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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ciencia ficción

Ender el xenocida (41 page)

BOOK: Ender el xenocida
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Para sorpresa de Quara, Ela había acudido allí para rezar. Se arrodilló ante el altar, y aunque Quara no era demasiado creyente, se arrodilló junto a su hermana.

Abuelo, abuela, rezad a Dios por nosotros. Rezad por el alma de nuestro hermano Esteváo. Rezad por todas nuestras almas. Rezad a Cristo para que nos perdone.

Era una oración a la que Quara podía unirse con todo su corazón.

—Proteged a vuestra hija, nuestra madre, protegedla de… de su pena y su ira, y hacedle saber que la amamos y que vosotros la amáis y que… Dios la ama. Oh, por favor, pedidle a Dios que la ame y no la deje hacer ninguna locura.

Quara nunca había oído rezar así a nadie. Siempre eran oraciones memorizadas, o leídas. No este tropel de palabras. Pero, claro, Os Venerados no eran como los demás santos. Eran sus abuelos, aunque nunca habían llegado a conocerlos en vida.

—Decidle a Dios que ya hemos tenido suficiente —continuó Ela—. Tenemos que encontrar una salida a todo esto. Cerdis matando humanos. Esa flota que viene a destruirnos. La descolada intentando arrasar con todo. Nuestra familia odiándose. Encontradnos una salida, abuelo, abuela, y si no la hay entonces que Dios abra una, porque esto no puede continuar.

Ela y Quara respiraron pesadamente en medio del silencio agotador.

—En nome do Pai e do Filho e do Espírito Santo —dijo Ela—. Amem.

Amem —susurró Quara.

Entonces Ela abrazó a su hermana y las dos continuaron llorando en la noche.

Valentine se sorprendió al descubrir que el alcalde y el obispo eran las dos únicas personas en la reunión de emergencia. ¿Por qué estaba ella allí? No tenía fuerza, ni autoridad.

El alcalde Kovano Zeljezo le acercó una silla. Todos los muebles de la habitación privada del obispo eran elegantes, pero las sillas estaban diseñadas para resultar dolorosas. El asiento era tan estrecho que para poder sentarse había que mantener el trasero bien pegado al respaldo. Y el respaldo era en sí mismo recto como un ariete, sin ninguna concesión a la columna vertebral humana, y subía tan alto que la cabeza quedaba hacia delante. De permanecer sentada en ella algún tiempo, la silla acabaría obligando a quien la usara a inclinarse hacia delante, para apoyar los brazos sobre las rodillas.

«Tal vez eso era lo que se pretendía —pensó Valentine—. Sillas que te hacen inclinarte ante la presencia de Dios.»

O tal vez era aún más sutil. Las sillas estaban diseñadas para hacerte sentir tan físicamente incómodo que ansiabas una existencia menos corpórea. Castigaba la carne para preferir vivir en el espíritu.

—Parece sorprendida —comentó el obispo Peregrino.

—Comprendo que ustedes dos se reúnan en una situación de emergencia. ¿Me necesitan para que tome notas?

—Dulce humildad —dijo Peregrino—. Pero hemos leído sus escritos, hija mía, y seríamos estúpidos si no buscáramos su sabiduría en un momento problemático.

—Les ofreceré la sabiduría que tenga, pero yo no esperaría demasiada.

Con eso, el alcalde Kovano se zambulló en el tema de la reunión.

—Hay muchos problemas a largo plazo, pero no tendremos muchas posibilidades de resolverlos si no lo hacemos primero con el más inmediato. Anoche hubo una especie de pelea en la casa de los Ribeira…

—¿Por qué tienen que estar nuestras mejores mentes agrupadas en nuestra familia más inestable? —murmuró el obispo.

—No son la familia más inestable, obispo Peregrino —objetó Valentine—. Son simplemente la familia cuyas disputas internas causan más perturbación en la superficie. Otras familias sufren peores enfrentamientos, pero no se notan porque no importan tanto a la comunidad.

El obispo asintió sabiamente, pero Valentine sospechaba que se sentía molesto por verse corregido en un tema tan trivial. A pesar de todo, ella sabía que no lo era. Si el obispo y el alcalde empezaban pensando que en la familia Ribeira eran más inestables de lo que ya de por sí eran, podían perder su confianza en Ela, o en Miro, o en Novinha, todos los cuales eran absolutamente esenciales si Lusitania quería sobrevivir a las crisis futuras. Para esa cuestión, incluso los miembros más inmaduros de la familia, Quara y Grego, podían ser necesarios. Ya habían perdido a Quim, probablemente el mejor de todos. Sería una tontería perder también a los demás.

Si los líderes de la colonia empezaban a juzgar equivocadamente a los Ribeira como grupo, pronto los juzgarían también mal como individuos.

—Anoche la familia se dispersó —continuó el alcalde—, y por lo que sabemos, pocos son los que se hablan entre sí. He intentado encontrar a Novinha, y acabo de enterarme de que se ha refugiado con los Hijos de la Mente de Cristo y se niega a ver o a hablar con nadie. Ela me ha comunicado que su madre ha sellado todos los archivos del laboratorio xenobiológico, de forma que el trabajo se ha paralizado por completo esta mañana. Quara está con Ela, lo crea o no. Miro se encuentra fuera del perímetro, en alguna parte. Olhado está en su casa y su esposa dice que se ha desconectado los ojos, que es su forma de aislarse de la vida.

—Hasta ahora, parece que se están tomando muy mal la muerte del padre Esteváo —observó Peregrino—. Tengo que visitarlos y ayudarlos.

—Todas ésas son respuestas perfectamente aceptables al dolor —dijo Kovano—, y no habría convocado esta reunión si eso fuera todo. Como usted dice, Su Eminencia, debe tratar este asunto como su líder espiritual, sin mí.

—Grego —apuntó Valentine al advertir que Kovano no lo había incluido en la lista.

—Exactamente —asintió el alcalde—. Su respuesta fue irse a un bar…, a varios bares, antes de que acabara la noche, y decir a todos los matones borrachos y paranoides de Milagro, y tenemos unos cuantos, que los cerdis han asesinado al padre Quim a sangre fría.

—Que Deus nos avençóe —murmuró el obispo Peregrino.

—Hubo problemas en uno de los bares —prosiguió Kovano—. Ventanas destrozadas, sillas rotas, dos hombres hospitalizados.

—¿Una reyerta? —preguntó el obispo.

—No del todo. Sólo ira descargada en general.

—Entonces ya pasó.

—Eso espero. Pero parece que sólo se acabó cuando salió el sol. Y cuando llegó el alguacil.

—¿Alguacil? —preguntó Valentine—. ¿Sólo uno?

—Lidera una fuerza policial de voluntarios —explicó Kovano—. Como la brigada de bomberos voluntarios. Patrullas de dos horas. Despertamos a algunos. Hicieron falta veinte para calmar las cosas. Sólo contamos con unos cincuenta hombres en la brigada, por lo general sólo cuatro prestan servicio cada vez. Normalmente se pasan la noche contándose chistes. Y algunos de los policías fuera de servicio estaban entre los que destrozaron el bar.

—Eso significa que no son muy de fiar en una emergencia.

—Se comportaron espléndidamente anoche —objetó Kovano—. Los que estaban de servicio, quiero decir.

—Con todo, no hay esperanza ninguna de que controlen un disturbio real —suspiró Valentine.

—Se encargaron de las cosas anoche —insistió el obispo—. Esta noche la primera oleada se habrá agotado.

—Esta noche la noticia se habrá extendido. Todo el mundo conocerá la muerte de Quim y la furia será mayor —dijo Valentine.

—Tal vez —convino el alcalde Kovano—. Pero lo que me preocupa es mañana, cuando Andrew traiga el cadáver a casa. El padre Esteváo no era una figura muy popular, nunca iba a beber con los muchachos, pero se había convertido en una especie de símbolo espiritual. Como mártir, tendremos a mucha más gente queriendo vengarlo que discípulos dispuestos a seguirlo tuvo en vida.

—Entonces está diciendo que debemos celebrar un funeral sencillo y discreto — aventuró Peregrino.

—No lo sé. Tal vez lo que la gente necesita es un gran funeral, donde pueda descargar su dolor y superarlo de una vez por todas.

—El funeral no es nada —rebatió Valentine—. El problema es esta noche.

—¿Por qué esta noche? La primera oleada de la noticia de la muerte del padre Esteváo habrá pasado. El cadáver no llegará hasta mañana. ¿Qué pasa esta noche?

—Tienen que cerrar todos los bares. No permita que fluya el alcohol. Arreste a Grego y manténgalo aislado hasta después del funeral. Declare el toque de queda al anochecer y ponga de servicio a todos los policías. Patrulle la ciudad en grupos durante toda la noche, con porras y armas.

—Nuestra policía no tiene armas.

—Déselas de todas formas. No tienen que cargarlas, sólo mostrarlas. Una porra es una invitación para discutir con la autoridad, porque siempre se puede salir corriendo. Una pistola es un incentivo para comportarse con educación.

—Eso parece muy extremo —opinó el obispo Peregrino—. ¡Un toque de queda! ¿Qué pasa con los trabajos nocturnos?

—Cancélenlos todos menos los servicios vitales.

—Perdóneme, Valentine —dijo el alcalde—, pero si reaccionamos de forma excesiva, ¿no sacará eso las cosas de quicio? ¿No causará el tipo de pánico que queremos evitar?

—Nunca ha visto un motín, ¿verdad?

—Sólo lo que pasó anoche.

—Milagro es un pueblo muy pequeño —expuso el obispo Peregrino—. Sólo unas quince mil personas. Apenas somos suficientemente grandes para tener disturbios reales…, eso queda para las grandes ciudades, en mundos densamente poblados.

—No es cuestión de tamaño de la población, sino de su densidad y el miedo público. Sus quince mil personas están apiñadas en un espacio apenas mayor que el centro comercial de una ciudad. Tienen una verja alrededor, por decisión propia, porque más allá hay criaturas que son insoportablemente extrañas y que creen poseer el planeta entero, aunque todo el mundo puede ver grandes praderas que deberían abrirse al uso de los humanos, si no fuera porque los cerdis se oponen. La ciudad ha sido diezmada por una plaga, y ahora están aislados de los demás mundos y hay una flota que llegará dentro de poco para invadirlos, oprimirlos y castigarlos. Y en sus mentes, todo esto, todo, es culpa de los cerdis. Anoche se, enteraron de que los cerdis han vuelto a matar, aunque hicieron el solemne juramento de no dañar a ningún ser humano. Sin duda, Grego les ofreció una descripción bien detallada de la traición de los cerdis. El muchacho tiene habilidad con las palabras, sobre todo con las desagradables. Y los pocos hombres que estaban en el bar reaccionaron con violencia. Les aseguro que las cosas empeorarán esta noche, a menos que se adelanten.

—Si tomamos esa acción represora, pensarán que nos dejamos llevar por el pánico —alegó el obispo Peregrino.

—Pensarán que tienen firmemente el control. La gente equilibrada se lo agradecerá. Restaurarán la confianza pública.

—No sé —dudó Kovano—. Ningún alcalde ha hecho nada parecido antes.

—Ningún alcalde tuvo la necesidad.

—La gente dirá que utilicé la menor excusa para asumir poderes dictatoriales.

—Tal vez —admitió Valentine.

—Nunca creerán que podría haberse producido un motín.

—Y tal vez lo derrotarán en las próximas elecciones —apuntó Valentine—. ¿Y qué?

—Piensa como un clérigo —rió Peregrino.

—Estoy dispuesto a perder las elecciones para hacer lo que sea más adecuado —declaró Kovano, un poco resentido.

—Pero no está seguro de qué es lo adecuado —dijo Valentine.

—Bueno, no puede saber si habrá una revuelta esta noche.

—Sí puedo. Le aseguro que a menos que tome el control con mano firme ahora mismo y anule cualquier posibilidad de que la gente forme grupos, perderá mucho más que las próximas elecciones.

El obispo todavía estaba riéndose.

—¿No nos dijo que no esperáramos demasiada sabiduría por su parte?

—Si piensa que estoy actuando de forma exagerada, ¿qué propone usted?

—Anunciaré un servicio en memoria de Quim esta noche, y oraciones por la paz y la calma.

—Eso llevará a la catedral exactamente a la gente que nunca formaría parte de una revuelta—objetó Valentine.

—No comprende lo importante que es la fe para el pueblo de Lusitania —dijo Peregrino.

—Y usted no comprende lo devastadores que pueden ser el miedo y la ira, y lo rápidamente que se olvidan la religión, la civilización y la decencia humana cuando se forma una muchedumbre.

—Pondré en alerta a toda la policía esta noche —anunció el alcalde Kovano—, y a la mitad de ellos de servicio desde el atardecer a la medianoche. Pero no cerraré los bares ni declararé el toque de queda. Quiero que la vida siga con toda la normalidad posible. Si empezamos a cambiarlo y a cerrarlo todo, les estaremos dando más razones para sentirse asustados y furiosos.

—Les estaría dando una sensación de que la autoridad tiene el mando —discutió Valentine—. Estaría emprendiendo acciones comparables a los terribles sentimientos que albergan. Sabrían que alguien está haciendo algo.

—Es usted muy sabia —dijo el obispo Peregrino—, y éste sería un gran consejo para una ciudad grande, sobre todo en un planeta menos fiel a la fe cristiana. Pero nosotros somos un simple pueblo, y la gente es piadosa. No necesitan que los atemoricen. Necesitan apoyo y tranquilidad esta noche, no toques de queda, cierres, pistolas ni patrullas.

—Son ustedes quienes deben tomar la decisión. Como dije, la sabiduría que tengo la comparto.

—Y se lo agradecemos. Puede estar segura de que observaremos con atención los hechos de esta noche —dijo Kovano.

—Gracias por invitarme —contestó Valentine—. Pero ya pueden ver que, como predije, no he servido de gran cosa.

Se levantó de la silla, con el cuerpo dolorido por haber permanecido tanto tiempo en aquella postura imposible. No se había inclinado hacia delante. Tampoco lo hizo ahora, cuando el obispo extendió la mano para que se la besara. En cambio, Valentine la estrechó fuertemente; luego repitió la operación con el alcalde. Como a iguales. Como a extraños.

Salió de la habitación, ardiendo interiormente. Les había advertido y les había indicado lo que deberían hacer. Pero como la mayoría de los líderes que jamás se habían enfrentado con una crisis auténtica, no creían que esta noche se pudiera producir nada distinto a las otras noches. La gente sólo cree de verdad en lo que ha visto antes. Después de esta noche, Kovano creerá en toques de queda y cierres en momentos de tensión pública. Pero para entonces será demasiado tarde. Para entonces estarán contando las bajas.

¿Cuántas tumbas se cavarían junto a la de Quim? ¿Y de quién serían los cadáveres que reposarían en ellas?

Aunque Valentine era allí una extraña y conocía a pocas personas, no podía aceptar la revuelta como inevitable. Sólo había otra esperanza. Hablaría con Grego. Intentaría persuadirle de la seriedad de lo que estaba sucediendo. Si él iba de bar en bar esa noche, aconsejando paciencia, hablando con calma, entonces los disturbios se podrían atajar. Sólo él tenía la posibilidad de hacerlo. Ellos lo conocían. Era el hermano de Quim. Sus palabras los habían enfurecido la noche anterior. Ahora podrían escucharlo para que la revuelta fuera contenida, impedida, canalizada. Tenía que encontrar a Grego.

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