Hauk nunca se contestó. Ni siquiera se permitió a sí mismo pensar en la respuesta, o evocar el objeto y a la moza de taberna a la que se lo había regalado. Quienquiera que tuviera la facultad de asesinarlo por duplicado no vacilaría en extinguir la vida de los verdes ojos de la muchacha como si soplara sobre la llama de una candela.
Quienquiera que hubiera provocado sus dos muertes traspasaría el corazón de la joven con la única arma de su voluntad, más afilada que los cuchillos en su vuelo plateado a través del cargado ambiente de las posadas.
Lo que Hauk no adivinaba era por qué alguien deseaba tan vehementemente apropiarse de la enjoyada tizona.
Sea como fuere, subsistía en un desierto de espera y miedo, sin discernir los períodos de sueño de los de vela. La negrura alimentaba pesadillas y las mismas alucinaciones que sufría mientras dormía lo acuciaban despierto.
Sin embargo, y en el centro del vacío, se percató de que no estaba solo. Una alteración en la textura del aire que lo rodeaba le aportó la creciente certeza de que un ente se movía sigilosamente a su alrededor.
Alguien respiraba en las tinieblas. Sus exhalaciones arrancaron ecos en la zona circundante y gracias a este hecho dedujo que allí había paredes. Una voz susurró, masculló palabras inarticuladas. El pavor se adueñó de las entrañas del cautivo y se aposentó, pesado como un bloque de hielo, en sus tripas.
No destilaba aquel acento la crueldad que antes percibiera en quien lo había interrogado sobre la espada. El tono del otro era duro, cortante como un filo, mientras que el de ahora parecía quebrado y débil.
¿No se trataría acaso de sus propios lamentos, de sus murmullos?
* * *
Una bola luminosa estalló en la penumbra, haciendo brincar las sombras por los muros y arrojando flechas de fuego a sus pupilas. Hauk bramó de dolor. Carecía de la autonomía necesaria para volver la cabeza, incluso para entornar los párpados. Los fulgores se atenuaron de inmediato.
La figura de un enano, envuelto en una ígnea aureola y acuclillado a sus pies con un fanal enarbolado, se impresionó en toda su incandescencia en las retinas de Hauk.
—¿Quién...? —balbuceó éste.
No obtuvo más respuesta que un prolongado suspiro y el blando crujido de unas botas forradas en la roca.
—¿Quién eres? —insistió Hauk.
Resonó un sollozo, un quedo gruñido, y se hizo el silencio. El guerrero quedó de nuevo abandonado a sí mismo en la desolación.
Confidencias entre fantasmas
Las huracanadas ráfagas los persiguieron hasta el linde mismo de la espesura, y sólo remitieron una vez que se hubieron puesto bajo el cobertizo natural de los árboles. Stanach fue presa de violentos temblores al sentir que los fríos dedos de la superstición acariciaban su espina dorsal. Nunca imaginó que pisaría Qualinesti, y en nada contribuyó a aliviar su malestar saber que se hallaba en el laberíntico Bosque de los Elfos, a horas de viaje de cualquier paraje despejado. Estaba convencido de que, tanto en el linde del bosque como en su seno, la impresión sería la misma: la de ser espiado, vigilado, acechado.
A lo largo de su existencia el enano había oído un sinfín de relatos acerca de trotamundos que se aventuraban en Qualinesti. Nunca eran sus protagonistas quienes los narraban, pues nadie que se internara en aquellos parajes sin ser invitado salía para contar su experiencia. De no ser por Vulcania y su promesa de devolverla, Stanach se habría despedido de los otros en campo abierto aun a costa de exponerse al acoso de los draconianos. Mas había prestado juramento en nombre de la espada y en presencia de Hornfel, su
thane.
Lavim, Kelida y él mismo habían llegado a estas latitudes en pos de Tyorl. El elfo cojeaba y caminaba a trompicones, mas nadie mostró su discrepancia cuando aseguró que ningún soldado de los ejércitos de los Dragones osaría poner el pie en el mítico Qualinesti.
Aunque no discutió la propuesta, Stanach accedió a regañadientes a tomar rumbo oeste, con o sin bosque, entretanto Piper lo aguardaba en los montes surorientales. Hacía ya dos días que había dejado al mago en situación comprometida a algunos kilómetros de Long Ridge. ¿Habría dado esquinazo a sus contrincantes? Cuatro contra uno no era exactamente un panorama alentador.
«De todos modos —razonó, al mismo tiempo que empujaba con el hombro un matorral de espino—, no teníamos elección. Uno de nosotros debía ir a la ciudad para investigar acerca de la espada.»
Sentía el corazón encogido. Las trepadoras terrestres, como tentáculos vegetales, aferraban las ramas caídas hasta engullirlas, y los matojos y arbustos crecían en un absoluto caos, obedientes acaso a la orden de desfigurar la vereda. El aprendiz seguía a ciegas a Vulcania en aquella jungla, consciente de ser un intruso.
«Alguien tenía que encontrar el mágico acero y dar un significado a la muerte de Kyan Redaxe», se consolaba mientras salvaba los escollos. No perdería de vista a la tizona hasta el momento de reclamarla y, ya recobrada, se reuniría con Piper en el punto acordado. Confiaba en que su amigo estaría allí.
Kelida transportó a Vulcania a lo largo de toda la ruta. Tyorl se ofreció a llevarla pero la muchacha rehusó e insistió en ser ella la portadora, por una razón que Stanach no lograba dilucidar. La hoja rebotaba contra su muslo a cada paso que daba. Él se habría ahorrado gustoso la molestia de tantas magulladuras de haber estado en el lugar de la mujer.
El enano se preguntó cómo habría ido a parar el arma a manos de la moza. No es que importara, en el fondo, de qué modo la había conseguido; lo único que le interesaba era concebir un plan para restituirla a Thorbardin.
Un plan, sí, pero ¿cuál? Si bien era cierto que no tenía el más mínimo escrúpulo en robar la Espada de Reyes, que pertenecía a sus soberanos, no lo era menos que le asustaba el riesgo inherente a cometer su hurto en Qualinesti y contra un elfo. Desconocía el cariz de las relaciones que existían entre la mujer y el guerrero, pero su instinto le decía que sustraer el arma a Kelida equivaldría a agraviar al elfo.
Tyorl estaba herido, pero no de tanta gravedad como para que no diera caza al ladrón de un artículo de semejante valor en una comarca boscosa en la que se había criado, mientras que Stanach podía extraviarse en menos de cinco minutos. Cualquier caminata por la espesura con Vulcania sobre sus espaldas culminaría con su muerte a causa de una certera saeta y acarrearía la nueva pérdida de su tesoro.
«No —decidió apesadumbrado—, prefiero dejar que la chica se haga cargo de ella hasta que se me ocurra qué hacer y cómo argumentar mi demanda.»
Y así, transido de frío en un bosque privado del benigno calor del sol, Stanach continuó dócilmente tras Tyorl. El arma se hallaba demasiado a su alcance para consentir que se desvaneciera en la lujuriante vegetación del feudo de los elfos.
Lavim, que iba al lado de Tyorl en un brioso trotecillo, consultó a éste con un peculiar brillo en sus ojos:
—¿Nos tropezaremos con muchos fantasmas?
El elfo sonrió, frunciendo acto seguido los labios en una mueca que se pretendía enigmática.
—¿Crees que esta región está poblada de tales criaturas, pequeño kender?
—Y de espíritus, espectros y en general la fauna del mundo de ultratumba, que a mi entender son todos iguales. Me han descrito infinidad de prodigios acaecidos en vuestro bosque. No deja de resultar extraño, ¿no opinas tú lo mismo? Me refiero a que algunos afirman que una vez dentro no hay quien se libre del ataque de monstruos sin corazón, sin alma y hasta sin cabeza, de muertos errantes condenados a vagar eternamente, y no obstante están vivos para explicar sus peripecias. Es un contrasentido que...
—Cállate, Lavim —espetó Stanach al parlanchín.
Este último se volvió y, al percibir la ceñuda expresión del enano, cerró la boca.
Kelida, que se había encerrado en un huraño mutismo desde su fuga de Long Ridge, no se rezagó de los otros a pesar de la engorrosa carga que para ella representaba Vulcania. No emitió ningún comentario, mas las sombras fluctuaban como pesadillas sobre su pálido rostro. Stanach le dio unas amables palmadas en el codo a fin de reconfortarla.
—Tyorl —inquirió el enano—, ¿está el paraje embrujado o tan sólo te divierte espantarnos?
El interpelado se detuvo y dio media vuelta, somnoliento y con la capucha echada.
—No lo habitan más duendes que cualquier otro rincón de Krynn.
Lavim, tras encogerse de hombros en un acto de simpatía hacia la muchacha, se apartó de la vereda. No entendía lo que podía perturbar a la joven, y se propuso sonsacárselo mas tarde. Fuera como fuese, se hallaban en la espesura de Qualinesti y, si las habladurías se verificaban, contradiciendo las palabras del elfo, pronto se insinuarían en los contornos los entes del limbo. El kender escudriñó la oscura espesura, conjeturando sobre la forma que adoptarían las apariciones. Desde su punto de vista, la emoción iba en aumento.
Tras otra hora de marcha, cuando la luna roja se había eclipsado y la de plata no era sino un fulgor tenue, fantasmagórico, entre las nubes, Tyorl hizo un alto en un claro resguardado por un círculo de robles. Lavim solicitó montar el primer turno de vigilancia, una petición que obtuvo el consenso de todos.
Renqueó Tyorl hasta un arroyo cercano para lavar los arañazos de su faz y el largo tajo de su hombro. El enano recogió leña y encendió la fogata de rigor, mientras que Lavim, tras efectuar una rápida exploración, regresó con dos perdices de tierna carne. Kelida se sumió en un profundo sueño antes de que asaran las aves.
* * *
El viento, saturado de vapores, agitaba las llamas y hacía que los ramajes se entrechocaran en ominosos gemidos. Stanach atizó el fuego y oteó el encapotado firmamento.
—Lloverá antes del amanecer —vaticinó, y Tyorl manifestó su asentimiento.
Una lechuza planeó en vuelo raso fuera del halo luminoso, reducida a un lóbrego perfil y un vago aleteo. Una zorra dejó oír su característico gañido en la otra ribera del riachuelo. Lavim hacía su ronda en las inmediaciones, entre bellos abedules argénteos, y tanto el elfo como el enano, persuadidos de que no resistiría mucho rato en tan aburrido empeño, permanecían despiertos, en un tácito acuerdo.
Tyorl estaba reclinado sobre un tronco, estiradas las piernas hacia las ascuas. Con el estómago a rebosar, el ambiente caldeado y la paz reinante, hubo de luchar contra la modorra. Miró al aprendiz, esbozando una sonrisa a la vez perezosa y sagaz, y paseó el pulgar por su barbilla.
—Desembucha ya, enano.
—¿De qué me hablas? —se hizo éste el desentendido, pasado el primer sobresalto.
—Vamos, di lo que quiera que has tenido en la punta de la lengua toda la velada, lo que aflora a tu pensamiento siempre que contemplas la espada de Kelida. Es un arma espléndida, razón por la que quizá te asombre que se encuentre en poder de la moza. —Tyorl agitó el índice hacia la muchacha, que dormía con un brazo doblado a guisa de almohada y el otro atravesado sobre la tizona—. Sin duda te figuras que sus escasas dotes marciales no hacen honor al acero que esgrime.
—Eres muy perspicaz. Sí, me intriga cómo pudo hacerse con él.
—¿Es ése el misterio que tanto te inquieta?
—Entre otros.
—Fue un obsequio —condescendió el elfo a aclarar.
—¿De quién?
—No es asunto de tu incumbencia —fue la tajante contestación.
Stanach observó las cabriolas de las llamas que lamían los leños de nogal y roble de la hoguera. La impertinencia de Tyorl no era muy ofensiva, pero debía responder. Zambulló los dedos en la hirsuta barba, dándole meditabundos tirones, y rememoró la recomendación de Piper de recobrar la espada sin reparar en medios.
—Te equivocas, me incumbe y mucho. Esa espada fue bautizada con el nombre de Vulcania.
Impulsada por la ventolera la hojarasca barrió el claro donde se hallaban y se apelotonó contra las rocas que bordeaban el arroyo. Durante unos segundos, los rayos de Lunitari —el satélite colorado— se franquearon una brecha a través de los cúmulos borrascosos y tiñeron el paisaje de púrpura. Tyorl se arrebujó en su capa.
—Bonito nombre. ¿Cómo es que lo conoces?
—No acabo de inventarlo, si tal es tu sospecha. En el lugar donde la empuñadura fue soldada a la hoja está inscrito el distintivo del herrero que la forjó: un martillo y una espada dispuestos como un aspa. Su artífice fue Isarn Hammerfell de Thorbardin, y a él correspondió el privilegio de elegir el apelativo. Hay una parte sin bruñir en el gavilán y los engastes no han sido limados en todo su perímetro. Constátalo si anida en ti algún resquemor.
—Ya me había fijado en ambos defectos, si bien eso no explica por qué es tan fundamental la identidad de la persona que entregó el acero a Kelida.
—Por Vulcania se ha vertido ya sangre pura, y también envenenada. Que yo sepa, han sucumbido cuatro seres al reclamarla. Uno de ellos, un enano apellidado Redaxe, fue asesinado en una emboscada hace dos días. Éramos parientes.
Tyorl, recostado contra un grueso tronco, recordó de pronto a los embozados hombrecillos que, en Tenny's, habían presenciado el juego de cuchillos con sumo interés.
Ni Hauk ni aquel par de sujetos habían sido vistos en Long Ridge desde aquella noche. No había habido motivos para asociar a los enanos con la desaparición de su compañero, al menos hasta ahora.
—Continúa —urgió el elfo a su vecino.
Stanach notó el apremio y procuró no reaccionar de manera impulsiva, aunque a estas alturas la cautela sería vana. Su oponente no cejaría hasta que le refiriese todos los hechos, y le había revelado demasiados detalles para introducir enmiendas de última hora.
—Yo moldeo metales, Tyorl, no historias, mas haré lo posible por complacerte. Esta tizona fue elaborada en mi reino y robada hace dos años. Hornfel, mi
thane,
y Realgar, cabecilla de otro clan, han rivalizado en astucia para descubrir su paradero y rescatarla antes que el otro. No hace mucho, alguien informó a los reyes de que Vulcania estaba en posesión de un guerrero que se hallaba en Long Ridge.
—Es tan sólo un arma, Stanach —objetó el elfo—. La gente mata con ellas, no muere por ellas.
—Por ésta sí. Es lo que denominamos una Espada Real. Nadie puede gobernar al pueblo de los enanos sin una de ellas y, puesto que en la actualidad no existe otra de sus virtudes, el afortunado que blanda a Vulcania controlará todos nuestros dominios.