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Authors: Bruno Cardeñosa Juan Antonio Cebrián
Tags: #Divulgación
Jefferson fue quizá el más culto de todos los presidentes del siglo XIX, y por eso es menos entendible que fuera un esclavista convencido, aun después de la independencia. Siempre ha sido una paradoja que el redactor del más importante documento sobre las libertades individuales y los derechos humanos se empecinara en mantener sometidos a sus esclavos. Junto con Abraham Lincoln y George Washington, Jefferson constituye, desde hace casi dos siglos, una referencia para todos los ciudadanos de su país. Su rostro está impreso en las monedas americanas, en los billetes de dos dólares y en las conocidas efigies rocosas del monte Rushmore. Su recuerdo siempre ha estado ligado a que, como secretario de Estado, fue uno de los primeros autores de la Declaración de Independencia.
Sabiendo lo que sabemos, ¿fue Jefferson un gran hipócrita en el manejo de sus argumentos respecto a la esclavitud? Hay una anécdota significativa sobre él que ahora adquiere otra dimensión. Dicen que un día paseaba con su nieto por la calle cuando un esclavo negro le saludó muy cortés, quitándose el sombrero a su paso. El presidente respondió al saludo con la misma cortesía y su nieto, que conocía las rancias ideas de su abuelo, le dijo: «¿Cómo te has humillado de esa manera si tan sólo era un negro?». A lo que el estadista contestó: «Muchacho, ¿permitirías que ese negro ganara en educación al presidente Jefferson?».
El ADN nos ha dado una respuesta contundente a esos comportamientos tan contradictorios entre lo que pensaba y lo que hacía. La investigación la ha realizado un equipo científico formado por genetistas de Virginia, Holanda y Reino Unido, así como por bioquímicos y bioestadísticos de Oxford. Este equipo multidisciplinar ha analizado el cromosoma Y (la información de este cromosoma se va heredando a lo largo de la línea masculina de la descendencia, lo que puede servir para seguir el rastro paterno) en algunos descendientes varones relacionados con Jefferson o con la esclava Sally. Una complicación adicional consistió en que Jefferson no dejó descendencia viva por vía masculina. Por ello, los investigadores tuvieron que analizar a los descendientes varones vivos de un abuelo paterno de Jefferson, comprobando que en ellos existe un raro haplotipo (grupo de marcadores genéticos en un cromosoma) característico de diecinueve marcadores polimórficos, que estaba ausente en otras mil doscientas personas de control analizadas. Este haplotipo, bautizado como el
haplotipo Jefferson
, tampoco se correspondió con los descendientes varones de los sobrinos del presidente (los hijos de su hermana), pero sí fue compatible con el de los descendientes varones de Eston Hemings, el hijo menor de Sally.
Los resultados definitivos de la investigación se publicaron en la revista
Science
en 1998. Conclusión: la probabilidad de que esa compatibilidad se diese por azar se evaluó en menos del 1%, por lo que, con casi total seguridad, se puede afirmar que, efectivamente, la paternidad de Eston le correspondió al presidente Jefferson, un hijo bastardo al que nunca reconoció ni le concedió la libertad.
Y él tan calladito…
Luis Carlos de Borbón, hijo de Luis XVI y María Antonieta —que luego serían guillotinados—, tenía sólo siete años cuando llegó en compañía de sus padres a la impresionante fortaleza del Temple de París. Allí, el pequeño príncipe, de constitución débil y enfermiza, siguió preso tras la muerte de sus padres y fue confiado al cuidado del zapatero Simón y de su mujer, los cuales hicieron todo lo posible por mantenerle sano, tal es así que a finales de diciembre de 1793 incluso se le llegó a ver jugando en los jardines. Sin embargo, en enero de 1794, el ciudadano Chaumette, nombrado gobernador del Temple, ordenó al matrimonio Simón abandonar la prisión, comenzando a partir de entonces un calvario para el pequeño Luis. El cruel y despótico alcaide dio instrucciones precisas para cerrar todas las ventanas y construir un muro en la puerta hasta media altura y bloqueó el resto con barrotes de hierro. En ese terrible mundo de penumbra el niño quedó aislado del mundo en un pequeño recinto que pronto se convirtió en una pestilente cloaca llena de gusanos e insectos. Durante todo el gobierno de Robespierre, dos guardias vigilaban dos veces al día que el pequeño seguía en la celda.
Tras la caída de Robespierre, su sucesor, Barras, se presentó en la prisión del Temple el 18 de julio de 1794, donde encontró a un niño pálido, casi en los huesos, con las articulaciones inflamadas e incapaz de andar. Tras asignarle un médico, impartió instrucciones para que pudiese llevar una vida decente, pero la debilidad del muchacho era tan grande que no fue capaz de recuperarse y falleció de tuberculosis el 8 de junio de 1795.
Hasta ahora hemos narrado la historia oficial, pero ya a los pocos meses de la muerte del delfín, empezó a correr el rumor de que la mujer del zapatero Simón, convencida de que nada bueno le esperaba al niño, había tramado una sustitución con la ayuda del cocinero de la prisión. Nadie señaló el lugar de su enterramiento y pronto se difundió el rumor de que su certificado de muerte era falso. Una nota conservada de Robespierre haciendo referencia al cocinero del Temple ha sido alegada como indicio de que tal vez incluso el duro líder revolucionario hubiese participado en la trama que permitió escapar al rey niño. Durante años, todo tipo de teorías que planteaban la posibilidad de la supervivencia oculta de Luis XVII fueron alimentando a la opinión pública francesa, lo que motivó la aparición de todo tipo de aventureros que decían ser el rey.
El primero de importancia fue en 1798 Jean Marie Hervagault, hijo de un sastre del barrio de San Antonio de París, rubicundo y con un cierto parecido con varios miembros de la familia Borbón, a quien el obispo Lafont de Savines reconoció como el hijo de Luis XVI, pero su historia pronto fue descubierta. En 1815, el rey Luis XVIII recibió una carta de un tal Carlos de Navarra, que afirmaba ser Luis XVII. Se le envió un cuestionario en el que no fue capaz de responder a ninguna pregunta clave, por lo que acabó condenado a siete años de prisión por ultraje a la magistratura. En realidad, se llamaba Mathurin Bruneau y era hijo de un zapatero. Como éste hubo más de cuarenta casos de impostores que intentaron que sus historias fuesen aceptadas y creídas. De ellos algunos ni siquiera hablaban francés, de tal forma que en el siglo XIX llegó a presentarse en Francia un indio mestizo reclamando sus derechos reales. Hasta Mark Twain se burló de la situación, describiendo a un bribón del Misisipi que se hacía pasar por el heredero al trono de Francia, en
Las aventuras de Huckleberry Finn
. Unos fueron encarcelados por farsantes. Otros, como el barón de Richemont, capaz de describir con desbordante imaginación las tribulaciones de su infancia, vivieron la ficción hasta el fin de sus días, para ser enterrados con epitafios como «Aquí yace Luis Carlos de Francia». Pero ninguno fue reconocido por María Teresa, hija de Luis XVI y María Antonieta y por lo tanto hermana de Luis XVII. Ni siquiera Karl Wilhelm Naundorff el delfín con más crédito. Naundorff, que antes de llegar a París había trabajado como relojero en la localidad alemana de Crossen y que había sido condenado por falsificación de moneda, hablaba con precisión de las estancias de Versalles y de su fuga.
Varios cortesanos, incluida Madame de Rambaud, institutriz del pequeño Luis Carlos, aseguraron que Naundorff era el delfín, pero las autoridades nunca le creyeron. En este caso, María Teresa se negó también a recibirle, si bien reconoció en una carta dirigida al barón de Charlet que era el pretendiente que más la había atormentado. Encolerizado, el rey Luis Felipe le expulsó de Francia en 1836.
Finalmente, en 1846, se decidió exhumar el cadáver y examinar los restos. Las lesiones que tenía correspondían a las realizadas en la autopsia llevada a cabo tras su muerte. Los huesos encontrados correspondían a un varón de 1,55 metros de altura y unos catorce años. El príncipe tenía por entonces diez años y no era muy alto, pero un curioso análisis capilar aportó unos datos sorprendentes. Una persona de fuertes convicciones monárquicas había conservado un mechón de pelo del delfín, que había recibido en una de las últimas cartas enviadas por la reina María Antonieta. Curiosamente, durante la autopsia practicada al pequeño monarca, un funcionario municipal apellidado Damont cortó un rizo del cabello del niño y lo conservó como un recuerdo. Tras más de ciento cincuenta años, ambos restos de cabello se han conservado y se ha determinado que no podían pertenecer a la misma persona, pues los tomados del delfín presentan una excentración del canal medular, particularidad que no tienen los del niño muerto en el Temple, lo que alimentó el mito del cambio.
Sin embargo, la ciencia moderna iba a poner fin a la leyenda. Existe un tipo de ADN, el mitocondrial, que se transmite inalterado de la madre al hijo. Bastaba comparar una prueba genética de María Antonieta con otra del crío fallecido en el Temple para descubrir si era el delfín. Y eso es lo que se dispuso a hacer el profesor Cassiman, de la Universidad de Lovaina, Bélgica, tras localizar tres muestras de cabello fiables en Austria, en un museo de Holanda y en una colección privada. Sin embargo, faltaba encontrar al huérfano del Temple. Durante dos siglos había circulado una leyenda extraordinaria sobre el corazón de aquel niño. Seguro de que asistía a un momento histórico, el médico encargado de realizarle la autopsia, el convencido republicano Philipe-Jean Pelletan, le extirpó el corazón y se lo llevó a escondidas a su casa. De allí fue robado, reapareció y volvió a perderse hasta que décadas después llegó a la cripta real de Saint Dennis de París. En Saint Dennis de París había, sí, un corazón en una urna. En 1999 se le practicaron unas incisiones y se enviaron muestras a Bélgica y al laboratorio de otro prestigioso investigador, el profesor de la Universidad de Munster Bernard Brinkmann. Las conclusiones del doctor Brinkmann llegaron en abril del año siguiente: el ADN de María Antonieta y el del niño del Temple coincidían. Aunque los herederos de Naundorff sigan reclamando hoy día que los análisis no fueron válidos, la genética había sellado doscientos años de leyenda del delfín fugitivo.
El 19 de abril del año 2000, se demostró que el niño de diez años que el 8 de junio de 1795 murió de tuberculosis en la prisión parisina del Temple era, efectivamente, el delfín, Luis Carlos de Francia, Luis XVII, que falleció, obviamente, sin descendencia. En la obra
El rey perdido de Francia
, la escritora y productora de documentales Deborah Cadbury reconstruyó la investigación por la que el belga Jean-Jacques Cassiman y el alemán Bernard Brinkmann desvelaron las dudas sobre el final de Luis XVII. En última instancia, para los monárquicos franceses esto significa que don Luis Alfonso de Borbón —sobrino del rey de España—, en cuanto jefe de la casa de Borbón de Francia, y Enrique de Orleans, descendiente del rey Luis Felipe, el último rey de los franceses, son ya prácticamente los únicos que pueden soñar con ceñirse la imposible corona de un país feliz de ser una república desde hace más de ciento treinta años.
El asesinato del zar Nicolás II y de toda su familia a cargo de los bolcheviques es, sin duda, uno de los hechos trascendentales del siglo XX. Este espantoso regicidio puso fin a la época imperial rusa, dando paso a las tinieblas de la nueva ideología comunista apadrinada por personajes como Lenin, Trotsky o Stalin. El 20 de mayo de 1918, los Romanov, tras el desastre ruso en la Primera Guerra Mundial y el estallido de la Revolución de Octubre, se encontraban exiliados en Ekaterimburgo, una pequeña ciudad situada en Rusia central. En esa fecha una columna bolchevique comandada por el oficial Yakov Yukorovsky llegó al lugar donde se refugiaba la familia real con la triste misión de conducirles a una zona próxima al pueblo de Alapayevsk. Meses más tarde, concretamente en la noche del 16 al 17 de julio de ese año, fueron levantados de la cama en plena madrugada bajo pretexto de realizarles un retrato fotográfico en una lúgubre bodega de la casa en la que estaban recluidos el zar Nicolás II, la zarina Alexandra, el zarevich Alexei, sus cuatro hijas, Olga, Tatiana, María y Anastasia, así como Eugenio Botkin, médico personal de la familia y tres asistentes. Una vez dentro de la habitación y, tras haberles proporcionado dos sillas en las que se sentaron la zarina y el príncipe Alexei, los bolcheviques irrumpieron en la sala con la misión de ejecutar a los asustados rehenes. La matanza se perpetró mediante disparos y bayonetazos, siendo en el caso de las mujeres mucho más lamentable, al haberse cosido éstas una gran cantidad de joyas en sus ropajes interiores, lo que sirvió de escudo protector ante los primeros impactos. Una vez consumada la masacre, se planteó la necesidad de hacer desaparecer los once cadáveres y para ello se optó por la fórmula del enterramiento, previo baño de los cuerpos en ácido sulfúrico, a fin de evitar su posterior identificación. La idea original de trasladar a los Romanov al pozo de una mina cercana se desechó por estar averiado el camión que debía transportarles. En consecuencia, Yukorovsky decidió ocultar los cuerpos en un paraje cercano al lugar de la ejecución. Tras sepultarlos, el joven revolucionario ordenó camuflar el sitio, y desde entonces, y aunque existieron muchas sospechas sobre la ubicación exacta de la fosa, nadie, debido a las circunstancias políticas, se atrevió a investigar mucho más salvo contadas excepciones, lo cual empezó a crear una arriesgada leyenda sobre la hipotética supervivencia de alguno de los miembros de la familia real rusa.