Read En una silla de ruedas Online
Authors: Carmen Lyra
No se crea que cultivaba desinteresadamente las flores. Su buen sentido había sabido convertir la poética afición en un pequeño negocio: la tía Concha traficaba con begonias y rosas. Tenía una gran plantación de rosales; pero sus ojos avaros no se complacían en la belleza de los colores de los pétalos… Ellos no veían sino el brillo de la moneda que cada flor representaba. En las tardes contaba las pesetas que amanecían abiertas en las
American Beauty
o en las
Frac Carl Dusky
y en las monedas que se abrirían en las Príncipe Negro. Mi tía Concha sí podía decir que tenía matas de dieces y pesetas.
Había que oírla hablar horas enteras con sus parroquianas de la vida y milagros de este o aquel ejemplar, que lo consiguió en tal parte, que lo sembró en tal otra y que mucho tiempo lo dio por muerto. ¡Ah!, pero un día —por cierto iba ella muy distraída a dejar a Engracia la cocinera el Royal para el pan, cuando le dieron ganas de volver a ver… y se va encontrando con el retoñito. Después lo había pastoreado como a una criatura: que ya en este rincón, que ya en la ventana, que sus poquitos de agua con orines.
Su marido era un hombrón más joven que ella. La tía Concha lo manejaba como a una de sus begonias menos estimadas. Nunca he visto nada más humilde que el rostro del tío José, siempre inclinado levemente hacia la izquierda y no se me borrará el aire de mansedumbre con que este hombre tan alto y robusto, echaba a andar detrás de la pequeña y obesa figura de su esposa. Su voz no se oía en aquella casa y si ella se dignaba a consultarle cualquier asunto murmuraba apenas: "Como te parezca, Conchita".
Recuerdo también una monomanía de la tía Concha que sacaba de quicio a mamita Jacinta: la de andar averiguando la edad de cada hijo de vecino sobre todo la de las mujeres, y la de llevar en la punta de los dedos los años que contaban sus amigas o las hijas de estas. Tal monomanía constituía una verdadera mortificación para sus amistades, a las que, en cuanto se hablaba de la edad, les ponía frente a los ojos —con implacable gesto— el número de años, meses y días que habían respirado el aire de este planeta y pobre de la muchacha mayor de veinticinco años que en presencia de la tía Concha se atrevía a quitarse un añito o dos, porque allí estaba ella con su memoria de inquisidor, recordando a la olvidadiza la fecha de su nacimiento ocurrida para el terremoto tal o para tales temblores o para este o aquel acontecimiento extraordinario. No podré olvidar cómo se encendían de ira los bellos ojos de mi madre cuando la tía Concha le recordaba que ya había pasado de los treinta.
¿Y lo de creer que Dios hacía a un lado sus divinas tareas para atender expresamente los negocios de Concepción Esquivel de Rojas e interponer su celestial intervención a fin de que estos le salieran tal como a ella le convenía? A menudo la oíamos exclamar: "Ah mi Dios tan bueno conmigo! ¡Miren allá como me oyó lo que le pedía! Nunca le podré pagar la ayuda que me dio en este trato en el que me gané cinco mil colones sin mayor costo. Si no hubiera sido por Él, no habría podido comprar o vender tal casa, o colocar con buena hipoteca ese dinero o vender bien el terreno de San Isidro…". Y la tía Concha levantaba los ojos al cielo en acción de gracias o dirigía una sonrisa de gratitud al Crucifijo que colgaba a la cabecera de su cama. El domingo dejaba caer en el platillo de limosnas del templo unas moneditas de poco valor que al caer producían un ruido metálico que la señora creía agradable a los oídos del Supremo Hacedor.
¡Ah!, esta tía Concha con su busto protuberante en el que se le hundía la papada. ¡Ah, sus gorduras y mondongos que le temblaban al andar! Solo en el real pensaba: hoy en ir a recoger el alquiler de las casas que poseía, mañana en ir a cobrar el interés del dinero prestado, otro día en el baratillo abierto en las inmediaciones del mercado o, bien, en ir a los pueblos de los alrededores en donde el maíz, los frijoles y la manteca se podían conseguir con un cinco menos. Contaba Ana María, que cuando la niña Concha la mandaba a la cocina a ayudar a Engracia a hacer empanaditas de queso o pastelitos de carne, al terminar su tarea tenía que sufrir la inspección de la señora que le abría la boca de par en par y le metía los ojos implacables hasta el galillo para ver si la chiquilla había robado boronitas de queso o relleno de pastel.
En cuanto al tío José, tenía también sus monomanías, la principal era su pasión por los pájaros que la esposa le permitía en vista de que con ella podían realizar buenas operaciones comerciales, por ejemplo, la venta de una chorcha o de un jilguero.
Los viernes y los sábados se iba desde temprano a la plaza de la Merced —en donde por ese entonces se establecía el mercado de pájaros— a curiosear simplemente o a comprar un buen ejemplar. Por las noches llevaba las jaulas a su cuarto y las cubría con un trapo para defender a los pájaros de las picadas de los zancudos. Ana María me contó que el zenzontle de las melodías maravillosas que a mí me extasiaban, estaba ciego… y que quien apagó estos ojos fue este hombrazo insignificante. Sus oídos golosos no vacilaron en sacrificarlos para su placer. Este detalle me hacía ver al tío José con rencor y repugnancia.
Años más tarde recordaba yo al tío José sin la mala voluntad que le tuviera de niño. Quizá la afición del viejo por los pájaros, era una manera de expresar su sentimiento por lo bello, algo primitivo, parecido a lo que sienten los niños cuando persiguen mariposas con su red o con su gorrilla. Tal vez la rutina de su vida de hombre rico que alquilaba casas y prestaba dinero a un alto interés, rutina llevada junto a una mujer redonda, lisa, como la tía Concha, le había aplastado la energía indispensable para ir más allá de las alas y los trinos encerrados en una jaula. A menudo se encuentran estos aficionados a los pájaros y a su música entre gentes metidas en oficinas, en empleados de Juzgados y Alcaldías, en militares, en dependientes de tiendas y pulperías, en barberos. Esas gentes se hacen un agujerito en la pared de los prejuicios y costumbres formadas en torno de su imaginación, y por ese agujerito se ponen a atisbar la gracia de la vida que pasa fugaz y luminosa frente a la monotonía cotidiana. Son como presos que gozan mirando a través de la reja de su cárcel, la nube, el trozo de cielo azul, la rama del árbol.
¡Cuántas veces a lo largo de mi vida he vuelto a recordar el corredor amplio y fresco, poblado de pájaros y helechos, de la casona de San Francisco! Era un corredor con techo de tejas de barro colocadas sobre un enrejado de vigas y cañas delgadas, pavimentado con ladrillos rojos, relucientes de limpieza. En un rincón el armatoste de madera destinado al gran filtro de piedra porosa de Pavas, una gran bolsa negra y húmeda, y bajo el filtro, la panzuda tinaja nicoyana, colorida y fría, dentro de la que iban cayendo las gotas de agua filtrada. Alrededor, los helechos —surtidores de verde frescura— y colgando de la solera y de las vigas, las jaulas de alambre de berolís, de tora, de caña brava, dentro de las cuales saltaban y piaban los pájaros del tío José: juanitas que eran como flores con su plumaje de suaves matices, avivados por manchas negras: monjitos de collar negro y turbante amarillo; gallitos cuyo canto llena de alegría las faldas de las montañas de Costa Rica. ¡Qué lindos son estos gallitos con sus plumas amarillas dispuestas en forma de cresta y barba, lo que los hace parecerse al gallo doméstico! Cuando recuerdo aquel corredor, en mi memoria reviven los pájaros del tío José, como muchos años atrás los oyera despertar al amanecer: la chorcha, con su vestido de un amarillo encendido con pinceladas negras, su gorguerita roja y el ojo vivo de azabache. Cuando se aburría de estar en la jaula, se salía y se iba a posar en el hombro de su dueño o a vagar por toda la casa. El gato la respetaba. Imitaba el tintineo de las gotas del filtro, el chorro de la cañería, el canto de sus compañeros, y remedaba con cierta insolencia las risas y las canciones de la cocinera. Había allí también jilgueros de campanilla —el plumaje coloide pizarra y el pico y las patitas amarillas— traídos de San Carlos o de la Carpintera. En las mañanas tocaban su flauta de plata que ponía un encanto en el ambiente. Había agüíos cogidos en Ujarraz; toledos de la zona del Pacífico tan lindos con su plumaje azul turquesa, rojo, verde y amarillo; rualdos verdes como tiernas hojas de árboles; una calandria de la Línea con el pecho blanco y las alas manchadas color café; un yigüirro de montaña con su collar blanco y sus anteojos, que le daban un aire doctoral. Misterioso y dulce era el canto de este pajarito, cuyo canto debía ser algo maravilloso en media montaña. No faltaban los setilleros-flauta comprados por el tío José en Cartago, en el mes de mayo. Eran unos pajaritos muy chúcaros e inquietos, vestidos de color café, con un gorrito negro en la cabeza. Contaba el tío José que se cogen con trampa o con varillas untadas de leche de yos, que vuelan en manadas y que se dejan caer en los zorgales o en los pantanos en donde crece el chile de perro. El tío José pasaba largos ratos contándonos a los niños de sus correrías por diferentes lugares del país, en busca de pájaros: en Taras se conseguían unos setilleros-fauta que eran verdaderas cajitas de música. Eso sí, había que subir una cuesta muy empinada y desde la cima se tenía una hermosa vista de potreros verdes y de campos sembrados. Allí no había más ruido que el del viento y el suave canto de los mozotillos que saltaban entre los encinos. Era como si por el aire fueran hilitos de agua gorjeando en todas direcciones, pipipí aquí más alto, pipipí, aquí bajito. Yo imaginaba que los mozotillos de que hablaba el tío José, ensartaban sus notas diminutas —redondas como perlitas de cristal— en las hebras del viento y que los collares de trinos se iban balanceando sobre los potreros salpicados de los soles amarillos del diente de león. Me habría gustado tanto ir con el tío José a las colinas de Taras, acostarme sobre la hierba bajo el encinar y oír el canto de los mozotillos enredado entre la suave maraña del viento para diluirse, por último, en el silencio de los campos dorados por el sol de la mañana. Eso sí, yo habría librado a los pajaritos que se pegaban en las varillas untadas de leche de yos o que caían en las trampas de cañas que los cazadores de mozotillos colocaban entre los árboles. En una ocasión había regresado el tío José con diez setilleros sobre las trampas. De los diez solo uno "pegó", los otros murieron. Se pusieron a revolotear salvajemente entre las jaulas; se golpeaban contra los barrotes en el afán de huir de su cárcel y caían por fin anhelantes y extenuados con los ojitos negros brillando como chispillas. ¿Y los mozotillos de charral? Allí están también dentro de mi memoria, brincando como dentro de una jaula, con su plumaje amarillo y sus alas oscuras. En cuanto llenaban el filtro, en la mañana, y comenzaban a caer las gotas en la tinaja de Nicoya, comenzaban también los mozotillos a cantar, primero tan queditico que era como la sombra de un trino, luego iban subiendo el tono y el ambiente fresco del corredor se llenaba de música de pájaro, y de la música de las gotas de agua. Los comemaíces libres saltaban bajo las jaulas, como unos pequeños mendigos graciosos que andaban en busca de las boronitas de comida que los prisioneros dejaban caer. Del cafetal llegaba el reclamo quejumbroso de los yigüirros y entre las chayoteras el comechayote no se cansaba de repetir su estribillo:
"José, José qué s’hizo.
José, José qué s’hizo".
El tío José, sentado en su poltrona —las manos cruzadas sobre el vientre— entreabría un ojo malicioso que parecía relamerse de gusto, y se ponía a sonreír como un bendito.
Mama Canducha se fue a servir por ahí. Los domingos pedía permiso a la patrona para ir a ver a "su muchachito". Al llegar y al despedirse me apretaba largamente contra su corazón, como si le costara desprenderse. Yo oía palpitar el corazón de la anciana, aquel corazón tan noble que se lo desearan reyes. Se informaba de si yo pasaba frío de noche, de si tomaba mi chocolate y se enojaba cuando advertía que le faltaba un botón a mi camisa.
También Miguel venía a menudo a darme la lección de violín. Además, subía con frecuencia a San Francisco con la máquina de afilar como si en esa vecindad abundasen los cuchillos y las tijeras sin filo. Las más de las veces regresaba sin haber dado ni una vuelta a la rueda.
Generalmente estaba yo sentado cerca de la ventana de mi cuarto cuando oía la música del afilador que se adelantaba a anunciar la visita de mi amigo.
—Allá viene Miguel —me decía. Viene por el puente… Ahora va pasando frente a la casa de ña Narcisa… está subiendo la cuesta… ya llegó al palito de jícara…
Yo me ponía a tararear el estribillo de la flauta de Miguel: sol, fa, mi, re… y sentía como si un calorcito se me fuera metiendo dentro del cuerpo. Por fin, una voz grave me decía del otro lado de la ventana: "¿Cómo estás hijito?". Y una mano grande, cubierta de vello rubio se metía por las rejas y me tendía un paquetito: "Aquí te manda Candelaria este bizcocho para que lo comas cuando tomes tu chocolate. Dice que le quedó muy bueno". O bien, me daba un pequeño envoltorio en donde venía un haz de cabitos de caña de azúcar que me traía desde Santa Ana, una caña blanca y suave que se deshacía en la boca como un terrón de dulce. O si no, era un pedazo de "sobao" de Escazú envuelto en hojas de caña.
En una ocasión me dijo: "Muchacho, voy a ir a Puntarenas, tengo ganas de ver el mar". Y yo vi en los ojos del viejo una gran tristeza. Pensé que Miguel quería ver el mar por donde podría volver a su casa, allá donde vivía su hermanita Sava, la que cuando él partiera, se quedó diciéndole adiós desde una colina, con un pañuelito blanco.
Cuando Miguel regresó del puerto trajo a los niños muchas cosas: pasados, marañones, un guacal lleno de conchas y caracoles que él mismo había recogido en la playa; una sortijita de carey para cada una de mis hermanitas y otra para Ana María, con el respectivo nombre escrito en letras de oro; a mí me trajo un periquito sapoyol con su copete amarillo. Venía el pajarito entre un jucó y parecía una matita de zacate en medio de la cual hubiera florecido una margarita. Sabía decir: "hurria periquito…" y también aquello de:
"Periquito real
del Portugal, vestido de verde
y sin medio real".
Era el querer de nosotros los chiquillos, pero un día se lo comió el gato de la tía Concha, un gatazo morisco y gordiflón, tan antipático como su dueña.
Durante mucho tiempo, los relatos del viaje de Miguel a Puntarenas llenaron nuestra imaginación. Nos contaba que se había ido por la calle real con todo y máquina de afilar; por ese camino iban y venían en el siglo pasado las carretas de los exportadores de café. En la Garita, en Atenas, en San Mateo, en Esparta, Miguel afiló serruchos, tijeras y cuchillos. Tocaba el pito en media plaza o en la calle principal y enseguida acudía la gente. Los campesinos estaban encantados con aquella rueda en cuyo aro un perro perseguía a unos conejillos. Le daban posada sin cobrarle un cinco y comía en las cocinas, en la punta del moledero.