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Authors: Nancy V. Berberick

Tags: #Fantástico

Espada de reyes (10 page)

BOOK: Espada de reyes
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Al igual que los monstruos de los endiablados sueños de Stanach, este de carne y hueso tenía la estatura de un humano, torso y hombros corpulentos y una cabeza reptiliana, plana, con una cresta de púas a modo de cimera. En la zona dorsal se vislumbraban un par de alas que, aunque dobladas, daban constancia inequívoca de su importante envergadura, su cualidad correosa y lo temible de las puntas que las festoneaban. A diferencia de los seres del subconsciente del enano, el recién llegado vestía cota de malla. Desde su mesa esquinera, el aprendiz no discernía dónde se terminaban los eslabones y empezaban las escamas del draconiano y, en cuanto a las musculosas piernas, pese a que no parecían hechas para andar, permitían a Givrak caminar de un lado a otro frente al mostrador. Sea como fuere, lo peor de todo eran sus ojos. No iluminaba aquellos pozos de negrura el menor asomo de compasión ni clemencia.

El indeseable huésped alzó el rostro, y la luz de la fogata, así como la de las velas, representaron su danza de reflejos en el metal del peto y la epidermis.

Más animal que persona, sus movimientos poseían la lentitud de los de la boa al desenroscarse. Stanach era nuevo en Long Ridge, lo que no obstaba para que se hubiese percatado de que un draconiano malhumorado no se aplacaba sin antes cobrar víctimas.

La paralización de la posada era total. El paño del tabernero estaba suspendido de su mano como una mugrienta banderola solicitando tregua, mientras que, sentados o de pie, todos los congregados en la sala comunitaria guardaban la compostura de estatuas. El único indicio de vida lo constituía el vaho de terror que envolvía semblantes y hasta muebles. Stanach, que había colocado su espada en diagonal sobre la mesa, alargó la mano hacia el pomo.

La joven que antes conferenciaba con el elfo, sobre cuya tez, más blanca que el suero de la leche, resaltaban sus pecas como una erupción de fiebre, inhaló de forma entrecortada, tensa. Givrak se volvió hacia el ruido.

Olisqueó el brutal invasor el pánico de la mujer, y su lengua bífida lamió las protuberancias que reemplazaban a los labios. Los dedos de Stanach asieron la empuñadura de su arma.

Con la desenvoltura que le era habitual, aunque no sin cautela, Tyorl se apartó de la barra. Su arco le sería de nula utilidad, pero su mano se acercó a la daga. Un fugaz escrutinio reveló al enano que también los ojos del elfo, azules y desapasionados, lo estudiaban, al parecer en actitud aprobatoria. Miró entonces a la moza y comprobó que sus ojos esmeraldinos se le salían de las órbitas a causa del pavor.

Fue entonces cuando Lavim Springtoe, el kender, irrumpió en escena. Ataviado con calzones de un amarillo chillón, botas blandas y un capote de dudoso corte que le caía hasta las rodillas, era casi un viejo y se recogía la blanca melena en una trenza. Un entramado de arrugas superficiales y la nariz respingona daban a su rostro el aspecto de uno de esos pintorescos niños «aventajados». Distinguió al draconiano de inmediato si bien, en vez de alcanzar el hoopak afianzado por correas a su dorso, se plantó resuelto ante él, se frotó las empolvadas manos sobre las perneras y lo abordó sin reservas.

—¡Por fin! —suspiró—. He puesto la ciudad boca abajo para dar contigo.

Aunque los de su especie son ajenos a todo tipo de aprensiones, el aprendiz creyó percibir que el jadeo del viejo se alteraba un poco al encararse el otro con él. Pero quizá se equivocaba, no habría podido jurarlo.

—¿Conmigo, ladrón de bolsas? —lo insultó el draconiano, con una expresión tan fiera que Stanach se asustó todavía más.

El kender ni siquiera pestañeó frente a la ofensa. Sonrió ampliamente e insistió, con una voz suave y más cavernosa de lo que cabía esperar en alguien tan diminuto:

—Sí, contigo. Alguien quiere hablarte y me envió en tu busca.

—¿Quién?

—Lo ignoro. Te lo describiré, a ver si tú lo identificas: iba enfundado en una armadura roja y un yelmo inmenso, que imitaba una cabeza de dragón. En la parte de arriba se proyectaban unos cuernos y debajo de la celada, dos colmillos. Bueno, supongo que se parecía a un dragón pues en realidad nunca he visto ninguno, excepto, claro está, el que sobrevuela la ciudad cada día, y aun así lo hace desde tanta altura que no he tenido la oportunidad de...

Un resoplido de Givrak forzó al hombrecillo a enmudecer, no sin lamentar la impaciencia y los pésimos modales de su interlocutor.

—Me dijo algo —abrevió— acerca del despliegue de las tropas, o de un Señor del Dragón, no le entendí del todo.

El draconiano, y también los otros que escuchaban a Lavim, reconocieron sin dificultad en su descripción a Carvath, el capitán que supervisaba la ocupación en Long Ridge. El soldado podía desoír —si luego urdía una excusa verosímil— la convocatoria del oficial, y lo habría hecho de no mencionar éste a su mandatario. Era una incógnita contra quién Verminaard, escocido por la pérdida de ochocientos esclavos, descargaría en cada momento sus arrebatos temperamentales. Con una queja desabrida, el draconiano dio media vuelta y, tras propinar un puntapié a la mesa y volcar una docena de jarras rebosantes de espumoso líquido, partió. Tan fuerte fue el portazo que llovieron desconchados de pintura.

Se prolongó la artificial quietud unos segundos más. Al fin, una oleada de murmullos fue subiendo de tono hasta metamorfosearse en una algarabía en la que a los gemidos temerosos se mezclaron las manifestaciones de ira.

La muchacha se deslizó al otro lado de la barra y se apresuró a recoger los fragmentos del suelo. Stanach alzó un par de recipientes recuperables y se los entregó.

—Toma, jovencita. Estuvo cerca.

—Sí, desde luego —contestó la joven, todavía pálida—. He gastado toda la ración de suerte que me correspondía este año.

—Hiciste bien en adquirirla por adelantado —bromeó el viajero de Thorbardin.

La moza le dedicó una sonrisa abstraída, y el enano regresó a su sitio. Pero el oportuno kender se había instalado en el rincón y el aprendiz, remiso a compartir la velada con un emisario de un capitán del ejército de los Dragones, trató de localizar otra mesa vacante. No llegó a sentarse, pues el kender reclamó su compañía. En sus ojos, verdes como las hojas en primavera, brillaban los destellos de una jocosidad irreprimible.

—Vamos, únete a mí. Eres exactamente la persona a quien buscaba.

Stanach examinó al desconocido con resquemor, se aseguró de que todos sus objetos de valor estaban a buen recaudo y tomó asiento a su lado.

—¿A mí, kender? ¿No era a Givrak a quien te habían encomendado encontrar?

—No del todo —respondió el interrogado, encogiéndose de hombros—. ¿Givrak? ¡Su nombre es tan feo como él mismo! Verás, al entrar y reparar en él supuse que todos se alegrarían de que tuviera una cita irrenunciable en otro lugar. Me acusan de que envejezco deprisa, pero conservo la mente joven.

—Joven sí, aunque no con miras a largo plazo —repuso Stanach, tras emitir una carcajada.

—¿A qué te refieres?

—¿Qué sucederá cuando nuestro amigo draconiano se presente ante su oficial y éste niegue haberlo requerido?

—¡Ah, eso! —exclamó Lavim, y las prematuras patas de gallo que flanqueaban sus ojos rasgados se fruncieron por un leve instante. La sonrisa ganó la batalla—. Confío en que Givrak tardará unas horas en encontrar al capitán en cuestión y averiguar que lo he engañado.

—Tientas al destino —le reprendió Stanach—. Por si se precipitasen los acontecimientos, te recomiendo que te des prisa en comunicarme lo que quieres de mí. ¿En qué puedo ayudarte?

—No es a ti en particular a quien he de hacer mi consulta —puntualizó el kender—, sino a alguien de tu pueblo. Mi padre solía decir que aquel que tenga sed de aguardiente de los enanos debe perdírselo a uno de ellos. Él lo guiará hasta el licor y además lo orientará sobre si merece la pena adquirirlo. ¿Hay en estas bodegas aguardiente? ¿Es su grado el correcto?

El interpelado volvió a someter al otro personaje a una recelosa ojeada. Una copa del alcohol elaborado por su raza podía derribar a un humano musculoso. Aquel kender, delgado y frágil, no soportaría ni un ligero sorbo de tan embriagador brebaje.

En cualquier caso, la obligada contestación anulaba todo debate. En el establecimiento no había sino certeza y el translúcido vino elfo.

—Aquí no hallarás ni una gota de aguardiente: habrás de conformarte con las bebidas que ves. ¿Cómo te llamas, kender?

—Lavim Springtoe —se presentó formalmente el otro.

Tendió enseguida la mano a Stanach. Este, al pensar en el anillo heredado de su padre que lucía en el dedo y en los bordes ribeteados de cobre de las bocamangas de su jubón, sonrió en vez de estrecharla y exponerla así a sus artes escamoteadoras.

—Stanach Hammerfell, del reino de Thorbardin. Te convido a unas copas de lo que te apetezca, y nos haremos a la idea de que es aguardiente.

Era una excelente proposición, que su acompañante no rechazó. Lavim incluso se ofreció para ir hasta el mostrador a recogerlas, mas el enano meneó la cabeza en una negativa. Por el desparpajo del kender, dedujo que se había familiarizado tanto con el entorno que sería capaz de arrancar los dientes a un dragón sin ser descubierto. No tenía más que jalonar un par de mesas y los parroquianos que en ellas se refrescaban denunciarían la milagrosa desaparición de sus monedas, dagas, navajas del bolsillo, muñequeras de cuero o de plata, y Reorx sabía qué otras propiedades, antes de empeñarse en ahorcar al culpable en la viga más próxima, valiéndose de su propia trenza a modo de soga.

El aprendiz fue personalmente a formular su pedido. Cuando se detuvo ante la barra el elfo lo saludó, asintiendo como si corroborara el intercambio que hubo entre los dos al cernerse el peligroso Givrak sobre la moza. El hombrecillo le devolvió el gesto. No era momento ni sitio adecuado, pero intuía que en cuanto pudiera sacar a la luz el tema «Vulcania» con aquel sujeto tendría la oportunidad de hacerse escuchar, aunque quizá no recibiría revelaciones.

En el fondo, se congratuló de que el azar hubiera traído al draconiano a la taberna.

* * *

Lavim Springtoe escudriñó el ya cercano fondo de su cuarta jarra y, hábil pero despreocupado, liberó a un ciudadano que pasaba por su lado del peso de su saquillo. Estaba ensimismado en sus pensamientos, de modo que apenas se dio cuenta de que se había apoderado de la bolsa y mucho se sorprendió cuando Stanach extendió su encallecida palma bajo sus narices.

—Dame eso —le ordenó secamente.

—¿Darte qué? —indagó el kender, enarcando las cejas—. ¿Esto?

—Sí.

El kender sustuvo en alto la blanda piel de tintineante contenido, y la miró como si no acertara a comprender de qué manera había ido a parar a sus garras.

—¡Qué distraído era ese hombre! No se puede extraviar algo tan valioso.

Sopesó la bolsa con satisfacción y la hizo repiquetear lanzándola de una mano a la otra. El enano la atrapó en pleno vuelo y, volviéndose, dio unas palmadas en la espalda de su dueño y se la tendió.

El humano arrebató la bolsa de manos de Stanach y se disponía a protestar cuando, al observar la ceñuda expresión del enano, prefirió abstenerse y mascullar un seco «gracias». Stanach inclinó la cabeza bruscamente y bajó de nuevo la vista hacia su bebida.

«No está meditando sobre la textura de la espuma —decidió su vecino—; es sólo un pretexto para espiar, por alguna razón que se me escapa, al elfo de ahí enfrente.»

El kender menos sagaz puede oler un secreto con sólo estar a menos de un kilómetro de quien lo guarda. Lavim Springtoe, aguzados los sentidos, vigiló al aprendiz con el mismo afán como que éste trataba de captar todos los detalles posibles de las conversaciones que tenían lugar a su alrededor.

Aunque el enano costeó gustoso las constantes peticiones de bebida que hacía el kender, y hasta renunció en algunas ocasiones a demandar el servicio de la muchacha, levantándose él mismo a fin de rellenar los vasos, su cortesía no fue tanta como para prestar oídos al cotorreo de éste. Se mantuvo ausente, y ausentes fueron sus respuestas. Al rato, Lavim se calló, y observó las reverberaciones de las llamas en la amatista de la sortija de Stanach y los fulgores del aro que adornaba su oreja izquierda.

Nada había en Stanach, ni en sus posesiones ni en su persona, que suscitara una impresión de solidez. El anillo, según Lavim, denotaba una riqueza transitoria, fruto de la casualidad; el pendiente evocaba escenas de salteadores y bandoleros y, en lo referente a la barbuda faz, su gravedad era una máscara. El avispado observador sacó la conclusión de que, tras su fachada de fiereza, se insinuaba una criatura muy distinta. Había instantes en los que el enano olvidaba que debía parapetarse tras su coraza, breves lapsos en los cuales la vulnerabilidad de la juventud dulcificaba unos ojos negros como el carbón y moteados de extrañas irisaciones azules.

«Este enano —lucubró su perspicaz compañero— se ha vuelto más reservado que antes, se ha encerrado en su concha como un molusco.» A él le gustaba, por el reto que entrañaba, todo lo que había que forzar para entrever una rendija.

Apoyó los codos en la mesa y empezó, aplicando los que él definía como métodos sutiles, a ahondar en el enigma. El primer tema sobre el que el kender hizo recaer la charla fue la espada de Stanach. Enfundada en una piel añeja, bien ungida, su empuñadura era lisa y sin interés. La confluencia de la cazoleta con el gavilán era imperfecta, aunque ésta parecía ser la única falta que podía imputarse a su creador.

—Advierto —aventuró como si realmente acabara de apercibirse— que no vas armado con el hacha tradicional.

Stanach se limitó a hacer un gesto de asentimiento.

—No es asunto de mi incumbencia, pero es que es la primera vez que me topo con un enano que no lleva hacha.

—Sí, la mayoría de mis congéneres prefieren las hachas.

—Y tú constituyes una excepción. Por cierto, tu acero es una antigualla. No te ofendas, estoy convencido de que su temple es espléndido aunque su aspecto no diga mucho en su favor.

—Es viejo, en efecto.

—¿Perteneció a tu padre?

El interrogado clavó en Lavim una mirada punzante y precavida a un tiempo.

—Es mío —afirmó, esbozando una sonrisa para contrapesar su laconismo—. Yo lo he moldeado.

—¡Eres herrero! Claro, debí haberlo adivinado por tus manos endurecidas. ¿Trabajas en la forja de tu capital?

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