De todos modos, le costó unos segundos infundirle a su gesto su habitual jovialidad.
—¿Cómo estás, mi pícaro amigo? ¿Puedes proseguir la marcha?
—Te seguiré adonde vayas. Y he de informarte que yo o, para ser fieles a la verdad, que Piper...
—¿Qué se le ha ocurrido al mago esta vez? —indagó el luchador con prevención.
—Que, a través de mí, él podría conducirnos hasta Thorbardin. Identifica algunos hitos, y afirma que acertaste en lo de encaminarnos hacia el sudeste. Solicita tu permiso para ser nuestro guía.
«Un guía fantasmal —meditó el Vengador receloso—. Pero, en fin de cuentas, ¿por qué no? Nuestra situación no difiere mucho de la del dueño de una casa que, al quemarse ésta, abandona todo cuanto es suyo en un esfuerzo supremo de salir vivo de la catástrofe.» Se volvió para contemplar el cielo occidental, enrojecido en los lugares donde no lo ocultaban los negros vapores.
—Nada tenemos que perder, y estamos desorientados —convino—, mas he de hablar con Finn antes de tomar una decisión. En cualquier caso, comunícale a Piper mi gratitud.
—A tu jefe no le gusta Piper —apuntó el kender.
—No le es fácil concebir que haya anidado en tu cerebro.
Tyorl paseó la palma de la mano, en actitud ausente, por la bruñida flauta de madera de cerezo. Tras quitársela a Lavim en el barrizal, la había ajustado a su cinturón mediante una de sus correas y desde entonces no había cesado de vigilarla.
Debía hallar el medio de convencer a Finn de que había llegado la hora de renunciar a todo, incluido el buen criterio que siempre se había preciado de tener.
* * *
Hauk estaba extraviado y más que hastiado de tal sensación. No había manera de fijar un itinerario en el interior de la montaña, sin indicadores de ningún tipo ni más lumbre que la que originaba la danzarina antorcha de Isarn. Avanzaba en pos de ella, cruzando oscuros y profundos pasillos, como quien en un país ignoto se aferra al aislado punto de referencia que es la estrella polar.
El viejo enano había entresacado de sus enseres de la cueva una daga y una espada, y se las había tendido al guerrero con un brillo orgulloso en sus enajenados ojos.
—Yo las templé —dijo con sencillez mientras el humano sopesaba las bonitas armas—. Llévalas tú; yo me encargaré de la tea.
Con el cuchillo en el cinto y la tizona en la mano, la moral de Hauk se restableció. Armado, volvía a ser él mismo, volvía a sentirse fuerte. Aceptó los aceros con un escueto «gracias».
Los túneles que enfilaba el forjador eran laberínticos, llenos de recodos y tramos sinuosos que no tenían razón de ser. Unos, de anchura desproporcionada, presentaban hileras de almenares en sus lisas y altísimas paredes, mientras que otros eran tan angostos, agobiantes y bajos que el luchador había de doblar el espinazo para atravesarlos. El humo que despedía el hachón se enroscaba en el vacío e intoxicaba sus pulmones. Al final de uno de los corredores, con la espalda y los hombros doloridos, asió el brazo del enano y le impuso una pausa.
—¿Cuánto falta? ¿Dónde diablos hemos venido a parar?
El anciano se escurrió de su garra.
—Éstos son los Pozos Oscuros. Arribaremos después de cruzar unos pocos pasadizos —respondió.
—¿Sí? A menos que sean más espaciosos que el último, resultarán impracticables para alguien de mi corpulencia.
Isarn no contestó. Se encogió de hombros como dando a entender que aquellas vías no habían sido cavadas pensando en fornidos extranjeros de raza humana, ni tampoco para encauzar el tráfico común en Thorbardin. La prueba estaba en que el mismo enano había de salvar de costado algunos estrechamientos. Cuando, en el extremo del enésimo túnel, Hauk reparó en que su predecesor se encorvaba, gimió desalentado y se preparó para abordar el obstáculo gateando.
«Dentro de poco me arrastraré como un ofidio —rezongó—, antes de vislumbrar el lugar adonde me lleva este viejo chiflado.»
Tanto descendía el techo en este pasillo, que el Vengador imaginó que las montañas iban a aplastarlo de un momento a otro. Las piedras de los muros le arañaban los brazos y los hombros y, para colmo de desventuras, el humo de la antorcha lo ahogaba.
De súbito, no obstante, el humo mudó su rumbo y se arremolinó hacia adelante, capturado por una corriente de aire. Hauk comprendió que no atravesaban un corredor, sino un paso entre dos o más ramificaciones. Se arrastró fuera del túnel, ayudándose con los codos, y se incorporó.
Isarn, sereno y casi firme hasta ahora, empezó a balancearse nerviosamente sobre sus pies. Se aceleró su respiración y sus manos empezaron a temblar con tal frenesí que la bamboleante luz de la tea dio a las paredes la apariencia de estar bailando y sacudiéndose.
—¿Qué sucede? —susurró el humano.
—El muchacho y la chica están aquí.
—¿Dónde? —preguntó el Vengador, con un vuelco en el corazón que por poco se lo incrusta en la caja torácica. Isarn, por toda respuesta, introdujo la antorcha en la mano de Hauk y se internó en las ondulantes sombras desplegadas ante ellos. El otro lo siguió, con la boca reseca y la sangre palpitando con fuerza en sus oídos.
¡Ella estaba allí! La joven pelirroja cuyo nombre ignoraba, la mujer alta y esbelta, de esplendorosos ojos verdes, que tuvo la virtud de mantenerlo cuerdo a través de los tormentos infligidos por Realgar. Cuando no sabía si estaba vivo o muerto, cuando vio muerto a Tyorl y creyó haberlo matado, consciente de no haberlo hecho, esos ojos femeninos lo habían preservado de la destrucción.
Y, ahora, la tenía a su alcance.
Siguió tras los pasos de Isarn, guiándose por su respiración, y, al doblar un recodo, divisó al enano arrodillado junto a una fisura en la roca de la pared de enfrente. De una anchura apenas suficiente para admitir al guerrero, la hendidura se iniciaba en el suelo y trepaba hacia un techo que desaparecía entre brumas.
—¿Tenemos que entrar ahí?
El forjador asintió.
Quedo y ominoso, un zumbido inundó el pasillo para derivar en un grito agudo en el que el Vengador percibió una nota de júbilo perverso y feroz. Los cimientos de la montaña vibraron al compás del bramido, devolviendo su estruendo a la criatura que lo había emitido.
Isarn dejó escapar un débil chillido de terror. El terrible rugido golpeó a Hauk como un mazazo y lo derrumbó sobre las rodillas. Dejó caer la espada y aferró la tea con ambas manos, sin oír siquiera el tintineo del acero al estrellarse contra el suelo. El bramido aumentó de intensidad, como si hubiera crecido quien lo emitía. Las sombras proyectadas por la zarandeada llama daban enloquecidas vueltas en torno a la grieta y los muros, mientras la anaranjada luz revelaba unas veces las rugosas paredes y otras, los nichos donde se refugiaba la oscuridad.
No había señales de Isarn.
Hauk levantó la antorcha con la mano izquierda, recogió la tizona y la esgrimió en la diestra a la vez que, precavido, susurraba:
—¡Isarn! ¿Dónde andas?
Nada se movió en el recinto salvo la trémula luz y el alocado baile de las sombras que suscitaba. El miedo se agolpó en el cerebro del guerrero y aceleró su corazón al constatar que su guía se había evaporado. Contuvo la respiración tratando de oír algo, pero sólo percibió el ígneo chisporroteo de la antorcha. ¿Qué había sido del enano?
De pronto, se esfumó de su cabeza la figura del enajenado artesano. Suave como el sollozar de la brisa, un gemido lastimero voló hasta él a través de la abertura. Antes casi de que se dijera que lo profería una mujer, perdió vigor y se extinguió.
Empujado por los intensos latidos de su corazón, no por el raciocinio, Hauk traspasó el boquete. Isarn yacía hecho un ovillo a la izquierda del acceso, pero el guerrero no se detuvo a comprobar si se movía. La atmósfera de la cueva era glacial, y flotaba en ella la mohosa y nauseabunda pestilencia de los reptiles. En un rincón estaba acurrucada la posadera de cobrizas trenzas, el sueño del viajero hecho realidad.
Tenía las manos enlazadas en derredor de las rodillas y los ojos muy abiertos, de tal modo que se destacaban aún más sobre su tez pálida y salpicada de sombras. Otro enano, de negra barba y brazos musculosos, estaba inclinado hacia ella y alargaba en su dirección una mano cubierta de vendajes.
Hauk lanzó un gruñido de oso y arremetió. Mientras cruzaba la cámara calculó que el enano estaba demasiado próximo a la cautiva para ensartarlo en una estocada sin arriesgarse a lastimarla, de modo que invirtió el arma y alzó el brazo para descargar un golpe con el pomo.
La muchacha alcanzó a verlo y a reconocerlo en el momento en que él dejaba caer el arma sobre el cráneo de Stanach.
—¡No, Hauk! —trató de detenerlo.
Su alarido fue coreado por el estruendo del impacto, el grito sofocado del enano y el golpe de su cuerpo contra el suelo. Una expresión de horror y de ira se reflejó en los ojos de la joven, al tiempo que se arrojaba sobre el cuerpo del hombrecillo para escudarlo del acero.
Con un martilleo acuciante en el pecho y con las manos temblorosas, Hauk bajó la espada. La tea resbaló de su mano, se apagó al rozar el suelo y sumió la gruta en la oscuridad. Sólo se oía el murmullo de las corrientes de aire en los corredores y la entrecortada respiración de la joven tabernera.
Estiró el brazo hacia su hombro y la tocó muy suavemente. Ella lo apartó con un grito de temor que le atravesó el corazón.
* * *
Tras un dilatado período de apabullante oscuridad, las yemas de unos dedos acariciaron la cabeza de Stanach.
—Por favor, mi estimado amigo, vive —susurró una voz familiar.
Era la súplica de una niña, hecha sin ninguna concesión a la lógica porque brotaba del corazón. El tono implorante era típico de Kelida.
El congelado aire se alborotó al surgir un fuego en su seno.
Había luz en medio de las tinieblas, más allá de sus párpados cerrados, y este hecho lo desconcertó. Apenas se acordaba de lo acaecido después del rugir del Dragón, excepto que la mujer había lanzado unos chillidos ensordecedores mientras su propio corazón se detenía. Había supuesto que los colmillos del reptil lo abrirían en canal y lo descuartizarían, no que el extremo romo de una espada lo descalabraría con semejante saña.
—
Lyt chwaer -
-susurró, sin poder aún abrir los ojos—, es una sinrazón pedir a un muerto que resucite.
La muchacha lanzó una exclamación de sorpresa y cogió la mano izquierda del enano entre las suyas.
Hammerfell entreabrió los ojos y sintió una punzada de dolor ante el repentino fogonazo de luminosidad. La temblorosa luz de la reavivada antorcha hacía bailar las sombras sobre el rostro de la muchacha, mientras sus verdes ojos parecían titilar al ritmo de las llamas.
—¿Stanach?
—Estoy mejor. ¿Qué fue lo que me golpeó?
En el sombrío fondo de la caverna, detrás de Kelida, se recortó el perfil de un hombre joven, moreno y barbudo. Sus pieles curtidas colgaban desmañadamente sobre un cuerpo que debía de haber sido mucho más robusto y musculoso.
«Robusto —meditó Stanach— cuando comía. Al parecer, a este hombre no lo han alimentado bien en varios días.»
—Fui yo quien por poco te mata, enano.
No había arrepentimiento en la postura ni en las palabras. Un halo feral relucía en los ojos azules del aventurero, los ojos de un lobo sometido a un confinamiento demasiado largo y también de un animal aislado de la manada y, por consiguiente, asustado.
Stanach consiguió sentarse, mientras el otro observaba sus más mínimos movimientos, y tuvo la inquietante impresión de que era un fantasma quien lo espiaba. Tenía el porte de un guerrero y la mirada de un depredador hambriento. De pronto comprendió de quién se trataba. Pero, ¿cómo podía estar vivo? ¿Cómo podía haber sobrevivido a los suplicios de Realgar?
Las sesiones con el nigromante debieron de ser espeluznantes, a juzgar por lo que Stanach podía leer en sus oscuros ojos: revelaban un corazón desvalido y necesitado.
El enano ojeó a Kelida. La posadera era la viva estampa de aquellas personas que, tras encontrar algo muy querido de lo que han sido despojadas, sienten luego un temor instintivo hacia él.
Hammerfell se incorporó, sintiéndose magullado en todo el cuerpo. El guerrero, con la cabeza erguida y tenso el cuello, vigilaba sus más ínfimos ademanes con una mortífera expresión en el semblante. El enano sonrió de la manera más conciliadora posible.
—Tú eres Hauk, el hombre que tanto impresionó a Kelida. Me descargaste un buen golpe.
Las contraídas mandíbulas del interpelado se relajaron, y el enano se percató de que el guerrero acababa de enterarse por él del nombre de la muchacha.
—Sí, Kelida. —El Vengador se pasó la mano por la nuca, visiblemente azorado.
La joven tragó saliva y se enderezó a su vez. Con dedos nerviosos, despejó de su rostro las pertinaces greñas desertoras de las trenzas y sacudió el polvo del ajado manto.
—¿Te... te acuerdas de mí?
Hauk movió los labios, pero ningún sonido salió de ellos y hubo de afirmar con la cabeza.
—¿Serías tan amable de envainar la espada?
El guerrero se puso muy tieso y apretó el puño en torno al pomo del acero.
—Te lo ruego —dijo la muchacha, dando un par de pasos hacia él con las manos extendidas—. Hemos hecho un largo viaje para rescatarte.
Hauk lanzó una recelosa mirada a Stanach, y por fin bajó lentamente su espada.
—¿Y Tyorl? —preguntó.
La muchacha cogió la muñeca del guerrero y terminó de hacer descender su arma.
—Bien, por lo que sé —respondió, antes de volverse hacia Stanach.
—Estoy bien —la tranquilizó el enano.
—Una pregunta más —intervino de nuevo el corpulento luchador—. ¿Qué ha sido la batahola de hace unos minutos?
Mostrando con un gesto la cueva contigua, ahora vacía, Hammerfell explicó:
—Eran las muestras de alegría de Negranoche, un Dragón Negro que Realgar nos apostó como guardián, al levantar el vuelo. Su brusca y exultante marcha me preocupa. Pero deberíamos empezar por el principio y contarte lo de Vulcania. ¿Lo harás tú, Kelida? —propuso a la joven—. Luego quizá nos saques de aquí —prosiguió, dirigiéndose otra vez al guerrero—. Supongo que si has sabido encontrarnos, sabrás salir de aquí.
Paseó entonces la mirada por la gruta y, al columbrar una figura postrada en la negrura de la entrada, ahogó una exclamación.