Lanzó una ojeada de soslayo a su acompañante, que estudiaba a los guardianes más severamente que él. Aquél era el turno de los hombres de Gneiss, y Hornfel conocía lo bastante a su amigo para saber que exigía de sus súbditos que custodiaran el recinto haciendo gala de una inmejorable precisión militar. Si Thorbardin intervenía en la guerra los daewar configurarían la fuerza de choque de su ejército, y Gneiss necesitaba sentirse orgulloso de sus luchadores.
Hornfel escuchó el tintineo del acero y las cotas de malla, el resonar de las botas sobre la piedra, la brusca orden del capitán de la guardia, y de nuevo miró a su colega, que había ido a apoyarse en una de las almenas desde donde se dominaba el lejano valle.
El viento soplaba con fuerza en las murallas. Nacido en las montañas, cuyas cimas se alzaban orgullosas hacia el cielo, el huracán transportaba aromas de pinedas escarchadas y de lagos en el trance de congelarse, como una glacial promesa de invierno. A centenares de metros bajo sus pies se extendían los valles, uno tras otro. Vestidos con los matices cobrizos de la hierba otoñal y dorados por el sol que comenzaba a desperezarse, los ondulados campos constituían el suelo más rico de las Montañas Kharolis. No obstante, la hondonada había estado en barbecho durante generaciones. La capital de Thorbardin se nutría de los productos de los viveros agrícolas enclaustrados en la montaña.
—Fíjate, Gneiss —dijo Hornfel al otro
thane,
trazando con el índice el perímetro de las sinuosas planicies—. Ochocientas personas podrían cultivar esos terrenos y mantenerse a prudencial distancia de nosotros.
—¿Ya vuelves a la carga sobre el mismo tema? —resopló Gneiss.
—Claro que sí, mi buen amigo. No podemos posponer por más tiempo nuestra decisión. Tú mismo me has comunicado que sólo nuestra patrulla fronteriza contiene el avance de los refugiados. ¿Cuántas horas serán capaces de tener a raya a ochocientas personas hambrientas y asustadas? De momento aguardan en paz los decretos del consejo, pero antes o después se agotará su paciencia.
—¡Es un chantaje! —vociferó el daewar y se apartó del muro con el puño apretado y los ojos chispeantes—. ¿Hemos de asilarlos o granjearnos su enemistad? Pues bien, auguro que, cuando esos llanos se alfombren de nieve dentro de poco, su blanca superficie será mancillada por sangre humana. El cónclave no aceptará coacciones.
—¿Eso es lo que piensas? —replicó Hornfel escogiendo con cuidado las palabras—. ¿Lo mismo que Realgar y Ranee?
—Tengo mi propio juicio —gruñó Gneiss.
Una ráfaga crispó su barba salpicada de plata. De espaldas todavía al muro, al valle y a la idea de que los humanos montaran un asentamiento tan cerca de Thorbardin, observó el ir y venir de sus seguidores por los despejados pasillos con los ojos semicerrados y el rostro inexpresivo. Hornfel no pudo leer en él ninguno de esos pensamientos que el daewar reclamaba como propios, sin influencias ajenas.
—Dime qué piensas, Gneiss. He hecho un sinfín de conjeturas y ninguna parece ser la correcta.
Clavados aún los ojos en sus subordinados, el reservado
thane
se desahogó.
—Lo que pienso es que mis guerreros morirán en el extranjero, lejos de las montañas donde nacieron. Y perecerán en una guerra que no les incumbe.
¡Otra vez el tan trillado argumento! Hornfel se había hastiado de oírlo meses atrás, y no se le ocurría más controversia que la que ya había expuesto en incontables asambleas. Procuró serenar su alterado ánimo antes de hablar.
—Estás en un error, todos hemos sido implicados en el conflicto. Gneiss, hay ochocientas criaturas en nuestras puertas y tú mismo acabas de ofrecer regar nuestras tierras con su sangre. Pero ellos no son nuestros enemigos. Nuestro enemigo es Verminaard, que ha expulsado a los elfos de Qualinesti, montado su cuartel general en Pax Tharkas y subyugado a quienes ahora solicitan nuestra hospitalidad. O eres un iluso, o admitirás que no depara a los enanos mejor destino.
»
Cuando conquiste las Montañas Kharolis ejercerá un control absoluto sobre el norte y el este del continente. Si niegas que su próximo objetivo es Thorbardin, no eres el brillante estratega que yo imagino.
Fue una muestra de deferencia hacia Hornfel que el otro
thane
dejara los puños cerrados contra sus costados.
—Tus palabras son duras —dijo con frialdad.
—Sí, lo son, y también los tiempos que corren. Si no hacemos nuestra elección en seguida, Verminaard decidirá por nosotros. Y estoy convencido de que sus planes no favorecen nuestra supervivencia.
—El humor patibulario no va con tu personalidad —ironizó Gneiss sin alegría.
—Un patíbulo es lo que tú conseguirías.
—El patíbulo es para los traidores —replicó Gneiss con dureza.
—¿Acaso supones que Realgar te honraría como a un héroe si gobernara en nuestro reino?
—¿Realgar, ese secuaz del Señor del Dragón? Si se trata de una acusación, la encuentro de pésimo gusto.
—Es sólo una sospecha, querido colega. Gneiss inspeccionó su entorno, las cimas, los valles y el firmamento en el punto de fusión con el horizonte, como si acabara de comprender algo que debería haber percibido mucho antes. Cuando volvió sus ojos hacia Hornfel, había en ellos ira y admiración.
—Existe una Espada Real.
—En efecto —asintió Hornfel.
—¿Te burlas de mí? ¡No puedes ordenar que te hagan una! ¡Por Reorx, no puedes visitar al forjador!
—No lo he hecho —explicó el hylar, con una sonrisa fatigada—. Isarn sólo pretendía crear su obra maestra, pero nuestro dios infundió vida al acero aquella noche y el artesano forjó una Espada Real. Si has oído esos rumores, te habrán contado también que el arma ha sido robada.
—Entonces, ¿a qué preocuparse?
—Tanto Realgar como yo hemos sido informados de su paradero. —Acto seguido, Hornfel le hizo un breve relato de las circunstancias del hurto y la posterior localización del objeto—. Realgar anhela adueñarse de Vulcania tanto como yo y, válgame Reorx, ojalá no se me haya adelantado. Sea o no compinche de Verminaard, ese nigromante es peligroso.
—Yo lo detendré —propuso el daewar, llevándose la mano a la daga.
—No lo harás, a menos que no te importe provocar una revolución en Thorbardin.
Gneiss entendió al instante la advertencia. En el consejo de los
thanes
imperaba la discordia en el curso de las deliberaciones sobre la participación en la guerra y la acogida de los fugados. Ambos conceptos se confundían en uno solo, y las emociones, esencialmente la cólera, se desataban durante las sesiones. Si Realgar moría, por métodos lícitos o inconfesables, sus partidarios se levantarían en armas y la Espada de Reyes, fuera quien fuese su dueño, se convertiría en el símbolo de un sangriento fratricidio. Resonarían en las cavernas de Thorbardin los alaridos de los enanos aniquilados a manos de sus congéneres, algo que no sucedía desde las guerras de Dwarfgate, que habían tenido lugar hacía ahora tres siglos.
—Esta noche beberé a su «mala» salud —masculló Gneiss—, rezaré para que expire antes del amanecer.
—Estoy tentado de ponerte el apodo de «el Cauto» —se chanceó Hornfel—. Sin embargo, ha llegado la hora de dejar de serlo y dar la bienvenida a ese millar de personas. No me cansaré de repetir que nos conviene ganar aliados, más aún cuando uno de nuestra raza apoya a Verminaard.
—¿Humanos? Todos serán tan delirantes como tu mago Jordy.
—Nadie puede compararse con Piper. Es un amigo inteligente e incondicional. Me extraña que tú, tan perspicaz, no te hayas dado cuenta. Por otra parte, aunque los miembros de esa plebe tuvieran menos sensibilidad que los gully no deberíamos desdeñar el apoyo que puedan prestarnos.
Gneiss guardó unos segundos de silencio. Cuando por fin se dispuso a hablar, Hornfel intuyó que, si no había tomado partido, estaba al borde de hacerlo.
—Convoca una reunión para esta misma noche y me pronunciaré. —Echó a andar hacia la torre que, a través de una escalera interior, conducía a la ciudad y, al ver que Hornfel hacía ademán de acompañarlo, hizo un gesto para detenerlo—. Te ruego que permanezcas aquí un rato. La atmósfera es nítida. Observa el valle e intenta imaginar qué aspecto tendrá atestado de familias humanas. Luego presta atención a la barahúnda de sus voces en Southgate, sin olvidar que no pueden pasar el invierno a la intemperie y habrán de ser cobijados en la montaña. Son ochocientos —agregó, e hizo especial hincapié en la cifra—. Nos asfixiaremos todos debido a la insuficiencia de aire.
Una vez que Gneiss hubo partido, Hornfel se deleitó con la magnificencia del paisaje. Un águila surcaba el cielo sobre las llanuras, doradas sus alas por los reflejos del sol. Era inútil aventurarse respecto a la posición de Gneiss, una criatura imprevisible. Se acordó entonces del «delirante Jordy» y se preguntó dónde estaría y si él, Kyan Redaxe y Stanach, el aprendiz de Isarn, seguirían vivos.
Habían pasado cuatro días desde que Piper habíase catapultado junto a los otros dos expedicionarios hasta Long Ridge. ¿Se precisaba todo este tiempo para hallar a Vulcania? Sí, éste y más si el guerrero que la llevaba había abandonado la población antes de su llegada.
Podían haber muerto o todo lo contrario, realizado su misión con éxito. Lo único que sabía con certeza era que Realgar todavía no la había obtenido; el hecho de que él, Hornfel, conservase la vida lo atestiguaba.
Aunque nunca había examinado la Espada de Reyes, ansiaba tenerla como si fuera de su propiedad y se hubiera encariñado con ella a través de los años. Anhelaba acariciar el acero y cruzar el puente que habría de integrarlo en una saga de gobernantes con orígenes de varios siglos. Aquella espada era su herencia, una tizona hylar moldeada para el
thane
de este clan que sucedería en el trono a toda una estirpe de ilustres antepasados.
El ulular de la cortante ventolera se difundió en las alturas como el eco de uno de los himnos guerreros de Piper o de sus canciones de taberna. Hornfel volvió la espalda al valle y murmuró:
—Joven Jordy, si aún conservas la vida, te suplico que me traigas la espada.
«Y si has muerto —continuó para sí mientras intercambiaba una mirada de cortesía con uno de los custodios apostados en la puerta—, más vale que nos protejamos las espaldas. Si Realgar se apodera de la espada, no transcurrirá mucho tiempo antes de que la guerra, las revueltas internas y la tiranía destrocen el próspero reino de Thorbardin.»
* * *
El pusilánime enano Brek dejó la pila de roca entre su cuerpo y la luz carmesí del detestable sol. En el espacio que separaba este túmulo inmenso, tallado por la naturaleza, y el otro más reducido, de elaboración humana, había una lóbrega mancha de sombras. Era aquí donde Agus, llamado el Heraldo Gris, establecía contacto con su
thane.
Entornados los párpados a fin de ahuyentar la creciente luminosidad de sus retinas, el apocado súbdito esperaba que Realgar ordenara su regreso al hogar.
Su patrulla y él habían asistido a cinco salidas del astro rey en el extranjero, maldiciendo sus deslumbrantes fulgores y añorando los Pozos Oscuros de Thorbardin. Mica y Chert, que en esos momentos dormían como mejor podían en los parajes umbríos, habían soportado bien los rigores de los letales haces mientras que a Wulfen, conocido con el sobrenombre de «el Desalmado», le habían trastocado el seso. A Brek le llenaba de asombro que el mago favorito de Hornfel hubiera sobrevivido a la furia de Wulfen.
Brek puso al descubierto su dentadura en una mueca feroz. La emboscada se había desarrollado a pedir de boca en todos sus pormenores. Apresaron a Piper al ocultarse las lunas tras los riscos, cuando volvía con un conejo recién cazado para el desayuno. Incluso un encantador había de rendirse al notar una ballesta que le apuntaba a su espina dorsal y el tacto de un filo de acero hincado en la garganta.
A Brek le inquietaba la posibilidad de que Realgar quisiera al cautivo incólume. Wulfen, por lo visto, se había extralimitado en la venganza que le infligió después de la herida que sufriera en la refriega de hacía cuatro días. De pronto, el medroso enano abandonó sus cavilaciones al captar su oído el crujir de la hierba reseca, muerta de congelación, que zarandeaba la brisa matutina arrancándole un bronco siseo como el del Heraldo Gris. Se estremeció con sólo evocarlo.
No eran los prodigios de la magia los que lo hacían temblar. Aunque no era un iniciado en artes arcanas, Brek llevaba al servicio del
derro
el tiempo suficiente para sentirse, si no a sus anchas, sí al menos familiarizado con los conjuros. Era el propio Agus, excluido de todos los clanes, el que erizaba el cabello de su nuca.
Se abrió una fisura en la penumbra, entre los dos macizos bloques, y la figura del Heraldo se materializó. Echó hacia atrás la capucha de su capa. Una luz maléfica oscilaba en su ojo negro, mientras que las tinieblas de un pozo sin fondo colmaban la cuenca vacía donde tuviera el izquierdo. Su semblante, por lo general cambiante a la par de sus oscuros pensamientos, era ahora inescrutable en su inmovilidad. Ojeándolo como haría un fugitivo frente a una manada de lobos hambrientos, Brek se apoyó contra las rocas.
—El
thane
te reclama —anunció el Heraldo.
Irguió el cuello al transmitir su mensaje y un relámpago, quizá reflejo de distantes tormentas, surcó sus pupilas y se extinguió. Al retomar la palabra no lo hizo con su timbre entre el zumbido y el silbo sino que, como si Realgar se hallase tras él, lo que Brek oyó fue el acento imperioso y vibrante del
thane.
Tienes al mago.
El enano humedeció sus labios con nerviosismo, cobró aliento para contestar y se apercibió de que debía repetir la operación antes de articular su informe. Agus, portavoz del
thane,
aguardó.
—Sí, señor. Es nuestro cautivo y todavía vive.
¿Y la espada?
—No estaba en su poder,
thane.
Wulfen no ha cesado de interrogarlo desde que lo hicimos prisionero esta mañana, pero ese obstinado mago no nos ha revelado nada. —Brek dirigió una fugaz mirada al montículo pequeño, el de reciente construcción, donde se vislumbraban el cerco de una fogata y los huesecillos sobrantes de una comida—. Lo que es obvio es que esperaba a alguien, y todo indica que ha permanecido aquí desde el encontronazo en que eliminamos a Kyan Redaxe.