La mujer, que captó el mensaje, se apresuró a contestar:
—Nos alegramos de que nos tengas por tales. Procedamos a las presentaciones: éste es Tanis el Semielfo —dijo, con un gracioso gesto— y, si bien no soy su «ama» como tú has insinuado, con nadie en el mundo estaría más a salvo. Yo me llamo Goldmoon y soy princesa de mi tribu, hija del jefe Que-shu.
»
Reverencio a la diosa Mishakal como una sacerdotisa —agregó, aureoladas sus pupilas de la límpida transparencia del amanecer—. He venido en su nombre a averiguar si auxiliaréis a los ochocientos desamparados que han escapado de la esclavitud en las minas de Verminaard.
—Señora —replicó Hornfel, asombrado—, permíteme que te diga que no ha habido un auténtico sacerdote en Krynn en las últimas tres centurias.
—Desde el Cataclismo, en efecto —corroboró ella—. Pero en la actualidad la religión renace.
El monarca cerró los ojos. ¡Mishakal! Mesalax era él apelativo por el que la conocía su raza, y le profesaban no menor fe a Reorx el Padre. Si él había forjado el universo, Mesalax personificaba la fuente de la que había manado la belleza primigenia de éste.
El hylar miró de hito en hito a Goldmoon y a Tanis. ¿Eran verídicas las afirmaciones de la dama? Cabía en lo probable; al fin y al cabo, los dioses deambulaban por Krynn, insuflando vida a las Espadas de Reyes o prestando sus dragones a los dignatarios maléficos. No tenía nada de particular que Mesalax vertiera sus bendiciones sobre una noble bárbara.
La princesa sonrió, y el jerarca de Thorbardin creyó atisbar la luminosidad de la diosa en su mirada. Observó entonces fugazmente al semielfo. También estaba pendiente de la princesa y, como antes, dejó que su influjo se manifestara en una cierta flexibilidad de sus rígidas mandíbulas tras la tupida barba.
—Venerable Goldmoon —proclamó el
thane
al fin—, mi hogar será el tuyo y el de esos humanos mientras lo juzgues oportuno.
Ya se le ocurriría algo más tarde para eludir el compromiso de condenarlos a los distritos de labranza. Ignoraba si aquella joven ostentaba en realidad las dignidades que había especificado, mas no transigiría en las exigencias de Gneiss: no soportaría que una criatura tan maravillosa se malograse en una burda cabaña de cultivador, como tampoco la habría dejado languidecer en una mazmorra. Dado que ella compartiría el destino de sus seguidores, era urgente actuar.
* * *
Negranoche desdobló sus alas a la mitad de su envergadura, regodeándose en el juego de sus sombras al alargarse sobre los negros muros del cubil y constatando que, aun así, su anchura igualaba la del recinto y su altura la del rugoso techo. Tensó el cuello al máximo de sus posibilidades y proyectó las fauces. No pudo ver el efecto que su gesto favorito producía, pero imaginó que la luz de las candelas prestaba a sus colmillos la apariencia de unas dagas llameantes.
Ladeó la cabeza y conversó con el espectro de su dueño, apenas una sombra en una de las paredes.
—Señor, prefiero mis guaridas en los soleados riscos de Pax Tharkas a estos pozos recónditos en las entrañas de la tierra, de la malhadada Thorbardin.
Lo contrario sería absurdo,
siseó la borrosa figura.
Verminaard echó una risotada, en el aposento de su fortaleza, y su réplica de la gruta hizo otro tanto.
El Dragón fustigó la piedra con su cola, y en el interior de su pecho retumbó un bramido airado. Era infinitamente mejor el estricto orden marcial que reinaba en Pax Tharkas, bajo los auspicios del cruel mandatario, que aguantar la tempestuosa política de los enanos en un país a la deriva, sin nadie que lo rigiera.
—¡Cuántas ganas tengo, mi señor, de que el dichoso Realgar ultime los preparativos de la sedición! Él se desquitará, y yo volveré a ser libre.
La copia de Verminaard adquirió de pronto nitidez, tanta que Negranoche casi percibía sus ojos como focos encarnados en la roca.
¿Todavía está perdiendo el tiempo con ese guerrero?
—Sí, señor. Ahí estriba la diferencia entre vosotros. Si ese sujeto hubiera sido tu prisionero, tú le habrías extraído hasta la médula de los huesos hace días.
Tal como se desarrollaban los hechos, el reptil había de hacer excursiones nocturnas en busca de ovejas que llevarse a la boca mientras el
derro
revolvía en el alma del viajero sin sonsacarle nada.
—Lo único que ha conseguido hasta ahora es un poco de diversión —resopló Negranoche—. Él mismo asevera que el humano no le proporcionará ningún dato aunque esté al corriente de lo ocurrido con esa espada, pero que el suplicio no deja de ser una forma de entretenimiento y así se venga, además, de las horas que le hace invertir.
Relampaguearon los iris de la bestia, y arañó con sus zarpas el suelo del estrecho refugio. Tenía el total convencimiento de que el torturado humano desconocía lo que había sido del arma. Y, si tenía algún indicio, debía de haberse difuminado en su ahora trastocado cerebro. No quedaba un recoveco en el que hurgar, que no hubiese sido ya dañado.
—¿Cómo va tu estrategia, mi señor?
Estupendamente. Las tropas se infiltran en la cordillera y las bases ya están montadas. Ember hará hoy su último vuelo de supervisión.
A Negranoche le sublevaba la mera mención de su congénere. Era injusto que el otro viajara pertrechado con fuego y hechizos de terror, y él hubiera de enclaustrarse en aquel hediondo agujero.
—¿No sería recomendable...? —El gigantesco animal calló, porque sabía que el altivo Ember rehusaría cualquier ayuda—. ¿No debería acompañarlo alguien, quizá yo mismo? —osó concluir. ¡Por Su Oscura Majestad, tenía calambres en las patas y las alas entumecidas de tanta inmovilidad!
El sombrío contorno no era ya tal, sino un perfecto duplicado sobre una capa de pulido ébano. El subordinado distinguía su rostro, sus ojos de hielo, su gélida apostura de estatua antigua.
Ember no ha menester de más refuerzo que el que tendrá, buen Sevristh, y que será el mío. Sólo existe una nimia complicación con un grupo de aventureros.
Por el tono con que se refirió a los Vengadores, podría haberlos denominado «mosquitos».
Negranoche suspiró, y su interlocutor emitió una carcajada tan sorda y estruendosa como los bloques de hielo al caer en alud por los glaciares.
Ten resignación, amigo mío. Sé súbdito de tu nuevo amo durante unos días, a lo sumo unas semanas, y el éxito será tu mejor recompensa.
Se esfumó el doble del dignatario, y con él los destellos rojizos.
El Dragón Negro rugió. A su juicio, Realgar era un asno, prescindiendo de ciertos méritos como, por ejemplo, el de capitanear un ejército de anarquistas. No era, desde luego, tarea fácil manejar a una caterva de
derro
cuyos sueños más placenteros eran el asesinato, las insurrecciones y la tortura, y él desempeñaba bien tal labor con una actitud irreprochable. No obstante, era un asno.
Debe decirse que Sevristh no sabía nada de política y, por consiguiente, su entendimiento y su paciencia no acertaban a reconciliarse con la idea de que el enano pusiera tanto empeño en apoderarse de Vulcania. Los enanos, y en especial los theiwar, tenían una devoción rayana en la superchería frente a los talismanes y los símbolos. Realgar no prendería la hoguera de la revolución en Thorbardin hasta blandir la Espada Real en su garra ávida, de blancos nudillos.
Y Verminaard se conformaba.
«¿Qué puede importar —discurrió el Dragón con menosprecio— que esgrima esa arma u otra más humilde, sin bautizar? Hornfel ha de morir, y lo mismo sucumbirá a un filo consagrado por la leyenda que al de una daga vulgar. Quien lo ajusticie se hará acreedor a un lugar en la historia. Luego Realgar podrá relatar su hazaña a su entero capricho y nombrarse regente o rey supremo, según su talante.
»
Eso, claro está, si se las arregla para salvaguardar su propia vida», agregó para sus adentros. La insidia del mago podía crear escuela, ironizó el reptil, y se sintió mejor.
Captó las vibraciones de unos pasos en el entramado de cavernas y una respiración que sólo podía ser la de Realgar. El dragón olisqueó en sus efluvios una febril excitación. «¡Quiera la Reina de las Tinieblas que haya localizado la espada!»
Examino con cuidado al enano mientras se acercaba. Habían fructificado sus pesquisas, o era el fracaso lo que o tenía alterado? Lo inspeccionó más a conciencia. ¿Sí? ¿No? Imposible inferirlo.
—Saludos, Negranoche —murmuró el recién llegado, con una tirantez en sus labios que bien podía ser una truncada sonrisa.
—Saludos, Señor del Dragón —lo aduló el otro.
Fue inútil: el título no afectó al enano. Él lo único que anhelaba era ser coronado rey supremo, y ningún sucedáneo o nombramiento substitutivo haría mella en sus sentimientos.
—Vulcania ha sido hallada.
El obsequio viviente de Verminaard se lamió el hocico con su bífida lengua. «Miente, o al menos no ha sido exacto —pensó con desdén—. Únicamente tiene la esperanza de haberla hallado.»
—¿Hay algo que yo pueda hacer? —preguntó.
—Sí, ejercitar tus alas. Vuela hacia donde te espera el Heraldo —ordenó el theiwar, para sorpresa del dragón.
Sevristh separó las líneas de escamas que reemplazaban a los labios en una muestra de júbilo. Volaría, sí, y al hacerlo aprovecharía para poner sobre aviso al único mandatario que reconocía de que podía llevar a término sus proyectos con mayor premura de la que había supuesto.
Revelaciones de un muerto activo
«¿Dónde te escondes?», le había preguntado el kender.
Piper, como no lo sabía, le dijo que detrás de él. Fue una respuesta aceptable pues, dado que parecía estar en todas partes y en ninguna al mismo tiempo, cualquier asunción era válida. No había hitos en su neblinoso y cambiante plano, sino un flujo y reflujo continuado, eterno. Veía a través de la mente, no de los ojos, y tampoco era la magia la que posibilitaba su percepción. No le quedaba más vestigio arcano que el hechizo que ahora lo arropaba.
Piper era un espíritu, un fantasma engendrado por las virtudes de su flauta. Había muerto.
Cesó de pensar un instante, y se le antojó que era como contener el resuello. No andaba desencaminado. Del mismo modo que los vivos habían de respirar regularmente, él en su nuevo estado no podía detener su cerebro durante mucho rato. A tientas, al igual que un hombre se palparía una herida en proceso curativo, buscó en su memoria el recuerdo de sus últimos momentos de existencia.
Fue la culminación del dolor, de un agotamiento que quebraba los huesos. Oyó a una mujer joven que pedía auxilio, que pronunció el nombre de Stanach. Luego se sumió en un vacío hondo, insondable y en él permaneció un tiempo indefinido hasta que los pensamientos del enano, su callada aflicción, azuzaron los límites de su conciencia. Sintió su dolor y habría querido hablarle, hallar un medio para prevenirlo contra los hombres de Realgar. No anidaban fuerzas en él, tan sólo anhelos.
Atisbo entonces su instrumento, que Stanach había depositado a su lado. La flauta encerraba su arte de intérprete y de encantador. Tocaba para él sus canciones con amistosos sones y prestaba su voz a otras baladas que él nunca habría imaginado. Halló un resquicio de energía para ensayar un postrer sortilegio, que él invocaría y la flauta tendría que obrar.
¿Era su condición espectral distinta de la muerte misma? Inspeccionó el paraje con unos ojos que no eran sentidos, sino apéndices del intelecto. No podía «ver» todo como siempre supuso que lo hacían los entes de ultratumba; su radio era apenas mayor que el que había gozado en vida. De todas maneras, su habilidad se amplió por el mero hecho de utilizarla. Al igual que el potencial que en una ocasión había presentido en su cuerpo, el ángulo de visibilidad se perfeccionaría y agrandaría a medida que adquiriera práctica. Tendría que explorar el limbo, o lo que quiera que fuese, poniendo en ello el mismo interés que al investigar el mundo físico y dosificándose para mejor asimilarlo. No estaba solo.
Las almas que se arremolinaban entre las brumas eran escasas y no le dedicaron la menor atención. Eran, como él, seres a quienes movían propósitos particulares y que únicamente lo rozaban en forma de suspiros.
Piper se rió entristecido y la niebla se agitó. ¿Cuántas otras criaturas suspendidas en esta esfera estaban vinculadas a un kender para el resto de su ciclo vital?
Eso había hecho el instrumento de madera de cerezo: ligarlo a Lavim —el personaje que se había convertido en el factor desencadenante—, mientras éste viviera. El encantamiento no sólo había proporcionado al kender un fantasmal compañero sino también, por intermedio de Piper, acceso a los poderes mágicos contenidos en la flauta.
Naturalmente, no previó que sería el kender el primero en arrancar unas notas de la flauta. Había supuesto que lo haría Stanach. No se confirmaron sus predicciones, y el hechizo de convocatoria había llamado al mago por boca de quien menos cabía esperar. Fuera como fuese, debía acudir. Necesitó toda una noche y parte del día siguiente para hallar una senda en los laberintos de los locuaces y disgresivos pensamientos de Lavim, pero al fin localizó un punto de su mente desde donde Springtoe no tendría dificultad en oírlo.
Al ser apresado por los theiwar, el joven Hammerfell había ocultado la flauta, temeroso de que acabara en manos de un nigromante. Él ignoraba que sus dotes esotéricas sólo saldrían a la luz en obediencia a Lavim.
Confiaba Piper en que no se meterían en más apuros de los que él podía salvar. Ahora tenía que convencer al kender de que entregara el instrumento a Tyorl.
La neblina pareció espesarse y ensombrecerse con sus temores. Si no se apresuraban, sería vano todo intento de rescatar a Stanach.
* * *
Lavim saltaba impaciente de un pie a otro. Sorprendido por haber establecido contacto con Piper, no recobró la compostura hasta poco antes de alcanzar el recodo donde aguardaban Tyorl y Kelida. Su primera medida fue esconder la flauta en el bolsillo de su capote negro, de tal suerte que el elfo no se la arrebatase de un tirón.
Ahora, Tyorl lo acribillaba a preguntas en un oído mientras el mago le murmuraba instrucciones en el otro.
¿A cuál de los dos debía conceder prioridad?
Cuéntale lo de Stanach y dale la flauta.
—Lavim, ¿qué ha sido de Stanach? —preguntó el elfo, cogiéndolo por los hombros.