¿Es Dios un Matemático? (8 page)

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Authors: Mario Livio

Tags: #Divulgación Científica

BOOK: ¿Es Dios un Matemático?
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Magos: el maestro y el hereje

A diferencia de los Diez Mandamientos, la ciencia no se entregó a la humanidad en unas imponentes tablas de piedra. La historia de la ciencia es la historia del auge y caída de numerosas especulaciones, hipótesis y modelos. Muchas ideas aparentemente ingeniosas resultaron ser disparos de fogueo o conducir a callejones sin salida. Algunas teorías que en su momento se consideraban blindadas acabaron por disolverse en la nada tras pasar por la cruel prueba de los sucesivos experimentos y observaciones y quedar totalmente obsoletas. Ni siquiera la mente formidable de los creadores de algunas de estas ideas erróneas les proporcionó inmunidad para impedir que fueran sustituidas por otras. El gran Aristóteles (384-322 a.C), por ejemplo, pensaba que las piedras, las manzanas u otros objetos pesados caían porque buscaban su lugar
natural,
que se encontraba en el centro de la Tierra. Al acercarse al suelo, sostenía Aristóteles, estos cuerpos aumentaban su velocidad porque estaban felices de regresar a casa. Por el contrario, el aire (y el fuego) se movían hacia arriba porque el lugar natural del aire eran las esferas celestiales. A todos los objetos se les podía asignar una «naturaleza» en función de la relación percibida con los constituyentes más básicos: tierra, fuego, aire y agua. En palabras de Aristóteles:

Algunas cosas son por naturaleza, otras por otras causas. Por naturaleza son … los cuerpos simples como la tierra, el fuego, el aire y el agua… Todas estas cosas parecen diferenciarse de las que no están constituidas por naturaleza, porque cada una de ellas tiene en sí misma un principio de movimiento y de reposo … Porque la naturaleza es un principio y causa del movimiento o del reposo en la cosa a la que pertenece primariamente … Se dice que son «conforme a naturaleza» todas esas cosas y cuanto les pertenece por sí mismas, como al fuego el desplazarse hacia arriba.
[59]

Aristóteles intentó incluso formular una ley del movimiento
cuantitativa.
Afirmó que los objetos más pesados caen más deprisa, y su velocidad es directamente proporcional al peso (es decir, se suponía que un objeto dos veces más pesado que otro debía caer al doble de velocidad). Aunque nuestra experiencia cotidiana puede hacernos creer que esta «ley» parece razonable (se ha observado que un ladrillo llega al suelo antes que una pluma al dejar caer ambos desde la misma altura), Aristóteles no se preocupó de examinar con precisión su afirmación cuantitativa. De algún modo, nunca se le ocurrió (o quizá no consideró que fuese necesario) comprobar si dos ladrillos atados entre sí caían realmente el doble de rápido que un solo ladrillo. Galileo Galilei (1564-1642), con un espíritu matemático y experimental mucho más acentuado y con no demasiado respeto por el nivel de «felicidad» de los ladrillos y las manzanas que caen, fue el primero en señalar el craso error de Aristóteles. Mediante un astuto «experimento mental», Galileo mostró que la ley de Aristóteles no tenía ningún sentido, porque era incoherente desde el punto de vista lógico.
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Su argumentación era la siguiente: supongamos que atamos entre sí dos objetos, uno más pesado que el otro. ¿Con qué velocidad caerá el objeto combinado en comparación con la de cada uno de sus componentes? Por un lado, según la ley de Aristóteles, se puede llegar a la conclusión de que caería a una velocidad intermedia, ya que el objeto ligero reduciría la velocidad del más pesado. Por otro lado, sin embargo, el objeto combinado es más pesado que sus dos componentes, por lo que debería caer aún más rápido que el más pesado de los dos, lo cual lleva a una clara contradicción. El único motivo por el que una pluma cae con más suavidad que una tonelada de ladrillos es que la pluma experimenta una resistencia mayor del aire; si se dejan caer desde la misma altura en el vacío, ambos llegarán simultáneamente al suelo. Este hecho ha quedado demostrado en numerosos experimentos, y el más espectacular de ellos lo llevó a cabo el astronauta del Apolo 15 David Randolph Scott, la séptima persona en caminar por la superficie de la Luna. Scott dejó caer simultáneamente un martillo desde una mano y una pluma desde la otra. Puesto que la Luna carece de una atmósfera sustancial, el martillo y la pluma golpearon la superficie lunar al mismo tiempo.

Lo más sorprendente de la falaz ley de movimiento de Aristóteles no es que fuese falsa, sino que ¡había sido aceptada durante más de dos mil años! ¿Cómo pudo disfrutar de tan notable longevidad una idea errónea? Se trataba de un caso de «tormenta perfecta»: tres fuerzas distintas combinadas para crear una doctrina incuestionable. En primer lugar tenemos el hecho de que, en ausencia de medidas precisas, la ley de Aristóteles parecía estar de acuerdo con el sentido común y la experiencia: las hojas de papiro tienden a flotar en el aire mientras que no lo hacen los pedruscos de plomo. En segundo lugar tenemos el colosal peso de la inigualable reputación de Aristóteles y su autoridad como erudito. Después de todo, estamos hablando de la persona que estableció los cimientos de una gran parte de la cultura intelectual de Occidente. Ya fuese en la investigación de los fenómenos naturales o los fundamentos de la ética, la metafísica, la política o el arte, Aristóteles escribió, literalmente, el primer libro. Y la cosa no acababa ahí. En cierto sentido, Aristóteles también nos enseñó
cómo
pensar, al iniciar los primeros estudios formales de la lógica. En nuestros días, casi todos los niños en las escuelas reconocen el cuasi-completo sistema de inferencia lógica de Aristóteles, denominado
silogismo:
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1. Todos los griegos son personas.

2. Todas las personas son mortales.

3. Todos los griegos son mortales.

El tercer motivo de la increíble capacidad de permanencia de la teoría incorrecta de Aristóteles era que la iglesia cristiana adoptó su teoría como parte de la ortodoxia oficial, lo que actuó como agente disuasorio contra cualquier intento de cuestionar las afirmaciones de Aristóteles.

A pesar de sus impresionantes contribuciones a la sistematización de la lógica deductiva, definitivamente las matemáticas no eran el fuerte de Aristóteles. Es sorprendente que el hombre que, en esencia, estableció la ciencia como disciplina organizada, no le diera demasiada importancia a la matemática (desde luego, mucha menos que Platón), y la física no se le diera muy bien. Aunque Aristóteles reconocía la importancia de las relaciones numéricas y geométricas en la ciencia, consideraba la matemática como una disciplina abstracta, apartada de la realidad física. Por consiguiente, aunque no cabe duda de que Aristóteles era una potencia intelectual,
no
entraría en mi lista de «magos».

Utilizo aquí la palabra «mago» para referirme a las personas capaces de sacar conejos de chisteras literalmente vacías; aquellas

que descubrieron conexiones nunca antes imaginadas entre la matemática y la naturaleza; aquellas que, al observar fenómenos complejos, fueron capaces de destilar de ellos precisas leyes matemáticas. En algunos casos, estos pensadores de un nivel superior utilizaron incluso sus experimentos y observaciones para hacer avanzar la matemática. La cuestión de la colosal eficacia de la matemática para explicar la naturaleza no hubiese surgido jamás de no haber sido por estos «magos». Este enigma nació directamente de la milagrosa inspiración de estos investigadores.

Ningún libro puede hacer realmente justicia a estos soberbios científicos y matemáticos que han contribuido a nuestra comprensión del universo. En este capítulo y el siguiente tengo previsto centrarme en cuatro de estos gigantes de siglos pretéritos, cuyo estatus de «mago» no puede cuestionarse; la
crème de la crème
del mundo científico. Al primero de los «magos» de mi lista se le recuerda por un hecho insólito: ¡por atravesar corriendo completamente desnudo las calles de su ciudad!

Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo

Cuando el historiador de la matemática E. T. Bell tuvo que decidir a quién situaba en su lista de «los tres mejores matemáticos», su conclusión fue:

En cualquier lista de los tres mejores matemáticos de la historia debe aparecer el nombre de Arquímedes. Los otros dos que suelen acompañarle suelen ser Newton (1643-1727) y Gauss (1777-1855). Considerando la abundancia (o escasez) relativa de matemáticos y científicos en las respectivas épocas en los que estos dos gigantes vivieron y tomando en consideración sus logros en el contexto de su época, algunos pondrían a Arquímedes en el primer lugar.
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Arquímedes (287-212 a.C; en la figura 10 se muestra un busto que, según se dice, representa a Arquímedes, pero que podría corresponder en realidad a un rey de Esparta) era, efectivamente, el Newton o Gauss de su época. Una persona tan brillante, imaginativa e inspirada que tanto sus contemporáneos como las generaciones que lo sucedieron mencionaban su nombre con respeto y admiración. Aunque se le conoce sobre todo por sus ingeniosos inventos en el campo de la ingeniería, Arquímedes era sobre todo matemático, y en esta disciplina se hallaba siglos por delante de su época. Por desgracia, apenas hay información acerca de los primeros años de su vida y de su familia. En su primera biografía, escrita por un tal Heráclides,
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no ha llegado hasta nuestros días, y los escasos detalles que sabemos sobre su vida y su violenta muerte proceden principalmente de los escritos del historiador romano Plutarco. Plutarco (ca. 46-120 d.C.) estaba, de hecho, más interesado en los logros militares del general romano Marcelo, que conquistó la ciudad natal de Arquímedes, Siracusa, en 212 a.C.
[64]
Por suerte para la historia de la matemática, Arquímedes dio tantos problemas a Marcelo durante el sitio de Siracusa que los tres principales historiadores de ese período —Plutarco, Polibio y Livio— tuvieron que hablar de él.

Arquímedes nació en Siracusa, en aquellos tiempos un enclave griego en Sicilia.
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Según su propio testimonio, era hijo del astrónomo Fidias, sobre el que se tiene escasa información salvo que había hecho una estimación de los diámetros del Sol y de la Luna. Arquímedes podría también estar emparentado de algún modo con el rey Hierón II, que a su vez era hijo ilegítimo de un noble y de una de sus esclavas. Independientemente de los lazos de parentesco que tuviese con la familia real, tanto el rey como su hijo, Gelón, tuvieron siempre a Arquímedes en muy alta consideración. En su juventud, Arquímedes pasó un tiempo en Alejandría, en donde estudió matemáticas, antes de regresar a Siracusa para dedicarse en cuerpo y alma a la investigación.
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Arquímedes era un matemático de la cabeza a los pies. Según Plutarco, consideraba sórdido e innoble «cualquier arte que sirviese meramente para el uso y el provecho, y su ambición se limitaba a aquello que, por su belleza y su excelencia, permaneciese al margen de las necesidades más comunes de la vida». La constante preocupación de Arquímedes por la matemática abstracta y la atención que le dedicaba hasta llegar a consumirle iba, al parecer, mucho más allá del entusiasmo habitual entre los practicantes de esa disciplina. Citando de nuevo a Plutarco:

Hechizado por la sirena que le acompañaba a todas partes, se olvidaba de comer y de los cuidados más básicos; y, cuando se veía forzado a bañarse y ungirse, solía dibujar figuras geométricas en las cenizas o, con los dedos, trazaba líneas sobre su cuerpo ungido, poseído por un sublime éxtasis y, en verdad, esclavizado por las musas.

A pesar de su desprecio por la matemática aplicada y la poca importancia que concedía a sus propias ideas sobre ingeniería, sus ingeniosos inventos le supusieron una mayor celebridad a nivel popular que su genio matemático.

La leyenda más conocida sobre Arquímedes resalta aún más su imagen arquetípica de matemático despistado. Este divertido relato fue narrado por primera vez por el arquitecto romano Vitruvio en el siglo I d.C, y dice así: el rey Hierón quería consagrar una corona de oro a los dioses inmortales. Cuando el rey recibió la corona acabada, su peso era igual al del oro entregado para su creación. Sin embargo, el rey sospechaba que una cierta cantidad de oro había sido sustituida por el mismo peso en plata. Incapaz de corroborar sus sospechas, el rey pidió consejo al maestro de los matemáticos: Arquímedes. Un día, prosigue la leyenda, Arquímedes, que seguía enfrascado en la resolución del problema del posible fraude de la corona, fue a bañarse. Mientras se sumergía en el agua de la bañera, se dio cuenta de que su cuerpo desplazaba un cierto volumen de agua, que desbordaba por encima de la bañera, y en su mente vio la solución.
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Sin poder contener su alborozo, Arquímedes saltó de la bañera y salió corriendo desnudo por las calles al grito de
¡Eureka! ¡Eureka!
(«¡Lo encontré! ¡Lo encontré!»).

Otra de las famosas máximas arquimedianas, «Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo», aparece actualmente, en distintas versiones, en más de 150.000 páginas web de acuerdo con los resultados de Google. Esta osada afirmación, que parece algo así como el lema de una gran corporación, ha sido citado en discursos de Thomas Jefferson, Mark Twain y John F. Kennedy, y hasta en un poema de Lord Byron.
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Al parecer, la frase era la culminación de los estudios de Arquímedes sobre el problema de mover un peso determinado con una fuerza determinada. Según Plutarco, cuando el rey Hierón solicitó ver una demostración práctica de la capacidad de Arquímedes para manejar un peso muy grande con una fuerza muy pequeña, Arquímedes se las arregló, mediante una polea compuesta, para botar un barco con toda su carga. Plutarco agrega, admirado, que «movió el barco con suavidad y seguridad, como si estuviese navegando por el mar». En otras fuentes se pueden encontrar versiones ligeramente distintas de esta misma leyenda. Aunque es difícil creer que Arquímedes fuese capaz de desplazar un barco entero con los aparatos mecánicos de los que disponía, las leyendas no dejan lugar a dudas sobre una impresionante demostración de un invento que le permitía maniobrar grandes pesos.

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