Esmeralda (24 page)

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Authors: Kerstin Gier

BOOK: Esmeralda
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—Todo va bien —dijo Gideon—. Estás perfecta.

Carraspeé cohibida.

Gideon me miró desde todo lo alto que era sonriendo.

—¿Estás lista? —susurró.

—Estoy lista si tú lo estás —respondí sin reflexionar. Sencillamente me salió así, y por un momento pensé en lo bien que los habíamos pasado antes de que él me traicionara de forma ignominiosa. Aunque, bien mirado, tampoco había sido tan divertido.

Un grupito de muchachas empezó a cuchichear cuando pasamos junto a ellas, no sé si por mi vestido o porque encontraban genial a Gideon. Procuré mantenerme lo más erguida posible. La peluca estaba sorprendentemente bien equilibrada y seguía cada movimiento de mi cabeza, aunque por el peso me imagino que podía compararse con una de esas jarras de agua que las mujeres africanas llevan sobre la coronilla. Mientras cruzábamos la sala, miré en todas direcciones para ver si encontraba a James. Al fin y al cabo, era el baile de sus padres; lo normal era que estuviera presente, ¿no? Gideon, que les sacaba un palmo a la mayoría de los hombres que se encontraban en la sala, enseguida localizó al conde de Saint Germain. Con su elegancia característica, el conde conversaba en un estrecho balcón con un hombrecillo vestido con ropas de colores vivos que me resultaba vagamente familiar.

Sin pensármelo, me hundí en una profunda reverencia, aunque inmediatamente me arrepentí al recordar cómo aquel hombre, con su voz suave, me había partido el corazón en diez mil pedacitos minúsculos en nuestro último encuentro.

—Mis queridos muchachos, puntuales como un reloj —dijo el conde, y nos indicó con un gesto que nos acercáramos.

A mí me obsequió con una condescendiente inclinación de cabeza (todo un honor, sin duda, dado que se suponía que como mujer yo tenía un cociente intelectual que iba, como mucho, de la puerta del balcón a la vela más próxima). Gideon, en cambio, se vio agraciado con un cordial abrazo.

—¿Qué me decís, Alcott? ¿Podéis reconocer algo de mi herencia en los rasgos de este apuesto joven?

El hombre del vestido de papagayo sacudió la cabeza sonriendo. Su cara larga y delgada no solo estaba empolvada, sino que además se había maquillado las mejillas con colorete como si fuera un payaso.

—Diría que existe cierta similitud en el porte.

—Oh, desde luego. ¿Cómo podría compararse mi envejecido rostro con uno tan joven como este? —El conde frunció los labios en una mueca irónica—. Los años han causado tales estragos en mis facciones que a veces me cuesta reconocerme en el espejo. —Se dio aire con un pañuelo—. Pero aún no os he presentado: el honorable Albert Alcott, actual primer secretario de la logia.

—Ya nos hemos encontrado antes en diversas ocasiones en nuestra visita a Temple —dijo Gideon inclinándose con una ligera reverencia.

—Ah, sí, es cierto —dio el conde sonriendo.

Y en ese momento también yo supe por qué el papagayo me resultaba familiar. El hombre nos había recibido en nuestro primer encuentro con el conde en Temple y había pedido el carruaje que nos había conducido a casa de lord Brompton.

—Por desgracia, os habéis perdido la entrada de la pareja ducal —dijo Alcott—. El peinado de su alteza ha despertado muchas envidias. Me temo que mañana los fabricantes de pelucas de Londres no darán abasto con tantos clientes.

—¡Una mujer realmente hermosa la duquesa! Qué lástima que se sienta inclinada a mezclarse en asuntos de hombres y en política. Alcott, ¿tendríais la amabilidad de ir a buscar algo de beber para los recién llegados?

Como casi siempre, el conde habló en un tono bajo y suave, pero, a pesar del ruido que nos rodeaba, se le entendía con absoluta claridad. Al escucharle sentí un escalofrío, y seguro que no era por el aire frío de la noche que entraba por el balcón.

—¡Naturalmente! —La obsequiosidad del primer secretario me hizo pensar en mister Marley—. ¿Vino blanco? Enseguida estaré de vuelta.

Vaya. No había ponche.

El conde esperó a que Alcott desapareciera en la sala de baile para llevarse la mano al bolsillo de la levita y sacar una carta sellada, que tendió a Gideon.

—Es una nota para tu gran maestre en la que hay algunas observaciones sobre nuestro próximo encuentro.

Gideon se guardó la carta y a cambio entregó al conde un sobre sellado.

—Contiene un informe detallado sobre los acontecimientos de los últimos días. Os alegrará saber que la sangre de Elaine Burghley y lady Tilney ya está registrada en el cronógrafo.

Me estremecí. ¿Lady Tilney? ¿Cómo se las había arreglado? En nuestro último encuentro no me había dado la sensación de que tuviera dispuesta a dar su sangre voluntariamente. Le miré de reojo enojada. ¿No le habría extraído la sangre por la fuerza? En mi imaginación la vi lanzándole, desesperada, cerdos de ganchillo a la cara.

El conde le palmeó el hombro.

—De modo que ya solo faltan Zafiro y Turmalina negra. —Se apoyó en su bastón, pero no había ni el menor indicio de debilidad en su gesto, todo lo contrario: en ese momento parecía increíblemente poderoso—. ¡Ah, si él supiera lo cerca que estamos de cambiar el mundo!

Con la cabeza señaló hacia la sala de baile, donde reconocí en el otro extremo a lord Alastair de la Florentina, tan cargado de joyas como la última vez. Incluso a esa distancia se podía percibir el fulgor de los pedruscos de sus numerosos anillos, igual que el odio que desprendía su mirada helada. Detrás de él se erguía amenazadoramente una figura vestida de negro, y esta vez no cometí el error de confundirla con un invitado. Se trataba de un espíritu, que pertenecía a lord Alastair como el pequeño Robert a mister White. Cuando el fantasma me vio, su boca empezó a moverse, y me alegré de que sus insultos no pudieran oírse desde el lugar donde nos encontrábamos. Ya tenía suficiente con que me visitara en sueños provocándome pesadillas.

—Ahí está, soñando con atravesarnos con su espada —dijo el conde, diríase que casi complacido—. De hecho, hace días que no piensa en otra cosa. Incluso ha conseguido introducir furtivamente su arma en esta sala de baile. —Se frotó la barbilla—. Por eso no baila ni se sienta, sino que se limita a caminar de un lado a otro rígidamente como un soldadito de plomo, esperando su oportunidad.

—Yo, en cambio, no he podido traerme conmigo mi espada —dijo Gideon en tono de reproche.

—No te preocupes muchacho, Rakoczy y los suyos no perderán de vista a Alastair. Esta noche podemos dejar el derramamiento de sangre para los valerosos kuruc.

Volví a mirar a lord Alastair y al espíritu vestido de negro, que en ese momento blandía su espada hacia mí con furor asesino.

—Pero supongo que no va a… aquí, ante todo el mundo… quiero decir, que tampoco en el siglo XVIII se podía asesinar sin más a la gente sin ser castigado, ¿no? —Tragué saliva—. ¿Supongo que lord Alastair no se arriesgaría a ir al cadalso por nosotros?

Durante unos segundos los oscuros ojos del conde quedaron ocultos bajo los pesados parpados, como si se estuviera concentrando en los pensamientos de su adversario.

—No, para eso es demasiado astuto —contestó lentamente—. Pero también sabe que no tendrá demasiadas oportunidades de teneros de nuevo a punta de espada. No dejará pasar la ocasión sin intentar algo. Y como solo una persona, ¡el hombre de quien sospecho que es el traidor que se oculta en nuestras filas!, ha sido informada por mí de la hora en que vosotros dos, desamados y solos, tendréis que volver al sótano para vuestro viaje de vuelta, ya veremos qué ocurre…

—¿Qué? —dije yo—. Pero…

El conde levantó la mano.

—¡No te preocupes, querida! El traidor no sabe que Rakoczy y su gente os estarán vigilando todo el rato. Alasteir sueña con el crimen perfecto: los cadáveres sencillamente se desvanecerán en el aire después de la agresión. —Rió—. En mi caso, naturalmente, eso no funcionaría, razón por la cual planea una muerte distinta para mí.

Muy bien, fantástico.

Antes de que hubiera podido digerir la noticia de que Gideon y yo éramos, por asía decirlo, los blancos en una competición de tiro —lo que, de hecho, tampoco cambiaba tanto mi actitud frente al baile—, el primer secretario vestido de colorines (había vuelto a olvidar su nombre) se acercó con dos vasos de vino blanco, seguido de cerca por otro viejo conocido nuestro, el rechoncho lord Brompton. El lord demostró encantado de volver a vernos y me besó la mano con mucho más entusiasmo del que exigirían las normas de cortesía.

—Ah, la velada está salvada —exclamó—. ¡Me alegro tanto! Lady Brompton y lady Lavinia también os han visto, pero las han retenido en la prisa de baile. —Soltó una carcajada que hizo temblar su enorme vientre—. Me han encargado que os saque a bailar.

—Una excelente idea —dijo el conde—. ¡Los jóvenes deben bailar! En mi juventud tampoco yo me perdía ninguna oportunidad de hacerlo.

¡Oh, no, ahora iba a empezar lo de los dos pies izquierdos y el «Pero ¿dónde era a la derecha?» que Giordano había descrito como una «palmaria falta de sentido de la orientación»! Quise volcar mi copa de vino sobre mi ex, pero Gideon me la cogió y se la pasó al primer secretario.

En la pista de baile la gente ya se colocaba para el siguiente minué. Lady Brompton nos saludó con el brazo entusiasmada, lord Brompton desapareció entre la multitud y Gideon me situó justo a tiempo en posición para el arranque del baile en la fila de las damas, o, para ser más precisos, entre un vestido dorado pálido y uno verde bordado. El verde pertenecía a lady Lavinia, como pude comprobar con una rápida mirada de soslayo. Estaba tan hermosa como la recordaba, y su vestido de baile ofrecía, incluso para esa moda francamente permisiva, una visión de su escote extraordinariamente generosa. Yo, en su lugar, no me habría atrevido a inclinarme, pero lady Lavinia no parecía en absoluto preocupada.

—¡Qué maravilloso que volvamos a encontrarnos! —dijo dirigiendo una sonrisa radiante a todo el grupo y en particular a Gideon, antes de hundirse en la reverencia de inicio. La imité, y el pánico hizo que por un momento dejara de sentirme los pies.

Un montón de instrucciones me daban vueltas en la cabeza, y faltó poco para que me pusiera a balbucear «La izquierda es donde el pulgar está a la derecha», pero enseguida Gideon pasó a mi lado en el tour de main y curiosidades mis piernas encontraron el ritmo por sí solas.

Los solemnes acordes de la orquesta llenaron hasta el último rincón de la sala y las conversaciones se extinguieron a nuestro alrededor.

Gideon colocó su mano izquierda en la cadera y me tendió la derecha.

—Magnífico este minué de Haydn —dijo en tono de charla—. ¿Sabías que el compositor estuvo muy cerca de unirse a los Vigilantes? Dentro de unos diez años, en uno de sus viajes a Inglaterra. Por entonces estaba valorando la opción de instalarse de forma permanente aquí en Londres.

—No me digas —Pasé junto a él y ladeé un poco la cabeza para sostenerle la mirada—. Hasta ahora solo sabía que Haydn era un torturador de niños.

O al menos a mí me había torturado en mi niñez, cuando Charlotte practicaba sus sonatas para clavicordio con el mismo encarnizamiento con que en la actualidad se dedicaba a la búsqueda del cronógrafo. Pero no tuve ocasión de explicárselo a Gideon, porque entretanto ya habíamos pasado de una figura a cuatro a bailar en un gran círculo y yo tenía que concentrarme en moverme hacia la derecha.

No sabría decir con exactitud cuál fue el motivo, pero de repente aquello empezó a divertirme de verdad. Las velas proyectaban una luz maravilla sobre los suntuosos vestidos de noche, la música ya no sonaba aburrida y polvorienta, sino que parecía justo la apropiada, y a mi alrededor los bailarines reían relajadamente. Incluso las pelucas no parecían tan ridículas, y por un momento me sentí increíblemente ligera y libre. Cuando el círculo se deshizo, floté hacia Gideon como si nunca hubiera hecho otra cosa, y él me miró como si de pronto estuviéramos solos en la sala.

En mi extraña euforia, me olvidé de todo y le dirigí una sonrisa radiante sin preocuparme de la recomendación de Giordano sobre la importancia de no enseñar nunca los dientes en el siglo XVIII. Por alguna razón, mi sonrisa pareció desconcertar por completo a Gideon, que alargó la mano hacia mi mano extendida, pero en lugar de colocar sus dedos suavemente bajo los míos, los aferró con fuerza.

—Gwendolyn, nunca volveré a permitir que nadie…

No pude enterarme de lo que nunca iba a permitir, porque en ese instante lady Lavinia le cogió la mano, colocó la mía en la de su pareja de baile y dijo sonriendo:

—Intercambio de parejas, ¿de acuerdo?

No, en mi caso no podía decirse en absoluto que estuviera de acuerdo, y también Gideon dudó un instante antes de inclinarse ante lady Lavinia y dejarme colgada como correspondía a mi papel de hermanita con la misma rapidez con que había aparecido.

—Antes ya he tenido ocasión de admiraros de lejos —dijo mi nueva pareja de baile cuando me erguí y le tendí la mano (me dieron ganas de retirarla inmediatamente porque tenía los dedos húmedos y pegajosos)—. Mi amigo mister Merchant tuvo el placer de conoceros en la soireé de lady Brompton. Quería presentarnos, pero supongo que no os importará que me presente yo mismo. Soy lord Fleet. Sí, exacto, ese lord Fleet.

Sonreí cortésmente. Qué bien, un amigo del sobón de mister Merchant. Mientras los siguientes pasos ponían distancia entre los dos y yo confiaba en que ese lord Fleet aprovechara la oportunidad para secarse las manos en las perneras de los pantalones, miré hacia Gideon en busca de ayuda; pero en ese momento mi compañero parecía totalmente concentrado en la contemplación de lady Lavinia. Igual que el hombre que se encontraba a su lado, que solo tenía ojos para ella, o para su escote, e ignoraba deliberadamente a su propia pareja. Y el hombre de al lado… ¡oh, Dios mío! ¡Ahí estaba James! Mi James. ¡Por fin lo había encontrado! Estaba bailando con una muchacha que llevaba un vestido color mermelada de ciruela y parecía tan vivo como puede parecerlo un hombre con peluca blanca y polvos blancos en la cara.

En lugar de volver a tenderle la mano a lord Fleet, pasé bailando junto a lady Lavinia y Gideon en dirección a James.

—Por favor, todos avanzan una posición —dije con tanta simpatía como pude sin prestar atención a las protestas. Dos pasos cambiados más y me encontré frente a James.

—Perdón, cambio de pareja, por favor.

Le di un empujoncito a la mermelada de ciruela para lanzarla a los brazos del hombre que tenía enfrente, y luego cogí la mano del desconcertado James y, jadeando, traté de recuperar el ritmo. Al mirar a la izquierda descubrí que los otros también estaban ocupados ordenándose otra vez para seguir bailando como si no hubiera ocurrido nada. Para mayor seguridad, no miré hacia Gideon, y en lugar de eso clavé la mirada a James. ¡Era increíble poder sostener su mano y sentirla cálida y viva!

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