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Authors: Nancy V. Berberick

Tags: #Fantástico

Espada de reyes (9 page)

BOOK: Espada de reyes
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Gneiss contempló al hylar mientras se alejaba. Entraba en sus prerrogativas, como
thane
de su eminente clan, abrir y posponer las sesiones. Casi nunca ejercía tal privilegio, pero las pocas veces en que lo hacía no se detenía en formulismos ni cortesías. El daewar, sumido en estos y otros pensamientos, se rascó el dorso de la mano, a la vez que Ranee y Realgar intercambiaban miradas.

* * *

Realgar recorría los sombríos túneles situados debajo de los distritos de labranza con absoluta seguridad. No portaba candil ni tanteaba el camino; era un theiwar y, como tal, no sólo se acoplaba a la penumbra sino que anhelaba rodearse de ella. Su visión nocturna lo guiaba sin tropiezos en la negrura de los pasadizos. Unas muy dilatadas pupilas ensombrecían las circunferencias marrones de sus iris, y un tenue fulgor colorado, de la tonalidad de la piedra a la que el mago debía su nombre, ardía en el fondo de sus ojos. Cualquiera que mirase dentro de éstos se enfrentaría a unos insondables pozos ígneos.

Aunque lo intentó con ahínco, Hornfel todavía no había conseguido convencer al consejo para que apoyara su postura. «No tardará en engatusarlos —pensó con desdén Realgar—. La suya es la táctica del intrigante: no juega limpio al invocar la sagrada tradición de hospitalidad de los enanos y temo que su estratagema pueda tener éxito.» Eran pocos los integrantes del cónclave dispuestos a ofrecer refugio, y menos aun casa o comida, a casi un millar de exiliados, mas ninguno se cruzaría de brazos frente a quien se atreviera a poner cortapisas a su libertad de hacerlo.

A medida que se adentraba en el corazón de la montaña sus pensamientos se ensombrecían, asumiendo el tenebroso aspecto de los pasadizos.

Aquel dichoso aspirante a la regencia poseía unas dotes persuasivas que en nada favorecían los intereses del
derro.
Si contaba con un tiempo prudencial, persuadiría incluso a Gneiss de que diera su aprobación como los otros títeres, y entre todos contribuirían a que se abrieran las puertas del reino a las harapientas legiones de humanos que huían de una contienda de la que eran totalmente responsables.

Realgar tensó los músculos. En medio del arranque furibundo de Ranee, que tanto había desbarrado en su alocución, el theiwar había percibido, como una eterna nube arrastrada por la brisa, la presencia telepática del Heraldo Gris. Lo visualizó arrimado a la enfangada pared de una cuadra, en una calleja de Long Ridge saturada de lluvia.

Habían encontrado al guerrero, pero no la espada.

La cólera de Ranee fue una pataleta infantil comparada con el azote que convulsionó a Realgar en aquel instante. Nadie se percató, ni siquiera el avispado y siempre acechante Gneiss. Fue el Heraldo Gris el único que oyó sus blasfemias.

Habían rastreado antes al aventurero e iba armado con la tizona. La tenía cuando iniciaron su labor de espionaje; y ahora, de pronto, el acero se esfumaba.

El theiwar exhaló un gruñido. ¡Debía de habérsela confiado al otro trotamundos, al elfo! ¿A quién si no? Kyan Redaxe estaba muerto. El mago «doméstico» de Hornfel y el aprendiz de Isarn merodeaban aún por la ciudad, si bien nada habían averiguado sobre Hauk ni Vulcania ya que estaban demasiado atareados esquivando a Brek y sus guardianes. Había que poner al humano a buen recaudo y vigilar al otro sin un descuido.

«Traedme a ese guerrero —había ordenado mentalmente a Agus mientras sonreía a Gneiss—. Dentro de una hora me habré enterado de quién guarda la espada.»

Diligente y leal, el Heraldo Gris había extendido las manos sobre la cabeza del hombre que yacía dormido en el callejón y pronunciado la fórmula de un encantamiento que los teleportase en el acto. Ahora él, Rhuel y el cautivo Hauk aguardaban en las profundas cavernas de Thorbardin.

El túnel se ensanchó y sus húmedos muros cubiertos de moho retrocedieron en línea ascendente hacia un techo que parecía haberse alejado de pronto. Realgar separó los labios en una mueca letal, que puso de relieve sus dientes, al entrar en una caverna ancha y con la forma de un círculo irregular. Reinaba en el paraje una penumbra semejante a la de los pasillos, y también eran idénticos el verdín y la humedad que todo lo anegaban. En el suelo, algo más liso aquí que en el resto del subterráneo, se dibujaba el contorno inmóvil del Vengador.

Viendo que su prisionero se agitaba, el theiwar despidió con aire ausente a sus dos esbirros.

6

«Más vale maña que fuerza»

En un pasaje, detrás de la que en un tiempo fuera la más próspera avenida comercial de Long Ridge, un viejo kender parpadeó para resguardar sus ojos del viento nocturno y aproximó el rostro a una puerta atrancada. Una fetidez de madera chamuscada invadía la calleja, y el hombrecillo estornudó un par de veces. Aquella tienda era de las pocas qué todavía aguantaban, pues el Dragón no la había hecho pasto de sus llamaradas —¿la había perdonado quizás ex profeso?— e incluso los soldados habían infligido unos daños más que discretos en su rapiña.

Lavim Springtoe, que así se llamaba el kender, tuvo serios problemas con la cerradura. No entraba en sus cálculos la posibilidad de que tales dificultades se debieran a su edad, al hecho de haber envejecido demasiado para forzar algo tan simple. Estaba en la sesentena, lo que no era en absoluto una excesiva acumulación de años. Al igual que todos sus congéneres, Lavim sabía que el tío Saltatrampas no se consideró un verdadero adulto antes de cumplir los setenta.

En realidad, era del dominio público que Saltatrampas vivió hasta que, convertido en un venerable nonagenario —tenía concretamente noventa y siete—, se lo llevó el terrible espectro del Pantano de Rigar. Lavim, por su parte, no estaba muy convencido de que un fantasma hubiera raptado a su pariente para arrastrarlo al otro mundo. Tan dudosa información provenía de la tía del primo de su padre, y toda la familia conocía la tendencia a desvirtuar las historias de la buena de Evalia. Él mismo oyó la versión contraria —de boca del sobrino de la hermana de su madre, una fuente mucho más fidedigna ya que quien la contó estaba emparentado con el protagonista a través de un primo segundo—, es decir, que fue el tío Saltatrampas el que venció y aniquiló al cenagoso ente. Desde luego, resultaba más emocionante que hubiera sucedido así.

El kender, ligeramente encorvado y con el cabello cano, oteó el entorno, aguzó el oído a fin de detectar el más leve crujir de pisadas y, al no percibir nada inusual, volvió a centrar su atención en el acceso trasero del comercio.

Su visión no era defectuosa; si algo la menoscababa era tan sólo la tangible película de hollín y humo en que había degenerado la atmósfera de la ciudad; y si le temblaban las manos no era por senilidad, sino por culpa del hambre. Siendo una panadería el lugar donde trataba de colarse, juzgaba probable que hubiera alguna hogaza comestible en un rincón olvidado, endureciéndose sin aprovechar a nadie. Luego, en pago al alimento, repararía el cerrojo de manera que el local quedase mejor protegido de los ladrones.

Meneó la testa y, al hacerlo, sacudió la larga trenza plateada sobre el hombro. Reanudó acto seguido su trabajo, tan enfrascado que los finos surcos de su faz, arrugada y curtida, adquirieron una nueva profundidad. Se apoyó en la puerta sin ejercer presión, no para aplicar la oreja y cerciorarse de que la guarda había cedido, sino porque deseaba apalancar el hombro en busca del equilibrio perfecto.

Se ha aseverado en múltiples ocasiones que el ángulo visual de los kenders coincide con la altura de los cerrojos por la misma razón que una ardilla listada dispone de espacio sobrante en las quijadas. Una rotación de la barra horizontal produjo el satisfactorio chasquido del rodete al desplazarse. Un segundo giro, y luego otro a fin de desactivar el seguro, provocaron que el cierre dejase de hacer honor a su nombre. «Es evidente —caviló el hombrecillo al adentrarse sigiloso en la trastienda— que esta cerradura no fue diseñada para mantener alejados a los intrusos. A su manera, constituye casi una invitación.»

Un pan integral descansaba sobre la tabla de amasar. Lavim lo guardó en su bolsillo, pensando cuánto complacería al hornero descubrir que alguien había preservado su establecimiento de los ratones, los cuales, al olfatear comida, lo habrían tomado al asalto. Preservó asimismo al panadero de otro enjambre de roedores al incautar tres pastelillos de miel no sin antes, aconsejado por su natural generosidad, librar a aquel desdichado de los ataques de las hormigas mediante la gloriosa hazaña de llenar una de sus bolsas de canutos de crema. No cejó, sin embargo, hasta poner el broche de oro a su incursión, lo que ocurrió cuando requisó cuatro porciones de coca y rescató al desprevenido propietario de las nefastas consecuencias de una incursión de cucarachas.

Persuadido de que el tendero sería plenamente feliz al día siguiente, en el momento en que pasase revista a sus pertenencias, Lavim Springtoe se deslizó por la desajustada hoja a la calleja, ajustó el cerrojo y se encaminó hacia la taberna.

Se preguntó si todavía tendrían almacenadas algunas botellas de aguardiente. La actual ocupación —su padre habría usado el término «plaga»— no animaba a la esperanza. En estos días eran escasos los abastos que alcanzaban Long Ridge, y tanto los suministros como las existencias de meses anteriores eran consumidos con avidez por el ejército de Verminaard. Era una suerte que el kender conservase su optimismo innato y que creyese a pies juntillas en una de las máximas predilectas de su progenitor: «un saquillo vacío no se colmará a menos que se abra». Configuraba su legado una vasta colección de dichos del acervo popular de su raza, que se transmitían entre los suyos de generación en generación.

Se dirigió pues a la posada, masticando un sabroso bocado de pastel y fortalecido por el espíritu jovial que le inculcaran sus antecesores.

Tenía sed después de tanto trabajar y realizar buenas obras, y aún faltaban varias horas para que los centinelas dieran el toque de queda.

* * *

Stanach se sentía oprimido por el ruido y el calor de la taberna. La sala olía a lana mojada y cuero, a vino rancio y cerveza vertida tiempo atrás. Pero, reflexionó, no era peor este tufo que el de las hosterías que Kyan y él frecuentaran en Thorbardin; su asfixia se debía más bien a la agobiante sensación de ser un extraño entre una caterva de desconocidos. El local de Tenny albergaba a más humanos de los que el enano había visto nunca reunidos. Sólo algunos grupos, esparcidos aquí y allí, se saludaban como amigos; la mayoría de los parroquianos bebían junto a sus vecinos codo con codo sin alejar por ello la soledad que embargaba sus miradas.

Lo tumultuoso de sus conversaciones y el apiñamiento sugirieron al aprendiz la idea de que la estancia no contenía aire suficiente para que todos respirasen.

«Nosotros necesitamos más oxígeno en los pulmones que los de tu especie», habría comentado Piper. Y lo habría hecho, se figuró Stanach, con una sonrisa pícara y la cabeza torcida. Ignoraba el paradero del mago, incluso si estaba vivo o muerto.

Observó el cerco dejado por su vaso en la mesa cubierta de cicatrices y frunció el entrecejo. Piper tenía que haber sobrevivido; en fin de cuentas, era un hechicero y, por añadidura, extremadamente listo. Claro que, hubo de confesárselo, era también un ciervo al que rodeaba una manada de lobos, mas un venado de recia cornamenta era capaz de romper el círculo y herir a sus perseguidores. Se aferró a esta conclusión y rezó para que el compañero hubiese extraviado en la espesura a los secuaces de Realgar.

El enano había arribado a Long Ridge la víspera, poco después del anochecer y con una gélida ventolera a su espalda. Precisaba, según su orden de prioridades, primero de un alojamiento y luego de un sitio donde comer. Ambos servicios los halló en Tenny's.

No fue posada y fonda lo único que le ofreció la ciudad: Vulcania estaba allí, o al menos, había sido vista la noche anterior.

El aprendiz enmarañó sus dedos en la lustrosa barba, dando pequeños tirones. Al visitar el local la noche anterior, bullía el ambiente en un hervidero de relatos y chismes acerca de la arriesgada apuesta del guerrero: su espada contra el dinero de tres habituales.

Aunque más o menos fantasiosos en sus versiones, todos los narradores coincidían en declarar que la tizona era majestuosa, que tenía la cazoleta de plata y la empuñadura de oro, con cinco zafiros engastados.

«¿Cómo pudo jugársela con semejante frivolidad?», criticó Stanach al aventurero.

Tratando de no armar revuelo, había investigado sobre las actividades de aquel individuo, pero nada pudo averiguar de su paradero ni del de su espada. Ni a última hora de la noche ni durante el presente día le condujeron sus pesquisas hacia una pista; tanto Vulcania como el humano que osó rebajarla a la categoría de una simple prenda se habían evaporado.

Lo acompañaba un elfo, de eso sí estaba al corriente. El enano sorbió un refrescante trago de cerveza y posó los ojos en la barra, mientras recordaba que el único personaje de esta raza que había observado en el lugar era aquel alto y delgado que ahora mismo departía con la moza pelirroja.

El futuro forjador lo examinó a conciencia. El sujeto se abrigaba con pieles de cazador y calzaba botas de caña larga. La daga que se ceñía a su cadera, y el arco y aljaba cruzados en su espalda, lo delataban como alguien acostumbrado a las armas, dada la casual soltura que exhibía en su manera de llevarlas. Stanach caviló que debía de pasar más tiempo en los bosques que en las tabernas, que era un cazador de vida montaraz.

El hospedero llamó a la muchacha. Su bramido se elevó eclipsando chácharas, matraqueos de sillas y el crepitar de la leña al arder en la chimenea, hasta que algo lo neutralizó a su vez. Murió la orden en la garganta de Tenny y, como obedientes a un mandato superior, él y todos los parroquianos se sumieron en el silencio. Acababa de abrirse la puerta, y el tufo entre seco y mohoso de la carne de reptil invadió el salón.

—Givrak —musitó alguien, atragantándose casi con su solo nombre.

El primer impulso del enano forastero fue cerrar los ojos, evadirse de la criatura que avanzaba a empellones entre la callada concurrencia. En su infancia había visualizado horrores similares a Givrak, imágenes escalofriantes que poblaban sus pesadillas. Mas se impuso la entereza y no entornó los párpados, entre otros motivos porque sus instintos le prevenían de que convenía vigilar con mucha atención al aparecido y, así, saber hacia adonde correr si se materializaba la amenaza.

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