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Authors: Nancy V. Berberick

Tags: #Fantástico

Espada de reyes (15 page)

BOOK: Espada de reyes
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—Y, como es lógico, tú te has propuesto reconquistarla para ti.

«Es un extranjero, un completo ignorante respecto a nuestras tradiciones —se dijo a sí mismo el enano para mantener la calma—. Habré de hacer acopio de paciencia.»

Así lo hizo, antes de instruir a Tyorl en sus costumbres.

—Aunque me convirtiera en su amo no podría sacarle ningún provecho. Soy un simple artesano, no tengo un ejército bajo mi mando como Realgar. ¿Qué clase de revolución iba a organizar con el soporte de tres o cuatro soldados?

—Tu Hornfel debe de contar con un contingente.

—Él sí.

—¿Estás a su servicio?

—És mi
thane -
-dijo con sencillez Stanach—. Yo participé en la realización de la tizona para él, y estaba presente cuando Reorx le infundió el soplo de la vida. —Hizo una pausa, en la que examinó las cicatrices de sus palmas absorto, casi embelesado—. No había obrado un milagro análogo en tres siglos, Tyorl. Ninguna hoja salida de nuestro horno es una Espada de Reyes si nuestro dios no la toca con su gracia. Se me asignó la tarea de custodiarla, tuve un instante de descuido y la perdí.

El enano no volvió a despegar los labios hasta que Tyorl lo instó a hacerlo.

Fue una narración complicada. El elfo se adentró en los caminos de la política de los enanos con patente dificultad. Si bien no le costó colegir que para Stanach, y para los dos dignatarios que buscaban a Vulcania, ésta era mucho más que una hermosa pieza de artesanía. Personificaba el poder, constituía el talismán que unificaría el ahora dividido consejo de los
thanes.

Escuchó con mucha atención y, mientras el otro se extendía en su parrafada, creyó deducir que los habitantes de aquel reino subterráneo no se habían enterado aún de que Verminaard pensaba infestar de tropas draconianas las estribaciones orientales de las Montañas Kharolis. El Señor del Dragón, hombre avaricioso, veía en Thorbardin un muy deseable trofeo.

Las divinidades del elfo eran las ancestrales de su tribu, Paladine Argénteo y el espíritu de los bosques, el rey bardo Astra. Sin embargo, en las sombras que se arremolinaban detrás de la profusa vegetación, deslizándose sobre las alfombras de hojas, reconoció un entramado que únicamente Takhisis, soberana de las Tinieblas, podía tejer. Se acercó al fuego, de repente congelado.

—Si has examinado el arma —decía el enano—, habrás distinguido las hebras candentes que se desparraman por su acero. Es el emblema de la forja de Reorx, trasunto de las llamas que allí arden. Así extrajo el hierro mi maestro y, al enfriarse en el proceso ulterior, perduró la marca de la deidad. Se trata, pues —repitió—, de una Espada Real, y el
thane
que la empuñe reinará en mi país en calidad de regente. En las últimas tres centurias nadie ha accedido a tan alto cargo, aglutinando a todos los clanes.

»
Es muy duro carecer de un monarca. Siempre hay algo que falta, algo que se anhela sin alcanzarlo, y la tranquilidad se torna quebradiza. Nos hemos hecho a la idea de que jamás gozaremos de los beneficios de un rey supremo, ya que el Mazo de Kharas, oculto en un universo fabricado con el hilo de la leyenda y la esperanza, no nos será devuelto por ahora. Pero al menos Vulcania nos proporcionará un rey regente que hará respetar el trono en nombre del máximo rey que no hemos de tener.

»
Si es Realgar quien desempeña este papel, los enanos de Thorbardin seremos condenados a la esclavitud. Es un
derro,
nigromante y adorador de Takhisis. Mi patria se someterá al yugo de tan terrible Señora, y lo hará sin combatir. Ese hechicero incurriría en cualquier crimen con tal de capturar la tizona; ya ha perpetrado otros muchos por móviles bastante más triviales.

Un leño, delgado y rebozado en cenicientos rescoldos, se desplazó hacia la tierra. Stanach lo envió de nuevo a su sitio de un puntapié.

—He de darte la razón —dijo el enano—. Poco importa de dónde sacó la espada Kelida.

—Ahora soy yo quien discrepo, amigo mío.

Tyorl se inclinó hacia adelante, clavando en el enano unos ojos azules, tan acerados como la hoja de su daga y, también, tan destellantes como la superficie de ésta con los reflejos de la fogata. Desconcertado, el aprendiz prendió la mirada en Vulcania.

—¿Podrías ser más explícito?

—Por supuesto. Fue un colega mío quien obsequió la espada a la muchacha, concretamente el guerrero que antes has mencionado. Desde entonces, hace ahora cuarenta y ocho horas, se ha evaporado sin dejar rastro. Quizá tú puedas ayudarme. Una pareja de enanos, uno de ellos tuerto, visitó la taberna de Tenny la misma velada en que Hauk se esfumó. ¿No serán de tu clan?

Stanach se heló hasta la médula de los huesos. ¡Los agentes de Realgar habían llegado a Long Ridge!

—Nada tienen que ver conmigo —repuso—. Yo abandoné Thorbardin en compañía de Kyan Redaxe y un humano apodado Piper. Uno, como ya he declarado, murió a traición, y el otro me aguarda, confío en que ileso, en las montañas. Fui a la ciudad solo.

—¿No estarás mintiendo?

—Si recelas de mí es cosa tuya —repuso Stanach cortante, mientras evocaba a Kyan y los graznidos de los cuervos—. Los tipos de la posada no eran amigos míos, más bien todo lo contrario: los mandó Realgar. Forman parte de su banda, y estoy seguro de que ejercieron la magia. Lo más probable es que asaltaran al tal Hauk y se encolerizaran al no encontrar la espada, porque éste ya se había desprendido de ella.

»
Si estoy en lo cierto y esos bribones eran hechiceros, Tyorl, debieron de catapultar a tu compañero a una caverna de mi metrópoli antes de que tú advirtieras su ausencia. O ha muerto, o es prisionero del
derro.
Yo en su lugar preferiría lo primero, ya que nuestro adversario se valdrá de los más crueles recursos para averiguar dónde escondió la espada.

«Habrá fallecido —meditó el enano—, no puede haber durado dos días bajo los verdugos de Realgar. Si es un guerrero digno de su título, no obstante, habrá guardado silencio hasta el final.» Levantó los ojos, y leyó idénticas conclusiones en los ahora ensombrecidos iris del elfo.

—Compruebo que eres realista —musitó.

—Lo suficiente para percatarme de que nuestro centinela ha desaparecido —replicó Tyorl—. El kender se ha ido.

«No dudas de mi versión —pensó Stanach—. De hacerlo, no correrás el riesgo de que alguien dispuesto a matar en nombre de Vulcania aceche a la comitiva, y sobre todo a la muchacha.»

Hizo un gesto en dirección a los abedules, distorsionadas en la oscuridad sus grisáceas cortezas.

—Yo conservaré las ascuas encendidas, descansa un rato.

—Ese personaje que acaba de desvanecerse en la noche es amigo tuyo —apuntó el elfo—. Se me antoja muy conveniente que se haya retirado para que tomes el relevo y, acaso, también la espada.

—¡Majaderías! —exclamó el acusado—. ¿Dónde iría con ella? Sí, claro, de regreso a Thorbardin. Supongo que sería un excelente plan eliminarte mientras duermes. ¡Vamos, no delires! Sabes tan bien como yo que moriría de viejo antes de orientarme en esta espesura —increpó a su oponente, dibujada en sus labios una mueca vacía de humor—. Lavim fue muy sensato al aseverar que nadie sale del Bosque de los Elfos si no le enseña el camino un miembro de esta raza. Acuéstate, esperaré a mañana para proseguir nuestra amena charla.

Tyorl, que no había concebido ninguna desconfianza por el enano en Long Ridge, sentía ahora algunas aprensiones relativas a su conducta. De todas maneras, la jungla era la mejor garantía de que no conspiraría en su contra. ¿Qué habría hecho Stanach de no temer a Qualinesti? Pese a que su exposición de antes había sido verosímil y fluida, podría haber intercalado una dosis de engaño sin que el guerrero la detectase.

* * *

Kelida estaba hecha un ovillo en su cama de campaña para conjurar los vahos glaciales y húmedos que, brotando del suelo, entumecían sus huesos. Había escuchado lo suficiente de la historia de Stanach para comprender que la espada que amorataba sus piernas, las que en aquel momento yacía bajo su mano, nada tenía de corriente.

Las voces de los dos conferenciantes, prudentemente bajas, la habían despertado. Se alegró de que así fuera, pues durante su sueño la habían atormentado horribles visiones de incendios y destrucción.

No era su intención espiar a hurtadillas, pero las alusiones a la espada la indujeron a hacerlo.

¿Había muerto Hauk? ¿Se hallaba en alguna oscura mazmorra, torturado por el tal Realgar?

La mujer cerró los ojos y, en su mente, revivió los ademanes del humano, sus manazas encallecidas al poner el arma —Vulcania— a sus pies. Se conmovió al resonar de nuevo en su memoria el tartamudeo del hombretón al disculparse. ¿Qué había sido de él?

«O ha muerto, o es prisionero del
derro.
Yo en su lugar preferiría lo primero.»

Tyorl descabezaba un desasosegado sueño a su lado mientras, al otro lado del crepitante fuego, Stanach montaba guardia. Las reverberaciones de las llamas adquirían tintes plateados en su único pendiente y más encarnados en las honduras de su negra barba. Cuando el enano alargó el brazo para asir una nueva rama con que alimentar la hoguera, la joven se incorporó. Stanach nada dijo y ella, sujetando tras la oreja un rebelde mechón de cabello, le tendió otra rama.

El aprendiz cogió el leño y le dio las gracias. A Kelida le sorprendió que su acento, cavernoso y áspero en sus intercambios con el elfo, pudiera ser tan suave al dirigirse a ella. Le dedicó una sonrisa de tanteo y el hombrecillo, aunque no se la devolvió, relajó un poco las taciturnas arrugas de su frente.

Estimulada por esta casi imperceptible muestra de afecto, la moza fue a sentarse junto al centinela. No compartió el tronco que él ocupaba, sino que se instaló sobre la tierra y se respaldó en él. No pudo apartar la mirada del flamígero espectáculo. Recordando...

«Una llamarada, abrasadora como si contuviera un centenar de antorchas, surgió de las fauces del Dragón. Kelida lanzó un desgarrado chillido cuando las ígneas lenguas tomaron contacto con el techo de su granja y la casa entera explotó alrededor de su madre y de su hermano. Durante unos terribles momentos, vislumbró el rostro de ambos. El muchacho sollozaba lágrimas que parecían de sangre por los reflejos del fuego, y la mujer, escudándolo bajo su cuerpo en un infructuoso intento de protegerlo de las llamas, exhibía en sus facciones una peculiar mixtura de resignación y desesperanza.

»Al fin, no hubo nada que atisbar salvo dos teas humanas en una morada transformada en hoguera.»

Kelida era incapaz de lograr calentarse con el fuego del campamento: el recuerdo de la muerte de sus familiares no hacía sino producirle escalofríos.

—Stanach, ¿dónde se ha metido Lavim?

—En alguna correría de kender. ¿Quién puede saberlo? Sea como fuere, volverá antes del alba.

«Debe de andar a la caza de fantasmas —lucubró—. Pero no seré yo quien alarme a esta pobrecilla.»

—¿Te hemos manifestado nuestro agradecimiento por salvarnos la vida?

El enano meditó en silencio por unos instantes.

—No —dijo al fin.

—Te ruego que me perdones, ha sido una indelicadeza por nuestra parte. Gracias. De no haberos incorporado a la refriega Lavim y tú, Tyorl sería un cadáver y yo... —Enmudeció, atenta al siseo de las llamas y a las trágicas asociaciones que éstas le traían.

—No dejes que te martirice algo que no llegó a ocurrir —la aconsejó el enano—. Por cierto, ¿qué hacías tú en las barricadas con Tyorl?

—Despedirme de él. Era imperativo que se fuera de Long Ridge sin dilación.

—¡Aja!

—No es lo que estás pensando —se defendió Kelida, ruborizándose—. Sólo lo conozco desde hace un par de días. Después de que Hauk me regaló la espada y se esfumó, resolví restituírsela al elfo. Él se negó a llevarla consigo y me pidió que se la diera yo misma si venía a buscarla.

Stanach sonrió, al hacerse la luz en su confundido cerebro. La muchacha no se sentía atraída por Tyorl sino por el otro aventurero, Hauk. Lo captó en la nota melancólica de su voz, en su forma de acunar la tizona en el regazo. El acero podría haber tenido la empuñadura de plomo y sus zafiros simples pedruscos del lecho del río: pertenecía a Hauk y eso era lo único que contaba para Kelida.

Las motivaciones de Tyorl, no obstante, eran de un cariz muy distinto. A él le gustaba la chica. Sus ojos, que podían tener la dureza de las joyas que adornaban a Vulcania, se transformaban cuando los posaba en Kelida o departía con ella.

«He aquí algo que merece analizarse», caviló Hammerfell.

—¿No se extrañará tu familia de tu partida? —indagó de su acompañante.

—Mi padre, mi madre y mi hermano Mival ya no existen. Teníamos una granja en el valle, y... cuando llegó el Dragón Rojo...

Stanach dejó pasear su mirada por el silencioso bosque. El viento ululaba, similar al aullido de los lobos hambrientos. De pronto lo asaltó la sensación de ser uno de esos desaprensivos que, incapaces de contener su malsana curiosidad, ponen al desnudo las miserias, las llagas aún supurantes del prójimo.

—No sigas, pequeña —dijo con suavidad—. He estado en el valle.

—Nadie va a echarme de menos —suspiró Kelida.

Era una bella criatura según los cánones humanos. Stanach la miró de soslayo. ¿Qué edad debía de tener? No más de veinte, concluyó, aunque no le resultaba fácil calcularlo. Alta y de melena bermeja, con seguridad la cortejarían todos los granjeros de Long Ridge, embrujados por el imán de sus ojos verdes como los mosquitos por los fanales. Aquí, sin embargo, en la oscuridad del bosque, sus ojos no eran los de una mujer sino los de una niña extraviada que, llena de pavor, contempla un mundo de repente enloquecido.

¡Veinte años! El enano, que a esa edad no era más que un rapaz sin uso de razón y que no entendía cómo alguien que sólo había vivido cuatro lustros podía ser tildado de maduro, veía en Kelida a una candorosa chiquilla.

Y, además, sola. Para los humanos, la familia lo era todo y los demás sólo eran extraños. No pertenecían a un clan, esa profunda fuente de fortaleza y comprensión tan imprescindible cuando alguien perdía al padre, al cónyuge o al hijo. Stanach no habría podido soportar la vacuidad que ahora debía de experimentar la moza. Muy de tarde en tarde, y en castigo a delitos o pecados graves contra sus allegados, los enanos eran repudiados y condenados al destierro, y vagaban de un lado a otro en una perpetua penitencia en la que todos los esquivaban y algunos los compadecían. Pero para Kelida la situación era aún peor. Era como si progenitores, hermanos, primos, tíos y, en resumen, su clan entero, hubiesen expirado al unísono.

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