El daewar sometió a una inspección general a todos los congregados en torno a la mesa ovalada. Ninguno de los otros mandatarios parecía sentirse más satisfecho que el vecino.
Tufa estudiaba la pulida superficie de granito de la mesa, trazando diseños que sólo él podía ver en la agrisada piedra. Había guardado silencio desde la llamada al orden. Bluph, el cabecilla gully, tamborileaba con los tacones de sus botas en la pata de su silla, acaso porque, medianamente consciente de la importancia de la presente reunión, se esforzaba en permanecer despierto.
«Si puede llamarse así —refunfuñó Gneiss— a alguien que bosteza cada minuto, como un reloj.»
Los dos
derro,
Ranee de los daergar y el theiwar Realgar, se arrimaban a las sombras como el ratón al queso; aquél, porque en los últimos días no se había apartado del nigromante y éste, porque la penumbra era su medio natural. Ambos estaban tan compenetrados como las pulgas con el perro.
Hornfel, con unos ojos que delataban largas noches de insomnio, se levantó de su puesto en la presidencia del cónclave.
—Hemos convenido en que no habrá más debates en lo relativo a admitir a los refugiados en Thorbardin. —Ranee hizo ademán de intervenir, pero el hylar fingió no darse cuenta y continuó—: Los portavoces de los solicitantes esperan una respuesta concluyente y no es mi deseo prolongar tal situación; no sólo por el respeto que les debemos, sino porque tenemos pendientes muchos otros asuntos.
Un silencio pensativo y expectante se adueñó de los asistentes. Hasta Bluph cambió de postura, balanceando las piernas en el aire, por la vergüenza que le causaba golpetear su asiento de manera tan audible.
—Votemos —propuso Hornfel—. Tufa, tú has de ser el primero.
El
thane
de los klar declinó con una sacudida de cabeza.
—Mi opinión no ha variado. Suscribiré el dictamen del consejo. Sea cual fuere.
El enano lanzó una mirada fugaz —y desafiante, para lo que era su costumbre— a Realgar.
Gneiss recapacitó que, a menos que alguno de los otros se pronunciara de forma diferente de como había dado a entender en las sesiones preliminares, a él correspondería desnivelar la balanza en favor o en contra. De todos modos, estaba preparado. Tal como le había dicho a Hornfel en las almenas de Southgate, su decisión estaba tomada y, aunque no había hablado de ello con nadie más, el paso de las horas le había servido para reafirmarse en que su solución era la correcta.
El monarca hylar cerró los ojos, suspiró y se dirigió al gully.
—Bluph, ¿les damos cobijo o los expulsamos?
El interpelado se paralizó con la boca abierta en una de sus demostraciones de tedio y, pestañeando, dijo:
—Yo no les negaría nuestra hospitalidad. —Entrecerró los ojos e hizo un gesto como si fuera a añadir algo, pero Hornfel se apresuró a continuar con el interrogatorio.
—¿Ranee?
—¡Hay que echarlos de nuestro reino! ¡Fuera con ellos, que se vayan!
—Es suficiente —lo interrumpió Hornfel—. ¿Realgar?
El theiwar se encogió de hombros. En aquel instante a Gneiss sus ojos se le antojaron los de un gato, oblicuos y ansiosos.
—Te ahorraré la molestia de adivinar mi veredicto. Librémonos de su presencia. Carecemos de espacio, no nos agradan y no los necesitamos.
Gneiss alzó la vista y clavó los ojos en Realgar. «Lo mismo —caviló— podría decirse de ti.» En voz alta, declaró:
—Podríamos cederles los distritos de agricultura orientales, que han estado en barbecho durante tres años. Allí hay sitio de sobra. En segundo lugar, no conocemos a esos humanos para saber si nos gustan o no y, en cuanto a lo de necesitarlos, no nos vendrán mal unos braceros. Son labriegos en su mayoría y si les arrendamos las granjas pagarán su alojamiento y sustento mediante una parte del producto de su labor. Dejemos que se queden. Sólo restas tú, Hornfel —concluyó Gneiss.
—Aceptémoslos —dijo Hornfel, sin permitir que el sentimiento de triunfo se trasluciera en su voz.
Al oír esto, Realgar se incorporó y salió de la cámara a ritmo veloz. Ranee lo siguió entre blasfemas imprecaciones. Nada podían hacer los dos
derro
para impedir que los ochocientos humanos fueran acogidos.
Los miembros de su comunidad habían sometido el litigio a votación, y eso era algo sagrado hasta para el cabecilla theiwar. Al menos de momento.
También Tufa y Bluph se retiraron de inmediato. Gneiss oyó —sin concederles mucha atención— las preguntas del gully acerca de quién había ganado, y se dirigió hacia Hornfel.
—Te has salido con la tuya, mi buen amigo.
El interpelado asintió, pero no era el suyo el radiante aspecto de alguien que acababa de obtener una sonada victoria.
—¿Qué es lo que tanto te contraría? ¿Acaso creías que íbamos a consentir que tus harapientos esclavos pasaran el invierno dormitando y solazándose en la vida social?
El hylar hizo caso omiso del sarcasmo.
—Por lo que se deduce de tu exposición, esos desdichados sudarán cada mendrugo de pan que coman. ¿Qué clase de alianza vamos a sellar con los humanos si los contratamos como jornaleros sin paga?
—No has analizado a conciencia mi discurso —protestó el daewar—. No tienen que empezar a trabajar hoy mismo. Aprovecha esta circunstancia favorable para comunicar a tus protegidos que pueden quedarse entre nosotros y deja fluir los acontecimientos. Si nos vemos obligados a participar en la guerra que se ha desatado en el extranjero, para entonces ya se habrán repuesto y se batirán gustosos por la ciudad donde viven. De estallar una revolución en Thorbardin, te respaldaremos los klar y mi propio clan. No requerimos otros refuerzos.
Mientras se dilataba en sus explicaciones, Gneiss recordó la cualidad felina de los iris de Realgar y no pudo evitar que un escalofrío recorriera su medula.
—¿Les darás la buena nueva ahora mismo?
—Antes me tomaré unos minutos para respirar.
—Sí, hazlo, pero elige cuidadosamente dónde. Desconfío de la mansedumbre de los theiwar ante la derrota y de su modo de actuar en las últimas semanas.
—También yo.
Frente a la contestación de Hornfel, Gneiss comprendió que no sólo era el tema de los fugados de Pax Tharkas el que le había privado del sueño.
* * *
Obediente al consejo de su amigo y a su propio instinto, el jerarca hylar fue a tomar el aire al jardín que se extendía junto al Gran Salón. Recorrió, en una marcha pausada, las bonitas avenidas de grava.
Se enorgullecía de la victoria obtenida. Y, desde luego, no había planeado dejar que sus «harapientos esclavos» se dedicasen a holgazanear durante toda la estación fría, aunque tampoco entraba en sus proyectos imponerles lo que a sus ojos era una prolongación de su anterior servilismo. No era un método adecuado para granjearse su solidaridad de aliados, y estaba convencido de que no tardaría en precisar de ellos. Hoy mismo había vislumbrado la confirmación de este hecho en los ojos de Realgar.
Hizo un alto en su mesurado paseo. El circuito trazado al azar lo había conducido a la sección donde más abundaban los macizos de plantas. Se trataba de plantas silvestres de montaña, de deslumbrante floración estival, que aquí, en los jardines subterráneos de clima minuciosamente controlado, florecían todo el año.
Las campánulas de corola cerrada y las perennes siemprevivas de los páramos mesetarios crecían unas junto a otras. Los helechos, exuberantes algunos, desplegaban sus adornadas ramas de hojuelas más doradas que verdes, salpicadas por la retama de floraciones amarillas, que asomaban entre los anchos abanicos sin reconocer las prerrogativas de la realeza. Las adelfas, a su vez, se alineaban en los bordes de la rocalla.
Hornfel tocó con un dedo uno de los racimos florales de estos últimos vegetales, y los aterciopelados pétalos rosáceos, inclinados hacia los múltiples tragaluces de cristal de donde procedía la iluminación, se agitaron levemente.
El
thane
apartó la mano y contempló el haz luminoso que se introducía en el subterráneo justo por encima de su cabeza. Los fulgores de color lavándula que precedían al crepúsculo se derramaron sobre el jardín, mas a lo largo de la jornada eran unas irradiaciones áureas y difusas las que alimentaban a la vegetación.
Era un idéntico sistema de claraboyas el que suministraba el alumbrado a las seis urbes, tan espléndido en su concepción que sus moradores no añoraban el sol en la piel y, por añadidura, posibilitaba la siembra de todo el cereal que consumía la hambrienta Thorbardin.
«Amamos la montaña y sus secretos —pensó Hornfel—, mas algunos de nosotros también gozamos de la luz.»
Unas pisadas livianas y un carraspeo menos moderado sobresaltaron al hylar. Se volvió despacio, sin demostrar sobresalto, y topó con los negros ojos del
thane
de los theiwar. Hornfel tuvo la impresión de que Realgar, parpadeando en lo que para él debía de ser la excesiva claridad del parque, lo había estado vigilando antes de acercarse. Entrevió reflejos de oscuros pensamientos en aquellos ojos y se le erizó el cabello de la nuca como si el soplo de la muerte rondara las inmediaciones.
—Tus... huéspedes piden audiencia —masculló del
derro,
con un énfasis en el vocablo «huéspedes» que lo transformaba en un sinónimo de «plaga». Tras esbozar una sonrisa desdeñosa, el mago partió tan sigiloso como había aparecido.
«Sus meditaciones son tenebrosas; su furia, sanguinaria», pensó Hornfel. Realgar había luchado hasta el último momento, durante las largas y extenuantes jornadas del consejo, insistiendo en que nada bueno se derivaría de la admisión de una horda de humanos en su reino.
No le cabía la menor duda de encabezar la lista de enemigos del nigromante a los que éste deseaba aniquilar. Siempre lo había sospechado, pero hoy poseía la certeza; aunque ahora sabía que no lo haría sin antes asesinar a Gneiss, puesto que su talante contemporizador había franqueado el acceso a los fugitivos de modo tan eficaz como un mandato firmado y lacrado.
Presumía que la única razón por la que él mismo aún vivía era que Realgar no había encontrado la Espada de Reyes. ¿Cuánto tiempo transcurriría antes de que diera con su paradero o de que, renunciando a escudarse tras un símbolo, fraguara la revuelta sin el arma?
El hylar ya no abrigaba, como al principio, demasiadas esperanzas de que la tizona pudiera recobrarse. Hacía ya varios días que sus súbditos le habían informado de que Vulcania estaba en Long Ridge. La noche anterior, en plena madrugada, el soberano había considerado la eventualidad de que Kyan, Piper y Stanach hubiesen muerto, perdiéndose de nuevo el rastro del acero. Los planes que tejió fueron todos de defensa.
Era evidente que Gneiss también compartía sus temores. Tres de sus mejores guerreros escoltaban, al parecer, a Hornfel en todo momento. Sin embargo, poco podrían hacer contra las maquinaciones de un ser que se valía de las artes arcanas, de sicarios y dagas lanzadas en la negrura.
«Poco no; nada», pensó Hornfel con amargura, mientras enfilaba uno de los caminos dispuesto a ofrecer su magra hospitalidad a los harapientos humanos.
* * *
Los guardianes que Gneiss había asignado al servicio del hylar no penetraron con él en el Gran Salón, sino que se apostaron en la puerta de tal suerte que pudieran oírlo si los llamaba. Otros tres, empuñadas sus armas, aguardaban en la cámara del consejo. No hicieron hipócritas exhibiciones de refinamiento o cortesía; su función consistía en mantenerse a una distancia prudencial de los dos embajadores.
Hornfel estudió atentamente a los emisarios mientras cruzaba la larga habitación. Uno de ellos, un semielfo de barba pelirroja, se volvió al escuchar sus pisadas. Llevaba una espada ajustada a la cadera y un arco en el hombro. Sus ojos verdes rezumaban inteligencia y una voluntad de hierro.
Su acompañante, una mujer de estatura más que mediana y ataviada con las pieles de gamo propias de los habitantes de las Llanuras, se asió del brazo del cazador al aproximarse el enano. Su melena, donde se conjugaban la plata lunar y el relumbre del sol, relucía bajo las recién encendidas antorchas. Murmuró una palabra, y el otro se relajó al instante.
Al menos, sus músculos perdieron rigidez. Pero no suavizó la mirada.
«He aquí alguien —meditó Hornfel— que no se rebaja a implorar. No puedo criticárselo: yo en su lugar actuaría igual.»
Abrió la palma e hizo el gesto característico del buen anfitrión entre su pueblo. Los centinelas, al interpretar su deseo, retrocedieron unos pasos.
—Agradezco de veras vuestra paciencia —se excusó el hylar.
El semielfo se dispuso a hablar, pero la mano femenina que lo aferraba se movió de una manera a la vez grácil e imperativa. Fue la mujer quien habló, en un tono quedo y dulce. Su voz cálida, armoniosa, era comparable al aleteo de una paloma; brotaba de un alma en paz.
—Nos hemos recreado admirando la magnificencia de tus salones.
«Lo dudo —repuso mentalmente Hornfel—, al menos en lo que respecta a tu amigo.» Con un gesto, los invitó a pasar a un aposento contiguo, que contenía una mesa de cartografía realizada en mármol rosa de límpidas estrías.
—Señora, hacedme el honor de acomodaros —sugirió el soberano, y desprendió una tea de su pedestal.
Ella asintió con un gracioso ademán. Cuando pasó al gabinete y se sentó, el hylar se confesó para sus adentros que no habría podido discernir qué disipaba la penumbra: si la hermosura de la dama o la antorcha. El cazador entró tras ella, como si fuera su guardaespalda, con el trío daewar pisándole los talones. Hornfel exhaló un bufido irritado al observar la maniobra casi hostil de uno y otros. Encajó la antorcha en uno de los almenares del muro, e impartió instrucciones:
—Tú puedes plantarte detrás de tu ama para cubrir sus espaldas, si ése es tu gusto —le indicó al semielfo—. Vosotros tenéis dos opciones: hacinaros a mi espalda o permanecer fuera, junto a la puerta.
Los daewar, confundidos, cuchichearon entre ellos. Optaron por abandonar el recinto, sabedores de que tal era la orden oculta tras las exasperadas frases de su superior. El extranjero, aunque sonrió como el zagal pillado en falta, se colocó tras la butaca de la mujer.
—¿Te custodian contra un posible atentado nuestro? —inquirió el semielfo.
—Me custodian, sí, pero por problemas internos que nada tienen que ver con vosotros —se sinceró el
thane,
al mismo tiempo que se derrumbaba literalmente en otro sillón frente a la pareja—. No hay que tomar precauciones de esta índole entre amigos.