En una silla de ruedas (2 page)

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Authors: Carmen Lyra

BOOK: En una silla de ruedas
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Todas las energías que tenía su cuerpo para ser empleadas en los movimientos incesantes de la niñez, habían venido a formar su cerebro y su corazón de donde salían —con triste suavidad— a refrescar lo que constituía su mundo. Desde su silla velaba por todos y por todo: por su madre, por sus hermanitas, por Canducha, por Miguel. Y como si su amor no se conformara con los seres humanos, iba hasta sus palomas, sus conejitos, su gata Pascuala, sus plantas. Pasaba las mañanas bajo un naranjo del jardín y en torno de su silla era que los comemaíces y los yigüirros armaban sus algarabías. Los come maíces venían a sus hombros y a sus regazos a picotear las migas que él ponía allí para ellos, con la misma confianza con que se posaban en el arbolito de murta.

En torno de la silla rondaban las ternuras de Cinta, de las dos hermanitas, de Mama Canducha y de Miguel. Si alguien hubiese preguntado cuál de estas ternuras era la más honda no se habría podido precisar, porque cada una, a su modo, era la más honda. Sergio sentadito en su silla era allí el verdadero hogar. Era como una pequeña hoguera alrededor de la cual había manos afanosas para que no se extinguiera… ¡Era tan grato al corazón el calor de su llama!

La madre de Sergio se llamaba Jacinta, pero en casa siempre le dijeron Cinta. Para el niño no había en este mundo nada más bello ni mejor. Cuando Cinta salía, se ponía triste y no sonreía sino cuando sus oídos percibían otra vez su taconeo gracioso, sus risas y sus exclamaciones.

Cinta era una personita encantadora, con el cerebro a pájaros. La verdad es que si Candelaria no hubiese estado siempre alerta, aquella casa no habría caminado bien. Los treinta años no lograron llevar la gravedad a esta criatura que jamás enterró la ligereza de su infancia. Era menuda y graciosa con la cabeza hecha un nido de colochos oscuros, una de esas figuras pequeñitas de mujer que inspiran deseos de cogerlas y ponerlas de adorno sobre una consola, como si fueran una chuchería artística de gran valor.

Gracia y Merceditas eran menores que Sergio. A María de la Gracia la llamaban también Tintín porque estaba siempre alegre. Por donde ella andaba había repique de risas, cantos y bailoteo. No podía guardar una idea dos segundos entre la cabeza: parecía que le picaba y enseguida la sacaba por la boca. Cinta decía que su muchachita pensaba en música, porque todo lo que le pasaba por la cabeza lo decía cantando. Candelaria le dijo un día en que le estaba alborotando la cocina: —Hijita, parecés una campanilla colgada en una bocacalle, que con solo que la vuelva a ver el viento ya está golpeando con su badajito… tin tin, tin tin…— Desde entonces Sergio la llamó "Campanita" y de allí a darle el apodo de Tintín, fue un paso. Era ella quien inventaba todos los juegos a que se entregaban, y se ingeniaba de modo que Sergio siempre pudiera jugar como si tuviese buenas sus piernas.

Merceditas era la menor de los tres. Hacía el efecto de una briznita de hierba, y Sergio recordó con emoción, más tarde, la pequeña y suave figura de su hermanita menor, con el cabello peinado en dos trenzas que remataban en sendos lazos. La recordaba sentada a sus pies, con su silencio colmado de ternura, jugando con una muñeca negra de trapo, a quien las niñas llamaban Luna —manufactura de Mama Canducha— con los ojos, la boca y la nariz dibujados con arabia roja. Los alborotos de Cinta y de Gracia, la hacían sonreír apenas y se escondía temblando en un rincón cuando Gracia ponía a Sergio a jugar "quedó".

Sufrió mucho la primera vez que comprendiera la razón por la cual Sergio tenía que estar siempre sentado en esta silla que al principio ella tomara por un juguete. Fue una mañana, mientras lo bañaban, cuando se dio cuenta de que las piernas de Sergio no eran como las suyas ni como las de Gracia. Aquella piel azulada pegada a los huesos, la hizo estremecerse de pena. Buscó a Candelaria y le dijo:

—Mama Canducha, ya sé por qué Sergio no puede caminar. Tiene las piernas de un modo… ¿Después se le harán como las mías, mamita Candelaria?

La anciana le contestó llorando:

—No, mi hijita, posiblemente Sergio no podrá caminar nunca.

—Yo quisiera darle mis piernas, Mama Canducha. Yo no las necesito. A mí me gusta estar sentada haciéndole vestidos a Luna. ¿Puedo cortármelas y dárselas?

—No, mi hijita, si eso se pudiera, ya hace tiempo que yo le habría dado las mías.

Merceditas se fue entonces a un rincón a llorar. A partir de ese día no volvió a correr, ni hizo sino aquello que podía hacer Sergio. Sus pequeñas manos tuvieron para estas piernas, ternuras por nadie sospechadas: las apretaba a menudo contra su corazón, y cuando de noche llevaban a Sergio a la cama, ella le buscaba los pies y trataba de calentarlos con sus besos.

Pero entonces Sergio era muy niño y no podía medir la profundidad de estos cariños. Fue ya de hombre que los sacó de su memoria con los ojos llenos de lágrimas.

La vieja Canducha llamaba "Mamita" a Merceditas. Le decía, por ejemplo: "Mire, Mamita, ¿quiere ayudarme a desvenar este tabaco?". Y Merceditas iba y desvenaba el tabaco. O bien, cuando andaba en trabajos enhebrando una aguja con sus ojos cansados: ¿Mamita, quiere ensartarme esta aguja?"… Es que como no veo bien…". Y Merceditas se ponía a ensartar la aguja, muy solícita. Cuando Mama Canducha volvía de hacer compras los sábados en el mercado la llamaba: "Mamita, vaya a ver las ollitas que le traje para que jueguen de comidita. También les traje unas tapitas de dulce". Se trataba de unos panes de azúcar moreno y de unas pequeñas vasijas de arcilla que los alfareros de Alajuela fabrican para los niños de la ciudad y traen al mercado junto con las ollas grandes y las tinajas. Merceditas se ponía muy contenta, subía al taburete de cuero que estaba en la cocina, para alcanzar la cara morena y arrugada de Mama Canducha y darle unos besos muy cariñosos.

2

Sus pasos hollaron la pradera y dejaron

en pos de sí las rosadas margaritas
.

Tennysen

Candelaria era una anciana india de origen guanacasteco, con la piel muy oscura, color de teja; facciones rudas con unos pómulos salientes y entre el pecho un corazón sin malicia, lleno de amor por su prójimo. Miguel decía que Candelaria era como los cocos que tienen una pulpa blanca y sabrosa envuelta en una cáscara dura de color terroso.

Muy limpia con la limpieza sencilla de las hojas tiernas del plátano. Muy pulcra en el vestir. Jacinta decía que Candelaria andaba siempre "hecha un ajito"; camisa zonta de lienzo blanco, inmaculada, reluciente por el almidón y la plancha, sin más adorno que el caballito de hiladilla que corría alrededor del cuello muy escotado; las mangas cortas dejaban al descubierto los brazos morenos, delgados y recios de la mujer que trabajaba fuerte. La falda de zaraza plegada en la cintura, bien almidonada también. Se cubría el escote y los hombros con un pañuelo de algodón a cuadros negros y blancos. Los domingos cambiaba este pañuelo por uno de seda de colorines, para ir a oír su misa. Iba descalza; nunca hubo manera de que se pusiera zapatos. Candelaria decía que ella necesitaba sentir la tierra bajo la planta de sus pies.

Era cristiana, pero con un cristianismo ingenuo y primitivo que se entretejía en su imaginación con la fe pagana de sus antepasados indios. El viernes santo iba a darle el pésame a la Virgen de los Dolores por la muerte de su Divino Hijo, y los miércoles dejaba abierta —desde buena mañana— la puerta de la cocina para que entrara San Cayetano. Limpiaba y frotaba el taburete de cuero y cuando su fantasía calculaba que el Santo estaba allí, lo invitaba a sentarse y se ponía a contarle con voz suave y fervorosa todas sus necesidades y congojas y las de la gente conocida. Sobre todo le pedía que le curara las piernas a su muchachito.

Sergio le preguntaba:

—¿Cómo es San Cayetano, Mamita Canducha?

Ella le respondía:

—¡Uh…! muy galán. Él era italiano con los ojos azulitos como los de Miguel, pero más bonitos; el pelo rubio, alto, muy bien parecido; además era muy rico. Repartió sus riquezas entre los necesitados. Todos los pobrecitos de por allá dionde él era, le iban a contar sus necesidades y San Cayetano los oía con una paciencia… Así como me oye a mí. ¡Ah!, para que todos los ricos fueran como San Cayetano…

Sergio seguía en sus preguntas:

—¿Mamita Canducha, y usted lo ve cuando entra y se sienta? ¿Lo ve como me ve a mí?

—Pues ve, exactamente como lo veo a usted, no, mi muchachito. Pa’ qué voy a mentir. Es que él es un espíritu, no es de carne y hueso como nosotros. Pero lo veo sentarse en mi taburete, con una humildad…

—¿Y cómo anda vestido? ¿Usa pantalón y corbata?

—¡Qué ocurrencia! Cómo va a andar San Cayetano con pantalones y corbata. ¿No ve que él es un santo que viene del cielo? Lo que usa es una casulla dorada sobre una alba blanquitica… Tal vez lavada por las propias manos de la Santísima Virgen María. Él viene vestido como para decir misa.

Y así como les contaba de San Cayetano, les contaba del venado capasurí y del poder enamorador de los cascabeles de la serpiente cascabel.

—¿Qué cómo es el venado capasurí?

—Pues es el venadito que tiene los cachos envueltos en una piel como de seda o de terciopelo. Pero al animal no le gusta tener los cachos así y va y se los frota en los troncos para quedar como los demás venados. Es que él no sabe que es "capasurí", que es como decir mágico, pues Nuestro Señor le puso en su corazón una piedrita de virtú. Los cazadores de mi tierra lo persiguen, porque el hombre que logra matar un venado capasurí y le saca la piedra y anda con ella sobre el pecho, es muy suertero sobre todo en cosas de amor, y la piedra lo protege contra las enfermedades y contra los enemigos por la virtú que Dios le dio. Eso sí, hay que sacarle la piedra cuando todavía le late el corazón al animalito de Dios. Mi marido andaba con una piedra de estas sobre el pecho, metida entre una bolsita, y contaba que se la había sacado del corazón a un venadito capasurí. Yo le decía a Melchor que a mí no me gustaba que él hubiera hecho eso.

Los niños pedían que les contaran más cosas, y Canducha sin hacerse de rogar les contaba de la Virgen de piedra negra que se le apareció a una indita o del poder mágico de los cascabeles de la culebra cascabela. Subía su "chinguita" de cigarro amarillo y decía:

—Pues allá en mi tierra de Guanacaste, uno de los medios más eficaces para enamorar a una mujer es echarle serenatas con una guitarra dentro de la que hayan puesto un cascabel cogido de la mismita cola de la cascabela. La cosa es coger viva la animala. El hombre se ayuda con una estaca que tenga una horqueta en la punta y con la horqueta va y prensa la cabeza de la cascabela para que no vaya a ser cosa que le meta los colmillos. Mientras la tiene asegurada le arranca de la cola uno de los cascabeles, pero toda la deligencia tiene que hacerla solito, sin ayuda de nadie. Enseguida la deja irse. Va y mete el cascabel entre la caja de la guitarra y ya está, el instrumento al momento cambia y se pone a sonar que es como oír una orquesta bien tocada. Por la noche va el hombre a serenatear a la mujer que quiere y suenan las cuerdas de la guitarra y suena la canción de una manera que es como si a uno le estuvieran echando en los oídos un maleficio o un licor encantado y toda la gente se va poniendo como borracha. Y con la mujer serenateada no hay tu tía: se enamora del hombre y va con él hasta el fin del mundo. Así es la cosa. Mi hermano Chico, que en paz descanse, tenía un cascabel en su guitarra, un cascabel que él mismo le había quitado de la cola a la culebra, y había que oír esa guitarra echando serenatas en las noches de luna allá en Nicoya. ¡Bendito sea Dios! Me parece ver a mi hermano Chico con la guitarra entre los brazos embrocado como pegando el oído en la caja del instrumento acompañando una canción que decía:

"¡Ay de mi palomita tan fina y tan leal!"

¡Ay grillos y cadenas para un sentenciado!".

La voz de la anciana se quebraba, se hacía fina… no se sabía si iba a llorar o a cantar.

Mama Canducha continuaba su relato con aquel su acento guanacasteco que nunca perdió: "se sorbía las eses y prolongaba las íes… puej tranviya… Deveras mi hermano Chico fue muy suertero con las mujeres. Todas lo querían. ¡Es que era muy alegre y tenía mucha labia, y parrandero…! Onde estaba Chico todo era risa, bromas, chanzas y cantos. Él decía que el hombre que anda con guitarra con cascabela debe tener mucho cuidado y que mientras no pasaran siete años no había que pasar por el lugar onde prensó la animala. Si da el tuerce que el animal anda por allí y ve al julano… hasta allí se la prestó Dios. Sucede también que la culebra se pone a buscar su cascabel por todo, y si llega a la casa onde está la guitarra con el cascabel, va y se mete en la caja del instrumento y allí se arrodaja y se está bien quietecita. Dicen que una vez un fulano muy parrandero tenía un cascabel de cascabela entre su guitarra y fue una noche a echarle una serenata a una novia, y cuando estaba en lo mejor dándole a las cuerdas, sintió de pronto que una brasa le corría por todo el cuerpo y allí nomasito cayó pa’ no levantarse jamás. Fue que la serpiente le echó traca. Mi mamá le decía a Chico que era cosa del diablo encantar guitarras con cascabel".

Merceditas preguntaba:

—¿Usted vio el cascabel en la guitarra de Chico?

Candelaria contestaba esquivando la mentira:

—Es que como ya de eso hace tantos años… a uno se le olvidan las cosas.

El Domingo de Ramos iba Mama Canducha a la iglesia a recibir su palma bendita que ella usaba en los días de tormenta para ahuyentar el rayo, haciendo cruces con pedazos de la hoja que clavaba en la puerta de la cocina. Otra de sus supersticiones, que Sergio recordó siempre con ternura era esta: Cuando en las tardes claras, veía recortarse el cachito de la luna nueva sobre el cielo, la anciana se sacaba del seno la pataquita en donde guardaba sus reales, cogía un cinco y con la pequeña moneda saludaba a la luna —"es pa’ que no nos falte platica" —explicaba a los niños.

De noche la oía Sergio rezar el Rosario con acento quedo, devoto y pedir por las benditas ánimas del purgatorio —sobre todo por el ánima sola, pobrecita tan sola que nadie se acuerda de ella— decía Candelaria. Pedía también por los caminantes, por los navegantes, por los pecadores.

Candelaria fue quien enseñó a rezar a los niños y los inició en los misterios de la Doctrina Cristiana, eso sí, a su manera, en la que andaban mezcladas huellas de las creencias de los indios con artículos de la fe católica. A ella no le pasaba por la imaginación que alguien dijera que había más Dios que Nuestro Señor Jesucristo. ¡Y qué iba a saber Candelaria de Buda ni de Mahoma ni de Confucio, y menos que la gente se odiara o se matara por cuestiones de religión! Había una cosa que no podía soportar, y era que San Pedro hubiera negado a Nuestro Señor. Francamente, ella no quería a San Pedro por aquella acción de abandonar a Tatica Dios cuando este más necesitaba de sus amigos. Si ella, una triste mujer, hubiera estado en el Huerto de los Olivos habría hecho frente a los sayones que llegaron a prender a Jesús. Los habría hecho huir con piedras, con palos, con lo que le hubiera caído en las manos. Y San Pedro que era un santo, ¡haber negado que conocía a Cristo…! Eso no podía comprenderlo Candelaria.

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