—Argumentaremos con sus cabecillas.
—Ya se ha intentado.
—Suplicaremos.
—Hasta la fecha no han atendido ninguna demanda de auxilio.
El joven, con un brillo de determinación en sus pupilas y los labios abiertos en una mueca que nada tenía de alegre, sentenció:
—Los obligaremos a escucharnos.
«No hay quien pueda ignorar cerca de mil voces», añadió en su fuero interno.
* * *
En las elevadísimas laderas, moradas de águilas y otras rapaces, que flanqueaban el escondido reino de Thorbardin, había una serie de crestones rocosos que, aunque no se divisaban desde las hondonadas y los valles adyacentes, eran ya transitados por los enanos antes de que se creara la metrópoli. No podía treparse a estas repisas desde el valle: lo impedía la escabrosidad de las montañas. En cambio, desde la fortaleza sí eran accesibles. Unas angostas trochas, que partían de la muralla de Southgate, conducían a los salientes, senderos que sólo una cabra montés o un enano criado en la ciudad era capaz de jalonar. El salvaje canto del viento flagelaba los oídos del caminante en tales altitudes. Invierno o verano, el aire era gélido. Stanach Hammerfell siempre había considerado los peligrosos camellones como algo propio.
Ahora se encaramaba a ellos, con un odre lleno hasta el borde atado al talle. Durante todo el día el calor de la fragua le había hecho sudar sangre y el vapor que se desprendía de las pilas de enfriamiento le había succionado el contenido de sus pulmones hasta asfixiarlo. Incluso dudó de volver a respirar. Debía impregnarse de la calma de las cumbres, recapacitar bajo su amparo.
El enano apoyó su cuerpo en la fuerza eterna de la piedra. El primer sorbo del embriagador aguardiente de los enanos calentó sus tripas a la par que muy abajo, en la hundida planicie, las sombras del crepúsculo colmaban grietas y gargantas, cubriendo las vertientes festoneadas de oro y de una amplia gama de pardos, con el frío y negro terciopelo.
Había pasado una hora escasa desde que le informaran de que Vulcania había sido descubierta en el extranjero, fuera de la demarcación de Thorbardin. De las tierras donde los dragones surcaban el firmamento propulsados por sus alas correosas, donde batallaban los ejércitos y los dioses se desafiaban entre sí, habían surgido rumores acerca de un guerrero que portaba una tizona con zafiros engastados en su empuñadura. Dos años después de que fuera sustraída, la Espada Real reaparecía en el horizonte, y Hornfel se proponía encomendar a hombres capaces la misión de restituírsela. No sería una empresa fácil. El
thane
temía que el theiwar Realgar también hubiese sido puesto en antecedentes, así que los hylar debían ser rápidos y precavidos. Un arma que confería tanta autoridad era algo que el nigromante querría apropiarse aun a costa de matar a sus hermanos.
No hubo una sola vez, cuando examinaba el horno encendido de la forja, en que Stanach no recordase la noche en que Vulcania había visto la luz, fruto del mineral, las llamas y el agua. Nunca olvidó que, poco después de su alumbramiento, fue robada, ni que aquella misma madrugada Isarn, su maestro, pariente y amigo, se sumió en un estado de creciente desaliento que lo precipitó en el pozo de los pesares y la locura. Stanach no temía el riesgo: estaba dispuesto a recuperar el arma y traerla a casa.
Partiría, si lo lograba, en compañía de otro miembro de su familia, Kyan Redaxe. Patrullero de fronteras, nadie conocía el extranjero mejor que él. Al menos eso afirmaba, y el aprendiz, por lo general, no desconfiaba de sus palabras. Pese a tener ambos una edad similar, Kyan siempre dio a todos la sensación de ser más adulto. Se debía este hecho a su experiencia, a sus alardeadas aptitudes para detectar los peligros que Stanach sólo acertaba a imaginar, y hacerles frente en el acto, sin vacilaciones. El pupilo de herrero, que nunca se había aventurado en el exterior de Thorbardin, que jamás se había separado de su hogar ni de sus seres queridos, como la mayoría de sus congéneres, pondría gustoso su vida y su integridad en manos de alguien tan preparado.
Por si no bastaba la pericia de Kyan, Hornfel había designado a otro personaje para formar parte de la comitiva: el mago Piper. ¿Qué podría ocurrir que Piper no solucionase? El joven había trabado una profunda amistad con aquel humano de áureos cabellos durante los tres años que éste había residido en la capital. Aunque en realidad se llamaba Jordy, los niños enanos le habían impuesto su actual sobrenombre a raíz de las melodías que interpretaba en la flauta —en la lengua de Thorbardin, tal instrumento musical se denominaba «pipería»—. Fuera como fuese, Stanach lo apreciaba sinceramente, quizá más aún porque el humor desenfadado y jovial del hechicero aliviaba las oscuras lucubraciones a las que él solía entregarse en sus frecuentes momentos depresivos.
Los ratos más gratos los habían pasado en las tabernas, donde se vaciaban de sus preocupaciones con tanta prontitud como las jarras de su espumoso contenido, la cerveza. Resultaban especialmente entretenidas las veladas en que Kyan, de regreso de su ronda, se sumaba al jolgorio y se esforzaba en dar visos de verdad a una sucesión de historias, a cual más fantasiosa.
Stanach ansiaba acompañarlos, pero todavía no había obtenido la autorización de Hornfel. Debía convencer al
thane
de que él era el más indicado para completar el grupo de expedicionarios y rescatar la espada.
No era sencillo planteárselo. La idea de dejar la montaña y renunciar a la ordenada rutina de sus días le espantaba.
Descendiente del acaudalado clan Hammerfell, el aprendiz tenía el porvenir asegurado. Era un buen artesano en un oficio respetable. Su padre había empezado en época reciente a discutir posibles contratos matrimoniales, y la conversación de su madre durante la cena estaba salpicada de referencias a una u otra doncella casadera, y de sutiles recomendaciones que tanto divertían como intrigaban al primogénito. Stanach acababa de cumplir setenta y cinco años, de modo que no había alcanzado aún la madurez. Según los cómputos de su raza, se hallaba en los albores de la juventud, y no tenía prisa en tomar esposa e instituir una familia. Mas, en cierto sentido, una familia significaba riqueza, una riqueza que no podía heredarse de las arcas de un progenitor.
—Hay que ganarse la fe de los demás —le aconsejaba su madre—. No se trata de llenar cunas o de observar a los hijos mientras crecen, sino de dar a la mujer que desposaste, a la prole engendrada y a las amistades que trabes motivos para confiar en ti. Entonces, aunque vistas harapos, serás rico.
Stanach posó la frente en sus dobladas rodillas. Era más pobre que cualquier andrajoso enano gully: había defraudado las expectativas de sus superiores.
«¡Debería haber custodiado mejor la espada!»
Sí, pero no lo había hecho. La prodigiosa arma había sido hurtada, y aunque Isarn no culpó a su ayudante, él mismo se hizo reo. Cada vez que trabajaba en el taller se recriminaba su desidia con la dureza propia de quien censura sus propias flaquezas.
Hornfel enviaría a un guerrero y a un mago. ¿Qué necesidad tenía de incluir también a un aprendiz que, en primer lugar, había sido el causante de la irreparable pérdida?
Un minuto más tarde de hacerse estas conjeturas, Stanach sonrió. Su primo era un espléndido combatiente, y Piper un hechicero de probada valía, mas ninguno había visto la tizona ni podría reconocerla basándose en las vagas descripciones que circulaban. Él, por el contrario, la visualizaba todas las noches en sus sueños.
Alzó los ojos hacia el enjoyado cielo, a la estrella roja que relampagueaba sobre la más alta cima de la cadena. Se aseveraba en las leyendas que aquel resplandor encarnado se originaba en la fragua de Reorx.
—Soy consciente de que debería haberla cuidado mejor —oró a su dios—. Padre, si me infundes la locuacidad que preciso para persuadir al
thane
de que he de viajar junto a Kyan y Piper, te juro por Vulcania que la protegeré con mi vida y la reintegraré donde pertenece.
Terminada su plegaria, Stanach se puso en pie sobre la repisa de roca y, mientras ensayaba el discurso que pronunciaría ante el soberano, entró de nuevo en Thorbardin. Se acusaba de inútil, de fracasado, y tenía que alterar tal opinión frente a sí mismo y los demás. Con el respaldo de Reorx encontraría el medio de agregarse al cortejo de buscadores, siguiendo a Kyan y al mago en su periplo por el extranjero para adueñarse de Vulcania y entregarla a su monarca.
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Comienzos de mal augurio
La sangre empapaba el polvo del camino. Cuatro enanos yacían muertos; lo único que se movía eran sus melenas y barbas, revueltas por los frescos dedos del viento, y un cuervo que graznaba en el acerado cielo azul.
Stanach no dedicó un solo pensamiento a tres de los cadáveres, como no fuera para alegrarse de su suerte. El cuarto era Kyan Redaxe.
El aprendiz cerró los ojos y, cabizbajo, se dijo que ni siquiera el guerrero más diestro podía defenderse siempre de la emboscada de unos cobardes. Su pariente había sido atacado por la espalda con una ballesta.
«Un túmulo —se exhortó—, he de construir un túmulo.» Para uno de su raza, morir sin un hito o una tumba que cobijara su cuerpo equivalía a recibir el trato de un traidor. No era aquello lo que Kyan merecía. El joven sintió un vértigo de angustia en el estómago al comprender que tal podía ser el destino de su primo.
La brisa, ligera y pura, refrescaba y transportaba el ya mitigado olor a azufre. El humo, unos momentos antes denso y agobiante, se deslavazó en finas volutas ahora que el fuego mágico se había extinguido. Stanach dio media vuelta y buscó al hechicero. Lo descubrió a cierta distancia, en el linde del camino y reclinado sobre el acogedor tronco de un roble. Su túnica era del mismo color que la sangre del difunto Redaxe.
Sangre vertida por Vulcania.
—Piper, no podemos dejarlo aquí.
—Ni tampoco demorarnos —contestó el interpelado—. Volverán, mi buen amigo. Están en la zona por un motivo concreto, ya que esta senda no conduce más que a Long Ridge y al mar. Los hombres de Realgar se abalanzaron sobre nosotros en el instante mismo en que abandonamos la aureola del encantamiento teleportador, prueba irrefutable de que nos aguardaban. Estamos metidos en un atolladero, Stanach.
El futuro herrero, posada la mano en el pecho de Kyan como si lo auscultase con la secreta esperanza de hallar un hálito de vida, miró atentamente al mago. Al igual que todos los humanos, Piper era más alto de lo aconsejable. Tenía el rostro demacrado, y una peculiar opacidad en sus azules iris. Estaba, en resumen, extenuado. Sudaba a pesar del frío reinante, y la humedad de su transpiración aplastaba su cabello de tonos solares contra la tez y el cuello.
El mago había desatado dos sortilegios ígneos, sendas lenguas de llamas, en cuanto él y sus acompañantes salieron del ámbito del fenómeno que los había catapultado. Los guardianes de Realgar, en efecto, estaban al acecho. Ahora, exhausto tras utilizar sus artes, Piper apenas constituiría una amenaza para nadie en las próximas horas; desde luego, no para los cuatro theiwar que todavía los vigilaban desde algún escondrijo en las inmediaciones.
Stanach inspeccionó los alrededores. La sombreada línea del bosque se desdibujaba en brumas a su derecha y el yermo terreno enlazaba a la izquierda con los montes rocosos. Un peñasco derrumbado y segmentado, de una altura similar a la sección inferior de los árboles, se encaramaba hacia las cumbres en el pie de la espesura.
El áspero grito del córvido pareció acercarse.
Piper se apartó del roble, atravesó la franja umbría y se situó detrás del enano.
—Tenemos que irnos, mi querido colega. Lo lamento, pero no oso entretenerme ni aun unos minutos para dar sepultura a tu primo.
De nuevo, Stanach entornó los párpados. Kyan se distinguía por sus voces guerreras semejantes a los truenos estivales, al aullido de un orate; poseía el férreo brazo y el espíritu de un luchador, fiero y generoso. No sería honrado en un epitafio ni con un sepulcro improvisado, pero sus hermanos, y también sus enemigos, lo recordarían.
El enano se incorporó despacio. Alzó los ojos al firmamento, apercibiéndose de que el sol había iniciado su largo descenso hacia poniente y no tardaría en ocultarse. No deseaba que lo sorprendiese la noche: los theiwar se crecían cuando los amparaba la oscuridad.
—Piper, ¿cuánto falta para Long Ridge?
—Doce o trece kilómetros a través de la espesura, la mitad por la calzada principal.
Stanach exhaló un quedo gruñido. Recogió acto seguido su espada, manchada con la sangre de sus adversarios, la limpió lo mejor que pudo en la hierba que delimitaba el camino y la introdujo en la vaina que llevaba cruzada a la espalda.
—Partamos —sugirió al mago, a la vez que se colgaba el zurrón en bandolera—. Si, como afirmas, se trata de una ciudad ocupada, no permitirán la entrada de extraños después del crepúsculo.
—Lo más probable es que no —convino Piper—. Y...
Se interrumpió de manera brusca y señaló con el dedo una de las cimas de los aledaños. Siniestros como lobos, los cuatro theiwar que huyeran poco antes se recortaban en negro contraste contra el paisaje. Habían regresado. El de menor estatura tenía el índice estirado hacia la ringlera exterior de troncos.
El hechicero apoyó la palma en el hombro de su amigo.
—Será mejor que nos dividamos.
El cuarteto se deslizaba pendiente abajo sin prisas ni ruido, al estilo de las manadas de chacales en el momento de formar el círculo letal. Habían esperado que se disiparan las secuelas de los conjuros del humano, alertas a su oportunidad de completar la matanza.
—No —se rebeló Stanach—. Permaneceremos juntos.
—Y sucumbiremos juntos también —apostilló el mago, entre irónico e irritado—. Poético pero poco práctico. Uno de nosotros debe llegar a Long Ridge —agregó, aumentando la presión de las yemas en su omóplato—. Dupliquemos nuestras posibilidades, ¿de acuerdo? Tú dirígete a la ciudad. Estos bosques no son Qualinesti, aunque tampoco tú ejerces de leñador, Stanach, así que no deambules sin rumbo. No se requerirían sutiles guardas elfos ni aun grandes dosis de brujería para perderte sin remedio.
»
Arrímate a las sombras y los vegetales más robustos, mantén siempre el sendero a la vista y, antes de lo que imaginas, te encontrarás en un valle cultivado. La población está en el extremo de la hondonada, en el saliente donde muere la vertiente norte. Encuentra a Vulcania, recupérala a cualquier precio y escapa.