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Authors: Nancy V. Berberick

Tags: #Fantástico

Espada de reyes (31 page)

BOOK: Espada de reyes
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Como si leyera sus aprensiones, Springtoe apuntó:

—Temes hacer algo que los empeore.

—Sí, y además cualquier manipulación, por pequeña que sea, lo lastimará hasta el paroxismo.

—Es una pena que no tengamos aguardiente de los enanos. Me han contado que, si te embriagas con ese elixir, quedas como amodorrado y no reaccionas ni aunque se derrumbe un árbol sobre ti. Mas es inútil suspirar por lo inalcanzable; lo mejor será que hagas lo que sea antes de que despierte. No creo que pueda gustarle verte enderezar y vendar esos dedos. Ni a mí tampoco me seduce verte realizar tal operación —admitió Lavim.

—¿No me asistirás?

El kender no tenía ninguna intención de ayudar. La sola sugerencia de que participase en la cura le alteraba el ritmo cardíaco.

—Kelida —se escabulló—, soy bastante torpe en este tipo de...

Ayúdala, Lavim.

—Yo no...

Sujeta la mano de Stanach por la muñeca y mantén estirados los dedos mientras ella los venda.

Una tempestad se desató en el estómago de Springtoe. «Residuos del hechizo de la flauta», diagnosticó, rehusando acordarse de que a él, como artífice de tal sortilegio, no le habían afectado los efluvios.

«No, Piper —replicó él en silencio—, no puedo hacerlo.»

La voz del mago dentro de su cabeza habló muy suavemente.

Lavim, Stanach nunca volverá a usar la mano; pero tú puedes ayudar a Kelida a calmar sus espantosos dolores.

—De acuerdo —murmuró Lavim.

* * *

Alguien devoraba la mano de Stanach. Le roía un dedo, masticaba su carne, escupía el hueso y pasaba al próximo. Rodeado de voces distantes que deberían haberle sido familiares, pero que no lo eran, el enano quiso gritar y fracasó.

«¡Tres! (Dos o siete.)»

«¡Cuatro! (Uno o seis.)»

«Reorx, humildemente te ruego que me ilumines con tu gracia o me dejes perecer.»

El fuego corría por el filo de la daga de Wulfen. El acero de su hoja servía de conducto al pavor que se iniciaba en las entrañas del aprendiz y completaba su curso en las paredes de la cavidad. Los acuciantes aguijonazos del suplicio se entremezclaban con los viejos ideales de Hammerfell, un pasado y un presente entrelazados en inextricables espejismos visuales y auditivos.

—¿Dónde está Vulcania?

Retazos del crepúsculo y de una estrella de medianoche.

Lyt chwaer.

—Otro más, Stanach.

Oyó un chillido agudo, quejumbroso. Lejano y vago, el sonido estremeció el halo de penumbra que lo rodeaba.

«¡Cinco!»

—Reposa, joven enano, reposa —lo apaciguó el dios con la voz de un viejo kender.

Stanach se sintió aliviado cuando el impoluto viento de las montañas le enjugó el sudor y deslavazó las resonantes voces como si fueran columnas de humo.

19

El reencuentro de los Vengadores

Tyorl deambulaba salvando el fango frío y endurecido de la orilla. La brisa que rizaba las aguas procedía de las cadenas montañosas del este, y el elfo tuvo la sensación de oler la nieve. Su instinto le decía que, aunque lo más prudente era distanciarse de aquel lugar tocado por un maleficio, lo único que ahora cabía hacer era encender una fogata, alimentarse y dar opción a Stanach a reponer todas las fuerzas posibles antes del amanecer.

Un sexto sentido le inducía a poner al enano en pie de un modo u otro. El theiwar tuerto podía estar agazapado en los aledaños y, a pesar de su desventajosa soledad, era lo que los de su raza llamaban un
derro.
El guerrero había pasado el tiempo suficiente en los confines de Thorbardin para hacer un glosario mental de algunos de sus complejos vocablos. Conocía el significado de la palabra
derro,
que designaba a un individuo medio enajenado y capaz de alimentarse casi exclusivamente del odio. En su acepción más amplia se incluían connotaciones como «dotado de poderes mágicos y peligroso».

Hundió de un puntapié una piedra que había en la margen y se arrepintió de inmediato, al oír el chapoteo. «Los impulsos pueriles de este tipo pueden provocar que nos maten a todos antes del alba —se reprendió—. Gestos irreflexivos como el que acabo de hacer y la inesperada progresión de mis sentimientos hacia Kelida. Me demoré en el túnel por ella, por protegerla. Si hubiera acudido en ayuda de Lavim, el theiwar ya no representaría ningún problema: estaría muerto.

«¡Maldita sea! Esa mujer no se ha aventurado en el bosque, arriesgando su vida, porque Hauk sea importante para mí, sino porque es importante para ella. Hauk salió de Tenny's sin espada, pero con el corazón de la posadera. ¿Se habría percatado Hauk?»

Tyorl meneó entristecido la cabeza. No creía que su amigo estuviera vivo para poder planteárselo y, por el bien de éste, deseó que no lo estuviera.

Escapó una maldición entre los dientes apretados del elfo antes de echar a correr hacia el cadáver del theiwar que yacía junto a un meandro del cauce, y ponerlo de costado.

Una flecha sobresalía del pecho del muerto, con cuatro estrías azules que marcaban el asta casi a la altura del emplumado. Aquella señal le era familiar, al igual que el penacho gris rematado por una pluma negra. ¡Finn!

Pasó rápida revista a su entorno. El río, nunca callado, discurría a la izquierda en su habitual susurro. El bosque coronaba a su derecha la colina, como oscura mancha de árboles enlutados. Extrajo la saeta de la rígida carne y se incorporó, emitiendo la contraseña que imitaba el chillido del halcón peregrino de tal manera que retumbase contra el macizo muro de la espesura. Sólo hubo una respuesta a su llamada: el trino agudo y ascendente del tordo. Al escucharlo, el guerrero rió complacido.

Finn, larguirucho y enjuto como las estacas de una valla, apareció en la colina, entre dos árboles. Tyorl no podía ver su sonrisa de complacencia, pero la adivinó a través de su pregunta.

—¿Dónde te habías metido, elfo?

—Te buscaba, señor, y esperaba que tú me rastreases a mí. —Golpeó los despojos que yacían a sus pies—. ¿Has visto por la región a otro de su especie?

—No, únicamente a éste. Aprestó su ballesta demasiado deprisa al avistarme, y no me dio oportunidad de inquirir por sus compinches.

Finn bajó la pendiente a un paso moderado. Dos negras sombras emergieron del bosque y lo siguieron; eran Lehr, que se adelantó a su jefe, y Kembal, su hermano.

Lehr, con un brillo en los ojos que no era sino el reflejo de su sonrisa y el despeinado cabello rizándose al viento, dio algunas cordiales palmadas en el hombro de Tyorl.

—¿Dónde se esconde Hauk? Hace más de una semana que me debe tres monedas de oro o doce de cobre, y me figuré que posponíais el regreso porque no había podido ganarlas en la ciudad. Si es valiente, que deje de arrastrarse por los arbustos y se enfrente a sus acreedores.

El elfo hizo un ademan negativo que dio al traste con el talante festivo del reencuentro.

—No está aquí, Lehr. En cuanto a ti, Kem, no puedes ser más oportuno —indicó al otro—. Te necesitan en esa cueva. Y tú, Lehr, vigila tu zurrón: hay un kender en la cavidad que reclama para sí la gloria de haber exterminado a cuatro enanos.

»
Tengo plena constancia de que eliminó a tres de ellos —afirmó, ojeando la flecha que aún sostenía—. En cualquier caso, es probable que, aburrido de alardear de sus virtudes bélicas, aguarde la más mínima ocasión para hacer proezas de otra índole.

Lehr lanzó una carcajada mientras que su hermano se limitaba a asentir y dirigirse hacia la cueva.

—Acompáñalo, Lehr —mandó Finn.

Ya a solas, el jefe aceptó la flecha que Tyorl le tendía y, tras examinarla y comprobar que aún era utilizable, la guardó en su carcaj.

—Me alegro mucho de que hayamos vuelto a reunimos, mi estimado elfo.

—También yo. ¿Están contigo los restantes miembros de la cuadrilla?

—No, se quedaron nueve kilómetros más al norte. Lehr descubrió tu pista ayer, si bien he de confesarte que tampoco organizamos antes patrullas para localizaros porque, al parecer, Verminaard se ha propuesto precipitar su asalto a las fronteras naturales de las escarpaduras. Durante tres jornadas hemos estado muy ajetreados desarticulando sus caravanas de abastos.

—¿Hemos sufrido bajas?

—No, aunque Kem casi entró en coma hace unos minutos a causa de la fetidez de estos parajes. Fue un fenómeno repentino. ¿Sabes tú algo al respecto? Si me anuncias que ese hedor nauseabundo procedía del Abismo, te daré todo mi crédito.

El interpelado suspiró, sensible de pronto a su propio cansancio y a lo descabellado que hallaría su relato alguien que no lo hubiese vivido.

—Es una larga historia.

—No hay más que observarte para deducirlo. —Finn sometió al elfo a un penetrante escrutinio y luego suavizó un tanto la voz—. No hemos encontrado las huellas de Hauk junto a las tuyas. ¿Es que acaso ha muerto?

—Ignoro qué ha sido de él, aunque todos los indicios lo sitúan en Thorbardin.

El otro permaneció unos segundos callado, observando las montañas que se alzaban en el este, más allá del río. El reino de los enanos se erguía a un centenar de kilómetros del paraje.

—No atino a imaginar qué puede hacer en ese mundo tan insólito.

«Todo lo acontecido es insólito», pensó Tyorl.

—Debes darme noticia detallada de vuestras peripecias —le urgió Finn.

—Como gustes, señor, pero te aviso que algunos episodios son difíciles de creer.

Finn se apartó del exánime theiwar y se acuclilló.

—Soy todo oídos. No omitas nada, por raro que parezca.

El elfo se sentó a su lado. Contempló el deslizarse de las ráfagas sobre la crispada superficie del agua, que agitaba al pasar la oscura melena y la barba del enano muerto, y recapacitó —como no lo hacía desde su primera noche en Qualinesti— que Takhisis, Reina del Mal, prosperaba en su incursión en Krynn.

En Istar y Ergoth la denominaban Señora de los Dragones de las Tinieblas. Lo era. Su apelativo entre los habitantes del Muro de Hielo era el de la Corruptora. También muy adecuado. En Thorbardin, los enanos se referían a ella como Tamex, el Falso Metal.

«Muy falsa ha sido, en efecto, para contigo —le dijo mentalmente al theiwar—. ¡Quizá se muestre también falsa con tu amo!»

Sin apresurarse, comenzó su relato sobre Vulcania y habló de revoluciones, de guerreros y mozas de taberna, de persecuciones y huidas.

* * *

En un cielo exuberante de estrellas, las dos lunas recién surgidas, la roja y la plateada, combinaron sus rayos para envolver la tierra en una aureola de púrpura. Negranoche era una lanza azabache al recostarse sobre el satélite escarlata, y Ember, con Verminaard cabalgando en sus hombros fuertes y musculosos, cortó cual un cuchillo de hoja dentada el disco de Solinari.

Protegidos los ojos tanto del corrosivo frío de las esferas como de los resplandores lunares, el Dragón Negro dobló las alas y trazó un picado por debajo del colorado. Subió de nuevo a la manera de un dardo, dibujó unos círculos y ocupó otra vez su posición junto a Ember, riendo a mandíbula batiente del desdén que éste profesaba a sus acrobacias.

A Negranoche no le importaba el menosprecio. Se había liberado del confinamiento de los Pozos Oscuros y lo único que anidaba en él era un júbilo desbordado.

A unos quince kilómetros de Thorbardin, en el extremo suroeste de las Llanuras de la Muerte, el Dragón Negro había presentido el vuelo de Ember sobre la espesura y ganado velocidad en vuelo, batiendo sus descomunales apéndices con fuerza creciente hasta alcanzarlo a él y a su jinete cerca de las Colinas Sangrientas. Una vez a su nivel, dedicó un despreocupado saludo al otro reptil y ofreció al Señor del Dragón un resumen telepático de los últimos eventos ocurridos en el reino de los enanos.

Tal era la compenetración existente entre Verminaard y los hijos de Takhisis, tanto empática como intelectual, que el dignatario no sólo se enteró de los planes de Realgar sino que tuvo una clara visión del éxito que el dragón le auguraba.

Llévale la Espada Real, Negranoche. Ayúdalo a prender la primera llama de la sublevación -
-ordenó Verminaard, y su mandato se acopló a la voluntad del animal como un carámbano a un glaciar—.
Luego me entregarás esa dichosa Vulcania junto a su cabeza. Serán bonitos adornos en mi chimenea.

Ember giró su largo cuello y, bajo el ígneo fulgor de una vaharada que brotó de sus fauces, Negranoche distinguió sus sombras, pequeñas y bien delineadas, que se dibujaban sobre las inmediaciones de las Montañas Kharolis. Viró entonces de rumbo mediante la propulsión de sus alas atezadas y se zambulló en dirección a la ondulante altiplanicie. Criatura de la noche, experta en navegar por la negrura con la que se mimetizaba, divisó lo que el Rojo buscaba antes que éste y envió la imagen de un campamento de guerreros directamente a Verminaard.

Al sur de este apiñamiento de humanos, la gigantesca bestia traspasó la nube de insidias que era el cerebro del Heraldo Gris. Dio rienda suelta a una sucesión de rugidos atronadores, hizo una complicada pirueta y siguió su vertiginosa ruta hacia la tierra.

El reptil descendió como una flecha hacia la plateada línea de un río que fluía al oeste de las montañas. Faltaban aún unas horas para que amaneciera, y Negranoche confiaba en emprender el regreso al antiquísimo Thorbardin antes de que rayara el alba. Y antes de que el sol se pusiera nuevamente, el grito de triunfo de Realgar retumbaría en su patria subterránea.

* * *

Las lunas circulaban lentamente por el cielo, dibujando un arco apenas perceptible hacia occidente. Tyorl, espectador silencioso de los fantasmales reflejos de luz en las copas de los árboles, reflexionaba sobre la actitud de Finn frente a su informe. El cabecilla daba a Hauk por muerto y el elfo había sido incapaz de persuadirlo de lo contrario.

—Si los anhelos de una muchacha enamorada pudieran preservar la vida, quizá nuestro amigo la conservaría. —En la pesadumbre que destilaban sus ojos, Tyorl vio que Finn lloraba ya la pérdida de su hombre—. Sea como fuere —agregó—, tú quieres ir a Thorbardin.

—Así es, señor.

Finn no dijo nada durante unos minutos. No hizo sino pasear su mirada de Vulcania, ajustada al talle de Kelida, a los despojos de la mano de Stanach, mientras Kem, atareado en repasar el improvisado vendaje, felicitaba a la mujer por su trabajo.

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