Read En una silla de ruedas Online
Authors: Carmen Lyra
—¿Por qué llora mi mamita? ¿Es que aquel hombre le hizo algo? Ante esta idea me invade una inmensa rabia. Ella niega con la cabeza. Sigue sollozando y sus rizos negros tiemblan sobre mi cara. Me pregunta al oído: "¿Verdad, Sergio, que nunca me olvidarás?". Se arrodilla a mi lado y apoya en la almohada su cabeza, junto a mi mejilla. Lleno de confianza, sintiendo que mamá me quiere, me quedo dormido.
El ruido de la verja del jardín al abrirse y cerrarse me despierta. La luz del día entra por la ventana y recuerdo que en ese momento pasó volando una bandada de pericos que llenaba la mañana con sus gritos ásperos que siempre le han sabido a mi oído como le saben los güísaros a mi paladar. Pasaron danzando en el aire luminoso como un remolino de hojas verdes que el viento hubiera arrancado de las montañas frescas. Mama Canducha nos había dicho que cuando comienzan a pasar los pericos es que ha llegado el verano. Vienen de la costa —dice ella— en busca de frutitas para su alimentación. Cada vez que oigo pasar bandadas de pericos, se me viene a la memoria aquella mañana triste.
Busco a mamá junto a mí… ¡Vaya! Qué tonto soy, si ya es de día y fue anoche que mamá vino a hacerme cariño. En eso oigo partir un coche.
Gracia y Merceditas se levantan y preguntan por mamá. Pasa mucho rato y no oigo la voz ni el andar menudo de mi mamita. ¿Adónde habrá ido tan temprano? Mama Canducha entra a vestirme.
Le pregunto por mamá y me responde que ha salido, tal vez ella misma no sabe con seguridad. Noto una inquietud en el semblante de mi viejita. La mañana es muy fría y ella me deja en el corredor inundado de sol. Mi gatita Pascuala viene a jugar conmigo, pero yo no tengo ganas de jugar. ¿Adónde habrá ido maná? Ella nunca sale tan temprano. Miguel se queda en la casa. ¿Por qué no sale con su máquina de afilar, como siempre? Toda la mañana la pasa en conferencias en la cocina con Mama Canducha. En los dos viejos hay un no sé qué de extraño, inquietante.
Muy lejos, en un cuartel, los clarines tocan las doce. El sonido de la sirena de un taller hiende la deslumbrante claridad del medio día. ¿Por qué estos sonidos que he oído indiferente tantas veces, me producen hoy congoja o tienen para mí un sabor de helada zozobra? El día avanza y mamá no vuelve. A cada rato interrogamos: "¿Adónde ha ido mamá? ¿Por qué no vuelve? ¿Le habrá pasado algo?". En vano Miguel y Candelaria tratan de calmarnos. Hay en su voz cierto dejo que me hace mirarlos receloso. Los tres chiquillos no abandonamos la cocina y acechamos las caras de Miguel y de Canducha. Sorprendo a la viejecita enjugándose los ojos a la descuidada: —¿Por qué llora Mama Canducha?
Contesta:
—Adió, si es el humo… —pero ella está lejos de la estufa y en la pieza no se ve la menor nubecilla de humo.
Llega la noche y nos vamos a la sala. El sillón de mamá está vacío y sobre la mesa veo abierta su cestita de labor. Dentro de ella quedó su pañuelo que tomo a las escondidas y lo beso. Siento el perfume de clavel que siempre hay en su ropa. La rosa encarnada de su florero está marchita y su corola pende sin vida. Algunos de sus pétalos han caído al pie del vaso. La luz de la lámpara parece más oscura… Es para mí como si algo bullicioso hubiera enmudecido de pronto. En el espejo se refleja una escena triste: Gracia y Merceditas están a mi lado. Tienen la cabeza inclinada como la rosa mustia del florero. Me sonrío a mí mismo, lo mismo que anoche, pero el muchacho que me mira desde el fondo del espejo debe de tener una pena muy honda. Las garúas del verano golpean los cristales de las ventanas. El reloj de bronce de la consola deja caer su tic tac en la acongojada quietud de la habitación; sobre él se destaca la figurita cansada del peregrino en su eterna actitud de marcha. Así hemos oído las ocho, las nueve, las diez… mamá no vuelve… Cuando Mama Canducha me torna en sus brazos para llevarme a la cama, estalla en sollozos.
No puedo dormir y siento que la noche se hace cada vez más profunda y que yo me voy hundiendo en ella con los ojos abiertos.
En la lejanía está ladrando un perro, y al oírlo me parece que la oscuridad, la soledad y la distancia se intensifican, se hacen muy hondas y se vuelven dolorosas como si formaran parte de mi propia carne. Me adormezco y entonces ha sido la noche misma la que está ladrando en la lejanía. Del otro lado de los ladridos veo a mi mamita que me tiende los brazos.
Mama Canducha procura envolvernos en su ternura y mi dolor se refugia en ella como en un nido forrado en pelusa y algodón. Su rostro casi negro, su rostro que para mí ha sido lo más blanco que he encontrado en mi vida, tiene una expresión de angustia que su deseo de no vernos sufrir no logra ocultar. Miguel no ha vuelto a salir con su máquina de afilar, no me abandona. En vano su cuchilla ha hecho primores en madera y su boca, narrado maravillas… Ninguno de los tres lo atiende. El violín está callado como el buen amigo que pone su amor silencioso y rebosante de emoción, a la vera de nuestra pena. Aquí está Merceditas, sentada como siempre a mis pies, con la cabeza inclinada, apretando su cuerpo contra mis piernas muertas. Sus dedos de ordinario tan diligentes, están ociosos.
¿Y Gracia? Aquí está también. Desde que mamá se fue, el peine no ha vuelto a entrar en esa cabeza en la que se dijera que ha habido una lucha. Tiene así, con el pelo alborotado, un aspecto salvaje. Casi no ha vuelto a hablar, ella que jamás tenía el pico cerrado. Ha venido a tirarse en el suelo junto a mí y se ha puesto a llorar. Al cabo de un rato, moja un dedo en los pocitos que han dejado sus lágrimas y dibuja flores, perfiles humanos, animales; por último, procura que las gotas que siguen manando de sus ojos se pongan en fila y formen la palabra "mamá".
¡Pobrecita mi hermana Campanita! ¡Pobre corazón alegre que encuentra medio de jugar con su llanto!
Tres días después de la partida de mamá llega mi padre. Nos da un beso que nos roza apenas. Al verlo, el frío que tengo desde que ella no está, se hace más intenso. Vuelve a salir sin hablarnos y regresa en la noche; nos halla en la sala, en el rincón en donde a menudo pasábamos con mamá la velada. Se sienta en un sillón y comienza a fumar. Luego se levanta y se pasea con aire agitado. A ratos se detiene. Entonces puedo oír el tic tac del reloj. Tengo la sensación de ir dentro del tiempo como en el carro de un tren cuyas ruedas producen ese tic tac. Ese tren me va a dejar en una estación sumida en las tinieblas y en la soledad.
No me atrevo a mirar a papá frente a frente, pero lo hago por el espejo: tiene la frente arrugada y esto le da un aspecto hosco.
Gracia se atreve a preguntarle:
—¿Usted sabe dónde está mamá?
Nos mira largo rato sin contestar. Ha dejada su paseo y vuelvo a sentir la palpitación del reloj. ¡Dios mío! El tren se ha detenido…
Por fin habla:
—¡Ustedes no tienen madre…!
Yo grito:
—¿Le ha pasado algo?
Y Gracia:
—¿Ha muerto?
Él responde:
—¡Ojalá hubiera muerto!
Mama Canducha entra y él dice:
—Candelaria, alistó todo lo de Sergio pues se irá a vivir donde Concha.
Sobre todos cae un silencio que nos hace inclinar la cabeza. Candelaria interroga tímida y temblorosa:
—¿Y las niñas?
—Al colegio, internas.
Otra vez el silencio.
La anciana da un paso y con acento trémulo:
—Don Juan Pablo, ¿por qué no los deja aquí? Usté sabe que los quiero como si fuesen míos. Yo se los cuidaré como cosa propia…
A esto le responde brutalmente:
—No hay que pensar en eso. Yo no puedo dejar mi casa en poder de una sirvienta.
Todo se desvanece en torno mío… Abro los ojos y estoy en mi camita, Mama Canducha me frota la nuca con hierbas aromáticas y mis hermanas me acarician las manos y sollozan.
Es la mañana en que nos sacan de casa, a mí para llevarme donde la tía Concha, una hermana de mi padre, a mis hermanas para conducirlas al colegio. Salen de su cuarto vestidas con el uniforme del colegio y a mí me parecen otras con su nuevo traje. Tienen los ojos hinchados de llorar. Yo procuro mostrarme tranquilo para darles valor. No vemos a Mama Canducha porque anoche convinimos con ella en no despedirnos.
Mi padre se ha encargado de las niñas y Miguel de mí. Salimos en silencio. Las ruedas de mi silla chirrían en la arena del jardín. Pido a Miguel que me lleve por el palomar y por la jaula de los conejos. Al pasar veo a los conejos asomar sus hociquillos inquietos y engullir hojas tiernas de churristate. Entre el follaje de los árboles de dama cantan multitud de pájaros que han venido a comer frutitas amarillas de este árbol. Ya no serán ellos los que me despierten con su algarabía. Hace unos días comenzó a venir un nuevo comensal, un cacique veranero escapado quizá de alguna jaula. Sus gorjeos suenan muy parecido a un cantarito que se vacía. Como es menudito y de color anaranjado, parece una hoja iluminada por el sol y movida por el viento. Las palomas arrullan entre sus nidos. Les digo adiós y también a los comemaíces tan mansitos que venían a comer en mis manos; a la bandada de viuditas de plumaje color gris-celeste que venían a armar grandes bullas entre los limoneros; al naranjo bajo el cual he pasado tantas mañanas; al mirto de mi edad; a los palitos de murta; a la glorieta de flor de verano; al "cuartito de las golondrinas" y a la acequia que refresca el jardín y que pasa murmurando: "Adiós, Sergio, Gracia y Merceditas". La verja produce un lamento melodioso al abrirse y al cerrarse, con un sonido parecido al canto del jilguero. Hace pocos días el quejido de estas bisagras herrumbradas me despertó muy de mañana… Fue el día en que se marchó mamá. En lo alto de la verja el viento mueve un cartel en el que se lee: "Se alquila con muebles. Entenderse con etc.". Ya en la calle vuelvo los ojos para mirar mi casa. Allí queda con sus grandes corredores, que las flores rojas, rosadas y blancas de los jardines ponen tan alegre. Tiene las ventanas cerradas, como para no vernos salir, y sobre el tejado las palomas alineadas esponjan al sol su plumaje. Mi silla comienza a rodar… y tras ella siguen mi padre y mis hermanas. Al llegar a un recodo del camino vemos el tejado que se asoma entre los árboles de dama y el roble de montaña que está de fiesta, todo cubierto de flores rosadas. De la chimenea sale un jironcillo de humo que ondula bajo el azul del cielo: yo imagino que es el pañuelo con que Mama Canducha nos dice adiós. Mi viejita debe haberse quedado en la cocina, sentada en su taburete, llorando silenciosamente. En el cucurucho del tejado está mi gatita "Pascuala" atisbando las palomas. Muy alto vuelan los zopilotes que pintan garabatos negros sobre el cielo azul.
En una esquina nos separamos. Nada nos decimos. Mis hermanitas me besan. Gracia se pone a sollozar y Merceditas se agarra de mi cuello: "¡Ay hermanito Sergio! ¡Ay hermanito Sergio!", dice y sigue su camino. A papá no lo vuelvo a ver. Mi silla toma el rumbo que va a la casa de la tía Concha.
Encontramos niños que van a la escuela hablando en voz alta y riendo, con sus libros bajo el brazo. En las puertas hay madres que se han asomado a ver partir a sus hijos. Algunas dicen suspirando:
—Hijo, que Dios te acompañe.
La casa de la tía Concha y del tío José era para mí la estación oscura y desierta que imaginara la otra noche en la sala de mi casa. Ambos me han producido siempre la misma indiferencia que producen los lugares en donde no hay nada. Nunca nos habíamos tratado muy de cerca. ¿Por qué he tenido que venir a parar a esta casa? ¡Cuánta desesperación hay dentro de mí! De pronto recordé a Ana María y me sentí como si yo fuera un insecto cansado que hubiera encontrado en un desierto una matita de hierba en donde descansar las alas.
La casa de mis tíos queda en el pequeño caserío de San Francisco de Guadalupe, a un paso de la ciudad, del otro lado del río Torres. Está situada frente a una plazoleta insignificante desprovista de árboles y rodeada de habitaciones sucias.
Es un lugar solitario, pero no tranquilo pues a cada rato lo inquietan los tranvías que van a Guadalupe y vienen a la ciudad.
El caserón es antiguo, de gruesas paredes, con ventanas voladas y provistas de rejas de hierro. A la entrada hay dos naranjos y sobre el tejado crecen hierbas. Las habitaciones son vastas y frías, con el pavimento de ladrillos que mi tía hace encerar a menudo, y que a primera vista se creerían mojados. Los muebles son pesados y grandotes. La sala tiene un aspecto lúgubre con sus sillones y sofá forrados en tela oscura, en las paredes retratos de abuelos de cara de pocos amigos y dentro de un fenal una dolorosa enlutada y triste con el corazón atravesado por puñales. Es una escultura de madera traída de Guatemala que mi tía estima como a las niñas de sus ojos. Bajo la gran mesa redonda del centro, mi tía Concha casi siempre tiene cohombros, y al entrar se siente el perfume ácido y fresco de esta fruta.
Mi cuarto es una pieza grande en la que resuenan los pasos; las ventanas dan a la calle y por ellas se ve la pequeña iglesia de ladrillo, en construcción desde hace muchos años. De noche me llena de terror el oír las boronas que caen de las tablas del cielo raso, carcomidas por el comején. Mi cama está a la sombra de un enorme armario, a la par de una cómoda rechoncha y gavetuda como la tía Concha. Me da miedo despertar a media noche y encontrarme entre el silencio alumbrado por un candilito de aceite que mi tía tiene la devoción de dejar encendido a las ánimas. Las gigantescas sombras que proyectan los muebles se agitan al son de la llama débil. Hay un reloj que constituye otro de mis terrores nocturnos. Está en el comedor, es una caja de madera negra que parece un ataúd colocado verticalmente. Por su puerta de cristal se ve el péndulo, grandote y dorado, y en la quietud de la noche resuenan los golpes de ese péndulo que se me antoja la respiración de las sombras pavorosa que me rodean. En mi casa yo tenía un cuarto en el que nunca sentía miedo.
Ayer por la mañana fue que me trajo Miguel a esta casa, pero es para mí como si hiciera años.
Es de noche. Me dejaron en mi nueva habitación, cerca de una ventana. Las campanas han repicado llamando al rosario. Algunas mujerucas arrebujadas, entre ellas mi tía, entran al templo. Una pálida claridad sale por las ventanas de la iglesia y hasta mí llega el rumor de los rezos. Sobre el fondo estrellado del cielo, se destaca el gran perfil sombrío de la iglesia.
¿Qué habrá sido de mamá? ¿Para dónde tendrán que irse Mama Canducha y Miguel? ¿Y mis hermanitas? ¡Qué oscura estará la sala! Recuerdo la escena de la otra noche en el espejo… ¡Ahora dentro de su luna solo las sombras…! Quizá los dos viejos se hayan reunido en la cocina y hablen de nosotros. Cierro los ojos y veo el rostro oscuro de Mama Canducha, inclinado, con la mirada dirigida tristemente hacia las llamas. Frente a ella mi viejo amigo con su cara bondadosa rodeada de barba plateada, las manos cruzadas sobre las rodillas.