Aenea asintió. A. Bettik alzó el comlog. Me había olvidado de él.
—Nuestro amigo mecánico obtuvo una lectura fiable de las estrellas. Estamos en Hebrón, y parece que a pocas horas de Nueva Jerusalén.
Sentí un desgarrón de dolor, y no pude contener una contorsión. Aenea sacó el inyector de ultramorfina.
—No —supliqué.
—Será la última por un tiempo —susurró. Oí el siseo y sentí ese bendito aturdimiento. «Si existe Dios —pensé—, es un analgésico.»
Cuando desperté, las sombras eran largas y estábamos al pie de un edificio bajo. A. Bettik me llevaba en brazos. Cada paso me causaba dolor. Guardé silencio.
Aenea caminaba delante. La calle era ancha y polvorienta, los edificios bajos —ninguno tenía más de tres pisos— y de un material parecido al adobe. No había nadie a la vista.
—¡Hola! —llamó la niña, haciendo bocina con las manos. Las dos sílabas resonaron en la calle desierta.
Me sentía ridículo porque me llevaban como a un niño, pero a A. Bettik no parecía importarle, y yo sabía que no podría tenerme en pie aunque la vida me fuera en ello.
Aenea regresó hacia nosotros, vio mis ojos abiertos.
—Es Nueva Jerusalén, sin duda —dijo—. Según la guía, aquí vivían tres millones de personas en tiempos de la Red, y A. Bettik dice que había por lo menos un millón según sus últimas noticias.
—Éxters... —murmuré.
Aenea asintió.
—Los edificios de las orillas del canal estaban desiertos, pero da la impresión de que estuvieron habitados hasta hace pocas semanas o meses.
—Según las transmisiones que monitoreamos en Hyperion, este mundo debió de caer en manos éxters hace tres años estándar. Pero hay indicios de habitación mucho más recientes.
—La retícula energética aún está funcionando —dijo Aenea—. La comida que quedó fuera está arruinada, pero los compartimientos refrigeradores aún están fríos. En algunas casas la mesa está puesta, los holofosos zumban con estática, las radios susurran. Pero no hay gente.
—Tampoco hay señales de violencia —dijo el androide, apoyándome delicadamente en la parte trasera de un vehículo que tenía una caja chata detrás de la cabina. Aenea había puesto una manta para proteger mi piel del metal caliente. El dolor del costado me hizo ver manchas ante mis ojos.
Aenea se frotó los brazos. Tenía la carne de gallina a pesar del ardiente calor del atardecer.
—Algo terrible sucedió aquí —dijo—. Puedo sentirlo.
Yo sólo sentía dolor y fiebre. Mis pensamientos eran como mercurio. Se me escurrían antes de que pudiera atraparlos o darles cohesión.
Aenea saltó a la caja del vehículo y se acuclilló junto a mí mientras A. Bettik abría la puerta de la cabina y entraba. Asombrosamente, el vehículo arrancó enseguida.
—Puedo conducir esto —dijo el androide, poniendo el vehículo en marcha.
«También yo —pensé—. Conduje uno en Ursus. Es una de las pocas cosas del universo que sé manejar. Debe de ser una de las pocas cosas que sé hacer bien.»
Echamos a andar por la calle mayor. El dolor me hizo gritar algunas veces, a pesar de mis esfuerzos por callarme. Apreté las mandíbulas.
Aenea me sostenía la mano. Sus dedos estaban tan frescos que me hacían tiritar. Comprendí que mi piel estaba en llamas.
—Es esa maldita infección —dijo Aenea—. De lo contrario te estarías recobrando. Algo en ese mar.
—O en su cuchillo —susurré. Cerré los ojos y vi al teniente volando en pedazos cuando lo alcanzaban las nubes de dardos. Abrí los ojos para huir de esa imagen. Aquí había edificios más altos, de diez pisos, y la sombra era más profunda. Pero el calor era espantoso.
—Un amigo que mi madre conoció durante la peregrinación de Hyperion vivió aquí por un tiempo —dijo Aenea. Su voz parecía oscilar como una emisora radial mal sintonizada.
—Sol Weintraub —grazné—. El especialista en los
Cantos
del viejo poeta.
Aenea me palmeó la mano.
—Siempre olvido que la vida de mi madre se convirtió en harina para el costal de leyendas del tío Martin.
Saltamos sobre un montículo.
Apreté los dientes para no gritar.
Aenea me aferró la mano con más fuerza.
—Sí —dijo—, ojalá hubiera conocido a ese estudioso y su hija.
—Entraron... en la Esfinge. Como... tú.
Aenea se acercó, me humedeció los labios con la cantimplora, asintió.
—Sí, pero recuerdo los cuentos de mi madre sobre Hebrón y los kibbutzim.
—Judíos —susurré, y dejé de hablar. Necesitaba todas mis energías para combatir el dolor.
—Huyeron del Segundo Holocausto —dijo, mirando hacia delante mientras el vehículo doblaba una esquina—. Llamaron Diáspora a su Hégira.
Cerré los ojos: el teniente volando en pedazos, jirones de ropa y carne cayendo lentamente al mar violáceo.
De repente A. Bettik me estaba levantando. Entramos en un edificio más grande y más sinuoso que los demás, plastiacero y vidrio templado.
—El centro médico —dijo el androide.
La puerta automática se abrió con un susurro.
—Tiene energía... si la maquinaria médica estuviera intacta...
Debí de adormilarme, pues cuando abrí los ojos de nuevo, aterrado por las aletas dorsales que se acercaban cada vez más, estaba en una camilla que entraba en el largo cilindro de un autocirujano de diagnóstico.
—Hasta luego —me dijo Aenea, soltándome la mano—. Te veré del otro lado.
Permanecimos en Hebrón trece días locales, siendo cada día de veintinueve horas estándar. En los primeros tres días el autocirujano hizo lo que quiso conmigo: por lo menos ocho intervenciones quirúrgicas y doce tratamientos terapéuticos, de acuerdo con el registro digital.
Era, en efecto, un microorganismo de ese maldito océano de Mare Infinitus que había decidido matarme, aunque al ver la resonancia magnética y los exámenes de biorradar, noté que el organismo no había sido tan micro. Fuera lo que fuese —el equipo de autodiagnóstico era ambiguo— se había aferrado al interior de mi costilla raspada y había crecido allí como un hongo de pantano hasta que empezó a ramificarse hacia mis órganos internos. Otro día estándar sin cirugía, informó el autocirujano, y al hacer la incisión inicial sólo hubiera hallado liquen y putrefacción.
Después de abrirme, limpiarme y repetir el proceso dos veces más cuando rastros infinitesimales del organismo oceánico fundaron nuevas colonias, el autocirujano dictaminó que el hongo estaba liquidado y comenzó a trabajar sobre mis heridas menores. El tajo de cuchillo habría debido de causarme una hemorragia mortal, sobre todo con los pataleos y la elevación del pulso provocados por mis amigos de las aletas dorsales. Evidentemente los cartuchos de plasma del viejo pak médico y las generosas dosis de ultramorfina de Aenea me habían mantenido con vida hasta que el cirujano pudo inyectarme otras ocho unidades de plasma.
La profunda herida del brazo no había cortado ningún tendón, como yo había temido, pero había afectado tantos músculos y nervios importantes que el autocirujano había trabajado en ellos durante la segunda y tercera operaciones. Como el hospital aún tenía energía cuando llegamos, el cirujano había tenido la iniciativa de ordenar a los tanques de órganos del sótano que desarrollaran los nervios de reemplazo que yo necesitaba. El octavo día, cuando Aenea estaba junto a mí y me contaba que el autocirujano continuamente pedía asesoramiento y autorización a los supervisores humanos, pude reírme al saber que el «doctor Bettik» autorizaba cada operación, trasplante y terapia.
La pierna que el tiburón multicolor había tratado de arrancarme resultó ser la parte más dolorosa de esa ordalía. Después de limpiar el hongo de la zona despellejada por los dientes del tiburón, la máquina había trasladado nuevo tejido dérmico y muscular. Dolía. Y cuando dejó de dolerme, picaba. Durante mi segunda semana de internación, sufrí por abstinencia de ultramorfina y habría pensado seriamente en exigirla a punta de pistola si realmente hubiera creído que la intimidación bastaría para reducir esos síntomas y la picazón. Pero la pistola ya no estaba, se había hundido en ese profundo mar violáceo.
En el octavo día, cuando pude incorporarme en la cama y comer comida —aunque sólo fuera papilla de hospital—, le hablé a Aenea de mi breve período heroico.
—En mi última noche en Hyperion, me embriagué con el viejo poeta y le prometí que haría ciertas cosas en este viaje.
—¿Qué cosas? —preguntó la niña, su cuchara en mi plato de gelatina verde.
—No demasiado. Protegerte, acompañarte a casa, encontrar Vieja Tierra y llevarla de vuelta para que él la volviera a ver antes de morir...
Aenea dejó de comer gelatina. Enarcó las oscuras cejas.
—¿Te pidió que llevaras de vuelta Vieja Tierra? Interesante.
—Eso no es todo. También debía hablar con los éxters, destruir Pax, derrocar a la Iglesia y, cita literal, «averiguar qué coño se propone el TecnoNúcleo y detenerlo».
Aenea dejó la cuchara y se secó los labios con mi servilleta.
—¿Eso es todo?
—No todo. También quería que evitara que el Alcaudón te lastimara o destruyera a la humanidad.
Aenea cabeceó.
—¿Nada más?
Me froté la sudorosa frente con mi mano sana, la izquierda.
—Eso creo. Al menos es todo lo que recuerdo. Estaba ebrio, como he dicho. —Miré a la niña—. ¿Cómo me va con esa lista?
Aenea hizo ese ademán desdeñoso con sus manos delgadas.
—No está mal. Debes recordar que hace sólo unos meses estándar que hemos empezado... menos de tres, en realidad.
—Sí —dije, mirando por la ventana las franjas de luz que bañaban el edificio de adobe que había frente al hospital. Más allá de la ciudad, la luz del atardecer enrojecía cerros rocosos—. Sí —repetí, sin fuerzas y sin humor—. Lo estoy haciendo muy bien. —Suspiré y aparté la bandeja de comida—. Hay algo que no entiendo. A pesar de la confusión, no sé por qué el radar no detectó la balsa cuando estábamos tan cerca.
—A. Bettik lo destruyó —dijo la niña, comiendo gelatina verde.
—¿Cómo dices?
—A. Bettik destruyó la antena de radar con tu rifle de plasma. —Terminó ese brebaje verde y dejó la cuchara. Durante la última semana había sido enfermera, doctora, cocinera y lavadora de frascos.
—Creí que no podía disparar contra seres humanos.
—No puede —dijo Aenea, apoyando la bandeja en un mueble—. Se lo pregunté. Pero dijo que no tenía prohibido disparar contra antenas de radar. Y eso hizo. Antes de que te avistáramos y nos zambulléramos para rescatarte.
—Eso fue un disparo de tres o cuatro kilómetros, desde una balsa en movimiento. ¿Cuántos rayos de pulsos utilizó?
—Uno —dijo Aenea, mirando el monitor que había encima de mi cabeza.
Solté un silbido.
—Espero que nunca se enfade conmigo. Ni siquiera a esa distancia.
—Creo que tendrías que ser una antena de radar para empezar a preocuparte —dijo Aenea, acomodando las sábanas limpias.
—¿Dónde está él?
Aenea se acercó a la ventana y señaló el este.
—Encontró un VEM que tenía una carga completa y estaba examinando los kibbutzim de la zona del Gran Mar Salado.
—¿Todos los demás estaban vacíos?
—Todos. Ni siquiera perros, gatos, caballos ni ardillas.
Supe que no estaba bromeando. Habíamos hablado de ello. Cuando las comunidades son evacuadas precipitadamente, o cuando ataca el desastre, los animales a menudo quedan atrás. Las manadas de perros salvajes habían sido un problema durante la revuelta de la Garra del Sur en Aquila. La Guardia Interna tenía que disparar contra las ex mascotas.
—Eso significa que tuvieron tiempo de llevarse sus animales.
Aenea se volvió hacia mí y se cruzó de brazos.
—¿Dejando su ropa? ¿Y sus ordenadores, comlogs, diarios íntimos, holos familiares... todas sus chucherías personales?
—¿Y en ningún lado dice qué sucedió? ¿No hay comentarios finales en los diarios? ¿No hay cámaras de vigilancia ni frenéticas anotaciones de último momento en los comlogs?
—No. Al principio era reacia a meterme en los comlogs privados, pero ahora he examinado docenas. Durante la última semana había las noticias habituales sobre los combates cercanos. La Gran Muralla estaba a menos de un año-luz de distancia y las naves de Pax estaban llenando el sistema. No descendían con frecuencia en el planeta, pero era evidente que Hebrón tendría que unirse al Protectorado de Pax cuando todo hubiera terminado. Entonces hubo algunas emisiones finales sobre éxters irrumpiendo por las líneas. Luego nada. Sospechábamos que Pax había evacuado a toda la población y luego los éxters avanzaron, pero no había noticias de la evacuación en los holos de noticias, ni en las anotaciones de ordenador, ni en ninguna parte. Es como si la gente hubiera desaparecido. —Aenea se frotó los brazos—. Tengo algunos discos de noticiarios, si quieres verlos.
—Quizá más tarde —dije. Estaba muy cansado.
—A. Bettik regresará por la mañana —dijo Aenea, subiéndome la manta hasta la barbilla. Más allá de las ventanas el sol se había puesto pero los cerros relucían literalmente con la luz almacenada. Era un efecto crepuscular de las piedras de este mundo, y uno nunca se cansaba de mirarlo. Pero en ese momento no podía mantener los ojos abiertos.
—¿Tienes la escopeta? —murmuré—. ¿El rifle de plasma? Bettik se ha ido... estamos solos...
—Están en la balsa —dijo Aenea—. Ahora, a dormir.
El primer día que estuve plenamente consciente traté de darles las gracias por haberme salvado la vida. Fueron renuentes.
—¿Cómo me encontrasteis? —pregunté.
—No fue difícil —dijo la niña—. Dejaste el micrófono abierto hasta que el oficial de Pax lo rompió de una puñalada. Lo oímos todo. Y te veíamos por los binoculares.
—No tendríais que haber dejado la balsa. Fue demasiado peligroso.
—No tanto, M. Endymion —dijo A. Bettik—. Además de preparar el ancla, que redujo notablemente la velocidad de la balsa, M. Aenea tuvo la idea de sujetar una cuerda a un tronco para que ésta se arrastrara detrás de la balsa casi cien metros. Si no alcanzábamos la balsa, estábamos seguros de poder llevarte hasta la cuerda antes de que se pusiera fuera de nuestro alcance. Y así fue, como lo demuestran los hechos.
Sacudí la cabeza.
—Aun así fue estúpido.
—No hay de qué —dijo la niña.
El décimo día traté de ponerme de pie. Fue una victoria breve, pero victoria al fin.