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Authors: Nancy V. Berberick

Tags: #Fantástico

Espada de reyes (7 page)

BOOK: Espada de reyes
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—Eres un tramposo, te has inmiscuido.

—No —fue la lacónica respuesta.

Los zafiros refulgían en su guarnición como gélidos ojos azules. El hombretón avanzó hacia ellos, atraído de manera irrefrenable, pero uno de sus compañeros le estrujó el hombro y lo obligó a detenerse.

—Ya basta, Kiv. Pierde con dignidad.

El derrotado personaje propinó un puntapié a una silla que le obstaculizaba el paso y, enfurecido, desapareció. Hauk relajó la presión de sus dedos sobre la empuñadura de la espada y atravesó la habitación para recuperar su daga.

La cháchara que habían interrumpido los acontecimientos fue animándose paulatinamente, hasta restablecerse. Tyorl se recostó otra vez contra la pared. No veía el momento de abandonar Long Ridge.

* * *

El olor acre de la cerveza vertida se entremezclaba con el tufo de los paños sucios. Acurrucada detrás de la barra, Kelida se esforzó en controlar el rechinar de sus dientes cerrando los maxilares y tragando saliva. Todavía veía, como en una pesadilla, el relumbre del acero bajo el efecto de las llamas.

Oyó un plañido, y comprendió por el timbre que era suyo. ¡Aquel tipo casi la había matado! Fuera, en el salón, los clientes cuchicheaban o discutían con toda normalidad. Tenny, el tabernero, daba sus desabridas instrucciones al zagal que limpiaba el establecimiento, y la cerveza fluía a borbotones de los barriles.

Hacía dos semanas que la moza trabajaba en la taberna, y lo primero a lo que hubo de acostumbrarse fue a eludir los cuchillos, y otras armas similares, que cruzaban el local sin que nadie le avisara. A su patrón le entusiasmaban aquellas prácticas y ni siquiera le molestaba que le desconchasen la pintura. Tampoco le había afectado, al parecer, que utilizasen a su ayudante como diana.

Aunque un poco aturdida, se fue reponiendo del vahído. Alguien la había sentado y le había rociado el rostro con agua. Ahora retumbaron unas zancadas tras ella. Se giró: era el hombre que estuvo a punto de asaetearla.

El acero estaba envainado y la manaza bien lejos de él. Cenicienta la faz bajo la capa curtida por el sol, el guerrero se acuclilló a la altura de la que fuera su víctima. Sudaba a torrentes.

—Perdóname —suplicó. Su voz de barítono se quebró al tratar de suavizarla.

—Has jugado con mi vida.

—Lo sé.

Cuando el desconocido le tendió la mano, grande y áspera por las abundantes callosidades, Kelida se encogió. Aquel humano era una especie de oso con su robustez, el descomunal pecho y la barba negra. La principal diferencia respecto de un plantígrado estribaba en sus ojos azulados. La muchacha los escrutó, con la súbita conciencia de que su agresor estaba entre ella y la puerta trasera del establecimiento. Adivinando una tremenda ira en las contraídas facciones femeninas, Hauk se irguió de un brinco y dejó franca la vía que antes obstruía.

—Lo siento mucho —se ratificó.

—¡Déjame en paz! —lo repelió la mujer, levantándose y echando a andar hacia el exterior.

—Ya ha pasado todo —continuó él con una sonrisita deprecante—. Me arrepentí en cuanto la daga salió despedida.

Sin pensarlo dos veces, la moza se volvió hacia el Vengador con los puños apretados:

—¿Lo lamentarías más si hubiera muerto?

—No me planteé la posibilidad de desviarme: es algo que jamás ha ocurrido.

—¡Has jugado con mi vida! —repitió ella.

Explotaron al fin su furia y su rencor. Arremetió contra Hauk, arañándole el rostro con las uñas y descargando una lluvia de puntapiés. Antes de que el atacado capturase sus muñecas, vio manar la sangre de las incisiones practicadas en las mejillas; al sentir sus manos atenazadas y en alto, lejos de la carne que quería hincar, aún tuvo arrestos para escupir a su enemigo en plena nariz.

Hauk se secó la cara con el dorso de la mano libre —le bastaba una para abarcar las dos de la muchacha—, y desenvainó la espada. En aquel instante, la prisionera detectó un extraño brillo en sus iris. El coloso la soltó y se quedó inmóvil.

—Te pido excusas por haber jugado con tu vida —insistió.

Puso la tizona atravesada sobre sus brazos y extendió éstos como quien hace una ofrenda. Los zafiros capturaron toda la luz que había en el penumbroso cuartucho, centelleando en un singular claroscuro. El corazón ígneo del acero, que Kelida creyó al principio un cerco de sangre, palpitó en el interior del arma a través de sus ramificaciones purpúreas. El gesto inesperado del hombre hizo retroceder a la joven.

—Tómala.

—N-no deseo poseerla.

—Pero yo sí dártela. Era el trofeo que empeñé esta noche y, puesto que tú has sido la agraviada y quien de verdad ha estado en jaque, te pertenece por derecho propio.

—Estás borracho.

—No niego que me siento un poco mareado pero, beodo o sobrio, te regalo la espada muy a sabiendas de lo que hago.

Al no dar muestras la muchacha de que fuera a aceptar el presente, Hauk depositó la espada en el suelo. Desabrochó acto seguido la débil hebilla de piel sin ornamentos, que ceñía el arma al cinto, y dejó la vaina al lado de ésta. No dijo nada más; dio media vuelta y partió.

Kelida contempló largo rato la magnificencia de las gemas, el oro y el acero. Luego, con tanta precaución como si fuera una serpiente y no una pieza de metal lo que yacía a sus pies, la rodeó y se reintegró en el tumulto del abarrotado local, entre cervezas, humos y hedores familiares.

El hombre barbudo traspasó el umbral de la calle. El elfo, su compañero, estaba todavía arrimado indolentemente al tabique más próximo a su mesa. Alzó la vista de su jarra, estudió a la mujer de manera concienzuda y levantó su vaso a modo de saludo. Kelida rehuyó su mirada.

Los parroquianos agrupados en una de las esquinas, a pocos metros de Tyorl, abonaron sus consumiciones y se retiraron. Su mesa no quedó vacante más que unos segundos, ya que la reclamó un enano. El hombrecillo se desprendió de su hatillo, desató una vieja y gastada funda de la espalda y la situó donde pudiera asirla. Ordenó que le sirvieran bebida, y la moza reanudó su tarea.

* * *

El enano tuerto que merodeaba por las inmediaciones de la taberna no tenía rango ni, peor aún, un clan. Los theiwar eran, sobre todo, privilegiados moradores de Thorbardin, así que consideraban al enano apátrida un fantasma viviente del que había que hacer caso omiso, al que había que tratar como si no existiera. Los guardianes de Realgar nunca malgastaron con éste una palabra superflua. En el curso de su convivencia cotidiana, actuaban como si no existiese. ¿Qué había hecho para merecer tal castigo? Era un misterio, aunque especulaciones no faltaban.

Algunos rumoreaban que cometió su ofensa mortal a instancias del
thane.
Fuera cual fuere el móvil de su crimen, Realgar no se despegaba de él.

Circulaba por sus venas sangre de mago y, pese a que no era ducho en artes arcanas, hacía gala de una más que razonable competencia en la invocación de hechizos sencillos. Fue así como se granjeó la marcada predilección de Realgar, que hizo de él un consejero insustituible. El monarca se fiaba más de su agudeza visual que de la propia, y se manifestaba a través de su boca.

Su nombre era Agus, aunque entre los theiwar ostentaba el peyorativo título de Heraldo Gris. Se afirmaba, aunque en temerosos murmullos, que aquella criatura podía decapitar a un hombre y sonreírle mientras lo sacrificaba.

En las sombras de la calleja que separaba la taberna de las cuadras, Agus esperaba a Hauk. El pasadizo desembocaba en la dehesa y la herrería, una plazoleta donde se había apostado Rhuel, el secuaz del enano.

En la avenida principal dos soldados del ejército de los Dragones, ambos humanos, zigzagueaban en dirección de sus barracones. «Con una borrachera así —se regocijó el tuerto— no me causarán problemas.»

Resonaron en el callejón la coz y el piafar impaciente de un caballo que golpeaba su casilla. Notó el Heraldo Gris que la madera se combaba por los golpes, a la vez que un caballerizo maldecía al animal y éste relinchaba con toda la potencia de sus pulmones.

Se abrió la puerta de la taberna. Dos chorros, acústico uno y luminoso el otro, inundaron la quietud nocturna y se difuminaron al encajarse de nuevo la hoja. El enano espía blandió su daga, mientras las lentas
y
contundentes pisadas se acercaban. Rhuel se asomó desde su escondrijo.

Conteniendo el resuello, Agus oteó el panorama. El Vengador, cabizbajo y pensativo, se alejaba de la posada en dirección hacia el paseo más ancho. El vigilante hombrecillo ondeó la mano derecha en unas esotéricas evoluciones, y brotó la magia de los recovecos de la calleja.

El viajero se detuvo en la encrucijada y ladeó la cabeza, convencido de que alguien lo llamaba. Se giró hacia el lugar de donde venía y no distinguió nada: la calle estaba vacía. Lo único que vibraba en sus tímpanos eran las risas, las bullangueras pláticas de los clientes de la taberna. El enano hizo otro movimiento con los dedos, éste aún más complicado.

Aunque él creía haber enfilado la avenida, Hauk se internó en el pasaje y en un sueño encantado. El enano de un solo ojo se felicitó por su éxito, augurando que aquel forzudo nunca recordaría su interminable caída antes de estrellarse contra el suelo.

* * *

Kelida invirtió la última silla, la izó sobre la mesa y hundió la bayeta en un cubo de agua en cuya superficie nadaba una telilla de mugre. Reinaba en la sala un silencio que no rompían sino los estampidos de las cacerolas en la cocina o el rezongar blasfemo de Tenny mientras pasaba revista a los desperfectos y tiraba al callejón jarras y vasos inservibles. La muchacha despejó de su semblante los mechones que, en el ajetreo, se habían fugado al aflojarse les trenzas. Doloridos sus pies, y también los brazos después de acarrear decenas de fuentes rebosantes de cerveza, hoy se sentía más exhausta que en ninguna otra velada. Ni siquiera en la época de la cosecha, con el peregrinar entre los campos, el trigo y el heno que trillar, hacinar y transportar, había experimentado un cansancio equiparable.

Afluyó a sus ojos un llanto espontáneo, amargo, y un estrangulamiento ocluyó su garganta. Este año no habría cereal que recoger, ni tampoco el siguiente. Algunos, con ácido humor, declararon que una plaga había destrozado los cultivos. Una plaga, en efecto, pero de dragones.

«No —rectificó la moza su propia apreciación—, de un único reptil.» Aquel animal gigantesco no necesitaba refuerzos. Durante mucho tiempo, tendría pesadillas recurrentes sobre el día en que la roja bestia abrasó el territorio con sus llamaradas.

Se volteó al abrirse la puerta de la fachada frontal, suponiendo que sería algún huésped trasnochador. El amigo del forastero que había atentado contra su vida por una absurda apuesta cerró el batiente con delicadeza. La mujer se encorvó para agarrar el asa del cubo, y el elfo cruzó el salón en tres ágiles zancadas y tomó el recipiente de su mano.

—Permíteme. ¿Adónde he de llevarlo?

Kelida indicó el caballete que hacía las veces de mostrador y ella misma lo bordeó para acabar de fregar la parte posterior.

—Gracias.

El visitante dejó su carga cerca de la puerta de la cocina y regresó al salón, ahora desierto. Con los codos apoyados en la barra, sin despegar los labios, observó a la mujer que se afanaba en su quehacer.

—El local ya está cerrado —le informó la moza, fija la mirada en una viscosa mancha que habría de frotar con fuerza para eliminar.

—Es evidente. No me interesa remojar el gaznate: he venido en busca de Hauk.

—¿De quién?

—De Hauk. —Para hacerse entender, y con una mueca jocosa aunque sin malicia, Tyorl imitó a los lanzadores de cuchillos—. Os habéis tropezado hace unas horas. ¿No ha aparecido por aquí luego?

—Yo no lo he visto. —La muchacha restregó los restos secos y adheridos del charco.

—Por tu tono deduzco que lo que haya podido ser de él te deja indiferente.

La posadera cesó en sus obligaciones y reparó por primera vez en la fisionomía de su oponente. Sus ojos oblicuos y agrisados destilaban jovialidad. Todo lo que su amigo tenía de recio, de musculoso, era en él estilización y elegancia. El tal Hauk hollaba la tierra al caminar con su paso rotundo de oso, mientras que la gracia de éste emulaba la de la gacela. No pudo la joven calcular su edad, ni siquiera si era un adolescente o un anciano, ya que los rasgos de los de su raza, siempre tersos, engañaban.

—Tyorl —dijo, como si la otra hubiese indagado sobre su identidad.

—Tu amigo no ha dado señales de vida —explicó Kelida— desde que salió de la taberna.

—¿No ha hecho nada para recuperar su espada?

—Me la dio a mí.

—El exceso de alcohol suscita en ese grandullón reacciones realmente extravagantes. ¡Vaya una manera de expiar su mala conducta!

Una ojeada de soslayo al noble porte de su interlocutor hizo nacer la duda en la moza. ¿Acaso aquella espléndida tizona, tan elaborada y cara, procedía de los cofres de un dignatario elfo?

—¿Era tuya? Me garantizó que podía hacer con ella lo que se le antojase, pero si no era su genuino dueño te la restituiré.

—No te ha mentido, sosiégate. En nuestro grupo él es el espadachín, yo el arquero. En los casos de apuro, o en aquellos en que se requiere un combate cuerpo a cuerpo, recurro a mi daga. Fui su maestro en el juego de los cuchillos y todavía puedo ganarle, lo que me complace sobremanera.

Sin poder resistirse a la cordialidad del elfo, la mujer sonrió.

—Con esa arma compraría uno la ciudad entera, ¿no crees?

—La ciudad y un par más. ¿No ha intentado embaucarte para reconquistarla?

—No he tenido noticias de ese humano —se ratificó la joven—. El arma está en mi poder.

La había guardado en el trastero, envuelta en un raído saco de harina y camuflada tras unos desvencijados toneles de vino tinto. Era el mejor elixir de Tenny, así que nadie salvo él se atrevía a extraerlo de las barricas, aunque hoy no había tenido necesidad de tocarlas. La muchacha no paraba de cavilar sobre la espada y la riqueza que podían proporcionar el oro y los zafiros. Quizá la vendería y se iría de Long Ridge, estableciéndose en otra región. Pero ¿dónde?

—¿Te la traigo? —preguntó al elfo.

—¿Me la darías? —se asombró éste, enarcadas las cejas.

—¿Qué iba a hacer yo con una tizona tan imponente?

—Te pagarían por ella una suma nada despreciable.

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