En una silla de ruedas (11 page)

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Authors: Carmen Lyra

BOOK: En una silla de ruedas
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—Ese café va para Francia, mi Patria —nos había explicado don Pablo, un francés muy bondadoso que a veces nos daba "cincos".

En mi fantasía, el canto de la rueda del beneficio y el ruido de las carretas se confundían con la luz y los vientos del verano, con la imagen de Pastora con su cabeza fina y su blanca camisa de gola, con la de Tomás Quesada de pie sobre un gran montón de café de primera.

Pastora nos quería mucho y cada vez que llegábamos a la "Escogida", nos regalaba cajetas de coco o melocotones. Nos hacía cariño con ojos llenos de ternura y decía a Ana: "Si mi muchachito viviera tendría tu misma edad". Una vez fuimos a casa de Pastora y vimos en la pared, sobre la cabecera de la cama, una lámina a colores en un marco dorado: representaba a la Virgen jovencita, vestida de pastora, con un pequeño sombrero muy mono, adornado con una guirnalda de flores, el cayado en la mano y rodeada por un rebaño de blancas ovejas. Nos explicó que era la Divina Pastora, su patrona; que las ovejas eran los pecadores y que la oveja que apoyaba su cabeza en el regazo de la Virgen era su alma, el alma de Pastora. Nos contó también que había quedado huérfana desde muy chiquita y que era sola en el mundo. Al oír esto, Ana le abrazó las rodillas y se puso a besarla con besos ruidosos que estallaban como petardos.

Lo que nosotros no sabíamos era que Pastora estaba muy enferma. Un día no se levantó de la cama y cuando fuimos a verla, la mujer que la cuidaba, nos contó en voz baja que el doctor opinaba que estaba muy mala y que no duraría mucho. Yo le llevé una cajita primorosa que me había dado Miguel y Ana María, una gallinita que se sacara en un turno. Pastora nos sonrió cariñosamente nos acarició las mejillas con una mano flaca que a mí me produjo una dolorosa impresión y luego nos dio las gracias por los presentes con una voz muy débil que nos pareció emitida por otra persona. Lo que Pastora ignoró, fue que alguien corrió con el cuento adonde la tía Concha de la visita que habíamos hecho. La señora se enojó mucho, castigó a Ana María con el odioso chilillo y a mí me sermoneó. Nos prohibió terminantemente volver, y Ana María la oyó decir con tono airado al tío José, que los chiquillos nos habíamos ido a meter a donde aquella "mujercilla de la calle" y que quien tenía la culpa era Ana María. "Dios las crea y el diablo las junta" había añadido a modo de moraleja.

Ana María aprovechó una ausencia de la tía Concha para sacar el chilillo que la señora guardaba en un rincón de su aposento y que estaba destinado a atormentar a la chiquilla y al perro guardián de la casa. La niña cogió el látigo y lo arrojó con saña en el excusado de hueco. En ese tiempo los inodoros eran escasos en Costa Rica. Tapándonos la nariz con los dedos para defendernos del mal olor que salía del hediondo y negro agujero —la venganza brillando en los ojos de mi amiga— presenciamos el sacrificio del látigo de la tía Concha, un cuero duro y retorcido que parecía una víbora lista a saltar sobre la víctima. ¡Cuántas veces había mordido las carnes de la niña, azuzado por la implacable mano de la vieja! Cuánto aborrecíamos Ana María y yo el chilillo de la tía Concha: Ana levantó la tapa del excusado y dejó caer por la siniestra y pestilente boca —con un suspiro de satisfacción— el instrumento de suplicio. Luego me sacó de allí con aire triunfante.

Un día supimos que Pastora había muerto. Los niños oímos decir a una vecina, que no la podían enterrar en ataúd blanco porque no era "niña". Comentaron la dicha de que no hubiera muerto en pecado mortal, pues a última hora había confesado, comulgado y recibido los Santos Oleos. El cadáver fue llevado a la iglesia de San Francisco y vimos pasar el ataúd negro en hombros de unos peones del Beneficio. Doblaron las campanas, y el cortejo fúnebre se alejó por la calle polvorienta. Ana María y yo nos echamos a llorar. Sabíamos que no volveríamos a ver nunca a Pastora.

Hicieron los Nueve Días en casa de unos vecinos y la tía Concha, como se trataba de "rezos", nos permitió ir. En una gran sala sombría, de piso de tierra, de paredes ahumadas, habían levantado el altar; una mesa cubierta con un trapo negro, unas cortinas blancas, unas ramas de ciprés, un crucifijo y una imagen de la Virgen del Carmen en el momento de sacar ánimas del Purgatorio. No faltamos ni una noche a rezar el Rosario. Después de los, rezos, comadreaban las mujeres y hablaban de que dichosamente Pastora se había salvado y estaba muy gloriosa en el Cielo. Ana la imaginaba como una ovejita blanca apoyada en el regazo de la Divina Pastora. El día de los Nueve Días adornaron el altar con ramas frescas de ciprés y flores. Encendieron unas grandes candelas de cera que tenían una llama triste que hacía pensar en las Ánimas del Purgatorio. Rezaron desde la mañana interminables rosarios. Se dio de almorzar y de comer a los asistentes y estos fueron obsequiados repetidas veces con copas de guaro mistado con sirope acompañadas de golosinas. La rezadora entonaba sus preces con voz gangosa y pedía insistentemente a Nuestro Señor por las Ánimas, en especial por el alma de Pastora…

"Por las Ánimas benditas te suplicamos Señor" —canturreaba la rezadora y los presentes le contestaban: "Que les déis el descanso eterno por tu bendita pasión". Yo me adormecía con el recuerdo de la cabeza fina de Pastora, adornadas las trenzas con un lacito azul. La veía levantando el brazo desnudo, cosiendo sacos llenos de café, con un agujón enhebrado con un hilo de fuego. "Por el alivio y descanso del alma de Pastora…" —musitaba la rezadora.

Yo me despabilé cuando repartieron tazas de chocolate acompañadas de pan dulce, bizcocho y tamal asado.

Así terminaron los Nueve Días de Pastora.

¡Cuántas cosas dolorosas de la vida aprendimos Ana María y yo a propósito de Pastora! La memoria de esta mujer joven y sencilla se nos hundió limpia y grata hasta el fondo de la conciencia, perseguida por guiños y por palabras maliciosas llenas de repliegues oscuros y húmedos que se pudrieron dentro de las tinieblas de nuestra ignorancia y rodearon su memoria de una bruma a través de la cual asomaba como la luna a través de espesa neblina.

Pasan los meses, pasan los años.

Los viejos tíos tienen que hacer un viaje a Europa con el fin de que la tía Concha se cure ciertos males que la aquejan. Los médicos han dicho que es indispensable este viaje. Lo que ha costado que se decidan a gastar sus reales es indescriptible. Solo la amenaza de un cáncer ha podido obrar el milagro.

Sin darse cuenta, la vida afectiva de Sergio se ha arraigado en esa pequeña existencia, delicada y fuerte al mismo tiempo que se llama Ana María. Esta peloncilla descalza y festiva, que ha crecido abandonada, ha sabido dar a Sergio lo que nadie le diera a ella: cariño. Supo entrar en el reino de los sentimientos del muchacho por senderillos que tenían la magna insignificancia de aquellos trazados por las hormigas: con cuentos que dejaban maravillas en la imaginación, con objetos sin ningún valor material y preciosos para su fantasía como la crucecilla y el prisma de cristal, con ternura ingenua, con lágrimas derramadas en compañía y con ramilletes de flores silvestres.

Ana María acompañará a los tíos a Europa, porque su presencia es indispensable para su ama. Tres días antes de partir, entra la chiquilla al cuarto de Sergio y danza en la punta de las botitas que le fueron compradas para emprender su viaje, mientras el pícaro rostro tiene un gesto de cómico sufrimiento. Y al cerciorarse de que la tía Concha no la ve, saca los piececillos de la negra prisión y los pone a corretear libres por los encerados pisos. Arroja lejos los relumbrantes zapatos y con desprecio exclamaba: "¡Ay, Sergio! ¡Ponerme zapatos a mí es como ponerle zapatos al viento! ¡Pobres patitas mías —añade acariciándolos— que tendrán que ir a Europa entre estos calabazos negros!". Y los pequeños dedos que han estado estrujados parecen una fila de pichoncitos desentumeciéndose sobre un alero.

Ana María ha sido vestida para el viaje con un ridículo traje de austero color de tabaco, falda larga que le llega casi hasta los pies, confeccionado bajo el pésimo gusto de la tía Concha. El día de la partida, lleva un sombrero de paja de moda antigua, adornado por las mismas manos que forjaron el vestido, con un lazo rígido a cuyo lado se levanta una elevada pluma de ganso teñida de rojo. En otra ocasión el muchacho habría prorrumpido en una carcajada al ver a su amiga perjeñada de aquella guisa, y, seguramente ella le habría hecho coro, pero entonces lo que hacen es abrazarse, y Sergio se echó a llorar, al ver sobre los rosales alejarse —agitándose al impulso de los sollozos que desgarran el pecho de su dueña— la elevada pluma de ganso.

En la noche, ya solo, con la cabeza en la almohada, piensa en Ana María, no como la viera al partir, sino en la peloncilla descalza, con su sempiterno traje azul, que iba a hacerle compañía en el vasto aposento enladrillado, poblado por sombras enormes. Entre tanta frialdad palpitaba el cariño de esta chiquilla, como una llamita a cuyo calor se acogiera tantas veces su espíritu aterido.

Juan Pablo se había divorciado de Cinta y se casó con su otra mujer, con la que había vivido en la finca. Gracia se vio obligada a habitar en este nuevo hogar —"¡y supiera Judas!"— como decía Mama Canducha las crujidas que pasaría la pobre, pues a sus oídos llegó el cuento de que la segunda esposa no tenía muy buen genio. Juan Pablo propuso a Sergio que se viniera con ellos, a lo que el muchacho contestó muy resuelto, que si se le llevaba allí, encontraría el medio de matarse. Prefería quedarse en la calle pidiendo limosna. La hermana Concha no daba señales de regresar. Su peregrinación por Europa en busca de salud quién sabe cuándo terminaría.

Juan Pablo encontró en la respuesta de su hijo un tono de doliente energía, que impresionó su alma de comerciante. Entonces resolvió llevarlo a Cartago, al Colegio de los Salesianos.

Carta de Ana María a Sergio

Al regresar de Londres, he encontrado tu carta. Al abrirla, y ver que era tuya, me temblaban las manos de alegría. A mí solo vos me has escrito en la vida.

Hemos estado dos meses en Londres porque a la niña Concha le recomendaron un especialista inglés, pero ella, que quiere verse curada de la noche a la mañana, no ha tenido paciencia de esperar y hemos regresado a París en donde dice que le va mejor. Además, quiere ir a cumplirle una promesa a la Virgen de Lourdes.

Vieras qué feo es Londres. Yo no lo cambio por San José aún cuando allá no hay casas tan altas ni tan bonitas ni tanto ruido de trenes y de carros. Es como estar en la cocina humeante de Panchita, aquella viejita que vivía en el bajo de la cuesta de San Francisco. Vieras cómo he echado de menos nuestro cielo que parece que diario lo está azuleando Tatica Dios. Y allá en Costa Rica no tiene uno más que asomarse a la puerta para ver en el fondo de la calle las montañas, tan verdes y tan risueñas. Y aquí no se pone el sol como allá, con aquel lujo de celajes. ¡Ni de noche hay tantas estrellas ni tan lindas! Con dificultad se ve de cuando en cuando el cielo entre tanto humarasco. Eso sí, hay unos jardines muy lindos. El otro día fui a pasear por los jardines de Kensington. Allí está la estatua de Peter Pan —el niño que no quiso crecer ni hacerse hombre—. ¿Te acordás de ese cuento? Es un chiquillo casi desnudo, la cosa más linda, paradito en un tronco de árbol pero de mentiras porque es de metal. El tronco está lleno de ratones y conejos y ramas.

¡Vieras cómo me ha mortificado lo que me contás de los trabajos que has pasado! ¡De veras que la vida hace unos disparates, Sergio! No sería más al derecho que Mama Canducha o yo estuviéramos con vos, cuidándote, que fuera yo quien llevara tu silla con tanto cariño que no echarías de ver que en los caminos hay muchas piedras.

De mi vida te contaré lo siguiente: Ya hace tres años que ando de Ceca en Meca por esta Europa, pero se puede decir que apenas he visto la punta de la nariz de los países por donde he pasado. La niña Concha con su enfermedad no tiene gusto para nada ni lo deja tener a los demás, y mi obligación es no separarme de su lado. Hace tres años que no pruebo el aire libre: diariamente me paso encerrada en barcos, trenes, coches, consultorios de médicos y hospitales. Los ojos se me van tras las maravillas que percibo, pero los pobres tienen que quedarse con su dueña. ¿Pero no te parece mal hecho que me queje? Pobrecita la niña Concha, que no tiene sino a mí que la pastoree. Ya sabés que el pasmado del tío José solo tiene gracia para cuidar yigüirros.

Y ahora te voy a confesar una mentira: la enfermera que me ayuda a velar por tu tía se ha hecho mi amiga y siempre me está hablando de sus dos hermanos que son marinos, y siempre los está poniendo por las nubes. Apenas le escriben corre a enseñarme las cartas, que son muy cariñosas. ¡Y a mí me ha dado una envidia! No he querido quedarme atrás y le he contado que tengo un hermano que se llama Sergio, que me quiere mucho. ¿Verdad que nada tiene esta mentirilla? Vos sos el único cariño que siento junto a mí y mi pensamiento se apoya en este recuerdo como en el de un hermano: vieras cómo le hablo de mi hermano Sergio a Mademoiselle Ternisien. Afortunadamente, la tía Concha no entiende ni jota, porque has de saber, hermano mío, que ya puedo chapucear el francés. Como hace más de dos años que estamos en Francia, correteo sobre el francés que es un gusto y lo pongo hecho un ¡ay! de mí. Por dicha a tus tíos no les entra.

De noche, así que estoy acostada y la niña Concha duerme, cierro los ojos y me voy para la casa de San Francisco. Te veo tras la ventana enrejada, la calle con su palo de jícara en lo alto de la cuesta, la ladrillera, la iglesita, los naranjos a la entrada de la casa; paseo por los pisos lustrosos que tanto me han hecho sudar, oigo los pájaros del tío José…

Anoche recordaba riendo y con ganillas de llorar, cuando jugábamos de que el rancho de Panchita era la "casita de las torrejas". Te acordás de lo asustada que nos miraba la viejecita cuando me veía salir del cafetal, corriendo con tu silla. ¡Pobre Panchita! Lo menos que suponía era que para nosotros era la bruja que comía chiquitos.

Tengo muchas ganas de verte, mi querido hermano. Pienso en todo el mar y en toda la tierra que hay entre los dos. Te abraza tu hermana,

Ana María Esquivel

Mi querido hermano:

La niña Concha dice que yo no tengo apellido, que no se sabe quiénes fueron mis padres, pero como soy hermana tuya, entonces soy Ana María Esquivel.

Del diario de Sergio

29 de marzo de 19

Hoy cumplo años. Antes, el día de mi cumpleaños —pero esto, cuán lejos está ya— mamá lo celebraba con una fiesta en la que se repartían unas melcochas de azúcar que parecían de plata. Eran primores que hacían mamita y Candelaria en forma de flores, de cestitos, y que servían a los convidados en hojas de limón o de naranjo.

Hoy la fiesta ha sido algo muy diferente: esta mañana me llevó Miguel a la estación del Atlántico en donde me aguardaba mi padre para trasladarme a Cartago, al colegio de los Salesianos.

¡Cuánto me ha conmovido el ver a este viejo, empujando mi silla, calle de la estación arriba, para coger el tren! Marchaba sin hablar, pero yo lo sabía emocionado. Mientras oía el ruido de sus zapatones claveteados y el que producían las ruedas de mi silla, he meditado en lo que habría sido de mi vida sin este hombre que vino de un país desconocido, del otro lado del mar, a mostrarme a mí, que tengo los pies muertos, el camino que lleva al mundo maravilloso de los sonidos. Mi existencia no es un desierto, porque él me enseñó a escuchar. Su presencia la pobló de ríos, de bosques, de ciudades.

¿Cuál de los transeúntes que hemos encontrado, puede imaginar que en este vicio mal vestido, con la cabeza cubierta por el casco sucio y verdoso —milagro de duración— hay encerrado un gran músico? El humilde afilador de cuchillos, el fabricante de juguetes que hacen las delicias de los niños, no es un virtuoso, pero quizá su imperfección valga más: ama a la música sencillamente, sin pedanterías, sin hacer de ella un medio de alcanzar gloria y dinero. Al escuchar sus pensamientos y sentimientos, expresados con sonidos, me digo que tal vez sea uno de aquellos misteriosos y divinos de las leyendas, que bajaban a la tierra disfrazados de mendigos.

He vuelto la cabeza hacia él y le hablo con palabra temblorosa: "¡Miguel…!".

Se detiene y me mira con sus ojos azules, infantiles: —¿Qué quieres? —me responde.

Sin poder contenerme, sin fijarme en que estoy en la calle ni en los ojos curiosos que nos contemplan, lo he abrazado.

Él me dice: "¡Muchacho, muchacho!". Pero se ve que está emocionado.

Luego hemos continuado nuestro camino.

Mientras el tren rodaba a través de potreros secos y cafetales empolvados, yo pensaba que dentro de mi baúl venía mi violín, y al pensar en él mi espíritu se reconfortaba. Sabía que no podría dedicarle todos los instantes de mi vida, porque sería preciso estudiar las curiosidades y exactitud de los números, las aventuras guerreras de Césares y Napoleones. ¿Qué me importaba a mí todo eso? ¿Qué iban a imaginar mis maestros que mientras llenaban el pizarrón de números o daban listas de batallas y de fechas, yo exploraba el país de los sonidos? ¡Cuán maravilloso era todo en él! Mis ojos, mi sensibilidad, mi paladar, mi olfato, se iban a los oídos; percibía la forma de estos sonidos, su color; tenían sabor y olor: eran frescos como el agua, ásperos, sedosos y tibios. Allí están los sonidos de la tormenta, de la luz, del martillo sobre el yunque, del viento suave, de la risa. Se unían y me daban diferentes sensaciones: la de un amanecer, la de la tempestad, un crepúsculo, la soledad, el silencio, un tumulto.

Mi silla ha rodado por las calles de Cartago y el chirrido de sus ruedas se me ha antojado tímido y desconfiado. Salió a recibirnos un vientecillo helado que levantó nubes de polvo en torno nuestro. Me ha gustado el aspecto de esta ciudad que se reconstruye después del terremoto de 1910, con sus calles amplias, sus casas con jardinillos y en el interior de las cuales —hasta de las más pobres— se ve ondular el verde de los helechos. En el fondo se levantaba, limpio de brumas, el Irazú, con sus faldas cultivadas, sembradas de caseríos.

El Colegio es un edificio que todavía no está terminado. Salió a recibirnos el Director, un viejo alto, cenceño, de rostro curtido y palabra bondadosa. Mi padre se despidió de mí con sus acostumbradas palmaditas en el hombro, y al verlo atravesar la sala para irse, me parecía tan extraño que este hombre fuera mi padre. Hasta entonces nunca me había fijado bien en su figura baja, rechoncha… Tenía un gran aire de semejanza con su hermana Concha. Al caminar le temblaba la carne. Me dio tristeza comprender que no lo quiero.

El Director empujó la silla y me llevó al interior del edificio. Los muchachos estaban en recreo, en un patio que tenía un palomar en el centro.

El dormitorio es un salón grande, feo, con las paredes sin encalar, que enseña las vigas del techo. A los lados, las hileras de lechos pobres e idénticos: al pie de cada uno hay una palangana de latón y una toalla. Por las ventanas el cielo azul, en el cual se desliza el vuelo de los zopilotes. Yo suspiro y el Director me mira sonriendo con dulzura.

—¿Está usted triste? —me pregunta.

En la noche, así que todos duermen, me he incorporado en mi nuevo lecho, ¡tan frío!, y escucho la respiración de mis compañeros que duermen a mi lado. ¿Qué significo yo entre esos bultos que reposan allí cerca?

En el fondo vela, ante la escultura de un santo, una luz mortecina que apenas si logra espantar la oscuridad del aposento. ¿Qué harán los que yo amo? ¿En qué punto de la Tierra dormirá mi mamá? ¿Aún estará en el Perú, aquel país concebido por mi imaginación infantil como un manchón color rosa? Por algún agujero entra un rayo de luna que viene a tenderse en mi almohada.

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