito que ella había visto en la casa en otras ocasiones, había sido llevado al hospital ardiendo en calentura y malo del sentido.

Vivía en su mismo patio, y ella había recogido en su casa sus haberes: un violín entre su caja y un hatillo de ropa. El pobre ni cama tenía, que dormía sobre unas tablas.

La pena de Sergio fue muy grande. Cinta se vio obligada a prometerle que lo dejaría ir a ver a Miguel el día de entrada en el Hospital San Juan de Dios.

Candelaria lo llevó. Gracia y Merceditas le enviaron golosinas, y Cinta una botella de vino.

Llegaron al hospital. Aquel recinto de dolor fue una revelación para Sergio. Ansioso buscaba entre los rostros marchitos por la enfermedad, el de su amigo. Entraba y salía la gente, y de la boca de los enfermos visitados por el cariño, brotaba una sonrisa tibia que hacía pensar en esas columnitas de humo que salen de las chozas, señal de que en el pobre hogar hay fuego.

Miguel ocupaba una cama en el centro del salón. Cuando llegaron sus amigos, tenía la cara vuelta hacia la pared. Tal vez lo había hecho en un minuto de supremo desconsuelo, al ver pasar sobre él tantas miradas indiferentes que resbalaban sobre su corazón como gotas de agua sobre una superficie engrasada. De pronto sintió algo como un rayo de sol en su cuerpo y se volvió. Sus ojos se encontraron con las miradas de Sergio y Candelaria que se adelantaban cual mensajeros alados. Se abrazaron. Las lágrimas de Sergio mojaron la barba del viejo. Miguel se puso a contemplarlo. Cinta le había puesto su traje negro con cuello blanco y bajo el sombrero de fieltro asomaba su rostro pálido, enmarcado entre la espesa melena de su cabello lacio. Los ojos de los enfermos seguían con interés los movimientos de aquella figura infantil, bella y triste, hundida entre los almohadones de una silla de ruedas y con las piernas cubiertas por una valiosa piel de alpaca.

Por la ventana abierta entraba el sol. Había en los jardines árboles de dama florecidos y el aire llegaba hasta ellos embalsamado con el perfume delicado de esta flor. Las campanas de La Merced repicaban alegres y cuando su algarabía mística cesaba se oía el canto de los pájaros entre los árboles del Asilo Chapuí. Después de la llegada de sus amigos, Miguel comenzó a sentir todo esto. Antes el pobre viejo no había notado ni el sol, ni el perfume de las flores, ni la música de las campanas y de los pájaros. Comió sonriendo las golosinas de las niñas y bebió un trago a la salud de Cinta. Les enseñó un barquito que para Sergio labraba en un pedazo de madera. Rieron y conversaron. Los otros enfermos se sorprendieron al ver tan alegre el macho que hasta ese día permaneciera silencioso. Prometió ponerse bueno pronto y terminar el barco que Sergio no cesaba de admirar; cuando saliera del hospital se lo llevaría y lo pondría a navegar en la pila del jardín. Sonó la campana de salida. Fue preciso partir. En los ojos de Miguel temblaba una lágrima y en su boca una sonrisa cuando vio a Candelaria alejarse empujando la silla, cuyas ruedas producían un sonido que lo conmovía profundamente. Desde la puerta la anciana y el niño le dijeron adiós con la mano.

Sergio convenció a Cinta de que debían traerse a Miguel a vivir con ellos. ¿Cómo iba a ser posible que su amigo siguiera en aquel cuartucho húmedo en donde unas tablas puestas en el suelo le servían de cama?

Y a todo esto, ¿qué diría Juan Pablo? Pues Gracia lo convencería. Entonces entre las niñas y Candelaria arreglaron una habitación de madera construida en el jardín, para tiempo de temblores. Las personas mayores de la casa llamaban a esta habitación "el rancho" y los chiquillos, "el cuartito de las golondrinas" por estar tapizado con un papel claro sobre el cual volaban bandadas de golondrinas azules. Era una pieza alegre y limpia. Tenía una ventana encortinada con una planta
bellísima
que metía la alegría de sus ramilletes rosados hasta el lecho, arreglado por la anciana con ropas limpias y olorosas a cedro. De un clavo colgaron los haberes de Miguel: el violín y el hatillo de ropa.

La cabeza infantil de Cinta había gozado preparando la escena de ofrecerle el cuarto a Miguel. Los niños reían y palmoteaban al imaginar lo que haría cuando se encontrase allí con su ropa y su violín.

Por fin una mañana lo vieron entrar lentamente, apoyado en un bordón. La barba le había crecido y parecía más canosa. Los niños estaban en el jardín y fueron a su encuentro jubilosos. Sergio acudió también empujado por las manos de Merceditas.

Mientras descansó y se reconfortó, los chiquillos cambiaban miradas maliciosas y, de pronto, estallaban en carcajadas que desconcertaban a Miguel. En vano Candelaria los amenazaba con los ojos. Cuando habló de retirarse, nadie trató de detenerlo y él sintió que más bien parecían desear su partida. ¿Pero qué significaba la procesión alborozada que salió tras él y lo siguió por el jardín? Mama Canducha iba a la retaguardia rodando la silla de Sergio y Gracia corría adelante echando al aire sus risas alegres.

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