Hoy mismo, o la noche pasada, el hylar debía de haberlo puesto en antecedentes acerca del clima político prevaleciente en el reino y ahora Tanis, embajador de una horda en éxodo y ajeno a sus costumbres, se había erigido en su escolta personal.
«También se protege a sí mismo —reflexionó Gneiss—. Lo primero que hará ese maldito theiwar si triunfa su revolución es expulsar a todos los refugiados.»
De repente, el daewar sintió un ansia imperiosa de sentir luz y calor en su epidermis. Tardaría un poco en empuñar las armas, y esperaba no tener que hacerlo en las sombras.
* * *
A Negranoche le disgustaba la luz del fuego. Realgar hizo caso omiso a su bramido de impaciencia y se puso de espaldas a la tea que ardía en un pedestal del muro. Su sombra se proyectó ante él, culebreando en el rugoso suelo del cubil provisional del Dragón. Un arrebato de furia conmovió violentamente al theiwar cual reguero de pólvora. Llevó la mano derecha a la espada envainada en su costado y, al contacto de la argéntea cazoleta y de los zafiros engastados en el gavilán, se enfrió su cólera. Hizo una señal a los dos guardianes apostados en la entrada, quienes, aunando esfuerzos, arrastraron una inmanejable y pesada carga al círculo de acción de la antorcha.
—¡Carne muerta! —se soliviantó el animal, y emitió un alarido chirriante que difundió su descontento por las grutas vecinas.
Fuera de su alcance, en una cavidad anexa a su madriguera, había comida más suculenta: el enano manco y la joven humana que Realgar había apresado aquella misma mañana. Un manjar vivo, fresco, satisfaría su sibaritismo mucho mejor que el cadáver del enano soldado depositado bajo sus zarpas.
—¿Es ésta toda la comida que me tienes destinada?
El
thane
hechicero se carcajeó, con un estrépito tan ingrato como el de los goznes de una puerta que no hubieran aceitado en años.
—¿Todavía tienes hambre? Si no te bastan una cabra, un ternero y este postre es que eres un glotón insaciable. —Realgar se volvió hacia el Dragón con ojos flameantes de ira—. ¡El guerrero ha huido! Encontré a este desdichado en la cavernosa mazmorra donde permanecía confinado. Y, ahora, hagamos un pacto: acalla un poco tu hambre con este cadáver y ve a buscar al prófugo. Cuando me lo traigas te daré un bocado mejor, pero no antes.
Negranoche bajó el cuello en un ademán semejante al reptar de una boa, y olisqueó los despojos con las ventanas nasales muy abiertas. Semejante carroña era un insulto, pero su estómago rugía de hambre. Hincó sus afilados colmillos en el hombro del guardián, mordiendo a conciencia y astillando el esqueleto.
Realgar, sin prestarle atención, hizo un gesto apremiante a los dos centinelas y los despachó con una orden. Luego le volvió la espalda al Dragón y su cena, y extrajo de su envoltura el acero de sus desvelos.
El oleoso humo de la llama se reflejó en la enjoyada empuñadura, y el corazón volcánico, divinamente inspirado, bombeó en sus venas la sangre de la vitalidad. Bajo el difuso alumbrado, el
thane
alzó la tizona con ambas manos y, despacio, volvió a bajarla al nivel de los ojos. Su aliento empañó el metal pero, aun a través del velo, las franjas carmesí resplandecían sin perder su palpitante intensidad.
Siendo una Espada de Reyes, Vulcania carecía de marcas o inscripciones.
—Todas esas marcas —siseó el nigromante al arma— te adornarán más adelante. Serán símbolos indelebles de mi reinado no como regente, sino como monarca único, todopoderoso.
«No seré regente —se dijo, a la vez que posaba el filo en tierra—. No me limitaré a cuidar el trono del legítimo soberano, a la espera de que aparezca el mítico Mazo de Kharas. ¡Me proclamaré rey supremo!»
El Dragón maniobró de nuevo con su flexible cuello hasta que la cabeza, casi rozando la húmeda losa, quedó a la altura del enano. Se entrecruzaron sus miradas al inquirir la bestia:
—¿Para qué vigilo a ese par, señor, si no es para mi nutrición?
El interpelado separó los labios con sarcasmo y su mirada fue de Vulcania a la caverna contigua, donde los dos prisioneros, inertes, yacían en el rincón donde los habían arrojado sus secuaces. Su hechizo del sueño se disiparía al cabo de unos minutos, y el perverso mandatario no pudo menos que regordearse al anticipar el susto que habrían de llevarse al despertar en la proximidad de un voraz reptil. En cualquier caso, no era el destino de Stanach, el aprendiz de forjador, ni el de la muchacha humana sucumbir en las fauces de Negranoche.
«Les deparo una suerte más gloriosa —pensó Realgar—: concederles audiencia tras los festejos de mi investidura y darles las gracias por traerme la Espada Real. Y luego les arrancaré el corazón por haber intentado mantenerla fuera de mi alcance.»
Al ver que, ensimismado, el
thane
no respondía, el Dragón levantó la cabeza y, con las fauces babeantes y expeliendo vahos fétidos que eran secuelas de sus recientes matanzas, insistió:
—¿Señor?
El theiwar contestó con voz tranquila, aunque todos sus músculos se tensaron frente a aquellos dientes que se cernían sobre su yugular.
—Los custodias porque yo así lo he dispuesto. ¿No es suficiente?
El Dragón hubo de conformarse con imaginar cuánto complacería a Verminaard colgar la tizona en la pared de la sala del trono de Pax Tharkas, encima de la calavera de su arrogante propietario.
El mago olfateó la victoria como el lobo su presa. Estaba allí mismo, sólo tenía que dar un salto para atraparla. Sus asesinos espiaban a los otros
thanes,
menos astutos pero también sedientos de sangre. Entretanto, Negranoche enroscó la cola en derredor de uno de sus flancos y comprimió su boca a fin de no delatar su exultante humor.
Igual que hiciera con el escamoso monstruo, Realgar no permitiría a sus carniceros cebarse en las piezas cazadas hasta sentarse él en persona a la cabecera del banquete. Eso ocurriría cuando Hornfel muriese.
Olvidados de momento sus dos cautivos y el acechante animal, el hechicero sostuvo otra vez la espada en el aire y, como imantado, fijó la vista en el juego de las reverberaciones de la luz sobre su hoja. Un torrente cegador, un esplendoroso relampagueo zigzagueó sanguinolento en las palmas del
derro.
El hylar caería en fecha muy próxima, víctima de las conspiraciones de su maquiavélico colega. «Sí, cobarde —se mofó con desprecio Negranoche—, eliminarás a tu enemigo en la oscuridad, refugiándote en la bruma y clavándole el acero por la espalda. ¿De verdad crees que el fallecimiento de criaturas menos trascendentes, ejecutadas a la luz y ante los ojos de quienes sobrevivan en tu miserable reino, rehabilitará tu coraje?»
El enano envainó su trofeo con una parsimonia ceremonial y se volvió hacia el Dragón Negro con una extraña sonrisa:
—Tienes la facultad de penetrar en mi mente, ¿no es cierto, Sevristh?
El otro desplegó sus alas, pagado de sí mismo.
—Es algo que favorece mis designios. Mantente a la escucha. Necesito que emprendas un nuevo vuelo y cabe en lo probable que no pueda valerme de otros medios que los extrasensoriales para ponerme en contacto contigo.
Doblando de nuevo los correosos apéndices sobre los costados color de ébano, el animal se lamió las comisuras con su bífida lengua.
—Como siempre, mi señor, estoy a tus órdenes.
Negranoche lo vio partir y oyó la voz de sus confiadas cavilaciones, en las que no había un amago de recelo respecto al éxito de sus planes ni a las intenciones ocultas de Verminaard. Todo su ser estaba absorbido por su futura ascensión al trono y por las oscuras sendas que lo conducirían a tal objetivo.
«Así debe ser», se congratuló el reptil. Limó acto seguido sus garras frotándolas contra el suelo y, tras ensartar al difunto centinela, comenzó a roer su osamenta, mientras imaginaba que era a Realgar a quien trituraba entre sus mandíbulas.
Una información inquietante
El aire de la caverna que Hauk había llegado a considerar su refugio estaba cargado con la excitación del enajenado Isarn. Tartamudeando, atragantándose, el retirado forjador intentaba hablar. El moreno vello de los brazos del guerrero se erizaba como si se hallara próxima una tormenta eléctrica, a la vez que un escalofrío de odio sacudía su columna. Los esfuerzos del enano para moderarse en su ansia hacían que su faz se arrugara y distorsionara de tal modo que apenas podía pronunciar una palabra inteligible.
Hauk se sentó con las piernas cruzadas y descansó la espalda en el muro de la cueva que lo cobijaba.
—Tranquilízate, cuéntamelo sin atropellos y, por favor —rogó al artesano—, empieza desde el principio.
—El muchacho. La doncella.
Hauk no sabía qué responder, ni siquiera intuía qué era lo que Isarn trataba de explicarle. Sin embargo, el pánico que veía en los ojos del hombrecillo le revelaba que su mente estaba más despejada que en ningún otro momento de su relación.
—Infórmame con calma —lo exhortó de nuevo.
Intentando tranquilizar a Isarn, el Vengador suavizó tanto como pudo su voz y se esforzó en no comunicarle su propio desasosiego. Ignoraba durante cuánto tiempo —¿unos minutos, una hora?— el enano conservaría la suficiente cordura para expresarse con claridad.
Los altibajos de lucidez del herrero habían cambiado de forma gradual y significativa durante el período en que habían permanecido escondidos. La luz de sus pupilas era diáfana, su mirada firme, en intervalos menos frecuentes que antes pero más prolongados. Cuando la locura lo dominaba solía caminar por la gruta en una cadencia frenética y en círculos desiguales, en una actitud que a Hauk le recordaba la de un gorrión atrapado en un granero cerrado, revoloteando en busca de una vía de escape y golpeándose contra las paredes. Nada era capaz de remediar su estado salvo una reflexión que procediera de él mismo.
En las etapas de relativa normalidad, como la de ahora, sus ojos se asemejaban a umbríos remansos en el margen de un arroyo. Sus gesticulaciones cesaban, así como sus errantes paseos. Se acomodaba entonces junto a Hauk, conversando en tono sereno y quedo de igual manera que si se dirigiera a un amigo enfermo que, tras una larga postración, inicia al fin su restablecimiento.
Los solícitos cuidados que le prodigó no menguaron los deseos del guerrero de matarlo, ya que la presencia de aquel infeliz en sus pesadillas lo incitaba a asociarlo a su tortura. No lo haría ahora, aunque habría podido y debía contener a menudo sus impulsos de eliminarlo.
Ajeno a tan adversos sentimientos, el hombrecillo respiró hondo y se inclinó hacia el luchador con tal impaciencia reflejada en sus ojos que hizo temer al otro que se sumiera en uno de sus ataques delirantes.
—¡Vulcania ha vuelto a casa! —exclamó.
Hauk lo escuchaba, sin atreverse casi ni a respirar.
—Escúchame bien —continuó el otro—: Mi obra maestra, la Espada de Reyes, está aquí, en las entrañas del mundo donde fue engendrada.
Hauk se mantuvo rígido como una estatua.
—¿Me has oído? —se exasperó Isarn, agitando las manos en inconexos aspavientos en los que se rascaba o estrujaba su atuendo. Las aguas de sus ojos estaban a punto de alborotarse con la crecida de la demencia y salirse del cauce.
—Te he oído —susurró por fin el guerrero.
«Que la tabernera, la gentil moza convertida en exploradora, ha sido capturada —concluyó para sus adentros—. ¡Oh, no! ¿Cómo han podido consentir los dioses que la encontraran?»
—Sí, ha regresado allí donde pertenece, a mí, que le infundí la vida y le hice un corazón. Me ha sido restituida para que yo se la rinda al
thane -
-discurseaba el enano—. Ahora mi monarca reinará de verdad. También el jovencito me ha sido devuelto.
—¿Qué jovencito? —preguntó Hauk, con el corazón encogido por el miedo.
—El que yo enseñé y adiestré en mi arte. El pequeño Stanach.
—¿Tu aprendiz?
—Naturalmente, ¿quién si no? Lo acompaña una muchacha, vestida como una elfa y de similar estatura, si bien es de tu misma raza. Tiene los cabellos de fuego y los iris del color del jade.
Isarn emitió un alarido al apretujar el humano su muñeca. ¡Se habían confirmado sus aprensiones! Una mujer que respondiera a tal descripción, de ojos verdes y melena pelirroja, sólo podía ser la imprecisa guerrera de sus sueños, su chica de la posada. ¡Y había venido a Thorbardin con la tizona al cinto!
—¡Necesito conocer más detalles sobre la muchacha! ¡Vamos, no te interrumpas ahora! —apremió al forjador.
El interpelado tironeó para liberarse de la fornida garra, sin más éxito que el de un conejo que intentara escapar de las fauces del lobo. Retorciéndose y forcejeando, murmuró unas palabras totalmente ininteligibles con voz entrecortada.
—¡Habla!
—¡Realgar! —gritó el enano. El miedo atravesó al Vengador como si un relámpago lo fulminara, lo que le indujo a cerrar los dedos en torno a la muñeca de su prisionero hasta hacer crujir sus huesos—. ¡Están ambos en poder de Realgar! —repitió Hammerfell—. Ese indeseable se ha adueñado de mi espada y retiene a mi aprendiz y a la muchacha.
—¿Dónde?
—En los túneles de los
derro,
en alguna cámara oculta.
—¿Por qué? —interrogó Hauk.
—No... no lo sé.
—Condúceme hasta ellos, viejo, o quebraré tus articulaciones como la rama seca de un árbol.
En realidad, no hubo resistencia por parte de Isarn. Algo en sus ojos le llevó a Hauk a pensar que todo obedecía a un plan del viejo. De pronto comprendió que lo había liberado para que recobrase su preciosa Vulcania.
Una llamarada de ira consumió al corpulento hombretón. Su posadera, su muchacha guerrera, había sido capturada. No se detuvo a pensar por qué empleaba siempre posesivos al evocarla. Quizá se debía a que, durante su confinamiento, había sido lo único que el verdugo no había logrado arrebatarle. Poco importaba eso ahora: debía encontrar la tizona de Isarn con el fin de rescatar a la joven.
En el tétrico calabozo
Stanach clavó la mirada en una vacua oscuridad, alerta su oído al zumbido de la respiración del Dragón. Como un remedo disminuido del respirar del coloso, resonó a su lado un suspiro de Kelida. La muchacha se había acurrucado sobre sí misma, y desde que los habían conducido a la caverna no había mudado tal postura. Sin quitarle la vista al Dragón, deslizó la mano hacia la mujer para rodearle la muñeca y tomarle el pulso. Palpitaba la vida con regularidad, lo que no disipó los miedos del enano. El hechizo del sueño de Realgar tardaba excesivamente en perder su efecto.