Enigma. De las pirámides de Egipto al asesinato de Kennedy (32 page)

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Authors: Bruno Cardeñosa Juan Antonio Cebrián

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BOOK: Enigma. De las pirámides de Egipto al asesinato de Kennedy
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Kennedy saludaba sonriente a miles de simpatizantes por las calles de Dallas cuando tres o cuatro disparos (el asesino oficial sólo pudo disparar dos veces) acabaron con su vida. Él dejó de sonreír, pero en las altas esferas del poder algunos no pudieron evitar seguir haciéndolo…

La existencia de un segundo francotirador no sólo se sustenta en la incoherencia de la «bala mágica». De hecho, varios testigos presenciales relataron haber oído tres disparos, e incluso en las grabaciones de la secuencia los análisis han logrado identificar hasta cuatro. ¿De dónde procedían aquellos disparos? Casi todos los investigadores señalan en dirección opuesta a donde se encontraba Oswald, más exactamente a un montículo situado en la Dealey Plaza de Dallas. La razón fundamental es que el disparo que provoca la muerte de Kennedy genera un balanceo en su cabeza que sólo puede explicarse si procedía de ese punto situado a unas decenas de metros por delante del coche presidencial. Y es que el edificio en el que se encontraba Oswald agazapado estaba en dirección opuesta. No pudo ser él quien disparó la bala mortal. Su testimonio hubiera sido fundamental para aclarar si hubo o no conspiración para acabar con Kennedy. Pero a las pocas horas de ser detenido, un «loco» acabó con la vida de Oswald… ¿No suena a que aquello fue una forma de acabar con la única persona que podría revelar la verdad? No nos engañemos, porque los servicios secretos siempre han actuado así.

Además, un reciente escrito elaborado por el fiscal Frank A. Cellura demuestra que los informes oficiales relativos al registro de la habitación del edificio desde donde Oswald disparó contra Kennedy estaban manipulados. Cellura comparó los informes del registro que se hicieron a las pocas horas del crimen con los que se efectuaron después, en los que aparecieron más cartuchos y restos de balas. Sin duda, hubo alguien que intentó por todos los medios incriminar a Oswald haciéndonos creer que fue un lobo solitario…

Poco antes de fallecer en tan extrañas circunstancias, Kennedy había criticado el modelo económico imperante, gracias al cual se permitía que unos pocos manejaran fortunas incalculables, mientras la gran mayoría los convertía en millonarios sin que pudiera escapar a su pobre destino. Casualmente, los sustitutos de Kennedy y su equipo fueron mucho más permisivos con el gran capital y los dueños de esas inmensas fortunas… ¿O no fue casualidad?

¿Llegó el hombre a la Luna?

El 20 de julio de 1969, millones de telespectadores en la Tierra contemplaron atónitos el mayor acontecimiento tecnológico provocado por el hombre durante el siglo XX. Los astronautas norteamericanos Neil Armstrong, Michael Collins y Edwin
Buzz
Aldrin culminaban con éxito su llegada a la Luna, iniciando así su conquista.

En los últimos años; Internet ha servido para difundir la teoría de que el hombre no llegó a Luna. Quien quiera creerlo así, que lo crea, pero que explique de dónde proceden los más de 300 kilos de rocas lunares que se trajeron los astronautas desde la bella Selene.

Era una misión para la que se habían preparado a conciencia durante largo tiempo y cuya piedra angular estaba asentada en el proyecto espacial Apolo. Las fotografías de las sondas estadounidenses Rangers 7, 8 y 9 y Lunar Orbiter I y 2 de 1964 y 1966 allanaron el camino de la magna empresa, confirmando los orígenes geológicos de la Luna, además de establecer los lugares idóneos en los que se podría alunizar con el menor riesgo posible. En la década de los sesenta, diversas tripulaciones se entrenaron minuciosamente con el fin de pilotar artefactos capaces de realizar el viaje más grande jamás soñado. Algunos de ellos murieron en el intento, como por ejemplo la terna de astronautas que falleció el 27 de mayo de 1967 al incendiarse su nave. Empero, estos infortunios no detuvieron la carrera espacial norteamericana, muy comprometida en un logro que, entre otras circunstancias, debía contribuir a garantizar la supremacía estadounidense ante los evidentes progresos espaciales que estaba consiguiendo el bloque soviético. En 1959, la sonda rusa Luna 3 había desvelado los misterios de la cara oculta de la Luna, lo que incitó a pensar que los comunistas conquistarían el satélite mucho antes que los norteamericanos, asunto que provocó la aceleración de los trabajos, mientras se incrementaba notablemente el presupuesto de la carrera espacial norteamericana. El presidente John Fitzgerald Kennedy prometió a sus compatriotas que ellos serían los primeros en llegar a la Luna. Y este vaticinio, bien fundamentado, se cumplió siete años más tarde, cuando el 16 de julio de 1969 la nave
Apolo 11
portadora del módulo lunar Eagle despegaba con la propulsión de un cohete Saturno 5. Su destino era el único satélite de nuestro planeta, estudiado constantemente por los telescopios desde el siglo XIX y del que conocíamos tan sólo imágenes visibles en los observatorios terrestres. Cuando cuatro días más tarde el comandante Armstrong, de treinta y nueve años de edad, bajó los nueve peldaños del Eagle tras haber alunizado de forma manual en la Luna, la emoción se tornó en indescriptible en el centro operativo de la NASA en Houston. El momento álgido de aquel acontecimiento tuvo lugar al posar el veterano piloto su pie izquierdo en la superficie lunar pronunciando una frase que pasaría a los anales de la historia: «Éste es un pequeño paso para el hombre, pero un salto gigantesco para la humanidad». Más tarde le acompañaría en la hazaña el capitán Aldrin, quien también tuvo palabras para la posteridad: «¡Qué magnífica desolación!». Durante dos horas, los hombres de la NASA recogieron unos veinte kilos de muestras rocosas lunares. Asimismo situaron aparatos destinados a medir diferentes parámetros, como la velocidad del viento solar, la temperatura o la actividad sísmica del satélite. Tras esto regresaron a casa amerizando en el océano Pacífico y pasando unas tres semanas de cuarentena a fin de evitar supuestos peligros biológicos traídos del exterior.

En cambio, no tardó en generarse una polémica en torno a esta gesta sin precedentes, elevándose varias hipótesis conspiranoicas. Una de ellas afirmaba que la expedición del
Apolo 11
había sido vigilada muy de cerca por ovnis celosos del descubrimiento que los astronautas pudieran efectuar sobre unas supuestas construcciones extraterrestres en la Luna. Por otra parte, se defendió que la misión había sido un éxito, si bien muchos detalles como filmaciones, fotografías o banderas ondeantes, no eran más que un simple montaje efectista realizado en platos terráqueos a modo de propaganda oficial. Sin embargo, lejos de aspectos conspiranoicos, no cabe duda de que el hecho fue más que cierto y quedó constatado gracias a las pruebas de alto calado que se ofrecieron en años sucesivos. Aunque se me antoja que la prueba más auténtica sobre la veracidad de este suceso nos la ofrece el KGB soviético, con su sonoro silencio, dado que a nadie se le escapa que, en ese difícil momento de la guerra fría, los servicios secretos del Kremlin no hubiesen tenido mayor dificultad en enterarse del supuesto fraude cometido por su ancestral enemigo, poniendo rápidamente en circulación la verdadera historia para desacreditar a sus competidores a la par que les infligían una humillación tan demoledora que aún hoy en día resonarían sus ecos. Además, no podemos obviar que tras el
Apolo 11
otras cinco naves consiguieron el alunizaje hasta 1972. Son demasiados viajes y demasiados testimonios como para pretender que la llegada del hombre a la Luna fue una treta perpetrada por los norteamericanos. En total, las tripulaciones de los
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trajeron a la Tierra trescientos ochenta y cuatro kilos de material lunar. En la última misión viajó por primera vez un geólogo, Harrison Schmitt, quien recorrió en un vehículo lunar más de treinta y cinco kilómetros por el valle de Taurus-Littrow. Todo un hito que se espera repetir en las futuras misiones que, según el gobierno de George W Bush, se reactivarán en próximos años. En 1996 se comenzó a especular con la posibilidad más que real sobre la existencia de hielo lunar. Este asunto dio alas a los que soñaban con instalar en la Luna una estación permanente habitada por humanos. La base constituiría una perfecta lanzadera hacia la conquista de Marte, el siguiente objetivo para la exploración de nuestro sistema solar. Si bien a estas alturas todavía no se ha constatado la presencia de agua helada en el satélite terráqueo, los especialistas dudan cada vez menos de esa variable, y es más que posible que nuestra generación vuelva a emocionarse con una narración televisiva similar a la que ofreció para España el célebre Jesús Hermida. Por tanto, ya falta poco para que podamos asistir a un nuevo salto gigantesco para la humanidad.

¿Qué pasó con los nazis huidos tras la II Guerra Mundial?

Mayo de 1945. En una Europa en ruinas, los nazis vencidos y sus aliados ven con angustia como su futuro se presenta muy negro. En todo el mundo crecía el clamor contra las atrocidades descubiertas de los campos de exterminio y la humanidad se horrorizaba al ver la magnitud del Holocausto. Sin embargo, muchos de ellos llevaban ya años preparando un posible lugar de refugio, en países lejanos que no hubiesen estado en guerra con Alemania o que hubiesen entrado en ella por consideraciones políticas transitorias, y en los que hubiese importantes colonias de emigrantes de origen alemán. Argentina fue la nación preferida. Aunque había entrado en guerra en los últimos días de la contienda, el gobierno del general Perón, de corte autoritario, era proclive a atraer a científicos y especialistas cualificados y más en una época en la que su nación era una de las naciones más avanzadas del mundo y demandaba técnicos de alto nivel. Chile, nación neutral, con grandes colonias de descendientes de alemanes en los profundos bosques del sur, y Paraguay, aislado del mundo y gobernado por un dictador de origen alemán —Stroessner—, les siguieron en importancia. Otros refugios idóneos fueron también Uruguay, nación tranquila, y Brasil, país aliado, cuyas tropas combatieron en el frente de Italia, pero con dos Estados sureños, Río Grande y Santa Catarina, habitados por centenares de miles de alemanes.

La emigración que se dirigió a América del Sur no estaba formada sólo por generales y altos oficiales de las SS o de la Wermacht, había también capataces de campos de concentración, jefes de la Gestapo, banqueros, servidores civiles o militares del III Reich, ejecutores del genocidio judío, tripulaciones de buques de guerra germanos que navegaban por el Río de la Plata cuando se consumó la derrota alemana y otros muchos que eligieron un mundo nuevo en el que vivir y empezar de nuevo. Todos, o al menos eso se pensaba, huyeron con lo puesto o poco más. Sin embargo, la facilidad con la que se situaron en sus nuevos países, en ocasiones con el más absoluto descaro, demuestra que hubo redes de acogida, probablemente preparadas desde finales o mediados de 1943, y que contaron, además, con un absoluto apoyo gubernamental, al menos en los casos argentino y paraguayo, y una notable indiferencia en los de Uruguay, Brasil y Chile.

Carlota Jackisch, de la Fundación Conrad Adenauer en Buenos Aires, autora de una obra titulada
El nazismo y los refugiados alemanes en la Argentina
, efectuó una lista de refugiados nacionalsocialistas dentro de sus trabajos en el marco de la comisión por el esclarecimiento de las actividades de los nazis en Argentina, creada por el presidente Carlos Menem en 1997 y presidida por el ministro argentino de Relaciones Exteriores, Guido Di Telia. Esta comisión comprendía historiadores de renombre internacional, pertenecientes a numerosos países, que tenían por fin sacar a la luz todo sobre la presencia nazi en Argentina, incluyendo los bienes que los alemanes hubieran podido robar a sus víctimas. Con ello se respondía a una voluntad oficial de saldar un pasado rodeado de embarazosas connivencias, con culpables complicidades. El cálculo realizado tras la apertura del Banco Central para cotejar listas y rastrear el oro que pudo haber entrado en Argentina en los años cuarenta y cincuenta se ha estimado en más de trescientos millones de dólares —cuarenta y tres mil quinientos millones de pesetas de la época—, según datos oficiales estadounidenses, aproximadamente el 15 por ciento de los activos nazis en el exterior. El investigador Jorge Camarasa, en su libro
Odessa al Sur
, sostiene que el tesoro camuflado décadas atrás en la región incluyó lingotes de oro, millones de dólares, acciones de empresas y piedras preciosas, y también obras de arte robadas de los museos y las colecciones europeas por el mariscal Hermann Goering.

Lo que conviene recordar es que nadie debe engañarse con conjeturas sobre enigmáticos planes de evasión o preparadísimos refugios elaborados con años de antelación. Eso sólo sirvió para los grandes jerarcas. Según el periodista argentino Uki Goñi, autor del libro
La auténtica Odessa
, que realizó una vasta investigación en archivos de Estados Unidos y de varios países europeos, existió a mediados de los cuarenta una red de escape montada por los servicios de inteligencia nazis y por el gobierno del entonces presidente argentino, Juan Domingo Perón, para facilitar la huida de criminales de guerra con pasaportes falsos. La coordinación contó también con la ayuda del Vaticano.

Pero la mayor parte de los nazis huyeron con absoluta facilidad, muchos a través de la España franquista, pero la mayoría como emigrantes legales, y fueron bien recibidos, bien tratados e integrados perfectamente en la opulenta sociedad argentina de la época. No hay certeza sobre las cifras de aquella inmigración, pero se calcula que, sólo en Argentina, entraron en torno a los ochenta mil alemanes, austríacos y croatas legalmente documentados, de los que unos ochocientos eran altos mandos nazis y ustachas y cerca de doscientos, criminales de guerra. Pedro Bianchi, abogado defensor del capitán de las SS Erich Priebke hasta su extradición a Italia hace unos años como responsable de la masacre de las fosas ardentinas en Roma, cifró en ocho mil las células de identidad y en dos mil los pasaportes argentinos repartidos por Perón entre los nazis. Recibidos por una comunidad alemana poderosa desde el final de la Primera Guerra Mundial, amablemente acogidos por un régimen peronista influenciado por los fascismos europeos, tan antiamericano como anticomunista, los fugitivos del III Reich incluso recrearon en miniatura las ciudades y villas de su país natal. Se instalaron principalmente en el norte de Argentina, no muy lejos de las fronteras con Paraguay y Uruguay, en la región de Córdoba, donde viven numerosos marinos del
Graf Spee
, el acorazado hundido en diciembre de 1939 en la desembocadura del Río de la Plata, o bien al pie de la cordillera de los Andes, cerca de la frontera con Chile. Muchos de ellos apreciaron en especial San Carlos de Bariloche, sobre los contrafuertes andinos al borde de un lago, un lugar de veraneo que recuerda, con sus chalés, sus montañas y sus aguas claras, a un bonito rincón de Baviera. Aquí fue donde en 1954 se estableció el citado Erich Priebke. El antiguo piloto de la Luftwaffe, Hans Ulrich Rudel, uno de los padres de la Fuerza Aérea argentina, participaba en los torneos de esquí del Club Andino. El banquero Ludwig Freude, amigo de Perón, tenía allí una finca; Friedrich Lantschner, antiguo gobernador nazi del Tirol austríaco, fundó una empresa de construcción. También vivían en Bariloche un agente de los servicios de la armada alemana, Juan Mahler; el banquero Carlos Fuldner y miembros de las SS como Max Naumann, Ernest Hamann o Winfried Schroppe. Todos bebían cada tarde la cerveza del Deutsche Klub y festejaban el cumpleaños de Adolf Hitler en el último piso del hotel Colonial.

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