Read Ensayo sobre la lucidez Online
Authors: José Saramago
El primer ministro había llegado al final de sus papeles. Tintineó suavemente con la pluma en el vaso de agua, pidiendo atención y silencio, y dijo, No he querido interrumpir el interesante debate, con lo cual, pese a la aparente distracción que habrán podido observar, supongo que he aprendido bastante, porque, como por experiencia debemos saber, no se conoce nada mejor que una buena discusión para descargar las tensiones acumuladas, en particular en una situación con las características que ésta no deja de exhibir, percatados como estamos de que es urgente hacer algo y no sabemos qué. Hizo una pausa en el discurso, simuló consultar unas notas, y continuó, Por tanto, ahora que ya se encuentran calmados, distendidos, con los ánimos menos inflamados, podemos, por fin, aprobar la propuesta del ministro de defensa, o sea, la declaración de estado de sitio durante un periodo indeterminado y con efectos inmediatos a partir del momento en que se haya hecho pública. Se oyó un murmullo de asentimiento más o menos general, bien es verdad que con variantes de tono cuyo origen no fue posible identificar, a pesar de que el ministro de defensa de un vistazo hiciera una rápida incursión panorámica con el objetivo de sorprender cualquier discrepancia o algún mitigado entusiasmo. El primer ministro prosiguió, Desgraciadamente, la experiencia también nos ha enseñado que hasta las más perfectas y acabadas ideas pueden fracasar cuando llega la hora de su ejecución, tanto por vacilaciones de última hora, como por desajuste entre lo que se esperaba y lo que realmente se obtuvo, o porque se deja escapar el dominio de la situación en un momento crítico, o por una lista de mil otras razones posibles que no merece la pena desmenuzar ni aqui tendriamos tiempo de examinar, por todo esto se hace indispensable tener siempre preparada y pronta para ser aplicada una idea alternativa, o complementaria de la anterior, que impida, como podría ocurrir en este caso, la aparición de un vacio de poder, o lo que es peor, el poder en la calle, de desastrosas consecuencias. Acostumbrados a la retórica del primer ministro, tipo tres pasos al frente, dos a retaguardia, o como más popularmente se dice, haciendo-como-que-andasin-andar, los ministros aguardaban impacientes la última palabra, la postrera, la final, esa que daría explicación a todo. Esta vez no sucedió así. El primer ministro se mojó nuevamente los labios, se los limpió con un pañuelo blanco que sacó de un bolsillo interior de la chaqueta, parecía que iba a consultar sus notas, pero las apartó en el último instante, y dijo, Si los resultados de este estado de sitio acaban mostrándose por debajo de las expectativas, es decir, si fueran incapaces de reconducir a los ciudadanos a la normalidad democrática, al uso equilibrado, sensato, de una ley electoral que, por imprudente desatención de los legisladores, deja las puertas abiertas a lo que, sin temor a la paradoja, sería lícito clasificar como un uso legal abusivo, entonces este consejo pasa a saber, desde ya, que el primer ministro prevé la aplicación de otra medida que, a la par que refuerza en el plano psicológico la que acabamos de tomar, me refiero, claro está, a la declaración del estado de sitio, podría, estoy convencido, reequilibrar por sí misma el perturbado fiel de la balanza política de nuestro país y acabar de una vez para siempre con la pesadilla en que estamos sumidos. Nueva pausa, nuevo humedecimiento de labios, nueva pasada de pañuelo por la boca, y siguió, Podría preguntárseme por qué, siendo así, no la aplicamos ya en lugar de estar aquí perdiendo el tiempo con un estado de sitio que de antemano sabemos que va a complicar seriamente, en todos los aspectos, la vida de la gente de la capital, tanto la de los culpables como la de los inocentes, sin duda la cuestión contiene algo de pertinencia, pero existen factores importantes que no podemos dejar de tener en consideración, algunos de naturaleza puramente logística, otros no, resultando el principal efecto, que no es difícil imaginar traumático, de la introducción súbita de esa medida extrema, por eso pienso que deberemos optar por una secuencia gradual de acciones, siendo el estado de sitio la primera de todas. El jefe de gobierno movió otra vez los papeles, pero no tocó el vaso de agua. Aun comprendiendo la curiosidad que sienten, dijo, nada más adelantaré sobre el asunto, salvo la información de que fui recibido esta mañana en audiencia por su excelencia el presidente de la república, al que le expuse mi idea y del que recibí entero e incondicional apoyo. A su tiempo sabrán el resto. Ahora, antes de cerrar esta productiva reunión, les ruego a los señores ministros, en especial a los de defensa e interior, sobre cuyos hombros pesará la complejidad de las acciones destinadas a imponer y hacer cumplir la declaración de estado de sitio, que pongan la mayor diligencia y su mayor energía en este desiderátum. A las fuerzas militares y a las fuerzas policiales, ya sea actuando en el ámbito de sus áreas específicas de competencia, ya sea en operaciones conjuntas, y observando siempre un riguroso respeto mutuo, evitando conflictos de precedencia que sólo perjudicarían el fin que pretendemos, les cabe la patriótica tarea de reconducir hasta el redil a la grey descarriada, si se me permite que use esta expresión tan querida por nuestros antepasados y tan hondamente enraizada en nuestras tradiciones pastoriles. Y, recuerden, deben hacerlo todo para que esos que, por ahora, sólo son nuestros adversarios, no acaben transformándose en enemigos de la patria. Que dios les acompañe y les guíe en la sagrada misión para que el sol de la concordia vuelva a iluminar las conciencias y la paz restituya a la convivencia de nuestros conciudadanos la armonía perdida.
A la misma hora en que el primer ministro aparecía en televisión para anunciar el establecimiento del estado de sitio invocando razones de seguridad nacional resultantes de la inestabilidad política y social sobrevenida, consecuencia, a su vez, de la acción de grupos subversivos organizados que reiteradamente habían obstaculizado la expresión electoral popular, las unidades de infantería y de la policía militar, apoyadas por tanques y otros carros de combate, tomaban posiciones en todas las salidas de la capital y ocupaban las estaciones de trenes. El aeropuerto principal, a unos veinticinco kilómetros al norte de la ciudad, se encontraba fuera del área específica de control del ejército, y por tanto seguiría funcionando sin más restricciones que las previstas en momentos de alerta amarilla, lo que significaba que los turistas podrían continuar paseándose y levantando el vuelo, pero los viajes de los naturales, aunque no del todo prohibidos, se desaconsejaban firmemente, salvo circunstancias especiales, a examinar caso por caso. Las imágenes de las operaciones militares, con la fuerza imparable del directo, como decía el comentarista, invadían las casas de los confusos habitantes de la capital. Ahí los oficiales dando órdenes, ahí los sargentos gritando para hacerlas cumplir, y ahí los zapadores instalando barreras, y ahí ambulancias, unidades de transmisión, focos iluminando la carretera hasta la primera curva, olas de soldados saltando de los camiones y tomando posiciones, armados hasta los dientes, y equipados tanto para una dura batalla inmediata como para una larga campaña de desgaste. Las familias cuyos miembros tenían sus ocupaciones de trabajo o de estudio en la capital no hacían nada más que mover la cabeza ante la bélica demostración y murmurar, Están locos, pero las otras, las que todas las mañanas mandaban a un padre o a un hijo a la fábrica instalada en alguno de los polígonos industriales que rodeaban la ciudad y que todas las noches esperaban recibirlos de regreso, ésas se preguntaban cómo y de qué iban a vivir a partir de ahora, si no estaba permitido salir, ni entrar se podía. Quizá den salvoconductos para los que trabajen en la periferia, dijo un anciano hace tantos años jubilado que todavía usaba el lenguaje de las guerras francoprusianas u otras de similar veteranía. Sin embargo, no iba del todo desencaminado el avisado viejo, la prueba es que al día siguiente las asociaciones empresariales se apresuraban a dar a conocer al gobierno sus fundadas inquietudes, Aunque apoyando sin reservas, y con un sentido patriótico a cubierto de cualquier duda, las enérgicas medidas adoptadas por el gobierno, decían, como un imperativo de salvación nacional que finalmente se opone a la acción deletérea de mal encapotadas subversiones, nos permitimos, no obstante, y con el máximo respeto, solicitar a las instancias competentes la concesión urgente de salvoconductos para nuestros empleados y trabajadores, bajo pena, si tal providencia no fuera puesta en práctica con la brevedad deseada, de graves e irreversibles perjuicios para las actividades industriales y comerciales que desarrollamos, con los consecuentes e inevitables daños para la economía nacional en su totalidad. En la tarde de ese mismo día, un comunicado conjunto de los ministerios de defensa, de interior y de economía vino a precisar, aunque expresando la comprensión y la simpatía del gobierno para con las legítimas preocupaciones de la patronal, que la eventual distribución de los salvoconductos solicitados nunca podría efectuarse con la amplitud que deseaban las empresas, porque una tal liberalidad por parte del gobierno inevitablemente haría peligrar la solidez y la eficacia de los dispositivos militares encargados de la vigilancia de la nueva frontera que rodeaba la capital. No obstante, como muestra de apertura y disposición para obviar los peores inconvenientes, el gobierno admitía la posibilidad de emitir salvoconductos a los gestores y a los cuadros técnicos que fuesen declarados indispensables en el regular funcionamiento de las empresas, siempre que éstas asumieran la responsabilidad, incluso desde el punto de vista penal, de las acciones que, dentro y fuera de la ciudad, realizaran las personas designadas para beneficiarse de tal regalía. En cualquier caso, esas personas, de llegar a aprobarse el plan, tendrían que reunirse cada mañana de día laborable en lugares a designar, para desde allí, en autobuses escoltados por la policía, ser transportadas hasta las diversas salidas de la ciudad, donde, a su vez, otros autobuses las llevarían a los establecimientos fabriles o de servicio donde trabajasen y de donde, al final del día, deberían regresar. Todos los gastos resultantes de estas operaciones, desde el flete de los autobuses a la remuneración debida a la policía por los servicios de escolta, correrían íntegramente a cargo de las empresas, aunque con alta probabilidad serían deducibles de los impuestos, decisión esta que será tomada a su debido tiempo, tras un estudio de viabilidad elaborado por el ministerio de hacienda. Es de imaginar que las reclamaciones no pararon ahí. Es un dato básico de la experiencia que las personas no viven sin comer ni beber, ahora bien, considerando que la carne llega de fuera, el pescado llega de fuera, que de fuera llegan las verduras, en fin que de fuera llega todo, lo que esta ciudad, sola, producía o podía almacenar, no alcanzaría para sobrevivir ni una semana, sería preciso organizar sistemas de abastecimiento más o menos similares a los que proveerán de técnicos y gestores las empresas, aunque mucho más complejos, dado el carácter perecedero de ciertos productos. Sin olvidar los hospitales y las farmacias, los kilómetros de vendas, las montañas de algodones, las toneladas de comprimidos, los hectolitros de inyectables, las gruesas de preservativos. Y hay que pensar también en la gasolina y en el gasóleo, transportarlo hasta las estaciones de servicio, salvo que a alguien del gobierno se le ocurra la maquiavélica idea de castigar doblemente a los habitantes de la capital, obligándolos a trasladarse a pie. Al cabo de pocos días el gobierno ya había comprendido que un estado de sitio tiene mucha tela que cortar, sobre todo cuando no se tiene verdaderamente la intención de matar de hambre a los sitiados, como era práctica habitual en el pasado remoto, que un estado de sitio no es cosa que se improvise así como así, que es necesario saber muy bien hasta dónde se pretende llegar y cómo, medir las consecuencias, evaluar las reacciones, ponderar los inconvenientes, calcular las ganancias y las pérdidas, aunque no sea nada más que para evitar el exceso de trabajo con que, de un día para otro, los ministerios se han encontrado, desbordados por una inundación incontenible de protestas, reclamaciones y solicitudes de aclaración, casi siempre sin saber qué respuesta sería mejor en cada caso, porque las instrucciones de arriba sólo contemplaban los principios generales del estado de sitio, con total desprecio por las minucias burocráticas de los pormenores de ejecución, que es por donde el caos invariablemente penetra. Un aspecto interesante de la situación, que la vena satírica y la costilla burlona de los más graciosos de la capital no podían dejar escapar, resultaba de la circunstancia de que el gobierno, siendo de hecho y de derecho el sitiador, al mismo tiempo estaba sitiado, no sólo porque sus salas y antesalas, despachos y pasillos, sus oficinas y archivos, sus ficheros y sus sellos, estuvieran radicados en el meollo de la ciudad, y de algún modo orgánicamente lo constituían, sino también porque unos cuantos de sus miembros, por lo menos tres ministros, algunos secretarios y subsecretarios, así como un par de directores generales, residían en los alrededores, esto sin hablar de los funcionarios que todas las mañanas y todas las tardes, en un sentido o en otro, tenían que tomar el tren, el metro o el autobús si no disponían de transporte propio o no querían sujetarse a las dificultades del tráfico urbano. Los chistes, que no siempre eran contados con sigilo, exploraban el conocido tema del cazador cazado, pero no se remitían a esa pueril inocencia, a ese humor de jardín infantil de la belle époque, también creaban variantes caleidoscópicas, algunas radicalmente obscenas y, a la luz de un elemental buen gusto, condenablemente escatológicas. Por desgracia, y con esto quedaban demostrados una vez más el corto alcance y la debilidad estructural de los sarcasmos, burlas, zumbas, guasas, chascarrillos, bromas y más gracietas con que se pretendía herir al gobierno, ni el estado de sitio se levantaba, ni los problemas de abastecimiento se resolvían.
Pasaron los días, las dificultades iban creciendo sin parar, se agravaban y se multiplicaban, brotaban bajo los pies como hongos después de la lluvia, pero la firmeza moral de la población no parecía inclinada a rebajarse ni a renunciar a aquello que había considerado justo y por eso lo expresó con su voto, el simple derecho a no seguir ninguna opinión consensualmente establecida. Ciertos observadores, por lo general corresponsales de medios de comunicación extranjeros enviados a toda prisa para cubrir el acontecimiento, así se decía en la jerga de la profesión, luego con poco conocimiento de las idiosincrasias locales, comentaron con extrañeza la ausencia absoluta de conflictos entre las personas, a pesar de que se hubieran realizado, y luego verificado como tales, acciones de agentes provocadores que estarían intentando crear situaciones de una inestabilidad tal que justificaran, ante los ojos de la denominada comunidad internacional, el salto que hasta ahora no había sido dado, es decir, pasar de un estado de sitio a un estado de guerra. Uno de los comentaristas llevó su ansia de originalidad hasta el punto de interpretar el hecho como un caso único, nunca visto en la historia, de unanimidad ideológica, lo que, de ser verdad, haría de la población de la ciudad un interesantísimo caso de monstruosidad política, digno de estudio. La idea era, a todas luces, un perfecto disparate, nada tenía que ver con la realidad, aquí como en cualquier otro lugar del planeta las personas son diferentes unas de otras, piensan diferente, no son todas pobres ni todas ricas, y, en cuanto a las acomodadas, unas lo son más, otras lo son menos. El único asunto en que, sin necesidad de debate previo, estuvieron de acuerdo, ése ya lo conocemos, por tanto no merece la pena marear la perdiz. Aun así, es lógico que se quiera saber, y la pregunta fue realizada muchas veces, tanto por periodistas extranjeros como por nacionales, por qué singulares motivos no se habían producido hasta ahora incidentes, bregas, tumultos, desórdenes, escenas de pugilato o cosas peores, entre los que votaron en blanco y los otros. La cuestión muestra sobradamente hasta qué punto son importantes algunos conocimientos elementales de aritmética para el cabal ejercicio de la profesión de periodista, hubiera bastado tener en cuenta que las personas que votaron en blanco representaban el ochenta y tres por ciento de la totalidad de la población y que el resto, bien sumado, no va más allá del diecisiete por ciento, y eso sin olvidar la discutida tesis del partido de la izquierda, la de que el voto en blanco y el suyo propio, hablando en metáfora, son uña y carne, y que si los electores del pdi, esta conclusión ya es de nuestra cosecha, no votaron todos en blanco, aunque es evidente que muchos lo hicieron en la repetición del escrutinio, fue simplemente porque les faltó la consigna. Nadie nos creería si dijéramos que diecisiete se enfrentaron a ochenta y tres, el tiempo de las batallas ganadas con la ayuda de dios ya ha pasado. Otra curiosidad lógica sería la de tratar de aclarar qué les ha sucedido a las quinientas personas retenidas de las filas electorales por los espías del ministerio del interior, aquellas que sufrieron después tormentosos interrogatorios y tuvieron que padecer la agonía de ver sus secretos más íntimos desvelados por el detector de mentiras, y también, segunda curiosidad, qué estarán haciendo los agentes especializados de los servicios secretos y sus auxiliares de graduación inferior. Acerca del primer punto no tenemos nada más que dudas y ninguna posibilidad de resolverlas. Hay quien dice que los quinientos reclusos continúan, de acuerdo con el conocido eufemismo policial, colaborando con las autoridades para el esclarecimiento de los hechos, otros afirman que están siendo puestos en libertad, aunque poco a poco para no llamar demasiado la atención, pero los más escépticos defienden la versión de que se los han llevado a todos fuera de la ciudad, que se encuentran en paradero desconocido y que los interrogatorios, pese a los nulos resultados obtenidos hasta ahora, continúan. Vaya usted a saber quién tiene la razón. En cuanto al segundo punto, el de qué estarán haciendo los agentes de los servicios secretos, ahí nos sobran las certezas. Como otros honrados y dignos trabajadores, todas las mañanas salen de sus casas, se patean la ciudad de una punta a otra, en busca de indicios y, cuando les parece que el pez está dispuesto a picar, experimentan una táctica nueva, que consiste en dejarse de circunloquios y preguntar de sopetón a quienes les escuchan, Hablemos francamente, como amigos, yo voté en blanco, y usted. Al principio, los interpelados se limitaban a ofrecer las respuestas habituales, que nadie puede ser obligado a revelar su voto, que ninguna autoridad puede preguntar sobre ese punto, y si alguna vez alguno de ellos tuvo la ocurrencia de exigir al curioso impertinente que se identificase, que declarase allí mismo en nombre de qué poder y autoridad hacía la pregunta, entonces se asistía al regalador espectáculo de ver a un agente del servicio secreto bajar la cabeza y retirarse con el rabo entre las piernas, porque, claro está, en ninguna cabeza cabe la idea de que el agente se atreva a abrir la cartera para mostrar el carnet que, con fotografía, sello y franja con los colores de la bandera, como a tal lo acreditaba. Pero esto, como dijimos, fue al principio. A partir de cierto momento, comenzó a correr la voz popular de que la mejor actitud, en situaciones de esta índole, era no prestar atención a los preguntadores, darles simplemente la espalda, o, en casos extremos de insistencia, exclamar alto y claro, No me moleste, si no se prefiere, todavía más simplemente, y con más eficacia resolutiva, mandarlos a la mierda. Como era de esperar, los partes que los agentes de la secreta entregaban a sus superiores camuflaban estos desaires, escamoteaban estos reveses, contentándose con insistir en la obstinada y sistemática ausencia de espíritu de colaboración de que el sector sospechoso de la población seguía dando pruebas. Podría pensarse que este orden de cosas había llegado a un punto similar al de dos luchadores de igual fuerza, uno empujando aquí, otro empujando allí, que si bien es verdad que no levantan el pie de donde lo tienen puesto, tampoco logran avanzar ni un dedo, de modo que sólo el agotamiento final de uno de ellos acabará entregándole la victoria al otro. En opinión del principal y más directo responsable de los servicios secretos, el empate se rompería rápidamente si uno de los luchadores recibiese la ayuda de otro luchador, lo que, en esta situación concreta, se conseguiría abandonando, por inútiles, los procesos persuasivos hasta entonces empleados y adoptando sin ninguna reserva métodos disuasivos que no excluyesen el uso de la fuerza bruta. Si la capital se encuentra, por sus repetidas culpas, sometida al estado de sitio, si a las fuerzas militares compete imponer la disciplina y proceder en consecuencia en caso de alteración grave del orden social, si los altos mandos asumen la responsabilidad, bajo palabra de honor, de no dudar cuando llegue la hora de tomar decisiones, entonces los servicios secretos se encargarán de crear los focos de agitación adecuados que justifiquen a priori la severidad de una represión que el gobierno, generosamente, ha deseado, por todos los medios pacíficos y, repítase la palabra, persuasivos, evitar. Los insurrectos no podrán venir luego con quejas, así lo quieren, así lo tienen. Cuando el ministro del interior llevó esta idea al gabinete restringido, o de crisis, que mientras tanto se había formado, el primer ministro le recordó que aún disponía de un arma para resolver el conflicto y que sólo en el improbable caso de que fallara tomaría en consideración no sólo el nuevo plan, sino otros que pudieran ir surgiendo. Si fue lacónicamente, en cuatro palabras, como el ministro del interior expreso su desacuerdo, Estamos perdiendo el tiempo, el ministro de defensa usó más palabras para garantizar que las fuerzas militares sabrían cumplir con su deber, Como siempre han hecho, sin mirar sacrificios, a lo largo de nuestra historia. La delicada cuestión quedó por may, el fruto aún no parecía estar maduro. Entonces el otro luchador, harto de esperar, arriesgó un paso al frente. Una mañana las calles de la capital aparecieron invadidas de gente que llevaba en el pecho pegatinas, rojo sobre negro, con las palabras, Yo voté en blanco, de las ventanas pendían grandes carteles que declaraban, negro sobre rojo, Nosotros votamos en blanco, pero lo más visible de todo, lo que se agitaba y avanzaba sobre las cabezas de los manifestantes, era un río interminable de banderas blancas que confundió a un corresponsal despistado hasta el punto de telefonear a su periódico para informar de que la ciudad se había rendido. Los altavoces de los coches de la policía se desgañitaban berreando que no estaban permitidas reuniones de más de cinco personas, pero las personas eran cincuenta, quinientas, cinco mil, cincuenta mil, quién, en una situación de éstas, se va a poner a contar de cinco en cinco. El comandante de la policía quería saber si podía usar los gases lacrimógenos y cargar con las tanquetas de agua, el general de la división norte si lo autorizaban a mandar el avance de los tanques, el general de la división sur, aerotransportada, si habría condiciones para lanzar a los paracaidistas, o si, por el contrario, el riesgo de que cayeran sobre los tejados lo desaconsejaba. La guerra estaba a punto de estallar.