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Authors: Nancy V. Berberick

Tags: #Fantástico

Espada de reyes (24 page)

BOOK: Espada de reyes
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«Antes del amanecer —pensó Finn—, justo a tiempo para brindarles sus postreras pesadillas.»

La compañía, compuesta por un contingente de treinta guerreros, no tenía que lamentar ninguna baja aunque sí algunos heridos. Satisfecho, Finn buscó a Lehr en medio del desorden. Este último, ondeando al viento su desgreñada melena negra en un vaivén perezoso, avistó al jefe y se dirigió a la planicie a paso ligero rodeando las chamuscadas carretas erizadas de flechas, y saltando ágilmente sobre los despojos mutantes en polvo.

—¿Hay indicios de más?

—No, señor, sólo éstos. He trepado al camellón, desde donde se disfruta de una panorámica de kilómetros, y no he divisado sino cuervos que aguardan que nos vayamos para desayunar. Pobres pájaros —bromeó el subordinado—, no podrán picotear más que los desperdicios de la cena de anoche salvo, claro está, que les gusten las piedras y el polvo.

—Acamparemos junto al torrente —fue la seca instrucción de Finn—. En cuanto tu hermano termine su trabajo, reuníos ambos conmigo.

—¿Señor?

El tono interrogante era una invitación a explicar más pormenores. Al rechazarla su superior, Lehr se encogió de hombros y se alejó para cumplir las órdenes. Finn no solía manifestar sus motivos, ni el otro esperaba que lo hiciera, aunque no por ello renunciaba a efectuar alguna intentona aislada.

Encontró a su hermano Kembal atendiendo a los Vengadores más maltrechos y le transmitió la orden de Finn.

—Algo grande se fragua, Kem. ¿Qué opinas tú?

El interpelado, combatiente y curandero, contestó:

—Lo ignoro, pero debe de ser algo relacionado con las señales que descubriste ayer.

Celoso de su deber, se concentró en practicar una incisión en la pierna de un yaciente para desclavarle una flecha. El enfermo, pese a la suavidad y soltura de sus manos, tuvo un espasmo. Palideció su tez, hasta que se delinearon los surcos de la resignación al brotar la sangre de la llaga. Ambos, paciente y sanador, sabían que a menudo los draconianos envenenaban sus saetas, por lo que el fluir de la sangre ejercía como desinfectante y había que aceptarlo. Kem se apresuró a cauterizar la zona afectada, y ni siquiera se percató de que su hermano se había ido.

Era un hecho de todos conocido que a Finn no le había agradado la sorpresa de tropezarse casi de bruces contra una tropa de adversarios y su caravana de vituallas. Tampoco debía de haberle complacido que, tras enviar a Tyorl y Hauk a Long Ridge para hacer averiguaciones sobre los movimientos de Verminaard en la falda de las montañas, ninguno de tales emisarios regresara.

Lehr era del parecer que las huellas que había hallado la víspera eran precisamente del elfo. Kembal confiaba en que Finn estaría de acuerdo. Completó su vendaje y se acercó al próximo hombre que esperaba su auxilio. Suponía que Finn daría a sus hombres una tregua y aprovecharía el descanso para recular y analizar él mismo las huellas hasta decidir si pertenecían o no a Tyorl.

Pero, ¿por qué viajaría el elfo con un grupo tan misceláneo como el que indicaban los rastros? Había huellas de un enano, de un kender y de un humano muy liviano.

Y, además, ¿qué había sido de Hauk?

* * *

El sol del atardecer, extravagantemente caluroso dada la estación otoñal, salpicaba de blanco los rebordes rocosos. Las hojas viejas y marronáceas azotaban tales salientes al compás de las vigorosas ráfagas. Stanach se enjugó el sudor de la frente en el dorso de la mano e hincó la rodilla en el sombreado camino: alguien lo había transitado poco antes. Alzó los ojos hacia Tyorl, plantado a su lado, y consultó su parecer:

—¿Tus guerreros?

El elfo meneó la cabeza en un gesto negativo y señaló una roca arañada por algún objeto acerado.

—Ningún miembro de la compañía de Finn calza botas con punteras metálicas. Observa esa huella.

Fuera de la vereda, el musgo todavía saturado de escarcha bajo la sombra de un alerce mostraba una clara huella. Stanach, poco habituado a la vida en el bosque, hizo un gesto de incertidumbre.

—Pertenece a un enano —explicó el elfo—. Su tamaño apenas difiere de tu propio pie.

El hombrecillo cerró los ojos y evocó el monumento fúnebre de Piper, coronando la colina a una jornada y media de viaje a través del bosque. «Los theiwar han dado con él y ahora nos rastrean. No ha de costarles adivinar hacia dónde nos dirigimos.»

—Son los hombres de Realgar —declaró en voz alta.

—Seguramente —convino el guerrero.

Avanzó unos metros camino arriba, clavados los ojos en la tierra, hizo un breve reconocimiento general y al volver informó:

—Van hacia el río, y calculo que han pasado por aquí muy temprano.

El sendero conducía al único punto donde era posible vadear el río sin entorpecimientos, tras una andadura de menos de un día. Había otro vado, también practicable, pero estaba quince kilómetros al sur, por lo que no contaba en las presentes circunstancias. El aprendiz comenzó a resoplar, nervioso y abstraído a un tiempo.

—¡Malditos sean! —renegó—. ¡Su intención es salimos al paso!

—¿Dónde está el kender?

—Con Kelida, un poco rezagados. ¿Por qué?

—Porque hay que atravesar el torrente hoy mismo —urgió Tyorl—. Más aún, tenemos que cerciorarnos de que esos sicarios no nos esperan en la encrucijada con el cauce. Posees un puño férreo en la lucha armada, Stanach. —Hizo una pausa, en la que descolgó el arco de su hombro, lo tensó y extrajo una flecha de la aljaba—. Si se produce la confrontación seremos tres contra cuatro, sin olvidar la necesidad de proteger a Kelida puesto que la espada la señala como su objetivo. No va a ser fácil. ¿Podrías persuadir a Lavim de que le haga compañía mientras tú y yo damos un vistazo a los alrededores?

—Yo no me molestaría en comentárselo. Está refiriéndole a la muchacha sus peripecias y eso lo distraerá un buen rato. Vayamos hacia el vado antes de quedarnos sin luz.

Dubitativo, el elfo volvió la mirada atrás, pero una curva del camino ocultaba el emplazamiento donde se habían detenido la mujer y el kender. Kelida, poco avezada en prolongadas marchas y escaladas, no profería ni una queja pero aprovechaba todas las oportunidades que se le ofrecían de tomarse un respiro. Lavim, que nunca abandonaba a un buen oyente, se había acoplado a su ritmo.

Los haces solares dieron un brillo dorado a los cabellos de Tyorl al alisarlos éste en actitud reflexiva, mientras Stanach aguardaba su decisión.

Las risas de Kelida llegaban hasta ellos, amortiguadas por la brisa y por la distancia, y los acentos graves y cavernosos del narrador hacían de contrapunto a su timbre de soprano.

Tyorl y Stanach comenzaron a descender la pendiente sin poder evitar que sus pasos resonaran en la quietud de los bosques. A unos diez metros del sitio donde habían percibido las huellas, el camino describió un ángulo hacia el este y se estrechó hasta tal punto que ya no pudieron caminar lado a lado.

La nueva trocha se estrenaba con una subida casi vertical. Los húmedos y apelotonados terrones se adherían a las piedras desperdigadas; el moho rebozaba algunas íntegramente, cubría los lados de otras y formaba, en general, un verde manto que aquí y allá aparecía arañado.

—Tenían prisa —comentó Tyorl—. No se han preocupado en cubrir sus huellas. ¿Y si lo hicieron adrede para despistarnos, en la convicción de que nos lanzaríamos tras ellos mientras daban un rodeo y regresaban al punto de partida? No deberíamos haber dejado a Kelida tan desvalida.

Se recrudecieron las ráfagas, convirtiéndose en ventolera, y las negras proyecciones de los árboles que flanqueaban el sendero se agitaron en una danza macabra. Stanach aguzó el oído para captar resonancias de la voz de la muchacha, pero sólo vibró en sus tímpanos el tumulto de las hojas al barrer la roca.

—Tienes razón —dijo el enano—. Te propongo que retrocedas hasta donde los hemos dejado y, si ese parlanchín de Lavim todavía no se ha esfumado, lo mandes en mi auxilio.

Al ver que el elfo arrugaba el entrecejo, vacilante, Stanach lanzó un bufido.

—Escucha, Tyorl, no soy uno de tus guerreros, pero tampoco estoy ciego. Me considero más que capaz de seguir esas pisadas y de hacerlo de manera sigilosa.

No fue preciso que dijera que su arco defendería mejor a Kelida que una solitaria espada. El elfo asintió.

—Abandona la vereda —le ordenó al enano— y continúa agazapado entre la vegetación. Si nos aguardan un poco más adelante habrán apostado algún guardián. En cuanto lo avistes, vuelve aquí enseguida y con suma cautela. ¡Ojala nos sonría nuestra buena estrella y les demos caza nosotros a ellos!

—¿Qué haremos si no los localizamos?

—Intentaremos atravesar el río por otra parte. Lo que hay que impedir a toda costa es que esa cuadrilla de vándalos se planten ante nosotros surgidos de la nada.

—Adelante, puedes partir. Volveré pronto.

Stanach observó cómo se alejaba Tyorl. Luego se introdujo en la maleza que bordeaba el camino y comenzó a avanzar, tan silencioso como le fue posible, mientras las ramas se quebraban bajo sus pies, se enredaban en su barba o le hacían rasguños en la faz y en las manos. Estableció una ruta paralela al camino y en ella se mantuvo hasta que, tras una docena de metros, un peñasco saliente le obstruyó el paso. ¿Qué debía hacer, sortear el obstáculo o encaramarse? La roca presentaba rugosidades que harían las funciones de agarraderos. Hastiado de tanta frondosidad, decidió trepar.

Efectuó un tanteo previo, estudiando los mejores asideros. Había tanto oquedades como prominencias idóneas para sus extremidades, así que no tardó más que unos segundos en llegar a la cumbre del macizo bloque. Un joven y temerario pino se había arraigado en la plataforma superior, secundado por unos matojos escuálidos. Fuera de ellos, nada había en el desnudo montículo. Stanach se agachó en el flanco norte del tronco y, bien escondido, estudió la trocha. Estaba desierta.

Tras un tramo recto, la senda doblaba a la derecha casi sobre sí misma, pasaba debajo de la pétrea elevación donde montaba vigilancia el enano y, de repente, se desvanecía. Sin moverse de su atalaya, el enano mudó un poco de postura para mejorar su ángulo de mira.

Los árboles se terminaban de forma abrupta, y la angosta vía serpenteaba en rápido descenso hacia el valle por donde discurría el río. Era éste una fina franja de plata, y el puente natural, un espacio de escasa profundidad, ribeteado de esbeltos juncos, en el que moría la vereda. Nada hacía pensar que alguien los hubiera precedido.

Un halcón volaba en círculos concéntricos sobre la hondonada dejándose arrastrar por el viento en largas espirales, atento a la consecución de una presa. La encrespada superficie del agua se dividió al brincar al exterior una trucha, como un plateado relámpago bajo la luz del sol. Antes de que el pez se alzara hasta el cenit de su arco, el halcón bajó en picado y lo atrapó con un grito de triunfo.

«Ya tienes tu cena —pensó Stanach—. Espero que dejes algo para nosotros.»

La planicie estaba vacía, habría pesca abundante y la travesía sería coser y cantar. Sonriendo, el enano se irguió y dio media vuelta. Topó frente a frente con el theiwar tuerto conocido en Thorbardin como el Heraldo Gris.

Un latigazo de miedo le azotó el estómago. ¡Estaba acorralado! Sin embargo, en vez de paralizarse ladeó mecánicamente el hombro derecho y liberó su espada de la vaina ligada al dorso. El silbido del acero al emerger quedó ahogado por la chillona y perversa risita del mago. Stanach había presentido su derrota, y confirmó que era así cuando su mandoble rebotó a unos centímetros de la garganta de Agus. Una deslumbrante orla escarlata, que despidió chispas ígneas con el impacto, dejó constancia de los poderes arcanos del rival y causó al atacante un fuerte dolor en los brazos, como si hubiera arremetido contra una montaña.

Agus, aún carcajeándose, levantó la mano derecha, recitó unas esotéricas palabras, y la atmósfera se tornó en derredor del cautivo más gélida que en una noche invernal. El cielo, azul unos momentos antes, adquirió unas tonalidades plomizas, con el peso del pavor y la desesperanza. Stanach se desmoronó sobre las rodillas, como agredido por una zarpa invisible. Oyó débilmente el estrépito de su tizona contra el peñasco y alcanzó a distinguir al Heraldo que la recogía.

Buscó aire con que renovar sus pulmones, mas no lo había. Parecía como si Agus lo hubiera succionado todo con su encantamiento.

«Fue así como neutralizaron a Piper: envolviéndolo en su magia negra», pensó el enano.

El recuerdo de su amigo le trajo a colación el de la flauta que pendía de su talle. Aunque el hechicero la había dotado de facultades especiales y el instrumento mismo encerraba virtudes propias, a Stanach, que no estaba versado en tales enigmas, le resultaba inútil. Lo que sí acertó a cavilar fue que podía llegar a ser una valiosa herramienta en manos del Heraldo. Si el theiwar tenía ocasión de examinarla, desentrañaría sus secretos. Enmascarando su auténtica finalidad bajo un forcejeo, soltó la flauta de su atadura y la ocultó lo mejor que pudo en una fisura de la piedra.

El theiwar extendió de nuevo los brazos e hizo unos gestos que el enano reconoció. Luego pronunció tres palabras, curiosamente suaves, que no contribuyeron a tranquilizarlo: constituían la sucinta fórmula de un hechizo de desplazamiento.

Agus se agachó, tocó las sienes del artesano y fijó en él unos ojos sonrientes. Apresado en el familiar vértigo del sortilegio de traslación, Stanach se encogió en un ovillo mientras su cuerpo se insensibilizaba y el sentido de la existencia huía de su corazón y de su mente.

* * *

Lavim se sentó sobre una roca desde donde dominaba el camino y, con el hoopak sobre sus rodillas, depositó a sus pies el contenido de uno de sus saquillos: una serie de piedras que iban del anodino guijarro a minerales de caprichosas texturas, medidas e irisaciones. Pasó revista a las piezas de su colección una tras otra, como haría un arquero con sus saetas. Seleccionó al fin un ejemplar de color semejante al del cobre, surcado de estrías verdes y con brillantes fragmentos de pirita y calcita, para enseñárselo a Kelida.

—Este pedrusco —alardeó, a la par que contemplaba las reverberaciones solares en sus componentes— mató a un goblin a cien pasos.

—¿Cien? —repitió, incrédula, la muchacha.

El viejo kender asintió, pasando por alto el hecho de que se cuestionara la veracidad de su aserto.

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