Espada de reyes (17 page)

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Authors: Nancy V. Berberick

Tags: #Fantástico

BOOK: Espada de reyes
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Colocó a continuación la figura en un anaquel, y pasó revista a la estancia. Era un caos.

Tapices tejidos con primor, alfombras y mullidos cojines, cuyos diseños habían sido bordados con hilos de seda, se acumulaban unos sobre otros en el suelo como si los hubieran tirado de manera apresurada. Un armario, elegantemente decorado con escenas de caza, yacía volcado hacia arriba como testimonio del frenesí que había precedido al abandono masivo de la capital elfa.

Lavim penetró en el aposento, bamboleante bajo un fardo de vestiduras variopintas.

—Aquí tienes, Stanach. Tyorl te encarga a ti de seleccionar lo que juzgues más conveniente para Kelida.

—¿Dónde está ella?

—Tomando un baño. Insistió, y el elfo no quiso contrariarla. Es más, comentó que así dispondría de tiempo para buscar utensilios susceptibles de servirnos.

El kender dejó caer su abigarrada carga y se arrodilló sobre tan blando colchón, para inspeccionar zamarras, conjuntos de cacería, blusas y también botas con la jovialidad y el desorden que lo caracterizaban.

—Después de todo, no arrojaron al fuego el ajuar completo. Por lo que he podido comprobar, Stanach, esta ciudad debió de ser realmente hermosa en un pasado no muy remoto. Fue una lástima que sus moradores la abandonaran. Yo habría obligado a los draconianos a arrastrarme al exterior antes de irme de un lugar así.

El miedo flotaba como una sombra en el ambiente. Traspasaba los regios edificios, se agazapaba en la penumbra de los patios donde crecían los manzanos y los perales.

Junto con la congoja recorrían las calles y se regocijaban ante cada árbol moribundo.

El enano meneó la cabeza. El miedo era una emoción desconocida para un kender, de modo que de nada servía intentar explicarle nada.

Fue hasta un rincón de la sala y se acomodó, con las piernas cruzadas, en el gélido mármol que cubría el suelo. Dominando su ansia de alejarse de aquella lúgubre habitación, de aquella lúgubre vivienda y de aquella desolada ciudad, escogió la ropa aprovechable antes de que el kender se llevara una buena parte para enriquecer sus bolsas. Estas y sus bolsillos estaban atiborrados, de modo que su enjuta figura había engordado inusitadamente. Si el registro de las casas y tiendas de Qualinost había sido penoso en el caso de Tyorl y molesto para Kelida y Stanach, Lavim gozó de él plenamente: era un sueño hecho realidad.

El enano logró salvar una capa de lana de la codicia del kender. Tenía el color de la pinocha fresca y un forro gris de pelambre de conejo, y parecía hecha a medida para la muchacha. Llamaron asimismo su atención unas botas de ante, provistas de recias suelas, más pesadas de lo que a simple vista podía suponerse. Introdujo entonces la mano en el interior de una y practicó un ligero corte en el borde, constatando que tenía dos capas de piel curtida aisladas entre sí por plumón de ganso.

—Si se habitúa a ellas no sentirá frío en los pies.

—Son de un material excelente —opinó Springtoe, que se había apoderado de la otra bota del par—. Kelida se aislará de la intemperie mejor que todos nosotros.

—Hasta hoy es ella quien más ha tiritado; ya es hora de que su suerte dé un vuelco positivo. ¿Por qué no se las llevas, le pides que se las pruebe y luego apremias a Tyorl para que no se demore más de la cuenta? Y, Lavim...

El kender se volvió, armado ya con el calzado y la capa.

—¿Qué más puedo hacer por ti?

—En primer lugar, llamar a la puerta antes de irrumpir en la intimidad de la joven; luego, vaciar tus saquillos antes de ir a reunirte con Tyorl y, por último, atiende bien, no volver a llenarlos.

Lavim enarcó las cejas y asumió una expresión de completa inocencia.

Stanach continuó con firmeza:

—Y no te molestes en inventar excusas como la de que recogiste todas esas cosas con la idea de devolverlas luego.

—Pero...

—No hay peros que valgan. Hablo en serio, Lavim. Ese elfo es sumamente quisquilloso. Se diría que son los vestidos de su propia madre lo que nos ha cedido; sólo faltaría que nos apropiáramos de algo sin su permiso.

—Quizá tengas razón —reflexionó el kender, mostrando una súbita expresión juiciosa en sus ojos enmarcados de arrugas—. Aunque no se trata exactamente de vestidos porque lo más probable es que Kelida elija algo más cómodo, pero es posible que Tyorl conociese al dueño de todo esto.

«Sí, es posible», coincidió Stanach para sus adentros. No le dio más vueltas al asunto ni se disculpó por sus comentarios. En el fondo, era una reacción ante el palpable abatimiento que, como un polvo, impregnaba la estancia.

—Vete ya, Lavim.

Una vez solo, el enano amontonó las ropas junto a la pared y tomó asiento, con los codos apoyados en las rodillas, a la espera de que sus compañeros regresaran de sus distintas actividades.

Había hecho lo que debía, reflexionó. No le había costado trabajo convencer a Tyorl y a Kelida de la posibilidad de que Hauk hubiera sobrevivido. La muchacha incluso se había planteado por sí misma la cuestión crucial: mientras Hauk aguantase, la estaría protegiendo.

En la caminata por el bosque, Kelida se había explayado con el enano sobre las circunstancias que habían impulsado al guerrero a obsequiarle la espada. Según sus propias palabras, éste le había inspirado miedo, mas de su tono se desprendía lo mucho que le habían conmovido sus disculpas.

A estas alturas, Stanach estaba persuadido de que cualquier recelo que el elfo expresase respecto a la conveniencia de llevar a Vulcania hasta donde se hallaba Piper toparía con la discrepancia de la joven. Kelida tenía la total certeza de que el ebrio trotamundos que le había dado la tizona la estaba protegiendo, como novelesco paladín, del
derro,
cuya intención era matarla para apoderarse de la Espada de Reyes.

No es que el enano pusiera en tela de juicio la gallarda galantería de Hauk... mientras estuvo vivo. Sin embargo, ahora sus labios debían de estar sellados por el reposo eterno.

Stanach cerró los ojos, y sus ensoñaciones lo trasladaron al futuro. Una vez en manos de su amigo Piper, Vulcania sería mágicamente devuelta a Thorbardin y puesta en manos de Hornfel, sin dar a Tyorl ni a la mujer opción a quejarse. Lo único que había de hacer por el momento era mantener la ilusión en Kelida, alimentar sus sueños un poco más. ¿Qué peso podían tener los anhelos de una tosca moza de taberna en una balanza donde el contrapeso era el gobierno de un solo regente, Hornfel, en Thorbardin?

—Ninguno, ni el más ínfimo —masculló a media voz.

Una mano liviana, con dedos largos y esbeltos, rozó su hombro. Dando un respingo, el enano levantó la cabeza y vio a Kelida de pie frente a él.

—¿Estás bien, Stanach?

Se las había ingeniado para asearse. Enfundada en su indumentaria prestada, con un traje de cazador de lana gris y las botas de ante y la capa verde elegidas por el enano, parecía una ninfa del bosque. Vulcania pendía de su cinto.

—Nunca estuve mejor —respondió el enano, incorporándose.

—Me ha parecido oír...

—Me siento en plena forma —atajó él. Apuntó con el mentón la Espada Real, y agregó—: ¿Te empeñas en cargarla?

—Lo he hecho hasta ahora —asintió la muchacha, con los ojos brillantes.

—Sí, tropezando a cada paso. Esto no es Long Ridge, chiquilla. Todo el que vea tu espada dará por supuesto que sabes usarla. Si no aprendes a manejarla, te matarán antes de que te afirmes sobre los pies y la desenvaines. Si no quieres encomendarla a mi cuidado, entrégasela a tu amigo el elfo.

—Esta arma es mía —se obstinó Kelida.

—Sí —suspiró Stanach—, pero será tu perdición si no aprendes al menos a llevarla. No te la ciñas tanto al talle: aflójatela de manera que sea la cadera la que soporte la presión.

Obediente, Kelida desabrochó la hebilla e insertó los clavillos unos agujeros más adelante. La sensación del peso en la cadera le resultaba extraña pero más llevadera. Sonrió a Stanach e inquirió:

—¿Qué más?

—Consigue una daga. No serás capaz de batirte con la espada.

De repente, el enano se encolerizó contra la muchacha sin causa aparente y consigo mismo por millares de motivos. Su doble juego lo llenaba de soledad. Dio media vuelta y se acercó a una ventana desde donde se divisaba un patio, una visión menos mortificante que la sombra del reproche en los ojos de la mujer.

Las hojas de los álamos, cual refulgentes monedas de oro, se agitaban en sus ramas o formaban torbellinos en la calle al empuje del viento. Su crujido era el único sonido que insuflaba un soplo vital a la despoblada ciudad. Los fantasmas merodeaban a su albedrío por las calles de Qualinost. Los fantasmas y los recuerdos.

Y los susurros de su conciencia.

* * *

Con sus casi nueve metros de longitud, la cabeza maciza y ancha como la de un caballo, sus musculosas patas de una altura superior a dos hombres uno encima de otro, el Dragón Negro semejaba un inconmensurable retazo de la noche que se hubiera desgajado del manto de la borrasca y descendido en ágil vuelo sobre los riscos al este de Qualinesti. Un banco de nubes se hizo jirones al traspasarlo sus alas. Solinari se había retirado a descansar, pero los haces sanguinolentos de Lunitari, el satélite rojo, festoneaban las escamas metálicas de su cuerpo, iluminaban con bermejas incandescencias sus garras y colmillos de puntas afiladas y teñían de fuego sus ojos oblicuos, normalmente blancos y lechosos. Su nombre, en el secreto lenguaje de su especie, era Sevristh, aunque no le molestaba el apelativo común de Negranoche.

El reptil, a favor de una corriente de aire, se deslizó hacía las escarpaduras boscosas, sembradas de pinos y abetos, que delineaban la frontera entre Qualinesti y las montañas de los enanos. Acérrimo enemigo de la luminosidad, su vista era soberbia después del ocaso del sol. Aunque las irradiaciones de los satélites nocturnos no lo perturbaban, su capacidad perceptiva mejoraba cuando, como hoy, las tamizaban los cúmulos tormentosos.

El Dragón observó las tierras como un humano encaramado a una banqueta examinaría un bien dibujado mapa. Planeando aún más bajo, sobrevoló los espesos bosques que se alzaban al este del lago Crystal y las colinas que circundaban las planicies de Dergoth que los enanos denominaban Llanuras de la Muerte.

Negranoche debía entrevistarse, como emisario de Verminaard, con Realgar de Thorbardin. No tardaría en aplicar al nigromante el rango de Señor del Dragón, siempre que aceptara las condiciones de Verminaard. Dado que el
thane
de los theiwar era un sujeto taimado, ambicioso, atrevido y un poco loco, Sevristh daba por sentado que las aceptaría. El enano tenía el alma de un dignatario de las hordas del Mal, tan sólo inferior en arrogancia a la de una criatura reptiliana. Ahora aguardaba su llegada desde Pax Tharkas, y Sevristh estaba más que dispuesto a servir a un nuevo amo.

Al menos durante una temporada. Las dádivas de Verminaard siempre tenían dientes. Pese a que otorgaría al
derro
los honores de un gran mandatario, ningún escrúpulo moral haría que se alterasen sus operaciones tácticas de infiltrar tropas y centros de suministros en las cordilleras adyacentes. Con estos contingentes como respaldo, depondría al hechicero y establecería en la conquistada Thorbardin su fortaleza oriental. El Dragón estaba al tanto de todo ello, y de más iniquidades.

El viento era un helado y fiero oponente, que obligaba al oscuro Dragón a sortear sus caprichosas e invisibles olas. Riendo mientras atravesaba los pantanos, Negranoche volaba rozando las hinchadas nubes o describía espirales y piruetas con las alas extendidas como las velas de un navío, o subía más allá del espeso manto de nubes, hacia las estrellas que titilaban sobre la legendaria Thorbardin.

—Sí —rugió—, todos los presentes de mi señor poseen agudas dentaduras, y mis maxilares se cuentan entre los mejor dotados.

«Deja que haga él todo el trabajo —le había dicho el Señor del Dragón— y préstale cuanto auxilio precise. Cuando el consejo de los
thanes
se haya desarticulado, deshazte de él.»

Por el mero placer de ejercitar sus virtudes arcanas, el gigantesco reptil formuló un encantamiento de terror y negrura. Dentro de poco rato, refugiado en su recóndito y tenebroso cubil de las cavernas que se abrían bajo la ciudad, se dormiría arrullado por las imágenes de los habitantes de las ciénagas muertos de un paro cardíaco, víctimas de un inexplicable espanto.

11

Encrucijadas y suplicios

El crudo vendaval de la noche laceró el valle, clamando entre las ramas de los pinos y cristalizando la lluvia del día en hielo sobre los hombros de la montaña. En algún lugar, en el interior de la montaña, estaba Thorbardin.

Cargadas las mujeres con sus recién nacidos, escoltadas por hombres en cuyos ojos ya no había esperanza, los refugiados se detuvieron en la ladera, buscando la entrada de Southgate. Algunos creyeron ver una puerta reverberante en la penumbra y otros, demasiado extenuados para explorar, volvieron la espalda.

Una risa infantil vibró en el aire. Era difícil mantener tranquilos a los niños. Sólo el agotamiento podía obrar el milagro y el viaje de la jornada había sido lento, como si los ochocientos temieran aproximarse a la fortaleza de los enanos y enterarse de que sus ilusiones habían sido en vano, que habían huido de las minas de Verminaard y los horrores de la esclavitud para ser rechazados en el único reino que conocía su peregrinaje: el de los enanos.

Encendieron fogatas, y sus luces parecían en el valle estrellas diminutas y tímidas. El humo de la leña, y luego de los guisos, se propagó por el aire y se depositó como un manto gris sobre el río.

Sería una noche de espera y oraciones, no de plácido sueño, mientras los prófugos enviaban su embajada, en las personas de Tanis el Semielfo y la princesa de las Llanuras, Goldmoon, al consejo de los
thanes.

Había múltiples facetas de su pueblo que agradaban a Hornfel. Admiraba sus habilidosas manos para la artesanía, se regocijaba de su inquebrantable lealtad a sus hermanos y su clan y apreciaba su coraje como guerreros. También valoraba su cerril testarudez y sentido común, y amaba su carácter independiente.

Era este carácter independiente el que hacía que no fuera un insulto, sino una especie de tributo, la actitud del canoso soldado daewar, miembro del cuerpo de centinelas asignado a las murallas de Southgate, cuando se limitó a inclinar la cabeza a modo de parco saludo a los dos
thanes
y, en la rosácea claridad del alba, reanudar su vigilancia. «No los sobrecogen quienes ostentan un rango superior —pensó Hornfel—. Confían en sus soberanos porque son sus congéneres, y nadie hace sumisas reverencias a uno de los suyos.»

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